martes, 17 de septiembre de 2019

Dejemos de juzgarnos unos a otros








            Hay muchas cosas que no entiendo. Y una de ellas es cómo puede ser posible que todavía ninguna universidad de las más renombradas del mundo se haya fijado en mí para otorgarme el doctorado en derecho. ¡Es inconcebible! Porque lo que sé hacer demasiado bien es juzgar a los demás. ¿Será porque no lo sé hacer demasiado bien, sino demasiado mal? ¿Será que en vez de otorgarme el título de doctorado en derecho deberían otorgarme el doctorado en torcido?
            Pero también llego a sospechar que yo no sería el único candidato a este “reconocimiento”. Cuanto más conozco al ser humano, más me doy cuenta que somos varios que luchamos con esta “habilidad” de juzgar a los demás. Los que estuvieron el domingo pasado en el retiro familiar, ya han recibido una excelente introducción a este tema. ¿Qué es lo que dice la Biblia al respecto? El versículo central del cual es extraído el tema de hoy está en Romanos 14.13 y dice: “Por tanto, no sigamos juzgándonos unos a otros. Más bien, propongámonos no poner tropiezo al hermano, ni hacerlo caer” (RVC). Ya la simple lectura de este un versículo contiene todo el mensaje de esta prédica. Pero me llamó la atención el “por tanto” con que empieza este versículo. Esto me indica que este versículo 13 es la conclusión y resumen de lo que Pablo ha expuesto en los versículos anteriores: “Por lo tanto, en vista de lo que vine explicando, no nos juzguemos más.” Leí el pasaje anterior y dije: “¡Socorro!” Así que, vamos a analizar hoy una porción bastante más extensa a sólo el versículo 13.

            Ro 14.1-15.7

            En este capítulo Pablo llega a tocar varios problemas dentro de la comunidad cristiana. Esta comunidad en Roma estaba compuesta por diversos grupos culturales, cada uno con su punto de vista y grado de madurez. Había personas que se aferraban a la tradición antigua, generalmente la judía. También había los que decían que la nueva libertad en Cristo los había liberado de tal obligación. Que ya no habría más prescripciones especiales en cuanto a alimentos o días festivos. Ante este cuadro, Pablo enfatiza especialmente la aceptación y tolerancia mutuas y el amor, especialmente en aquellas cuestiones a las que la Biblia no da permisos o prohibiciones expresas.
            Al empezar no más, él llama a los cristianos a aceptar a los débiles en la fe (v. 1). Con esto, Pablo se refiere a personas con convicciones débiles e inmaduras. La Biblia Latinoamericana traduce: “Sean comprensivos con el que no tiene segura su fe…” (BLA). Precisamente los que tienen todavía muchas dudas y preguntas acerca de la vida cristiana y la enseñanza de la Biblia necesitan encontrar en nuestras iglesias un hogar. La iglesia no puede ser un lugar exclusivo para los santos iluminados, sino debe ser mucho más un refugio para los pecadores desesperados. “Recibir” significa más que sólo aguantarlos. Se refiere a transmitirles la sensación de ser parte de la iglesia; darles sentido de pertenencia. Por eso Pablo enfatiza tanto el no discutir acerca de cuestiones secundarias: “Reciban al que es débil en la fe, pero no para entrar en discusiones” (v. 1 – RVC). Demasiado tiempo y energía se gasta en discutir acerca de temas irrelevantes. Y mientras esto sucede, el que busca a Dios y tiene hambre espiritual queda a un costado sin ser atendido. ¡Esto jamás ha sido el plan de Dios para su iglesia! Por eso debemos recibirlo sin ridiculizarlo ni despreciarlo por sus creencias. Es una tentación grande preferir sólo a personas que “encajan” con nosotros. ¿Pero qué hay de los que son medio raros, los que son conflictivos, los que están muy metidos en el pecado, los patoteros del barrio? ¿Acaso no son precisamente ellos los que necesitan de Cristo y de su iglesia? ¿Estamos preparados para recibirlos en nuestra iglesia con los brazos abiertos?
            Pablo presenta en el versículo siguiente un ejemplo de un tema acerca del cual se puede tener puntos de vista muy dispares. Se trata de lo que está permitido comer y lo que no (v. 2). Había muchas sectas y religiones que tenían leyes muy estrictas en cuanto a los alimentos. Entre ellos estaban también los judíos. En Levítico 11, por ejemplo, encontramos listas de animales cuya carne se podía o no comer. Además, probablemente toda la carne que se podía comprar en el mercado había sido dedicada a los dioses. ¿Cuáles de estas prescripciones valían ahora para los creyentes en Cristo? En la iglesia de Roma había personas que no veían ningún problema en disfrutar de todo lo que encontraban. Pero para otros, este era un asunto muy delicado, y por las dudas, preferían no comer nada de carne por miedo a que podrían hacer algo indebido.
