lunes, 12 de agosto de 2019

Sopórtense los unos a los otros







            Si tuvieras la potestad de decidir quiénes serían tus vecinos, ¿habría gente de tu vecindario que tendría que mudarse a otro lado? ¿Y a quién invitarías a que comparta el barrio contigo? O, mejor dicho, ¿según qué criterios elegirías a tus vecinos? Probablemente el factor más decisivo sería si nos caen bien o no; si nos llevamos o entendemos bien o no. Pero ni modo, mientras que no seas el dueño de toda tu manzana, no vas a poder tener mucha influencia sobre quién se muda a tu lado.
            Voy a ir un paso más todavía: Si tuvieras la potestad de decidir quién sería miembro de esta iglesia, ¿habría personas que tendrían que buscarse otra iglesia? Pero ni modo, nadie tiene esa potestad, a no ser que funda su propia iglesia según sus propias reglas. Pero mientras esta sea la iglesia de Dios, él lo va a determinar – con el “riesgo” (¡o el hecho!) de que habrá personas compartiendo mi iglesia amada, que no me resultan tan amados como lo es mi iglesia. ¿Y qué podemos hacer mientras tanto con aquellos que nos sacan canas verdes con su forma de ser? Algunos más carnales dirían: “Bueno, si él no se va de la iglesia, entonces me voy yo.” Y bueno… quizás es una alternativa, pero con seguridad no es la más espiritual. ¿Qué entonces? Bueno, como en todos los asuntos, tenemos que consultarle a la Biblia. Busquen Romanos 15.7. Ahí dice: “…acéptense los unos a los otros, como también Cristo los aceptó a ustedes, para gloria de Dios” (DHH). ¡Ayayay! Aceptarse, ¿no? ¡Como si fuera tan fácil! ¿Así de simple? Bueno, ¿fue “simple” para Cristo aceptarte a vos? Porque aquí él es puesto como modelo, como ejemplo a seguir. No fue simple o fácil para Jesús, ¡en absoluto!, pero lo hizo. Y eso es a la vez lo que nos tranquiliza y nos da nuevo ánimo. Por haber pasado por esto, él te entiende perfectamente cuando te cuesta aceptar al que está a tu lado. Dice la Biblia que “nuestro Sumo Sacerdote [Jesús] comprende nuestras debilidades, porque enfrentó todas y cada una de las pruebas que enfrentamos nosotros, sin embargo él nunca pecó” (He 4.15 – NTV). Pero no solamente eso, sino que él también te ofrece su ayuda para poder aceptar a los demás. No estás solo(a) en esta lucha de aceptar a los inaceptables, sino que él quiere que los ames con el amor de Dios y en nombre de Dios.
            Así que, ¿cuál es el remedio de la Biblia para los hermanitos insoportables de la iglesia? Aceptarlos como son. Esto no significa hacer buena cara al mal tiempo, porque más temprano que tarde se te caerá esa “buena cara” y revelará el mal tiempo que tenés en tu corazón respecto a esa persona. La verdadera aceptación es la que puedes lograr únicamente con un cambio desde adentro que el amor de Cristo quiere operar en tu vida. Acéptense, en el nombre de Cristo; en representación (siguiendo el ejemplo) de la aceptación plena e incondicional que Cristo hace de las personas.
            Cuando vos le conociste a Jesús, es decir, cuando lo recibiste en tu vida como tu Señor y Salvador, ¿en qué condiciones espirituales estabas en ese momento? ¿Acaso no estabas en las peores condiciones de toda tu vida? Es más: si hubieras creído que no estabas tan mal, que podías resolver tu situación por ti mismo, ¿hubieras aceptado que alguien sea tu Salvador? Con seguridad que no. Así que, peor no podrías haber estado en el momento de encontrarte con Jesús. Pero, estando en la situación en que estabas, ¿cómo reaccionó Jesús a tu estado? ¿Te puso condiciones? ¿Te pidió mejorar un poquito aunque sea para que puedas ser más aceptable? ¡Nada de eso! Si justamente no podíamos mejorar ni un poquito. Él nos aceptó tal cual éramos. ¿Sería poco entonces esperar que nosotros aceptáramos de tal forma también a los demás? ¿A aquellos que están en igual condición que nosotros? Si nos creemos mejores que los demás, entonces no entendimos todavía nuestro verdadero estado delante de Dios. Entonces no entendimos nada todavía. Pero el orgullo hace esto en nosotros: hacernos creer tener más méritos que los demás.
