lunes, 14 de agosto de 2017

Obstaculizar la obra de Dios






            Espero que nunca te haya pasado que estás frente a mucha gente que te está mirando entusiastamente. Ante tantos que te están riendo, saludando, aplaudiendo, te sientes el artista más popular del año frente a sus admiradores – hasta que algo te parece sospechoso de tanta fama. Y te das la vuelta y ves a algún personaje realmente famoso o importante que está detrás de ti, esperando que se te disipen los humos, te hagas a un lado y lo dejes pasar. ¡Trágame tierra!, ¿no es cierto? Pero ocurre. De hecho, muchas veces nos ha ocurrido ya —a mí al menos sí—. Me sentí el tipo de la película, sin darme cuenta de que Dios estaba detrás de mí, esperando a que mi orgullo se desinfle un poco para que él pueda entrar en escena y hacer lo que se había propuesto hacer, o para recibir los aplausos que eran para él, no para mí. A causa de mi orgullo, yo estaba inflado como sapo a un tamaño tan exagerado, que la gente no lo podía ver a Dios detrás de mí, porque yo lo tapaba. A veces nosotros mismos y nuestras actitudes equivocadas pueden ser el obstáculo que hace que no veamos la gloria de Dios en nuestras vidas o en las vidas de otros, ni deja que otros la vean. A un personaje del Antiguo Testamento casi le pasó eso. Gracias a Dios que él cambió de parecer a tiempo, antes de perderse toda la fiesta. Encontramos su historia en 2 Reyes 5.

            F2 R 5.1-27

            Nuestro texto empieza presentando el currículum del personaje central que nos ocupará en esta mañana. En primer lugar, nos da su nombre: Naamán (v. 1). Seguidamente nos presenta su cargo: general del ejército del rey de Siria (PDT). Es decir, no era cualquier persona, sino mano derecha del mismo rey. La misma Biblia dice esto: “…era muy importante y valioso para su rey…” (PDT). No era solamente un militar de altos mandos, sino era el favorito del rey. Eso explica también lo que Naamán más tarde mencionó, que él le tenía que acompañar al rey a todas partes, incluso en sus ritos religiosos (v. 18). Es decir, Naamán perteneció al primer círculo del rey de Siria.
            El currículum de Naamán presenta también sus logros, que a la vez explican la razón por qué el rey le tenía tanta estima: “…por medio de él, que era un guerrero muy valiente, el Señor había dado la victoria a Siria” (RVC). Lo que me llama la atención que dice que Dios le dio la victoria. Por más que sea un militar pagano, era un instrumento en manos de Dios. Pero nos resulta un poco asombroso al considerar que los sirios fueron durante mucho tiempo los enemigos más peligrosos de Israel. ¿Será que cuando atacaban a Israel, también eran guiados por Dios? Bueno, si consideraremos importante este asunto cuando estemos en el cielo, podremos preguntarle entonces a Dios. Pero sí nos damos cuenta que Dios se puede valer de cualquiera para que le sirva de instrumento.
            Hasta aquí un currículum espectacular. Pero ahí viene una frase que tira todo lo espectacular por el piso: “Pero Namán era leproso” (RVC). ¿De qué le sirvieron todos los puntos a favor, teniendo este uno en su contra? La lepra en aquel entonces era comparable al SIDA de hoy: una condena a muerte. Toda la gloria como guerrero exitoso quedó atrás. Una vitrina llena de trofeos era todo lo que quedaba. Pero ahora, y de ahora en adelante, toda su vida se desarrollaba bajo la sombra de la muerte. Quizás podemos sentir algo de su desesperación que habrá sentido a causa de la vida desgraciada que le tocó vivir.
