¿Sabes
lo que estás haciendo? Si no sabes, te lo voy a decir: estás viendo o
escuchando esta prédica… Bueno, en realidad no me refería a tu actividad del
momento, sino si estás seguro en qué proyecto te estás involucrando. ¿Sabes qué
rumbo está tomando tu vida? ¿Entiendes el desafío que Dios está poniendo
delante de ti para los próximos meses o años? ¿Eres consciente de lo que
implica aceptar este desafío? Siempre es necesario hacer cálculos previos para
saber exactamente qué nos espera. Porque si nos lanzamos a la vida a vivirla
como venga, de repente nos encontraremos con sorpresas bastante desagradables.
Por supuesto que no podemos saber lo que pasará mañana. Esta pandemia, por
ejemplo, no estaba en los planes de nadie. Pero aceptar un desafío de Dios para
nosotros requiere que estemos preparados, sabiendo en qué nos estamos
involucrando. Demandará de nosotros estar decidido de entrar en sus proyectos.
Sin esa determinación no llegaremos muy lejos.
Esto
es precisamente lo que le ocurrió al protagonista de una de dos parábolas bien
cortitas y enlazadas que contó Jesús. Encontramos este relato en el libro de
Lucas 14.25-33. Ahí Jesús llega a hablar de la necesidad de hacer cálculos
previos:
“Como grandes multitudes lo
seguían, Jesús se volvió a ellos y les dijo: «Si alguno viene a mí, y no
renuncia a su padre y a su madre, ni a su mujer y sus hijos, ni a sus hermanos
y hermanas, y ni siquiera a su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que
no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. Porque ¿quién de ustedes
que quiera levantar una torre, no se sienta primero a calcular los costos, para
ver si tiene todo lo que necesita para terminarla? No sea que después de haber
puesto los cimientos, se dé cuenta de que no puede terminarla, y todos los que
lo sepan comiencen a burlarse de él y digan: ‘Este hombre comenzó a construir,
y no pudo terminar.’ ¿O qué rey que marche a la guerra contra otro rey, no se
sienta primero a calcular si puede hacerle frente con diez mil soldados al que
viene a atacarlo con veinte mil? Si no puede hacerle frente, envía una embajada
al otro rey cuando éste todavía está lejos, y le propone condiciones de paz.
Así también, cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que tiene, no
puede ser mi discípulo” (Lucas 14.25-33 – RVC).
Adonde
Jesús se iba, lo seguía una multitud de gente. Claro, ¿quién no querría estar
con una persona tan agradable como lo era Jesús? Encima si cada tanto uno podía
participar de algún show de fuerza sobrenatural al sanar a un enfermo o
resucitar algún muerto, incluyendo el servicio gratuito de almuerzo de panes y
pescados. ¿Podría haber una vida mejor que esta? Pero de pronto, Jesús puso las
cosas en su luz correcta. Dejaba bien en claro que él no era un milagrero barato
que buscaba la atención y los aplausos de la gente. Lo que él buscaba no eran
aclamaciones entusiastas, sino compromiso, ¡y del más alto! En este texto él
dejó una descripción de lo que él entiende por “discípulo”. Quizás nosotros no
estamos tan acostumbrados a este término, pero en el tiempo de Jesús era cosa
muy frecuente ver a algún maestro andar por las calles, rodeado por sus alumnos
o discípulos, así como, precisamente, lo hacía Jesús. Si hubiéramos preguntado
a cualquiera de esta multitud que le seguía si él/ella era discípulo de Jesús,
con seguridad todos ellos hubieran dicho que sí. Pero probablemente cada uno
tendría un concepto diferente de qué significaba ser discípulo de Jesús, y es
muy probable también que casi nadie habrá tenido el mismo concepto que Jesús
expuso ahora. Creyentes en Jesús probablemente todos lo eran, porque si
no, no lo hubieran seguido. Pero discípulos… difícilmente. Él conocía
demasiado bien al ser humano como para saber que entusiasmo no es suficiente
para convertirse en verdadero discípulo. Dice el evangelista Juan que “…muchos
creyeron en él al ver las señales milagrosas que hacía. Pero Jesús no confiaba
en ellos, porque los conocía a todos. No necesitaba que nadie le dijera nada
acerca de la gente, pues él mismo conocía el corazón del hombre” (Jn
2.23-25 – DHH). Lo que Jesús buscaba, eran verdaderos discípulos, no meros
creyentes. Por eso él nos mandó en la Gran Comisión a hacer discípulos, no a
hacer creyentes o convertidos. Así que, era hora de presentar claramente los
requisitos de admisión al círculo de discípulos de Jesús.