            Pablo dice que, en vez de burlarse de ellos, se debe aceptar a estas personas con su opinión y no discutir acerca de esto (v. 3). En algún momento, el Espíritu Santo les abrirá el entendimiento y les mostrará la verdad a ellos – ¡o a mí! Porque, ¿quién dice que yo soy dueño de toda la verdad?
            Por otro lado, el que no come ciertas cosas, no debe tampoco condenar al que sí come de todo. A veces creemos que por el solo hecho de que alguien es más liberal en algunos aspectos que nosotros está casi ya en peligro de perder su salvación. Juzgamos y condenamos su estado espiritual según su apariencia, su ropa, su comportamiento, etc. Y en todos los casos, la regla que aplicamos para “medir” si alguien está aprobado o aplazado, somos nosotros mismos y nuestras propias opiniones y convicciones. Entonces, donde hay 10 personas juntas, hay 11 diferentes reglas de medir, y cada una con la pretensión de ser el estándar para todo el resto del mundo. Pero bien podría ser que alguien que se aplaza en su vida espiritual —según nuestra opinión— tenga una relación mucho más íntima con Dios que nosotros mismos, y que el aplazado no es él, sino yo. Quizás lo juzgamos de manera tan severa precisamente porque nosotros no tenemos una relación tan cercana con Dios. Porque si fuera así, si estuviéramos tan cerca de Dios como creemos, mucho más amor de Dios fluiría a través de nosotros hacia esa persona. Por eso dice Pablo: “Y tú, ¿quién te crees? ¿Piensas que estarías en un nivel tan elevado como para juzgar a todos los demás (v. 4)?” Únicamente Dios puede y debe evaluar el estado espiritual de una persona. Así como nosotros mismos necesitamos diariamente de su gracia para mantenernos en pie, así Dios también puede proveerles a todos los demás de suficiente gracia como para permanecer ante él. Y de esa manera todos estamos en el mismo nivel ante Dios. ¿Quién podría mirar entonces con desprecio a otros?
            ¡Cuántas divisiones ha habido en las iglesias sólo por opiniones dispares acerca de ciertos temas! Y todo por falta de tolerancia hacia el punto de vista de otros. En esta semana participamos como colaboradores en un retiro. Una sesión trataba acerca de 9 sendas diferentes para acercarse a Dios. Algunos se encuentran con Dios especialmente en la naturaleza. Estar en contacto con la naturaleza es estar en contacto con Dios automáticamente. Otros necesitan de soledad y silencio para entrar en sintonía con Dios. Un tercer grupo vive su intimidad con Dios especialmente a través del arte, otros más bien en la reflexión intelectual. Así hay 9 diferentes formas, casi como “temperamentos espirituales”. Ninguna forma o senda es mejor o peor que la otra. Varía de una persona a otra según Dios ha creado a cada uno. Por lo tanto, si el otro vive su cristianismo y su comunión con Dios de una manera diferente a la mía, no tengo absolutamente ningún derecho a juzgarlo, ya que muy probablemente está en una senda diferente a la mía, pero a todos nos une nuestro anhelo por la presencia de Dios, y nos debe unir también el amor el uno por el otro, sin importar cómo es la otra persona.
            Ahora Pablo llega a otro ejemplo en el cual la tolerancia amorosa necesita ser empleada: en la observancia de ciertos días festivos (v. 5). Él dice que, para algunos, todos los días son iguales. Otros hacen una diferencia entre ciertos días y el resto del año. Pablo no dictamina quién de ambos tiene razón. Se trata nuevamente de un asunto que no es fundamental, es decir, en el que todos pueden tener su propia opinión. Importante sólo es, que cada uno deba estar convencido de su postura y vivir consecuentemente a ella. Y nadie debe imponer su propia convicción a otros, como si fuese la única verdad válida para todo ser humano. Siempre creemos que nuestra manera de ver y de hacer las cosas es la correcta. Pero vez tras vez descubrimos que nos hemos equivocado y que otros están mucho más cerca de la verdad que nosotros mismos, o que su punto de vista es tan válido como el mío. Algunos parecen tener el complejo de ombligo, creyendo que son el centro alrededor del cual gira todo el resto del mundo. Pero nadie es una isla. Nuestra vida tiene un objetivo mucho mayor que esto. Vivimos en una relación con muchas otras personas, y necesitamos de ellas. Por eso, con todo lo que somos y hacemos, también con nuestra consideración del prójimo, debemos darle honra a Dios. Nuestra existencia gira alrededor de Cristo, no de nosotros mismos (v. 8). A él le pertenecemos, estemos vivos o muertos. Él tiene derecho sobre nosotros y nadie más – ni nosotros sobre otros. Él juzgará a todos y dirá quién está en lo correcto y quién en lo falso (v. 10). Dios tampoco me va a pedir cuentas de lo que ha hecho otra persona, sino de lo que yo he hecho y dicho. Por eso no necesitamos ahora ocuparnos tanto de los detalles de la vida de otros y emitir algún juicio acerca de su obrar. Por eso Jesús dijo en el Sermón del Monte: “No juzguen a otros, para que Dios no los juzgue a ustedes” (Mt 7.1 – DHH).