            Después de esta presentación del marco de la historia como tal, en el versículo 2 empieza el verdadero relato. Habla de que unos sirios “…que salían a merodear, capturaron a una muchacha israelita y la hicieron criada de la esposa de Naamán” (v. 2 – NVI). Ahora, pónganse en el lugar de esta niña. No se nos dice su edad, pero aparentemente era bastante jovencita todavía. Secuestrada, lejos de su familia, obligada a trabajar como esclava en la casa de un militar. No sé ustedes, pero yo tendría todo tipo de pensamientos y sentimientos no tan nobles que digamos contra mis malhechores: “¡Bien que Naamán está condenado a muerte a causa de su lepra! Ojalá sufra terriblemente por su enfermedad. ¡Que le duela!!! Se hizo justicia divina. Es la sentencia del juez celestial por lo que me ha hecho a mí, siervo del Dios altísimo. ¡Aleluya!” Sin embargo, esta niña mostró verdadera nobleza y amor. Mostró una madurez espiritual mucho más desarrollada a la mía tan super espiritual. Ella no miró lo que le habían hecho, sino sintió compasión por su amo, al igual de lo que leemos reiteradas veces de Jesús mismo. Ella expresó hacia su patrona el deseo de que el esposo de ella pueda ver al profeta de Dios en su país, que de seguro lo sanaría de su lepra. Hay muchos detalles que la Biblia no nos relata. Por ejemplo, me gustaría saber qué hizo que las palabras de una pequeña niña esclava causen tanto impacto en Naamán como para que tanto él como el rey las tomen muy en serio. Es más, el rey convierte la situación inmediatamente en un asunto de interés nacional y le da el carácter oficial de la diplomacia extranjera. Él no manda a Naamán junto al profeta Eliseo, sino al rey de Israel, siguiendo el protocolo oficial y de ética para tales casos. Además, lo carga con 30.000 monedas de plata y 6.000 de oro o, en otras medidas, 340 kilos de plata y 68 kilos de oro (NBLH), más 10 trajes de los mejores sastres sirios. Todo esto era acompañado de una misiva oficial: “Sirva la presente para hacerte saber que te mando a mi siervo Naamán para que lo cures de su lepra” (v. 6 – PDT).
            Lastimosamente, el rey de Israel no supo interpretar las intenciones de los sirios. Más bien decretó alerta roja para su gabinete y el consejo de guerra: “Todos pueden ver que él sólo busca un pretexto para iniciar una guerra” (v. 7 – GNEU, traducción libre). Es que el rey de Israel tenía una perspectiva equivocada de la situación. Vivió sólo en el plano natural, lo perceptible con los 5 sentidos. Era incapaz de ver más allá, de ver el lado espiritual. Era incapaz de elevar su mirada a Dios para presentar el asunto ante la autoridad máxima del universo. Al parecer, ese rey era Joram, hijo de Ajab y Jezabel, con quienes el profeta Elías, antecesor de Eliseo, tuvo sus fuertes controversias. Ya hemos visto aquí cuando Elías desafió a los 400 sacerdotes de Baal, a ver cuál divinidad respondería con fuego al sacrificio preparado. De Joram se dice que “…sus hechos fueron malos a los ojos del Señor” (2 R 3.2 – DHH). Por eso es que el rey no podía apoyarse en la soberanía de Dios y dejar el caso en sus manos, así como en otra oportunidad lo había hecho Ezequiel ante las amenazas de Senaquerib, rey de Asiria, lo que también hemos visto aquí.
            Pero lejos de señalarle con el dedo y juzgarle tenemos que analizarnos a nosotros mismos. ¡Cuántas veces actuamos de la misma manera! Confiamos en las circunstancias perceptibles con los 5 sentidos en vez de exponer nuestro caso ante Dios y ver qué es lo que él tiene que decir al respecto. Queremos solucionar nuestros problemas según nuestro propio parecer en vez de acudir a la sabiduría divina. Quizás no nos rasgamos los vestidos como era costumbre de los hebreos para expresar su desesperación o profunda tristeza y agonía. Pero sí nos arrancamos los pelos y criamos úlceras estomacales. Necesitamos también un hombre (o mujer) de Dios que nos diga: “¿Por qué rompiste tu ropa? Deja que ese hombre venga a verme, para que se dé cuenta de que hay un profeta de Dios en…” Costa Azul (o San Marcos – v. 8 – TLA). “¿Por qué te vas a hundir en circunstancias terrenales? Levanta tu cabeza y date cuenta de una vez por todas de que existe un Dios que tiene todo bajo control. ¡Despertate, rey! ¡No seas tan ciego y necio!” La intención de Eliseo no era atraer la atención sobre sí mismo (“…para que se dé cuente de qué gran profeta yo soy…”), sino sobre Dios en cuyo servicio él estaba. En realidad, el rey mismo debería haber reaccionado así. Él debería haber sido el brazo extendido de Dios para resolver el problema de Naamán. O, en todo caso, debería haberle señalado el camino a la casa de Eliseo, su ministro de asuntos espirituales. Pero espiritualmente el rey no estaba en condiciones de eso. Si bien envió a Naamán finalmente a la casa de Eliseo, era porque el profeta se lo ordenó, no porque el rey lo tenga como brazo derecho en nombre de Dios.
