sábado, 28 de mayo de 2022

Cálculos previos

 



¿Sabes lo que estás haciendo? Si no sabes, te lo voy a decir: estás viendo o escuchando esta prédica… Bueno, en realidad no me refería a tu actividad del momento, sino si estás seguro en qué proyecto te estás involucrando. ¿Sabes qué rumbo está tomando tu vida? ¿Entiendes el desafío que Dios está poniendo delante de ti para los próximos meses o años? ¿Eres consciente de lo que implica aceptar este desafío? Siempre es necesario hacer cálculos previos para saber exactamente qué nos espera. Porque si nos lanzamos a la vida a vivirla como venga, de repente nos encontraremos con sorpresas bastante desagradables. Por supuesto que no podemos saber lo que pasará mañana. Esta pandemia, por ejemplo, no estaba en los planes de nadie. Pero aceptar un desafío de Dios para nosotros requiere que estemos preparados, sabiendo en qué nos estamos involucrando. Demandará de nosotros estar decidido de entrar en sus proyectos. Sin esa determinación no llegaremos muy lejos.

Esto es precisamente lo que le ocurrió al protagonista de una de dos parábolas bien cortitas y enlazadas que contó Jesús. Encontramos este relato en el libro de Lucas 14.25-33. Ahí Jesús llega a hablar de la necesidad de hacer cálculos previos:

“Como grandes multitudes lo seguían, Jesús se volvió a ellos y les dijo: «Si alguno viene a mí, y no renuncia a su padre y a su madre, ni a su mujer y sus hijos, ni a sus hermanos y hermanas, y ni siquiera a su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. Porque ¿quién de ustedes que quiera levantar una torre, no se sienta primero a calcular los costos, para ver si tiene todo lo que necesita para terminarla? No sea que después de haber puesto los cimientos, se dé cuenta de que no puede terminarla, y todos los que lo sepan comiencen a burlarse de él y digan: ‘Este hombre comenzó a construir, y no pudo terminar.’ ¿O qué rey que marche a la guerra contra otro rey, no se sienta primero a calcular si puede hacerle frente con diez mil soldados al que viene a atacarlo con veinte mil? Si no puede hacerle frente, envía una embajada al otro rey cuando éste todavía está lejos, y le propone condiciones de paz. Así también, cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14.25-33 – RVC).

Adonde Jesús se iba, lo seguía una multitud de gente. Claro, ¿quién no querría estar con una persona tan agradable como lo era Jesús? Encima si cada tanto uno podía participar de algún show de fuerza sobrenatural al sanar a un enfermo o resucitar algún muerto, incluyendo el servicio gratuito de almuerzo de panes y pescados. ¿Podría haber una vida mejor que esta? Pero de pronto, Jesús puso las cosas en su luz correcta. Dejaba bien en claro que él no era un milagrero barato que buscaba la atención y los aplausos de la gente. Lo que él buscaba no eran aclamaciones entusiastas, sino compromiso, ¡y del más alto! En este texto él dejó una descripción de lo que él entiende por “discípulo”. Quizás nosotros no estamos tan acostumbrados a este término, pero en el tiempo de Jesús era cosa muy frecuente ver a algún maestro andar por las calles, rodeado por sus alumnos o discípulos, así como, precisamente, lo hacía Jesús. Si hubiéramos preguntado a cualquiera de esta multitud que le seguía si él/ella era discípulo de Jesús, con seguridad todos ellos hubieran dicho que sí. Pero probablemente cada uno tendría un concepto diferente de qué significaba ser discípulo de Jesús, y es muy probable también que casi nadie habrá tenido el mismo concepto que Jesús expuso ahora. Creyentes en Jesús probablemente todos lo eran, porque si no, no lo hubieran seguido. Pero discípulos… difícilmente. Él conocía demasiado bien al ser humano como para saber que entusiasmo no es suficiente para convertirse en verdadero discípulo. Dice el evangelista Juan que “…muchos creyeron en él al ver las señales milagrosas que hacía. Pero Jesús no confiaba en ellos, porque los conocía a todos. No necesitaba que nadie le dijera nada acerca de la gente, pues él mismo conocía el corazón del hombre” (Jn 2.23-25 – DHH). Lo que Jesús buscaba, eran verdaderos discípulos, no meros creyentes. Por eso él nos mandó en la Gran Comisión a hacer discípulos, no a hacer creyentes o convertidos. Así que, era hora de presentar claramente los requisitos de admisión al círculo de discípulos de Jesús.