            Pablo entonces llama a todos a dejar de criticarse constantemente, como lo dice nuestro versículo central de hoy (v. 13). Más bien deberíamos tener esta actitud crítica hacia nosotros mismos. Es tan fácil saber supuestamente qué es lo que el otro está haciendo bien o mal, pero no tener ni idea de nuestra propia conducta. Es fácil pretender buscar la paja en el ojo ajeno con feroz tronco en el nuestro (Mt 7.3-5). Y podría darse que nos descubramos haciendo precisamente lo que tanto criticamos de otros. Haríamos bien en apropiarnos de la advertencia de Pablo a los corintios: “…si alguien piensa que está firme, tenga cuidado de no caer” (1 Co 10.12 – NVI).
            Recién ahora Pablo emite su opinión acerca de lo que está bien y lo que está mal en relación a estos ejemplos. Él dice que por sí solo nada está ni bien ni mal (v. 14). Depende de la actitud de cada uno. Si alguien considera algo como correcto, él lo puede disfrutar de corazón y sin remordimiento. Pero quien considera a ciertos alimentos como no adecuados, debe vivir también de acuerdo a lo que cree. Y Pablo se apresura a agregar una advertencia: mi libertad de disfrutar de todo no puede acometer contra la conciencia del prójimo (v. 15). Mi libertad termina en el momento en que alguien llega a tener problemas con mi punto de vista. No puedo entonces cuidar sólo mis propios puntos de vista, sino debo considerar también los de mi prójimo. Pablo dice inclusive que podemos llegar a destruir la obra de Cristo en la cruz con insistir tanto en nuestros derechos egoístas (comp. v. 20). Para alguien con consciencia sensible puedo llegar a ser de mal testimonio al disfrutar mi libertad, y terminar empujándolo a malos caminos. Y eso ya no es más amor. El amor tiene consideración de los demás. Por eso debemos estar dispuestos a sacrificar cosas que para nosotros son válidas e inofensivas, para proteger así al prójimo. La madurez espiritual no se manifiesta en vivir mi libertad, gústele o no al prójimo. Más bien se muestra al tener consideración de los más débiles. Deberíamos seguir el ejemplo de Pablo cuando escribió a los corintios: “…si la comida es motivo de que mi hermano caiga, jamás comeré carne, para no poner a mi hermano en peligro de caer” (1 Co 8.13 – RVC). Y un poco más allá él agrega: “Se dice: “Uno es libre de hacer lo que quiera.” Es cierto, pero no todo conviene. Sí, uno es libre de hacer lo que quiera, pero no todo edifica la comunidad. No hay que buscar el bien de uno mismo, sino el bien de los demás” (1 Co 10.23-24 – DHH). Así que, no podemos decir: “¿Qué me importa lo que cree y piensa el otro? Es problema de él.” No, no es sólo su problema. Ya habíamos dicho que no somos islas en la sociedad. Todo lo que somos y hacemos tiene una influencia sobre otros. Cuidemos entonces que esta influencia sea positiva. De otro modo, mi libertad en Cristo llegará a ser una piedra de tropiezo para otros (v. 16). Claro, no debemos hacernos esclavos de la opinión de los demás. Además, hay muchos temas que son básicos y que requieren de una postura personal clara de cada uno. Pero debemos considerar al prójimo y encontrarnos con él en amor y respeto. Creo que Pablo coincidiría con Agustín de Hipona cuando decía: “En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo amor”. Lo esencial en el reino de Dios no es lo que cada uno come o bebe, sino la actitud del corazón.