            Bueno, finalmente, después de algunos tropiezos en el palacio de los López, Naamán llegó hasta la casa de Eliseo. Pero grande fue su sorpresa, o mejor dicho, su indignación, que el profeta ni siquiera se molestaba en salir a saludar a semejante eminencia militar extranjera que podía hacer en Israel casi lo que quería, sino que se quedó tirado en el sofá, mandando no más a cualquier persona disponible: “Decile que estoy ocupado. Ah, y que se sumerja 7 veces en el río Jordán.” ¡Ridículo! Eso sí que fue la gota que colmó el vaso. Naamán salió de ahí furioso al rojo vivo. Con el papelón del rey, él había guardado todavía la compostura, mostrándose paciente. Pero ante esta total y absoluta falta de respeto del profeta, Naamán se alteró. Él se había imaginado que el profeta realizaría toda una ceremonia digna de un alto funcionario gubernamental que está de visita oficial en el país, pero ni siquiera dignarse a saludarlo personalmente, eso ya era el colmo de todos los colmos. Y Naamán se retiró tremendamente enojado, despotricando contra el profeta, contra el río Jordán y contra todo.
            ¿Por qué actuó Eliseo de tal manera? Quizás él quiso enseñarle a Naamán algo muy importante: que la obra salvadora de Dios no depende de méritos del que la recibe (Naamán) ni de la persona que la transmite (Eliseo). El poder de Dios no sería más grande con una ceremonia impresionante de Eliseo. No se trataba de Eliseo; se trataba de Dios. Y Eliseo sólo tenía que proclamar la palabra para que Dios haga el resto. La acción de Dios se pone en ejecución con la humilde obediencia del ser humano, poniendo toda su fe en la palabra de Dios. ¿Por qué Naamán tuvo se sumergirse siete veces en el río Jordán? ¿Acaso el río era sagrado o la cantidad de 7 veces tenía algo mágico? Ni lo uno ni lo otro. Precisamente por no tener nada que ver el Jordán, y —según el funcionario sirio— no tener nada de atractivo para zambullirse en él, se requería fe para cumplir la orden de Dios. Si el profeta le hubiera dicho que se fuera al hospital privado más renombrado del país para hacerse cierto tratamiento, él no hubiera necesitado fe, porque esta acción cabría en su lógica humana. Si uno está enfermo, se va al hospital para que lo curen. Es lógico. Pero Dios muchas veces no se guía por la lógica, sino por su plan soberano. Sus órdenes muy a menudo suenan ilógicos y hasta absurdos. Pero las órdenes de Dios no se las analiza, a ver si caben en nuestra lógica o no; las órdenes de Dios sólo se obedecen, ¡y punto! Y para obedecerlas, se requiere de fe de que Dios cumplirá lo que dijo que cumpliría.
            La cantidad de 7 veces que él debía sumergirse también es importante. En la Biblia aparece el número 7 en múltiples ocasiones. Es símbolo de la perfección divina. La cantidad de 7 veces no tiene nada de mágico en sí, pero indica en primer lugar que el resultado viene de Dios, y segundo, que lo que él hace será perfecto. La Biblia dice que cuando Naamán obedeció la orden de Dios, el milagro ocurrió, pero no vaí-vaí no más, sino que “…su piel se volvió tan suave como la de un bebé” (v. 14 – PDT). ¿Acaso algo que Dios hace puede ser menos que perfecto? Así que, estos datos acerca del Jordán y de las 7 zambullidas son muy importantes, pero no por ellos mismos, sino por lo que simbolizan.