Él empieza con algo que nos suena sorprendente, incluso chocante: “Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (v. 26 – RV95). ¡Epa! ¿Qué le ha picado a Jesús? ¿Acaso no ha enseñado siempre a amar a los demás, empezando por su propia familia? ¿Cómo va a decir entonces ahora que debemos aborrecer, odiar a nuestros familiares? Bueno, a nosotros nos suena raro esto, pero no a la gente que eran sus oyentes. Ellos entendían perfectamente que Jesús se valió de una costumbre de aquel entonces de expresar una comparación en términos exagerados o totalmente contrastados. Él no estaba enseñando a odiar a su familia, sino estaba haciendo una comparación entre nuestro amor y lealtad a él con el amor y lealtad hacia nuestros seres queridos. La lealtad a Cristo debe ser tan lejos por encima de nuestra lealtad a los seres humanos que el amor a nuestra familia ya casi parecería odio. Si crees que amas a tu familia, y luego conoces y amas a Cristo, te das cuenta que tu amor a tus seres queridos no era para tanto. En otras palabras: el compromiso que Jesús exige para poder ser su discípulo debe ser mayor que cualquier compromiso humano. Ninguna relación humana es comparable con la relación, el amor y el compromiso que debo tener con Cristo. Si mi lealtad a Cristo llegase a chocar con mi lealtad a mis seres queridos, debo preferir mi compromiso con Dios. Así que, Jesús no enseña a odiar a nuestra familia, sino a amarlo a él aun más que a nuestra propia familia. Por eso, otras versiones traducen: “El que quiera seguirme tiene que amarme más que a su padre, a su madre…” (NBD); “si alguien viene a mí pero pone en primer lugar a su papá, … no puede ser mi seguidor” (PDT); “si alguno quiere venir a mí y no se desprende de su padre y madre…” (BLA); “no puedes ser mi discípulo hasta que no me ames más de lo que amas a…” (CEV – traducción libre). Ya nos damos cuenta que el discipulado no tiene nada que ver con pasearse con el Maestro o de asistir a un show de un famoso. Puede sonar muy romántico, pero muchas veces te hace derramar lágrimas. El discipulado es cosa seria. Implica todo mi ser, toda mi vida, renunciar al derecho de comandarme a mí mismo. Es entregarme totalmente en manos de mi Maestro para que él disponga sobre todo lo que soy y lo que tengo. Es muerte de mi propio ego. Jesús dice que para ser su discípulo es necesario cargar su cruz. La cruz siempre es símbolo de dolor, sufrimiento y muerte. Me llamó la atención que una versión de la Biblia incluso habla de cargar “su estaca de ejecución” (Kadosh). No suena muy agradable que digamos… En la vida nos damos cuenta una y otra vez que el ego no muere tan fácilmente. Es la mejor ilustración del dicho: “Hierba mala nunca muere.” Es una hierba maldita en nuestro corazón que siempre quiere hacer prevalecer su propia voluntad. Pero es absolutamente necesario que muera ese ego humano, porque está infectado por el pecado y nunca quiere cumplir la voluntad de Dios. Hasta a Cristo le costó sudor de sangre sujetar su propia voluntad a la del Padre.

Jesús pone ante nosotros exigencias radicales. Hay que estar totalmente decidido antes de involucrarse, porque si no, uno no llega a ningún lado. Como el discipulado no es cualquier cosa, Jesús advierte que hay que pensarlo muy bien. A eso apuntan las dos parábolas que él contó para ilustrarlo. La primera se trata de un hombre que tuvo una idea muy grande: quería construir el edificio más glorioso de toda la ciudad. Por todos los canales de televisión él había anunciado con bombos y platillos su proyecto. En el lugar de construcción colocó un enorme letrero: aquí se construye el edificio del futuro. ¡Tremendo! Pero así de tremendo también fue su error: sus sueños y aspiraciones eran más grandes que su bolsillo. Es más, ni siquiera había revisado sus recursos para ver si siquiera podía empezar. A las poquísimas semanas de haber reunido todas las maquinarias más impresionantes para remover el suelo y poner las bases de su proyecto tan grandioso, él se tuvo que declarar en quiebra, y todo quedó en silencio en el lugar de la obra. Unos pilares y cimientos eran testigos mudos de su falta de previsión. ¿Y qué significa un cimiento sin construcción? Es una pérdida de dinero, porque ha requerido mucha inversión para poner el cimiento, pero de nada sirve si no se sigue construyendo. Solamente se deteriora con el tiempo y requiere otra vez de muchos gastos para acondicionarlo de vuelta si algún día uno quiere seguir construyendo, o capaz de tener que destruirlo por completo para empezar algo totalmente nuevo.

Así le fue a este hombre. Y ahí empezó el bullying. Este hombre ya no sabía dónde meterse para salvarse de la burla de la gente. Su proyecto ambicioso fue un fracaso total. ¿Por qué? Porque no previó el esfuerzo de todo tipo que demandaría poner en ejecución su proyecto.