            Pablo llega entonces a la siguiente conclusión: ¿Para qué desperdiciar tiempo y energía en discusiones acerca de cosas insignificantes y que sólo nos dividen? Mucho más, pongamos la atención en lo que produce paz y que nos edifica a nosotros y a la iglesia (v. 19). Pablo reitera una vez más la advertencia de no destruir la obra de Dios por cuestiones alimenticios (v. 20). Lo que uno puede comer o no, no tiene ninguna importancia en comparación a la consciencia de mi prójimo. No puedo sacrificar el bienestar espiritual de los demás sólo para mantener la razón. Si yo le induzco a otro a comer algo que su consciencia no aprueba, esto se convierte en un pecado para él – ¡y para mí también! Una misma cosa puede ser un pecado para una persona, pero no para la otra. Depende de la comprensión y la consciencia de cada uno. Eso tenemos que tener en cuenta siempre. Verdadero amor muestra aquel, que por respeto a la comprensión de su prójimo reduce su propia libertad para no ser piedra de tropiezo (v. 21). La tendencia de juzgar a los demás se cura con el amor. El que juzga y critica en todo tiempo a los demás, no ama. El que ama, no insiste tanto en las diferencias de opinión.
            Por eso Pablo repite nuevamente la necesidad de aceptar y soportar a estos hermanos con mucha paciencia (Ro 15.1). Debemos identificarnos con ellos hasta tal punto que consideramos sus debilidades como si fueran nuestras propias. Si nos creemos muy fuertes, debemos mostrar esa fortaleza, cuidando a los más débiles. El que se molesta por la debilidad de otros, demuestra no más que él mismo no está tan maduro como siempre pensó.
            En vez de vivir para nosotros mismos, debemos ser conscientes de las debilidades y necesidades de los demás y hacer todo lo posible para sostenerlos y construir la iglesia (v. 2). La unidad y el crecimiento del cuerpo de Cristo están en primer lugar, no la libertad personal. Al considerarnos mutuamente, también se fortalecerá la fe de los más débiles. Es que así nos damos cuenta de que no estamos solos en ciertas situaciones de la vida, sino que ya otros han tenido luchas similares. Eso nos da ánimo, consuelo y esperanza.
            No deberíamos apuntarnos demasiado pronto en la categoría de los cristianos maduros – o inmaduros. La vida cristiana es un proceso de crecimiento dinámico, en el cual uno es fuerte en ciertas áreas, el otro en otras. Nadie puede considerarse a sí mismo o a otros como maduro en todas las áreas.
            ¿Pero sé yo de alguien que está débil e inseguro en un área en el que yo quizás esté algo más firme, de modo que le podría ayudar? En vez de criticar su debilidad, ¿no le podría mostrar amor sosteniéndolo?
            ¿Hay alguien a quien miro con desprecio? ¿Qué debería hacer yo con esto?
            ¿Disfruto yo de libertades que resultan ser un problema para otros? ¿Debo limitar ciertas cosas para no causar disturbios para otros?
            ¿Puedo aceptar a mis hermanos de la iglesia de forma tan incondicional como Cristo me ha aceptado a mí mismo?
            Dejemos de juzgarnos unos a otros y, más bien, amémonos unos a otros.

Sin fe es imposible agradar a Dios









            Prácticamente cada día nos encontramos con diferentes manifestaciones de fe. Hay personas que realizan grandes sacrificios para demostrar su fe; otros dicen tener mucha fe de que tal o cual cosa sucederá; otros se levantan como un Hulk espiritual, proclamando con voz de mando: “Yo declaro que…”, etc. Todas estas son manifestaciones de algún tipo de fe. ¿Será una fe auténtica y bíblica? La Biblia dice que “…sin fe es imposible agradar a Dios…” (He 11.6 – RVC). ¿Pero qué tipo de fe será esta? Hay diferentes clases de fe, pero no todas nos llevan a vivir según la voluntad de Dios. Mucha gente tiene una fe intelectual de Dios. Saben que él existe y que ha hecho grandes maravillas en la historia, pero esto no les toca en forma personal. Creen en su existencia, así como creen en la existencia del Mariscal López. Pero eso pasa lo mismo con los demonios que, según la Biblia, también creen, y tiemblan de terror. Pero esa fe de ninguna manera los lleva a vivir según la voluntad de Dios.
            Otros tienen una fe temporal, mientras que aprieta el problema. Si se enferma el hijo se escucha a menudo decir: “Tengo mucha fe de que mi hijo se va a sanar.” Pero cuando pasa la emergencia, están tan desinteresados en obedecer a Dios como antes. Y así probablemente podríamos continuar describiendo otras clases de supuesta fe, pero que no son de ese tipo que agrada a Dios.