Él
empieza con algo que nos suena sorprendente, incluso chocante: “Si alguno viene
a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas y hasta
su propia vida, no puede ser mi discípulo” (v. 26 – RV95). ¡Epa! ¿Qué le ha
picado a Jesús? ¿Acaso no ha enseñado siempre a amar a los demás, empezando por
su propia familia? ¿Cómo va a decir entonces ahora que debemos aborrecer, odiar
a nuestros familiares? Bueno, a nosotros nos suena raro esto, pero no a la
gente que eran sus oyentes. Ellos entendían perfectamente que Jesús se valió de
una costumbre de aquel entonces de expresar una comparación en términos exagerados
o totalmente contrastados. Él no estaba enseñando a odiar a su familia, sino
estaba haciendo una comparación entre nuestro amor y lealtad a él con el amor y
lealtad hacia nuestros seres queridos. La lealtad a Cristo debe ser tan lejos
por encima de nuestra lealtad a los seres humanos que el amor a nuestra familia
ya casi parecería odio. Si crees que amas a tu familia, y luego conoces y amas
a Cristo, te das cuenta que tu amor a tus seres queridos no era para tanto. En
otras palabras: el compromiso que Jesús exige para poder ser su discípulo debe
ser mayor que cualquier compromiso humano. Ninguna relación humana es
comparable con la relación, el amor y el compromiso que debo tener con Cristo. Si
mi lealtad a Cristo llegase a chocar con mi lealtad a mis seres queridos, debo
preferir mi compromiso con Dios. Así que, Jesús no enseña a odiar a nuestra
familia, sino a amarlo a él aun más que a nuestra propia familia. Por eso,
otras versiones traducen: “El que quiera seguirme tiene que amarme más que a su
padre, a su madre…” (NBD); “si alguien viene a mí pero pone en primer lugar a
su papá, … no puede ser mi seguidor” (PDT); “si alguno quiere venir a mí y no
se desprende de su padre y madre…” (BLA); “no puedes ser mi discípulo hasta que
no me ames más de lo que amas a…” (CEV – traducción libre). Ya nos damos cuenta
que el discipulado no tiene nada que ver con pasearse con el Maestro o de
asistir a un show de un famoso. Puede sonar muy romántico, pero muchas veces te
hace derramar lágrimas. El discipulado es cosa seria. Implica todo mi ser, toda
mi vida, renunciar al derecho de comandarme a mí mismo. Es entregarme
totalmente en manos de mi Maestro para que él disponga sobre todo lo que soy y
lo que tengo. Es muerte de mi propio ego. Jesús dice que para ser su discípulo
es necesario cargar su cruz. La cruz siempre es símbolo de dolor, sufrimiento y
muerte. Me llamó la atención que una versión de la Biblia incluso habla de
cargar “su estaca de ejecución” (Kadosh). No suena muy agradable que digamos… En
la vida nos damos cuenta una y otra vez que el ego no muere tan fácilmente. Es
la mejor ilustración del dicho: “Hierba mala nunca muere.” Es una hierba
maldita en nuestro corazón que siempre quiere hacer prevalecer su propia
voluntad. Pero es absolutamente necesario que muera ese ego humano, porque está
infectado por el pecado y nunca quiere cumplir la voluntad de Dios. Hasta a
Cristo le costó sudor de sangre sujetar su propia voluntad a la del Padre.
Jesús
pone ante nosotros exigencias radicales. Hay que estar totalmente decidido
antes de involucrarse, porque si no, uno no llega a ningún lado. Como el
discipulado no es cualquier cosa, Jesús advierte que hay que pensarlo muy bien.
A eso apuntan las dos parábolas que él contó para ilustrarlo. La primera se
trata de un hombre que tuvo una idea muy grande: quería construir el edificio
más glorioso de toda la ciudad. Por todos los canales de televisión él había
anunciado con bombos y platillos su proyecto. En el lugar de construcción
colocó un enorme letrero: aquí se construye el edificio del futuro. ¡Tremendo!
Pero así de tremendo también fue su error: sus sueños y aspiraciones eran más
grandes que su bolsillo. Es más, ni siquiera había revisado sus recursos para
ver si siquiera podía empezar. A las poquísimas semanas de haber reunido todas
las maquinarias más impresionantes para remover el suelo y poner las bases de
su proyecto tan grandioso, él se tuvo que declarar en quiebra, y todo quedó en
silencio en el lugar de la obra. Unos pilares y cimientos eran testigos mudos de
su falta de previsión. ¿Y qué significa un cimiento sin construcción? Es una
pérdida de dinero, porque ha requerido mucha inversión para poner el cimiento,
pero de nada sirve si no se sigue construyendo. Solamente se deteriora con el
tiempo y requiere otra vez de muchos gastos para acondicionarlo de vuelta si
algún día uno quiere seguir construyendo, o capaz de tener que destruirlo por
completo para empezar algo totalmente nuevo.
Así
le fue a este hombre. Y ahí empezó el bullying. Este hombre ya no sabía dónde
meterse para salvarse de la burla de la gente. Su proyecto ambicioso fue un
fracaso total. ¿Por qué? Porque no previó el esfuerzo de todo tipo que
demandaría poner en ejecución su proyecto.
El
otro ejemplo es el de un rey que está con fuertes tensiones diplomáticas con el
reino vecino. Está pensando seriamente de declararle la guerra a su colega de
al lado. Pero es muy consciente que su ejército no está en óptimas condiciones.