El otro ejemplo es el de un rey que está con fuertes tensiones diplomáticas con el reino vecino. Está pensando seriamente de declararle la guerra a su colega de al lado. Pero es muy consciente que su ejército no está en óptimas condiciones. Así que se reúne con su general de ejército y sus asesores para buscar estrategias de cómo poder vencer a un país que está mucho mejor equipado y con un ejército más numeroso que el suyo. Analizan la situación seriamente de todos los ángulos imaginables. Si no encuentran ninguna estrategia de ataque que les asegure la victoria, quizás la estrategia más sabia será de no provocar la ira del rey vecino para que no se le cruce por la mente querer atacarlos. “Huir a tiempo no es cobardía”, se dice. En este caso, por lo menos, sería sabiduría.

Estas dos ilustraciones deben ejemplificar lo consciente que se debe estar al iniciar una aventura con Cristo. Claro, muchas cosas nunca vamos a saber de antemano, porque si las supiéramos, ni siquiera empezaríamos. Muchas veces me ha tocado mirar atrás y decir: “Si yo hubiera sabido todo esto antes, no me hubiera involucrado en este proyecto. Pero, ¡gracias a Dios que no lo supe! Ahora estoy aquí, y puedo testificar de la fidelidad de Dios que me ha sostenido en todo este tiempo.” Quizás es esto la mejor preparación o “cálculo previo” que se puede hacer: saber que Dios estará con nosotros en todo momento, también cuando nos sobrevengan las situaciones que ahora no podemos prever.

Jesús cierra este tema con la siguiente frase: “…cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser mi discípulo” (v. 33 – RVC). Jesús no está insinuando que todos deberíamos hacer un voto de pobreza. Más bien, él está indicando que el que no corta radicalmente los lazos que lo pueden atar a la comodidad, a la pereza, a la desobediencia, no puede ser un discípulo suyo. Su demanda sobre nosotros es absoluta. Cualquier cosa que compita con nuestra lealtad a él es un obstáculo en nuestro discipulado. La demanda totalitaria de Cristo no es porque él sea un tirano o nos tenga como esclavos. ¡Todo lo contrario! Su demanda es precisamente para que no nos desviemos detrás de otras cosas que no contribuirán a nuestra razón de estar en este mundo, sino para que podamos estar libres para servirlo y amarlo totalmente a él y poder realizar los planes que él tiene para nuestra vida. La enseñanza de este pasaje, Jesús la ha repetido en otros momentos en otras palabras. Él dijo: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y, con toda tu mente” (Lc 10.27 – DHH). Amar a Dios por sobre todas las cosas. Compromiso absoluto, innegociable.

¿Sabes lo que estás haciendo? ¿Entiendes el desafío que Dios está poniendo delante de ti? ¿Eres consciente de su próximo proyecto para ti? ¿Has calculado el costo de obedecer sus instrucciones? Déjenme aclarar: no estoy diciendo que debemos calcular si entrar o no en el proyecto de Dios. Esto debe ser asunto decidido: ¡sí entraremos, en el nombre de Jesús! Lo que debemos calcular es lo que esto significará para nosotros, el costo de seguirlo y obedecerle. Es vergonzoso y totalmente inútil querer “probar” la vida con Cristo. ¿Cómo que “probar”? ¿Acaso Cristo es simplemente un accesorio que puedes “probar”, a ver si te gusta? Cristo es el Señor y dueño absoluto de tu vida. Lo único que puedes hacer es entregarte totalmente a él, no “probarlo”. Jugar al cristianito es una pérdida de tiempo. No te lleva a ningún lado, ni mucho menos al cielo. Cristo demanda una entrega radical de todo tu ser. Tu vida sólo tiene sentido si te rindes total y absolutamente a Dios. Sin reservas. Sin mantener el derecho de decisión sobre algún que otra área de tu vida. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

¿Y cómo poder saber cuál es el desafío que Dios pone delante de ti? ¿Cómo saber cuál es su proyecto cuyo costo debas calcular previamente? Esto sólo lo puedes descubrir estando en intimidad con él. Él mismo te lo quiere mostrar, pero necesitas estar sensible a su voz, abierto a que él te hable. Cultivar esa intimidad, esa comunicación a más alto nivel entre Dios y tú, no es una actividad, ¡es un estilo de vida! No es una fórmula, sino un proceso de aprendizaje y crecimiento. Así que, la respuesta a cuál es su proyecto para tu vida, puede que no te llegue al instante. En mí caso fueron años. Y aún ahora sigo descubriendo facetas nuevas de su plan para mí. No te alteres. No te apures. A su debido tiempo él te lo mostrará. Pero sigue buscándolo. Sigue haciendo cálculos previos. Y sigue estando decidido de cumplir y obedecer, sea lo que sea que él te muestre.

¿Sientes en este momento al Espíritu Santo hablándote? ¿Qué vas a hacer al respecto?


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