            En estos días leí una devocional basada en los versículos 3 y 4 del Salmo 8 que dice: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: «¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?»” Y respecto a estos versículos, el autor escribió esta reflexión: “Al levantar los ojos a los cielos, David experimentó esa … sensación de pequeñez frente a la inmensidad de la creación de Dios. Sintiéndose abrumado por su propia insignificancia, no pudo evitar preguntarle al Señor: «Si tú eres tan grande, y lo que has hecho es tan vasto y majestuoso, ¿cómo es que te fijas en nosotros, que somos tan pequeños e insignificantes?» …
            En este tiempo, en el cual el hombre experimenta con la clonación y parece que son ilimitados los avances tecnológicos, qué bueno sería que pudiéramos recuperar este sentido de pequeñez. Cuando lo perdemos, dejamos de maravillarnos por el eterno misterio de Dios, que ha escogido acercarse a nosotros ¡para interesarse en nuestras vidas! No solamente se pierde ese sentido de maravilla, sino que también comenzamos a inflarnos con un exagerado sentido de nuestra propia importancia. Creemos que las cosas pasan porque estamos involucrados en ellas. Estimamos como indispensable nuestra contribución para el buen funcionamiento de todo lo que nos rodea. Nuestra propia importancia hace menguar nuestro sentido de necesidad. Y si no lo necesitamos [a Dios], ¿qué esperanza hay para nosotros?” (Christopher Shaw. Alza tus ojos. Pág. 138)
            Si debemos aceptar a los demás como Cristo nos aceptó a nosotros, vale revisar los evangelios para ver cómo o a quiénes aceptó Jesús. Él aceptó en su presencia a la gente considerada de menos o ningún valor, como las mujeres y los niños; a las personas en desventaja, considerados pecadores, como los enfermos; a los expulsados de la sociedad, como los leprosos; a los “vendepatrias”, como los publicanos; a los opresores, como el centurión romano; a los condenados, como las adúlteras y prostitutas; a la gente sencilla, como los pescadores; a los teólogos enceguecidos por su propia supuesta santidad, como los fariseos; a los endemoniados, como el hombre gadareno, a los odiados semi-judíos, como los samaritanos; etc. ¿Te hubieras acercado tú a todos ellos para tratarlos con amor? ¿Los hubieras aceptado a tu lado en la iglesia o te hubieras apartado un poco en el momento en que se sentaban a tu lado? Quizás por “educación” no hubieras movido tu silla, ¿pero en tu interior no te hubieras ido a sentar al otro lado del templo? “…acéptense los unos a los otros, como también Cristo los aceptó a ustedes, para gloria de Dios.” Es decir, mostrando esa aceptación y amor hacia los demás como Jesús la mostró a quien lo rodeaba, Dios es glorificado. “…todo lo que hicieron por uno de mis hermanos más pequeños, [por estos reprobados ante la sociedad y ante mis ojos,] por mí lo hicieron” (Mt 25.40 – RVC). ¿Es Dios glorificado por tu aceptación de los demás? Confieso que es un tema frente al cual estoy agradecido de estar de este lado del púlpito, porque es mucho más fácil enseñarlo que hacerlo.
