sábado, 28 de mayo de 2022

Lucha libre

 





                   Un indio anciano estaba hablando con su nieto y le decía:

“Me siento como si tuviera dos lobos peleando en mi corazón. Uno de los dos es un lobo enojado, violento y vengador. El otro está lleno de amor y compasión”.

                   El nieto preguntó: “Abuelo, ¿dime cuál de los dos lobos ganará la pelea en tu corazón?” El abuelo contestó: “Aquel que yo alimente”.

                   Creo que todos nosotros conocemos demasiado bien esta lucha libre. El cuadrilátero en el cual se enfrentan la duda y la fe, la confianza y la desesperación se ha instalado demasiado profundo en nuestro interior. En él se desarrolla el campeonato de lucha libre más duro que jamás haya existido. ¿Quién ganará? Esto lo veremos hoy a la luz de los Salmos 42 y 43.

 

                   Salmos 42-43

 

                   Los Salmos 42 y 43 forman en realidad un solo poema. Se nota por la repetición de un estribillo o verso que divide a estos Salmos en 3 estrofas. Según el título, estos Salmos fueron compuestos por “los hijos de Coré”. Coré fue uno de los levitas que fueron instalados en sus funciones por primera vez durante la peregrinación del pueblo de Israel entre Egipto y la Tierra Prometida. Él se rebeló contra sus parientes Moisés y Aarón, desafiando su autoridad y liderazgo. Como castigo, él y sus partidarios fueron tragados por la tierra. Sus hijos, sin embargo, no fueron castigados. Entre los descendientes de ellos se encuentra el profeta Samuel, y un nieto de Samuel era uno de los cantores de David. Aunque el precursor tuvo un pésimo testimonio, requiriendo la intervención dramática de Dios mismo, sus descendientes fueron reconocidos ministros de Dios.

                   El autor de estos dos Salmos probablemente haya sido un sacerdote o levita con responsabilidades en los cultos y ritos religiosos de los hebreos, porque en el versículo 4 habla de haber guiado a la multitud hacia una celebración gozosa en Jerusalén: “Mi corazón se consume en la tristeza al recordar aquellos tiempos —¡cómo olvidarlos!— cuando guiaba a una gran multitud hacia el templo en días de fiesta, cantando con gozo, alabando al SEÑOR” (v. 4 – NBD). Pero ahora, por alguna razón, se encuentra muy lejos de Jerusalén. Como esa ciudad con su templo eran símbolo de la presencia de Dios, él se siente como inalcanzablemente lejos de Dios, de su presencia viva y palpable. Por eso todo su ser anhela desesperadamente esa presencia de Dios, “el Dios de la vida” (v. 1 – TLA). Dios es para él fuente de vida, y la ausencia de esa fuente es como ausencia de agua en el cuerpo que se va secando y quemando en el calor. El salmista lo ilustra aquí con el bramido del siervo que se desespera por no encontrar agua. Estoy seguro que todos ustedes han sentido esta mañana esa desesperación por un encuentro con Dios, por venir al culto. Lastimosamente sentimos esa necesidad aguda por algo muchas veces recién cuando ya no lo tenemos más. Por eso también le invade a este salmista tanta nostalgia dolorosa cuando se acuerda de sus vivencias anteriores.

                   Y como si esta añoranza no fuese ya suficiente dolor, encima están los malvados quienes lo martirizan aún más, burlándose de su confianza en Dios: “Día y noche solo me alimento de lágrimas, mientras que mis enemigos se burlan continuamente de mí diciendo: «¿Dónde está ese Dios tuyo?»” (v. 3 – NTV). “Me duelen hasta los huesos ante la burla de mis enemigos que todo el día me preguntan: «¿Dónde está tu Dios?»” (v. 10 – PDT). Es que Satanás siempre va a apretarnos donde más nos duela, donde más débiles y vulnerables somos, para así infligirnos aún mayor dolor o para vencernos de un solo golpe. Un estado anímico como el del salmista, casi rayando la depresión; la sensación de estar lejos de la presencia de Dios; el ser afligido por la gente a su alrededor que se burla y va sembrando en él la duda acerca del amor y el poder de Dios son situaciones extremadamente peligrosas. Cuando uno siente que todo está en su contra, como si hubiera una conspiración de cielo, tierra y mar en contra de uno, la persona cae presa fácil de Satanás – a no ser que tenga algo firme de qué aferrarse cuando todo lo demás a su alrededor parece derrumbarse.