            Pero inicialmente el orgullo no le permitió todavía a Naamán cumplir la orden de Dios. Se enojó y se sintió herido porque el profeta no le había dado los honores propios de una persona de su rango. Es que el orgullo siempre nos pone a nosotros mismos en un pedestal demasiado alto, muy por encima de los demás, de modo que nadie nos puede decir nada, o nadie más tiene la razón; y a veces incluso por encima de Dios, que ni él no nos puede decir nada. Nos creemos ser la ley para todos, según la cual el resto del mundo tiene que regirse. Por eso la Biblia dice que “el orgullo acaba en fracaso; la honra comienza con la humildad” (Pr 18.12 – TLA). Y también dice: “Dios se opone a los orgullosos, pero brinda su ayuda a los humildes” (Stg 4.6 – TLA). Así que, si quieres el fracaso y la oposición de Dios, el orgullo lo logra por ti. Si quieres honra y la ayuda de Dios, humíllate ante él. A Naamán le costó aprender esto, pero tenía consejeros muy sabios: “Señor, si el profeta le hubiera dicho que hiciera algo muy difícil lo habría hecho, ¿no es cierto? Con más razón ahora que sólo le dijo: ‘Lávate y quedarás puro y limpio’” (v. 13 – PDT). Esto lo calmó lo suficiente como para hacer lo que el profeta le había indicado. De todos modos, no tenía nada que perder. Se bajó al río y empezó a sumergirse una tras otra vez. Pero el milagro no se produjo hasta no completar la orden tal y como el profeta de Dios se le había indicado. Obedecer a medias es como no obedecer. La fe nos lleva a perseverar hasta que el propósito de Dios se haya cumplido. El que se desanima después de la sexta zambullida y abandona el barco, no verá el milagro realizarse. Está a punto de una gran experiencia con Dios, pero le falla la fe de que algo va a pasar, porque ya se sumergió 6 veces y nada. ¿Qué diferencia podría hacer una vez más, si 6 veces en total no habían dado nada? La cosa no está en esa séptima vez, sino en la confianza en la palabra de Dios y la obediencia a sus mandatos. ¡Y efectivamente, a la séptima vez la gloria de Dios se manifestó y realizó el gran milagro! Las grandes hazañas en el reino de Dios no la realizan los entusiastas que se emocionan por cualquier cosa, pero también las abandonan tan rápido como se emocionaron. Las hazañas en nombre de Dios las realizan los perseverantes, que soportan todo el peso de la espera, de la incertidumbre, de las circunstancias adversas, y se aferran a las promesas de Dios y siguen luchando con la mirada no en las circunstancias, sino en el Señor todopoderoso.
            Esta gran experiencia con Dios lo llevó a Naamán volver a Eliseo. Él había sido tocado por Dios, y eso había cambiado no solamente su cuerpo, sino también su alma. Ya quedó atrás el enojo inicial, y su orgullo quedó reemplazado por la humildad y una devoción sincera a Dios. Su confesión: “¡Ahora estoy convencido de que en toda la tierra no hay Dios, sino solo en Israel!” (v. 15 – DHH) no eran meras palabras, sino expresión de una profunda convicción que se había apoderado de su corazón. De tanta gratitud que sintió por su sanidad, que él quería inundar al profeta de los tesoros que él había traído de su patria. Nosotros hubiéramos dicho: “¡Aleluya! Dios sabía luego qué me faltaba. Con razón dice la Biblia que ‘…las riquezas del pecador serán la herencia de la gente honrada’ (Pr 13.22 – TLA). Sea bienvenido todo lo que el Señor me quiera dar. El domingo voy a llevarle también el diezmo a la iglesia.” Pero Eliseo no pensó de esta manera. Él sabía que este no era el momento de hacer negocios mundanos, porque era momento de manifestaciones grandiosas de Dios. La sanidad de Naamán no se había dado por acción de Elías, sino de Dios, y él como su profeta no quería desviar la atención en lo más mínimo de este Dios maravilloso que había hecho tal milagro en la vida de un pagano.