            ¿Cómo es entonces esa fe que agrada a Dios? ¿Qué rol juega esa fe en nuestra vida? ¿En qué momento se manifiesta? Si empezamos a analizar esta cuestión, nos damos cuenta que la fe juega un rol primordial en nuestra vida como hijos de Dios en todo el tiempo.

            1.) La fe es crucial para nacer a la vida
            El mismo versículo de Hebreos que habíamos citado al inicio confirma esto. Sigue diciendo: “…para acercarse a Dios es preciso creer que existe y que no deja sin recompensa a quienes lo buscan” (He 11.6 – BLPH). Es decir, de alguna manera debemos tener una fe intelectual que cree y acepta la existencia de Dios, pero creerlo sólo con la mente no basta. Este tipo de fe debe ser sólo un trampolín que nos impulsa a la fe salvadora. Nadie va a poner su entera confianza en algo que no cree que existe. Es obvio. Si yo no creo en la existencia del Papá Noel, no voy a esperar que él me traiga regalos. Lo mismo pasa con Dios. No me voy a acercar a él si no creo que él existe y que me ofrece la salvación de mi situación desesperante. Pero si acepto por fe su existencia, puedo depositar en él toda mi confianza, toda mi vida, creyendo que él me va a soportar con toda mi carga y mis pecados, y que él será único y suficiente Salvador. Ahí se cumple lo que dice Pablo a los Efesios: “…por la bondad de Dios han recibido ustedes la salvación por medio de la fe. No es esto algo que ustedes mismos hayan conseguido, sino que es un don de Dios. No es el resultado de las propias acciones, de modo que nadie puede gloriarse de nada” (Ef 2.8-9 – DHH). Ese es el tipo de fe que le agrada a Dios: que confía como un niño en su padre que Dios lo aceptará tal cual es y que lo limpiará de toda maldad. Todo lo que nosotros quisiéramos aportar a nuestra propia salvación, no solamente no nos serviría de nada, sino sería una ofensa a Dios. Porque con esto le diríamos: “Lo que tú nos tienes por ofrecer no es suficiente todavía. Yo voy a completar tu obra.” O también: “Yo no dependo de ti para mi salvación. Puedo valerme por mí mismo.” ¿Muestra esto confianza en el Señor? No, en absoluto. Muestra más bien orgullo y autosuficiencia. Y esto no trae honra a Dios. Por eso, sin fe es imposible agradar a Dios. Y esta fe es indispensable, crucial, a la hora de nacer de nuevo como hijo(a) de Dios.

            2.) La fe es crucial para vivir la vida
            Pero con el nuevo nacimiento no se termina la necesidad de la fe. También la vida cotidiana requiere de fe para poder vivirla adecuadamente. La fe es, en segundo lugar, crucial también para vivir la vida. Sin fe es imposible agradar a Dios en la experiencia diaria. ¿En qué sentido?
            La fe siempre tiene que ver con algo que está fuera de nuestros sentidos o nuestro conocimiento. No necesito fe para lo que yo puedo ver. No puedo decir: “Tengo fe de que la IEB Laurelty tiene un micrófono.” Sería absurdo decir esto. Estoy viendo y usando el micrófono. No necesito fe para esto. La fe es más bien tomar aquello que está en el futuro o que no puedo ver o captar con mis sentidos y considerarlo como tan real como lo es para mí este micrófono. Dice la Biblia que “la fe demuestra la realidad de lo que esperamos; es la evidencia de las cosas que no podemos ver” (He 11.1 – NTV). La fe es como un radar que atraviesa la neblina espesa de las circunstancias que nos impide ver lo que está por delante. Pero el radar mira a través de esta neblina y nos muestra con claridad qué hay más allá, y nos hace avanzar con seguridad y confianza.
            Pero, ¿en qué está basada la fe? Este es el gran problema de mucha gente. Muchos creen que la fe se basa en su propia imaginación. Esperan con ansias que se cumpla aquello que está en su mente. Y a esto lo llaman “fe”. Pero en algunos casos, más que llamarlo “fe”, deberían llamarlo “delirio”. Y es ahí que se produce la moda actual de las declaraciones: “Yo declaro que mañana tendré 1 millón de dólares en mi cuenta.” Sí, puede ser: 1 millón de dólares en deudas si no aprendes a manejar tu dinero… ¿Está mal hacer este tipo de declaraciones? Puede que sí, puede que no. Déjenme explicarlo.