                   Y esto es precisamente lo que está haciendo el salmista una y otra vez en este texto. Él entra en una especie de diálogo consigo mismo, con su alma. Es una figura que encontramos varias veces en los Salmos. Parece casi como retándole a su alma: “¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera a Dios, porque aún le he de alabar. ¡Él es la salvación de mi ser” (v. 5 – RVA2015)! Se parece a un padre llamándole la atención fuertemente a su hijo: “¡Comportate! ¡Eso no se hace!” Otra forma de ver este versículo es como si el salmista en pleno mar agitado de sus emociones de golpe como que se despierta y reacciona y se pregunta a sí mismo: “¿Qué estoy haciendo?” “¿Por qué tengo que estar tan angustiado y sufrir tanto? Confiaré en Dios y le agradeceré por haberme salvado” (v. 5 – PDT). Su enfoque se desprende de repente de sus circunstancias adversas y se dirige hacia Dios. Se da cuenta que su vida está en manos de ese Dios todopoderoso, no merced a los caprichos de las circunstancias. Y él se obliga a sí mismo a mirar a ese Dios y recordarse que tiene todavía un compromiso con él: alabarlo y agradecerle. No es hora todavía de rendirse. No terminó todavía su deber de glorificar a su Dios, su salvador.

                   Otra cosa muy beneficiosa que hace el salmista en momentos en que las emociones parecen ser una montaña rusa, en la que uno a veces está arriba y otras veces está abajo, es traer a la memoria los recuerdos gratos del pasado. Ya estuvo recordado las procesiones festivas del pueblo hacia el templo en Jerusalén. Ahora dice que, aunque su alma esté luchando por mantenerse a flote, él se acuerda de Dios: “Mi alma está abatida dentro de mí. Por esto me acordaré de ti en la tierra del Jordán y del Hermón” (v. 6 – RVA2015). La mención del Hermón y el nacimiento del río Jordán nos indican que el salmista se encontraba muy al norte de Jerusalén. Según los caminos de hoy en día, estaba a 337 km de esa ciudad. Para cuando uno viaja principalmente a pie, esta es una distancia muy grande como para trasladarse en cualquier momento. Pero allá en la lejanía se alimenta de los recuerdos de sus vivencias con el Señor. Como dije, esta es una estrategia muy poderosa en momentos cuando la angustia y la desesperación extienden sus tentáculos hacia nosotros con el fin de devorarnos. Esto es exactamente lo que hizo también David cuando escribió en el Salmo 103: “Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios” (Sal 103.2 – RV95). Recordar los momentos y vivencias con el Señor fortalecen nuestra fe, porque sabemos que Dios nunca cambia. Si él ha estado con nosotros en el pasado, con toda seguridad está con nosotros también en el presente, sin importar cómo sea nuestro presente. Esto le ayuda al salmista a mantenerse en pie. Aunque en el versículo 7 todavía usa imágenes bastante caóticas y atemorizantes que hablan de abismos, de estruendosas cataratas, de agua que lo está arrasando, en el versículo 8 él experimenta la gracia y misericordia de Dios en medio de este tumulto: “Sin embargo, día tras día derrama el SEÑOR sobre mí su constante amor; y por la noche entono sus cánticos y elevo oración al Dios que me da vida” (v. 8 – NBD).