            Pero la Biblia va un paso más todavía. No solamente habla de aceptarse, que podría ser todavía algo relativamente pasivo (“Te acepto con tal que no te acerques demasiado a mí…”). La Biblia habla también de soportarse: “Con mucha humildad, mansedumbre y paciencia, sopórtense mutuamente por amor” (Ef 4.2 – BPD). Esto ya requiere de una actitud consciente y voluntaria; de una acción; de una decisión: “¡Voy a soportar a fulano de tal, cueste lo que cueste!” ¡Cuánto nos gustaría discutir con la Biblia, tratando de suavizar un poco esta orden! “No conoces a fulano o mengano. Es in-soportable. Tengo todas las mejores intenciones, tengo la voluntad y la decisión de aguantarlo, pero es imposible. Es demasiado difícil.” Bueno, si hablamos de “soportar” a alguien, ¿qué es “soportar”? ¿Qué se soporta? ¿Acaso no es una carga? A ver, si extienden su brazo hacia adelante o hacia el costado, ¿por cuánto tiempo podrán mantenerlo extendido? No mucho, ¿verdad? Imagínense entonces si en la mano de este brazo extendido colocaríamos una pluma. Cuánto más difícil sería mantener el brazo extendido, ¿no? No, no tiene nada que ver. No haría ninguna diferencia. El problema no es la pluma, sino el peso del propio brazo lo que nos hace cansar tan rápido. Así que, “soportar” no sería el término adecuado para hablar de sostener a una pluma. Hablaríamos de “soportar”, si tuviéramos mantener levantado por cierto tiempo a una bolsa de cemento. Entonces, si la Biblia habla de “soportarnos” unos a otros, esto nos muestra que Dios es consciente de que esto cuesta; que aguantarle a mi hermanito a veces puede ser tarea tremendamente difícil. Pero ojo: este texto habla de soportarse “mutuamente”, “unos a otros” (¡y otros a unos…!). No se trata de tener que soportar yo a todos los demás. Así como te cuesta soportar a ciertas personas, así también a ciertas personas les cuesta soportarte a ti. Y si no lo crees, pregúntale a tu cónyuge…
            Ahora les pregunto: ¿Jesús era muy mala onda, con un carácter pésimo? No, claro que no. Acabamos de leer en Hebreos que él no tenía pecado. Era un hombre perfecto. Es el modelo para todos los demás. ¿Cómo es entonces que había tanta gente que no lo quería ver ni en estampillas? ¿Cómo es que había tantos que no lo soportaban, y no descansaron hasta verlo muerto? “Sí, pero en este caso, el problema no era Jesús, sino el problema eran ellos mismos. Estaban tan ciegos por sus propios prejuicios y su corazón ennegrecido.” Ah, bueno. Recién dijimos que, para soportar una pluma, el problema no es el peso de la pluma, sino el peso de mi propio brazo. ¿No será que algo parecido sucede también con lo “insoportable” que es fulano de tal para mí? ¿No será que el problema no es fulano de tal, sino que mi propio orgullo, mis prejuicios y mi corazón ennegrecido pesan tanto que se vuelven una carga insoportable? Pero como no quiero admitir que yo soy el problema, busco a alguna víctima a quien culparle de ser una carga tan pesada para mí.
            La vez pasada escuché aquí a alguien hablar de quien ahora es su mejor amigo. Antes de ser su mejor amigo, había sido su “mejor enemigo”. Pero cuando se llegaron a conocer mejor, esa enemistad, esa “insoportabilidad”, se fue, desapareció, y hoy se consideran mutuamente sus mejores amigos. ¿Qué sucedió? Sucedió que se corrigió su visión de la otra persona. Antes, esta persona tenía un cierto concepto de la otra, pero cuando se dio cuenta de que ese concepto no era real, no era verdad, empezó a verlo con otros ojos. Si piensas en la persona más insoportable para ti en esta iglesia, ¿estará correcto el concepto que tienes de ella?
            Pablo escribe en este texto que debemos soportarnos “por amor”, o “con amor”. Únicamente el amor de Cristo nos puede dar la fuerza suficiente para soportar a los demás – y a los demás para soportarme a mí.
            ¿Y qué más necesitamos para poder soportarnos unos a otros? Pablo lo dice en este versículo: “MUCHA humildad, mansedumbre y paciencia” – o sea, el fruto del Espíritu, el carácter de Cristo desarrollado en nosotros. Sin el fruto del Espíritu, olvídense de amar y soportar a los demás, porque no me soportaré ni a mí mismo. Ya se dan cuenta que el tema del fruto del Espíritu no es un bonito versículo más en la Biblia, algún concepto teórico de los tantos, sino que es vida práctica y cotidiana. Todos los días, en todos los lados nos topamos con la urgente necesidad del fruto del Espíritu en nuestras vidas.
