lunes, 30 de mayo de 2022

Los ríos de Babilonia

 



            Hay muchas situaciones angustiantes, que nos amenazan por desesperarnos, deprimirnos y hasta desesperanzarnos. Menciono un ejemplo nada más: los que pasan por la dura experiencia del Covid en muchos casos sienten todo tipo de emociones, que los atormentan quizás más que la enfermedad en sí. Igual sus familiares que están afuera, quizás bajo una carpa, temiendo por la vida de su ser querido, encontrándose inmersos en una lucha encarnizada entre la fe y la desesperación. Sólo el que ha pasado por eso tiene idea de lo desgarrador que es una experiencia así.

            Y el que ha pasado por experiencias similares podrá entender y sentir con los hebreos que se encontraban cautivos en una nación absolutamente pagana y cruel que les había despojado de toda pertenencia, pero mucho peor todavía: de toda dignidad y hasta de símbolos de su fe. La Biblia habla en muchas partes de la deportación de los judíos a Babilonia como consecuencia de haberse apartado de Dios. Pero este sentimiento de absoluto desamparo, impotencia, tristeza, rabia, desesperanza y otras cosas más es representado magistralmente en el Salmo 137. Por su belleza literaria, este breve Salmo llega a ser la corona de la poesía hebrea. Dice así el Salmo 137:

 

  “Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar al acordarnos de Sión. Sobre los sauces de la ciudad colgamos nuestras arpas. Los que nos capturaron, nos pedían que cantáramos. Nuestros opresores nos pedían estar contentos. Decían: «¡Canten algunos de sus cánticos de Sión!» ¿Y cómo podríamos cantarle al Señor en un país extranjero?

  Jerusalén, si acaso llego a olvidarme de ti, ¡que la mano derecha se me tulla! Jerusalén, ¡que la lengua se me pegue al paladar, si acaso no llego a recordarte ni te pongo por encima de mis alegrías!

  Señor, recuerda lo que decían los edomitas el día que Jerusalén fue destruida: «¡Arrásenla, destrúyanla hasta sus cimientos!» ¡También tú, Babilonia, serás arrasada! ¡Dichoso el que te dé tu merecido por todo el mal que nos hiciste! ¡Dichoso el que agarre a tus niños y los estrelle contra las rocas” (Sal 137.1-9 – RVC)!

 

            Traten de meterse en esta escena. Un pueblo, que ya había experimentado la esclavitud de 4 siglos en Egipto, por fin tuvo su propia tierra, prometida hace cientos de años atrás. Por fin pudo desarrollar su propia existencia e historia. Pero con el pasar del tiempo llegó a optar por un camino según su propio parecer en vez de buscar los caminos de Dios. Reiteradas advertencias a través de los profetas no dieron el resultado esperado por el Señor, hasta que la invasión de Babilonia, la destrucción de Jerusalén y la deportación de prácticamente todo el pueblo a tierras extrañas, volviendo a la esclavitud, fue permitido por Dios como consecuencia de la desobediencia de su pueblo. ¿Quién, después de haber tenido todo y haberlo perdido otra vez no estaría en este estado calamitoso, llorando su suerte? Peor todavía al sufrir esas avalanchas de nostalgia por su amada Jerusalén, símbolo de la presencia de Dios. “Nos sentábamos junto a los ríos de Babilonia y llorábamos acordándonos de Sión” (v. 1 – PDT). ¡Qué cuadro de agonía y desesperanza se nos pinta aquí! Pero también de impotencia por no poder mover ni un dedo para revertir esta situación. Peor todavía, sabiendo que el único culpable es uno mismo.

            Incluso el paisaje que los rodeaba estaba sumido en esa tristeza, acrecentando aún más ese cuadro de luto y dolor. El versículo 2 habla de los sauces que había a la orilla de los ríos que con su forma característica parecían compartir la desmotivación y tristeza profunda de los cautivos. ¡Un sauce llorón acompañando al pueblo llorón! Los ríos de Babilonia se alimentaban de las lágrimas de los hebreos.

            Y en esos sauces los hebreos habían colgado sus cítaras y arpas. ¡Qué decoración más deprimente de los árboles! Así como un boxeador o un arquero cuelgan sus guantes, simbolizando el final de su carrera deportiva, los hebreos colgaron sus instrumentos, indicando el final de sus fiestas jubilosas. No había más motivo alguno para hacer música. Los instrumentos se volvieron obsoletos. No había más uso para ellos. Se perdió también toda esperanza de volver a usarlos algún día. La vida se volvió oscura, sin sentido, sin motivación alguna. Daba lo mismo estar vivo que estar muerto.