                   El salmista es muy sincero con lo que pasa en su interior. No es un santo que está por encima de todas las luchas y penurias de la vida. Es un ser humano de carne y hueso como todos nosotros. Él no está “de victoria en victoria, ¡aleluya!”, sino en constante lucha entre la duda y la fe; entre la desesperación y la confianza; entre las circunstancias y Dios. Él le obliga a su alma a concentrarse en Dios, pero ésta casi no puede desprender su mirada de las amenazas a su alrededor. ¿Conocen ustedes esa lucha? Estoy seguro que sí. Creo que el grito desesperado del padre del muchacho endemoniado nos sale a todos de lo profundo del corazón: “¡Creo! ¡Ayúdame en mi incredulidad” (Mc 9.24 – RVC)! El salmista llama a Dios “Roca mía”, algo firme e inamovible, pero, a la vez, acusa a esa su “roca” haberse olvidado de él: “Dios mío y Roca mía, yo te pregunto: ¿Por qué te has olvidado de mí? ¿Por qué debo andar acongojado y sufrir por la opresión del enemigo” (v. 9 – RVC)? Ese tire y afloje entre la duda y la fe pueden ser tremendamente desgastantes. Pero, aunque su alma quiera atemorizarse, el salmista la fuerza a dirigir su mirada y su fe al Señor: “¿Por qué estoy desanimado? ¿Por qué está tan triste mi corazón? ¡Pondré mi esperanza en Dios! Lo alabaré otra vez, ¡mi Salvador y mi Dios” (v. 11 – NTV)! Se encuentra en una lucha libre encarnizada, en que por instantes el alma, la duda, la desesperación parecen tener la supremacía. Pero el salmista no se da por vencido y lucha para que la fe y la confianza en Dios puedan ser los vencedores.

                   Pero para que el alma no sucumba ante las amenazas de afuera, el salmista pide que Dios intervenga y le ponga fin al capricho de los burladores e injustos (43.1). Como diciendo: “Reconozco que la lucha libre entre la duda y la fe, entre la dimensión física y la dimensión espiritual, es una constante en esta vida, pero, por favor, no me la hagas más difícil de lo necesario…” A la larga, la burla de los impíos se hace cada vez más difícil. Encima la gran distancia que separan al salmista de Jerusalén, símbolo de la presencia directa de Dios, le hacen sentirse como abandonado por el Dios que él considera su refugio y protección: “Tú eres mi Dios, mi fortaleza; ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué debo andar acongojado y sufrir por la opresión del enemigo” (v. 2 – RVC)? A pesar de que a veces podemos sentirnos de manera muy similar que este salmista, tenemos una enorme ventaja frente a la gente del Antiguo Testamento. Nosotros tenemos al Espíritu Santo viviendo en nosotros, la presencia misma de Dios dentro de nosotros. No necesitamos ir a ningún lugar para encontrarnos con Dios. ¿No debería ser esta lucha libre en nuestro interior mucho más fácil de sobrellevar que para este salmista, por ejemplo?

                   Ante esta experiencia sombría y pesada, oscurecida por tantas mentiras que se lanza contra él, el salmista clama que Dios manifieste su luz y su verdad. La luz hace ver las cosas claramente y uno puede estar seguro de lo que está haciendo o de lo que debe hacer, mientras que la verdad disipa todas las mentiras y las dudas y hace que la fe pueda prevalecer nuevamente. Con razón que dijo Jesús mucho tiempo después: “Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Jn 8.32 – PDT). Las dudas y las mentiras nos envuelven y nos atan; la verdad rompe toda atadura y nos trae libertad. El salmista dice que la luz y la verdad de Dios lo guiarán al monte santo, donde Dios vive, es decir, a la presencia de Dios. Esto restauraría nuevamente su alegría, y de todo corazón podría cantar alabanzas a Dios (v. 4). Así que, ¡hay esperanza! La situación difícil del momento no es el final. Así que, “¿por qué voy a desanimarme? ¿Por qué voy a estar preocupado? Mi esperanza he puesto en Dios, a quien todavía seguiré alabando. ¡Él es mi Dios y Salvador” (v. 5 – DHH)!

                   Duda vs. fe; desesperación vs. confianza; dimensión física vs. dimensión espiritual. De esta lucha no vas a poder liberarte mientras vivas en este mundo y mientras procures agradar a Dios. ¿Quién de los dos ganará? En el caso del salmista es finalmente la fe la que prevalece, pero la lucha fue dura. En el caso tuyo, el desenlace de esta lucha libre está en tus manos. Ganará al que tú alimentes. Si te alimentas de la negatividad de las redes sociales, de las críticas de los medios, de la opinión del vecino, entonces no hace falta adivinar quien de los dos gana. Si te alimentas de la Palabra de Dios, de sus promesas, de tu tiempo que pasas en intimidad con tu Dios, tampoco hace falta adivinar quién de los dos ganará. Lucha libre. ¿Quién ganará? En tu vida, el que tú alimentes. ¿Qué vas a hacer durante esta semana para que gane la fe?


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