            Por un lado, las palabras tienen un poder mucho mayor de lo que normalmente sospechamos. Dios creó el mundo por medio de su palabra hablada. Jacob bendijo a sus hijos, cosa que se cumplió al pie de la letra. Los profetas declararon un montón de cosas sobre el pueblo que sucedería, y efectivamente, así sucedieron. Jesús condenó a la higuera, y amaneció muerta al día siguiente. Eliseo maldijo a unos cuantos muchachos que se burlaban de él, y aparecieron dos osos que mataron a los niños. Nuestras palabras tienen poder. Entonces, si declaramos algo, cosas empiezan a suceder en el mundo espiritual. Además, como decía una profesora mía en la universidad: “Nuestro cerebro no sabe identificar una mentira. Lo que vos le decís, eso lo cree.” Si entonces declaras algo, tu mente te toma la palabra y empieza a actuar como si aquello que declaraste ya fuera una realidad. Si declaraste que vas a tener un empleo mejor pagado, tu mente empieza a cranear estrategias para lograr un mejor empleo. Si declaraste que eres un inútil, tu mente hará todo lo posible para que efectivamente lo seas. Lo que vos decís, la mente lo toma como un hecho y empieza a regirse por eso.
            Además, el declarar algo en voz alta activa también nuestra fe. Mientras algo permanece solamente en nuestros pensamientos, nadie lo sabe, y a lo mejor ni nosotros mismos creemos en ello. Pero si expresamos algo en voz alta, nos estamos comprometiendo con algo. Nuestras palabras ya salen de nosotros y se convierten en algo externo y nos comprometen. Y si nuestros oídos escuchan hablar a nuestra boca y proclamar cosas desafiantes, el alma y el espíritu se ponen atentos, y se activa la fe.
            Hasta ahí está todo bien. ¿Pero cuál es el problema en muchos de los casos? Está en la fuente de nuestras declaraciones. O, como dije hace rato, en qué está basada nuestra fe. Para demasiados cristianos, la fuente son ellos mismos y sus deseos. Entonces declaran cosas, incluso en el nombre de Jesús, pero basados en sus propias opiniones y deseos. Creen que las cosas van a suceder por el simple hecho de que ellos lo declararon. Como si Dios estuviera obligado a correr como esclavo para cumplir las órdenes que acaban de emitir. El resultado no es mucho más que una autosugestión y un lavado a su propio cerebro. Pero Dios no entra en este juego. Él no es nuestro esclavo, sino nuestro Señor, querámoslo o no.
            ¿Qué entonces podemos o debemos declarar? Declara la Palabra de Dios. La Palabra de Dios tiene poder y es poder, porque es su palabra. Ya dijimos que nuestras palabras tienen poder. Cuánto más entonces lo que el Dios Omnipotente ha declarado. Si nosotros hablamos esa Palabra de Dios, su poder se activa también en nuestras vidas, porque dejamos entrar su palabra hablada a nuestra mente, a nuestro corazón, a nuestras emociones, a nuestra voluntad, etc. Y cosas sorprendentes ocurrirán. Y no es necesario hacer un gran espectáculo y hacer grandes discursos rebuscados con voz de trueno. Basta con leer la Biblia en voz alta, y ya se pondrá en movimiento el mundo espiritual.
            Puedes declarar también las promesas de Dios – siempre y cuando se aplican a tu vida. El problema de mucha gente que ha estado ya años en la iglesia es que está muy acostumbrada a ciertos versículos de la Biblia. Los ha escuchado y leído tantas veces que se lo saben de memoria. Entonces ocurre que toman estos versículos en forma suelta, sin considerar en qué momento y en qué contexto fueron dichas o escritas, y los emplean para cosas que estos versículos nunca querían decir. De ese modo, “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Flp 4.13 – RVC) se convierte en una especie de energético sobrenatural que nos convierte en superpoderes espirituales como la espinaca para Popeye el Marino. ¿Pero qué quiere decir en verdad este versículo? Pablo no declara la omnipotencia del cristiano, sino que Cristo le da la fuerza para enfrentar cualquier situación económica, sea la de pobreza o la de abundancia. Pero si encontramos una promesa que se aplica a nuestra vida y nuestra situación, tenemos todo el derecho de reclamarla a Dios: “Señor, tu Palabra dice: ‘Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces’ (Jer 33.3), y yo clamo a ti por esta situación que me aflige. Así que, estaré aquí en silencio esperando hasta que tú me contestes.” ¿Acaso Dios cumplirá su promesa? Díganme, ¿él hubiera prometido algo si no tuviera la menor intención de cumplirlo? ¡Claro que no! Sus promesas son expresiones de su máximo deseo. Y si lo declaras, él se complacerá en atenderte.