Así que se reúne con su general de ejército y sus asesores para buscar estrategias
de cómo poder vencer a un país que está mucho mejor equipado y con un ejército
más numeroso que el suyo. Analizan la situación seriamente de todos los ángulos
imaginables. Si no encuentran ninguna estrategia de ataque que les asegure la
victoria, quizás la estrategia más sabia será de no provocar la ira del rey
vecino para que no se le cruce por la mente querer atacarlos. “Huir a tiempo no
es cobardía”, se dice. En este caso, por lo menos, sería sabiduría.
Estas
dos ilustraciones deben ejemplificar lo consciente que se debe estar al iniciar
una aventura con Cristo. Claro, muchas cosas nunca vamos a saber de antemano,
porque si las supiéramos, ni siquiera empezaríamos. Muchas veces me ha tocado
mirar atrás y decir: “Si yo hubiera sabido todo esto antes, no me hubiera
involucrado en este proyecto. Pero, ¡gracias a Dios que no lo supe! Ahora estoy
aquí, y puedo testificar de la fidelidad de Dios que me ha sostenido en todo
este tiempo.” Quizás es esto la mejor preparación o “cálculo previo” que se puede
hacer: saber que Dios estará con nosotros en todo momento, también cuando nos
sobrevengan las situaciones que ahora no podemos prever.
Jesús
cierra este tema con la siguiente frase: “…cualquiera de ustedes que no
renuncia a todo lo que tiene, no puede ser mi discípulo” (v. 33 – RVC). Jesús
no está insinuando que todos deberíamos hacer un voto de pobreza. Más bien, él
está indicando que el que no corta radicalmente los lazos que lo pueden atar a
la comodidad, a la pereza, a la desobediencia, no puede ser un discípulo suyo.
Su demanda sobre nosotros es absoluta. Cualquier cosa que compita con nuestra
lealtad a él es un obstáculo en nuestro discipulado. La demanda totalitaria de
Cristo no es porque él sea un tirano o nos tenga como esclavos. ¡Todo lo contrario!
Su demanda es precisamente para que no nos desviemos detrás de otras cosas que
no contribuirán a nuestra razón de estar en este mundo, sino para que podamos
estar libres para servirlo y amarlo totalmente a él y poder realizar los planes
que él tiene para nuestra vida. La enseñanza de este pasaje, Jesús la ha
repetido en otros momentos en otras palabras. Él dijo: “Ama al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y, con toda tu
mente” (Lc 10.27 – DHH). Amar a Dios por sobre todas las cosas. Compromiso
absoluto, innegociable.
¿Sabes
lo que estás haciendo? ¿Entiendes el desafío que Dios está poniendo delante de
ti? ¿Eres consciente de su próximo proyecto para ti? ¿Has calculado el costo de
obedecer sus instrucciones? Déjenme aclarar: no estoy diciendo que debemos
calcular si entrar o no en el proyecto de Dios. Esto debe ser asunto decidido:
¡sí entraremos, en el nombre de Jesús! Lo que debemos calcular es lo que esto
significará para nosotros, el costo de seguirlo y obedecerle. Es vergonzoso y
totalmente inútil querer “probar” la vida con Cristo. ¿Cómo que “probar”?
¿Acaso Cristo es simplemente un accesorio que puedes “probar”, a ver si te
gusta? Cristo es el Señor y dueño absoluto de tu vida. Lo único que puedes
hacer es entregarte totalmente a él, no “probarlo”. Jugar al cristianito es una
pérdida de tiempo. No te lleva a ningún lado, ni mucho menos al cielo. Cristo
demanda una entrega radical de todo tu ser. Tu vida sólo tiene sentido si te
rindes total y absolutamente a Dios. Sin reservas. Sin mantener el derecho de
decisión sobre algún que otra área de tu vida. ¿Estás dispuesto a hacerlo?
¿Y
cómo poder saber cuál es el desafío que Dios pone delante de ti? ¿Cómo saber
cuál es su proyecto cuyo costo debas calcular previamente? Esto sólo lo puedes
descubrir estando en intimidad con él. Él mismo te lo quiere mostrar, pero
necesitas estar sensible a su voz, abierto a que él te hable. Cultivar esa
intimidad, esa comunicación a más alto nivel entre Dios y tú, no es una
actividad, ¡es un estilo de vida! No es una fórmula, sino un proceso de
aprendizaje y crecimiento. Así que, la respuesta a cuál es su
proyecto para tu vida, puede que no te llegue al instante. En mí caso fueron
años. Y aún ahora sigo descubriendo facetas nuevas de su plan para mí. No te
alteres. No te apures. A su debido tiempo él te lo mostrará. Pero sigue
buscándolo. Sigue haciendo cálculos previos. Y sigue estando decidido de
cumplir y obedecer, sea lo que sea que él te muestre.
¿Sientes
en este momento al Espíritu Santo hablándote? ¿Qué vas a hacer al respecto?
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