            En su carta a los colosenses, Pablo agrega un elemento más que nos ayudará a soportar a los demás: “Sopórtense los unos a los otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo” (Col 3.13 – BPD). ¿Tienes alguna queja contra algún hermano de la iglesia? ¿Tienes alguna queja contra algún vecino? ¿Tienes alguna queja contra Marito? Te voy a decir cómo puedes actuar en vista de esa queja. En medio de toda tu queja y andar despotricando contra fulano de tal puedes decir: “Y a ese desgraciado ahora mismo le voy a dar su merecido. Lo voy a espiar, lo voy a descuidar, y cuando lo tenga en mis manos sin que se me pueda escapar, le voy a decir en su cara: ‘¡Te perdono!!!’” Bueno, eso es lo que Pablo dice aquí: “…perdónense si alguno tiene una queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes” (DHH). Perdona, ¡y asunto acabado! Pero tienes que perdonar como Cristo perdona. No sólo de boca para fuera. Todos los problemas interpersonales serían fácilmente solucionados con un perdón genuino. Pero como no queremos dar el brazo a torcer, como no queremos sacrificar nuestro orgullo tan apreciado, siguen los conflictos. Y un conflicto no resuelto siempre se agrava a medida que pasa el tiempo.
            Si hablamos de que soportar a los demás es una carga, a veces tenemos que soportarlos no solamente a ellos, sino también a la carga de ellos. O sea, doble carga sobre nosotros. Pablo escribe a los gálatas: “Lleven los unos las cargas de los otros, y cumplan así la ley de Cristo” (Gl 6.2 – NBLH). Otra versión dice: “Arrimen todos el hombro a las cargas de los otros, que con eso cumplirán la ley del Mesías” (NBE). Muchas veces la persona que tiene un carácter difícil, sabe que lo tiene, y sufre por eso. Si es rechazada, peor todavía es. Por eso, cada uno debe ayudar a los demás. Cada uno lleva su propia carga, su propia cruz. Pablo dice que al poner nuestro hombro bajo las cargas de los demás (y los demás poniendo su hombro bajo mi carga), se cumplirá la ley de Cristo. ¿Y cuál es esa ley? Es precisamente la ley del amor. Jesús dijo a sus discípulos: “Les doy este mandamiento nuevo: Que se amen los unos a los otros. Así como yo los amo a ustedes, así deben amarse ustedes los unos a los otros” (Jn 13.34 – DHH). Cada uno necesita de vez en cuando mi hombro, y yo necesito de vez en cuando el hombro de otros. Y lo interesante es que cuando uno pone su hombro bajo la carga de los demás, ésta se aligera. Puedo llevar mi propia carga, pero al compartir la de los otros, otros comparten la mía, y todo se vuelve más llevadero. No estoy diciendo que todos los problemas se solucionarán. ¡De ningún modo! Pero sí que se hace más llevadero. Quizás algunos dicen ahora: “Ya he compartido mi carga con otros, pero sigue siendo insoportable.” ¡Cuánto más lo sería si no la hubieras compartido! El Señor siempre nos pone al lado la ayuda que necesitamos en el momento. Y llevar cargas nos hace más fuertes también.
            Sopórtense los unos a los otros. Lo podremos hacer sólo con la ayuda de Dios. Como alguien escribió en estos días en el grupo, la Biblia nos anima a echar nuestra carga sobre Cristo, que él tiene cuidado de nosotros (1 P 5.7). Pero cuando la carga es demasiado pesada, se requiere de la ayuda de otros para llevarla una y otra vez a los pies de la cruz. El que ha vencido el pecado y la muerte, vencerá también sobre estos problemas. Cumplamos la ley de Cristo, la ley del amor, los unos con los otros. Y la mejor manera de hacerlo es orar unos por otros. Vamos a formar grupitos de dos o tres personas para orar unos por otros.