            En muchos casos, declarar la Palabra de Dios no es para hacerle acuerdo al Señor, como si él la hubiera olvidado. Es más bien un mensaje al mundo espiritual demoníaco que les hace saber sin equivocaciones quienes somos nosotros en Cristo – y quienes son ellos. El enemigo siempre tendrá que retroceder ante la Palabra de Dios. ¡Siempre!
            Entonces, nuestra fe debe basarse y provenir de la Palabra de Dios, no de mi imaginación. Si dijimos que la fe se trata de ver lo que está más allá de nuestros sentidos humanos, lo único seguro es la Palabra de Dios. Yo no puedo tener la más mínima seguridad que mis ideas, deseos y metas se van a cumplir, pero no me queda la más mínima duda de que la voluntad de Dios expresada en su Palabra sí se van a cumplir. Vivir por fe es entonces creerle a la Palabra de Dios, aplicarla a mi vida y vivirla cada día.
            Esto es así en cuanto a los principios generales contenidas en la Palabra de Dios. ¿Pero qué en cuanto a los asuntos particulares de mi día a día, o de alguna situación muy específica? La Biblia no especifica si tu hijo que hoy está enfermo se va a sanar mañana; no indica que el próximo mes estarás libre de todas las deudas; no indica que este año podrás ir de vacaciones a Hawái… ¿Qué hacemos en estos casos? No hay Palabra que proclamar. ¿Cómo se vive la fe en estas circunstancias? Vivir por fe significa que toda mi vida, también los pequeños detalles del día a día, la vivo en la presencia de Dios, y que él tiene todos los detalles bajo su control. Quizás no tenga un versículo bíblico específico que yo pueda decretar o proclamar en cuanto a esta situación – y no es necesario que lo tenga. No soy yo el que hace y deshace las cosas; que algo suceda no depende de que yo lo proclamé o declaré, y que, si no dije la palabra exacta en el momento exacto, soné. No soy yo el héroe de la película, sino Dios. De él depende todo. Y vivir por fe significa creer y aceptar esto; significa depositar toda su confianza en Dios y no pretender manejar las cosas a su modo; significa entregar las riendas de nuestra vida a Dios para que él le dé dirección, sin caer en la tentación de dejar las riendas atadas por ahí, aunque sea la puntita no más, por si a Dios las cosas se le salen de las manos. ¡Eso es confianza! ¡Eso es fe!
            Anoche a las 10 y cuarto me mensajeó el pastor que habíamos invitado a predicar hoy en Costa Azul, pidiendo oración porque su voz se estaba perdiendo. Y yo justo estaba repasando esta prédica y me pregunté: ‘¿Qué es ahora “vivir por fe”?’ Y simplemente le dije a Dios: “Señor, no puedo cambiar nada, no tengo la solución en mis manos para reemplazarlo si él mañana no puede ir, ni siquiera voy a estar presente para buscar algún plan ‘B’ en caso de que él no pueda, así que, te lo dejo en tus manos. Tú sabes que mañana tus hijos se van a reunir para alabarte y glorificarte, así que, pon en ejecución tu plan que tienes para ese culto mañana en nuestra iglesia.”