            Por supuesto que los babilonios vieron todo esto, y no contentos con las aflicciones que ya les habían causado, aprovecharon el desconsuelo de los hebreos para torturarlos aún más: “Los que allá nos habían llevado cautivos nos pedían cantares; los que nos habían hecho llorar nos pedían alegría, diciendo: ‘Cántennos algunos de los cánticos de Sion’” (v. 3 – RVA2015). ¡Qué brillante expresión de este proceder desalmado de los babilonios y su burla sin fondo! Ellos mismos habían sido la causa de tan fatídico estado de ánimo de los hebreos, pero querían que hagan fiesta. Con su poderío militar habían podido separarlos violentamente de sus pertenencias y de su tierra amada. Pero no había poder que lograba separarlos de sus emociones. No podían cantar alegres cuando en el corazón había desolación. Más bien esa burla demoníaca de los babilonios profundizaba aún más su dolor. Pero no era sólo la risa burlona acerca de su desgracia lo que les causaba tanta aflicción, sino que los babilonios les pedían cantar cantos de Sión. Sión era el sitio donde había estado el ahora destruido templo de su Dios. Los cantos de Sión eran cantos religiosos que se entonaron en sus ceremonias de alabanza a Dios. Al obligar a los subyugados a cantar canciones que exaltaban a Dios era una declaración de superioridad de los dioses babilonios sobre el Dios de los hebreos. O sea, los babilonios les estaban diciendo: “¿Ven que su Dios no sirve de nada? Los nuestros son infinitamente más poderosos y han vencido al suyo de taquito. Su supuesto Dios no ha podido evitar que ustedes caigan prisioneros.” ¡Algo más demoníaco no puede haber! Y es muy probable que muchos, quizás la mayoría, de los hebreos hayan sentido también que su Dios había sido derrotado; que su fe haya sido ilusoria; que hasta Dios les había dado la espalda, abandonándolos a su suerte. “¿Cómo íbamos a cantar un canto del Señor en un suelo extranjero” (v. 4 – BLA)? Era suelo extranjero no sólo geográficamente, sino también espiritualmente. Estaban en un territorio marcado por la idolatría y prácticas perversas y reprochables desde todo punto de vista. ¿Cómo cantar ahí al Señor? ¡Qué cuadro de absoluta desesperanza!

            Pero algo bien en lo profundo de sus corazones se negó a aceptar esto como realidad. Aunque todo a su alrededor era señal de humillación y derrota sin remedio alguno, el alma hebrea rehusó aceptar esto como realidad. En vez de permitir que sus verdugos fuercen sus emociones haciéndoles cantar canciones alegres en medio de su llanto, ellos forzaron a sus corazones a no claudicar ante este cuadro desesperante. Se obligaron a sí mismos a no hundirse, imponiéndose fuertes maldiciones: “Ah, Jerusalén, Jerusalén, si llegara yo a olvidarte, ¡que la mano derecha se me seque” (v. 5 – NVI)! “Que la lengua se me pegue al paladar si dejo de recordarte, si no hago de Jerusalén mi mayor alegría” (v. 6 – NTV). Quizás parezca que se estuvieron aferrando a una pajita en medio del mar, esperando que ella los mantenga a flote, pero era señal de que estaban vivos todavía por dentro; que no se habían entregado a su suerte, sin más lucha. Sus sentidos no estaban todavía apagados. Sabían que los ríos de Babilonia no eran su hogar definitivo. ¡Tenían que regresar al lugar que les pertenecía!

            Y esa rebelión del alma en contra de las circunstancias de la vida los hizo maldecir también a quienes causaron su desgracia: “Señor, acuérdate de los edomitas, que cuando Jerusalén cayó, decían: ‘¡Destrúyanla, destrúyanla hasta sus cimientos!’ ¡Tú, Babilonia, serás destruida! ¡Feliz el que te dé tu merecido por lo que nos hiciste! ¡Feliz el que agarre a tus niños y los estrelle contra las rocas” (vv. 7-9 – DHH)! ¿Nos sorprende este lenguaje tan violento? Dígame, ¿acaso no has pensado también de forma parecida acerca de otros que te han causado daño? La Biblia no lo pone como ejemplo de reacción espiritual contra los demás, pero sí acepta nuestras emociones naturales y que las expresemos con libertad. Mejor desahogarse ante el Señor que consumirse por dentro por emociones reprimidas. Mejor ser sincero delante de Dios que andar fingiendo espiritualidad ante los demás.