            Después Naamán tenía dos pedidos más, que a mi modo de ver muestran la sinceridad de su devoción a Dios y su convicción espiritual a la que llegó. Por un lado, el pidió poder llevar algo de la tierra de Israel a su país (v. 17). Una nota en la Biblia de Estudios “Dios Habla Hoy” lo explica: “La tierra pura de Israel iba a utilizarse para erigir un altar donde ofrecer los sacrificios, ya que el suelo extranjero, contaminado por los ídolos, era considerado impuro.” Por más que se encontraría en un país totalmente idólatra, en que el Dios de Israel no tenía cabida, este hombre quería adorar al que él había reconocido como el único y verdadero Dios.
            La segunda petición tenía que ver con esto precisamente. Él pidió por adelantado por el perdón de Dios si por orden superior tenga que acompañar al rey de su país para que este adore a su dios Rimón, y por ende tenga que inclinarse también ante esa estatua. Para él estaba claro que esto sería solamente una postura de su cuerpo, pero no de su corazón. Eliseo lo tranquilizó que no se preocupe en cuanto a esto. Con esto el funcionario gubernamental sirio se retiró totalmente conforme, para emprender el viaje de regreso a su país. La historia termina con la triste experiencia de Giezi, quien no supo interpretar los tiempos de Dios y se dejó llevar por la codicia para obtener ganancias personales por medio del engaño y la mentira.
            Todo lo que Dios hace tiene como fin glorificarlo a él. Él actuará, independientemente de lo que el ser humano pueda decir o hacer. Pero nuestra actitud hacia el obrar de Dios determinará en gran parte cuánta bendición nosotros mismos obtendremos de la obra de Dios. Tenemos el ejemplo del rey de Israel. Para él, la obra de Dios pasó totalmente de largo. Él estaba ciego e insensible al obrar de Dios. Tenemos el ejemplo de Eliseo. Él estaba en íntima comunión con Dios y al servicio de él. Pero no por ser instrumento de Dios, él se creía algo, ya que era Dios el que obraba, no él. Él como profeta era simplemente el canal por medio del cual fluía el poder de Dios. Es un gran ejemplo para mí, porque muchas veces cuando “brillo”, creo que yo estoy brillando, y no me doy cuenta que no es el canal el que brilla, sino la gloria de Dios que fluye a través de este canal. Eliseo estaba bien tranquilo en cuanto a esto. No tenía que luchar afanosamente por cosechar algo del brillo de Dios.
            Y tenemos el ejemplo de Naamán, cuyo orgullo casi le costó una tremenda experiencia transformadora con Dios, casi le costó su salud, casi le costó la vida, literalmente. Su orgullo era el obstáculo que impedía el fluir del poder de Dios hacia su persona.
            Ayer estábamos hablando con el pastor Roberto acerca de nuestro rol en la obra de Dios. Y él dijo: “A veces, lo más que podemos colaborar en la obra de Dios es hacernos a un lado para despejar la vía por el cual el poder de Dios quiere fluir.” Y como broma añadió: “No sé si se puede considerar también un don espiritual el no obstaculizar la obra de Dios en la vida de otros.” Bueno, creo que no es un don espiritual, pero sí un fruto del Espíritu, y se llama “humildad”. Pablo la menciona en su lista de nueve características que el Espíritu Santo produce en nosotros. La humildad es lo contrario al orgullo. El orgullo siempre quiere ponernos a nosotros en el centro de la pista, y no nos damos cuenta que Dios está detrás de nosotros, esperando a que le demos lugar para que él pueda pasar y hacer lo que tenga que hacer.
            Sea que eres un instrumento de Dios o que eres el receptor de su milagro, verás la gloria de Dios, y él será exaltado. El orgullo y la indiferencia cierran la puerta a las maravillas del Señor. Te insto a que siempre tengas tu espíritu enfocado en el Señor para no perderte nada de lo que él quiere hacer en y a través de ti y tampoco ser un obstáculo a su paso victorioso en tu propia vida y la de los demás a tu alrededor.