            ¿Tú crees que es difícil vivir por fe? ¿O qué crees que debería suceder para que vos seas un héroe de fe? Quizás nos identificamos mucho con la petición de los discípulos como la encontramos en Lucas 17.5-6: “Los apóstoles pidieron al Señor: —Danos más fe. El Señor les contestó: —Si ustedes tuvieran fe, aunque solo fuera del tamaño de una semilla de mostaza, podrían decirle a este árbol: ‘Arráncate de aquí y plántate en el mar’, y les haría caso” (DHH). Los discípulos se sintieron como que no pasaba nada con ellos porque no tenían suficiente fe. Jesús había dicho a muchos que habían experimentado un tremendo milagro de sanidad que su fe los había sanado. Pero en la vida de los discípulos parecía que faltaba algo – según ellos. Pero la respuesta de Jesús muestra que lo decisivo no es tener mucha o poca fe, sino tener fe o no tenerla. Lo decisivo no es nuestra fe, ni su tamaño. No sucederán más cosas a medida que tengamos más fe. Jesús enseñó que un solo gramo de fe ya es suficiente. Da lo mismo tener una tonelada de fe que tener un gramo de fe porque —repito— lo decisivo no es el tamaño de nuestra fe, sino el poder de Dios. El poder está en la Palabra de Dios, no en tu fe. Tu fe sólo enciende el poder de Dios. El poder del brillo de las luces de este templo no depende de qué tipo de interruptor tengan. Podrías tener un interruptor gigantesco, impresionante, enchapado en oro, una verdadera obra de arte. Pero las luces de este templo brillarían igual de fuertes que con un interruptor miserable de 3.000 Gs. El interruptor no es la fuente de la energía eléctrica. Lo único que hace, es conectar el foco con la fuente. El interruptor habilita el flujo de la energía eléctrica hacia el foco. Lo mismo sucede con tu fe. La fe es ese interruptor que conecta el poder de la Palabra de Dios con tu vida. Tu fe no es el poder. Tu fe sólo une el poder de Dios con tus circunstancias. El resto lo hace Dios. Si hay fe, sin importar cuánta es —aunque sea del tamaño diminuto de una semilla de mostaza—, ya habilita el flujo del poder de Dios hacia tu vida y hacia las circunstancias de la vida. Por eso dijo Jesús a los sanados milagrosamente que su fe los había salvado. Ellos quizás no habían sido capaces de generar una fe impresionante. El paralítico en la puerta del templo ni pensaba en fe siquiera. Cuando Pedro y Juan pidieron su atención, “el cojo se les quedó mirando, porque esperaba que ellos le dieran algo” (Hch 3.5 – RVC). Pero algo hizo “click” en él, y ya fluía el poder de Dios hacia su vida.
            ¿No se convencen todavía? Un ejemplo más. Cuando Jesús se encontró con un padre desesperado que clamaba por ayuda para su hijo endemoniado, Jesús le dijo que, si tuviera fe, su hijo encontraría ayuda. Y ahí el padre exclamó desesperado: “¡Creo! ¡Ayúdame en mi incredulidad” (Mc 9.24 – RVC)! Este clamor del padre indica que él estaba luchando entre creer y dudar. Tenía la mejor intención de creer, pero la mente y el corazón estaban en tire y afloje entre la razón y la fe, o, mejor dicho, entre creer lo que mostraban las circunstancias y creer aquello que trascendía las circunstancias y que sólo el espíritu podía captar. Pero aun este hombre con esta lucha en su interior; un hombre que no describiríamos como una “persona de fe”; un hombre que no la tenía clara, también él recibió ayuda. No importa el tamaño de tu fe; importa el tamaño del poder de Dios. ¡Esa es la clave! Y si tienes fe, agradas a Dios.

            3.) La fe es crucial para dejar la vida
            Si he mantenido esa fe durante toda la vida, también me sostendrá al final de la misma cuando esté a punto de salir de esta vida terrenal para pasar a la vida eterna. En tercer lugar, la fe es crucial también para dejar esta vida. Este paso que llamamos “muerte” es algo terrorífico para muchos, incluso para muchos cristianos. Tenemos un miedo natural a lo desconocido, y como nunca antes hemos experimentado la muerte en carne propia, nos da cierto temor enfrentarnos a eso. Y cuanto más se acerca el momento —por lo menos mirándolo desde la lógica de la edad de la persona— más dudas pueden aparecer. Sabemos que en poco tiempo más se pondrá en evidencia si lo que hemos creído toda nuestra vida realmente es verdad o si hemos caído en una mentira. Y yo sé de mucha gente que en sus años de vejez son atormentados gravemente por dudas: ¿habrá sido suficiente? Es ahí que la fe es crucial para el paso al más allá: saber en quién he creído, saber qué me espera en el más allá, saber que no depende de lo que yo hice, sino de lo que Cristo hizo por mí. Esta fe nos sostendrá hasta el último aliento de nuestra vida, y al pasar a la otra vida, veremos en quien creímos. “Estoy persuadido de que el que comenzó en ustedes la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Flp 1.6 – RVC).
            ¿Ya depositaste tu fe sincera, consciente y completamente en Jesucristo y su obra por ti? Si no lo hiciste, acercate hoy mismo a alguno de los hermanos aquí para que te puedan explicar cómo hacerlo. Si ya lo hiciste, vive entonces ahora conforme a esta fe, profundizándola y afirmándola cada vez más. Cuanto más conozcas a nuestro Dios, más fácil te será confiar en él. Conoce mejor su Palabra para saber con más claridad cuál es su voluntad para las diferentes situaciones que te toca vivir. Y aférrate a él también en la hora de tu partida. Sin fe es imposible agradar a Dios. Dios te bendiga.