            Es poco probable que hoy una nación entera sea llevada cautiva a otro país, ¡y Dios quiera que esto nunca más suceda! Pero hay suficientes otras injusticias y esclavitudes más sutiles, pero igual de crueles, que suceden a diario. Quizás te encuentres envuelto ahora mismo en una situación así. Pero creo yo que lo que más se acerca a esta experiencia de los hebreos es la esclavitud del pecado. Cuando caemos también en este error de desviarnos de los caminos del Señor, y cuando rechazamos constantes mensajes de advertencia, también llegamos a caer presos de nuestros propios errores. El enemigo toma ventaja sobre nosotros y nos subyuga violentamente. Nos tira junto a los “ríos de Babilonia” en territorio enemigo. Sentimos que un ejército de demonios baila alrededor de nosotros, burlándose a carcajadas de nuestra miseria espiritual. Y nos escupen en la cara diciendo que nuestro Dios no sirve, que nos dio la espalda, que mejor nos demos un tiro porque igual ya nada tiene sentido. Y es fuerte la tentación de dejarnos arrastrar por la corriente hasta hundirnos por completo en la perdición. Es fuerte la tentación de no poner más resistencia, de dejar de luchar. De todos modos, ¿de qué sirve seguir luchando? De todos modos, estoy derrotado y sin posibilidad de salir de esta con vida. Hermano o hermana, ¡resistí a esa voz de Satanás! ¡No es la verdad! Los “ríos de Babilonia” no son tu hogar definitivo. La verdad es que Dios no te ha abandonado. Quizás permita que saborees la amargura del pecado que tanto anhelaste, pero no te ha abandonado. No estás sin esperanza. No existe pozo tan profundo que Dios no te pueda rescatar nuevamente de él. No hay “río de Babilonia” de donde él no te pueda hacer volver a su hogar. ¿Había esperanza para los hebreos? Aparentemente no. Sin embargo, 70 años más tarde, bajo el liderazgo de Esdras y de Nehemías, ellos volvieron a su tierra, reedificaron a Jerusalén y empezaron una nueva vida. Este es tu futuro. Esta es tu realidad. Esta es tu esperanza. Con la poca fuerza que te queda, aunque no creas que haga diferencia alguna, clama en tu desesperación al Señor: “Dios, no sé dónde estás. No te veo ni te siento. Más bien siento su ausencia. Sin embargo, sé que estás ahí y que me escuchas. ¡Ten misericordia de mí y sácame de esta situación que yo mismo he provocado! Sé que no merezco nada, pero también sé que tu compasión y tu gracia son más grandes que cualquier pecado que yo pueda haber cometido. ¡Perdóname y sálvame! No tengo más fuerzas. Si tú no me ayudas, me hundiré. Por eso me abandono sin condiciones en tus manos. Haz conmigo lo que tengas que hacer, pero ponme a salvo. Quiero confiar en ti; ayúdame a tener más fe. Manifiesta tu poder en mi vida.”

            Si tú gritas así al Señor en tu desesperación, yo te aseguro que él te escuchará y que se moverá a tu favor. Y si necesitas ayuda, déjamelo saber para poder orar por ti y darte el apoyo que nos sea posible para que puedas regresar nuevamente de los “ríos de Babilonia” a tu “tierra prometida”.

            Este Salmo 137 ha inspirado a muchas personas para componer canciones con su contenido. Uno de ellos fue el compositor italiano de óperas Giuseppe Verdi en el siglo XIX. Su ópera “Nabucco” contiene el “coro de los esclavos”, basado en este Salmo. Encontré una representación teatral de esta composición que ilustra magistralmente esta apatía y desesperanza de los hebreos, arrollados y anonadados emocionalmente por esta avalancha de desgracias sufridas. Lo dejo aquí como ilustración de lo que hemos hablado. Y si te sientes identificado con su sentir, cobra ánimo. Así como ellos volvieron, tú también puedes volver de los “ríos de Babilonia” al lugar que te corresponde según la voluntad perfecta de Dios.


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