Cuando
voy a comprar frutas, encuentro algunos que descarto a primera vista porque ya
tienen señales claras de estar en mal estado. Pero hay otras que se ven muy
apetecibles, pero cuando en casa las quiero disfrutar, encuentro que adentro
están incomibles. También las tengo que descartar, aunque por fuera hayan
tenido aspecto como estar en óptimas condiciones.
Entre
las personas encontramos lo mismo. No me refiero a tener que descartar a
alguien, sino lo digo por su estado espiritual. Algunos se esfuerzan por no
dejar dudas acerca de su deplorable estado espiritual. Otros se esfuerzan por
mantener una pinta como de buen cristiano, pero su interior no coincide con su
apariencia externa. Jesús ilustró esto magníficamente en una de las parábolas
más conocidas: la del “hijo pródigo”. La encontramos en Lucas 15.11-32:
“Jesús dijo también: «Un
hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la
parte de los bienes que me corresponde.’ Entonces el padre les repartió los
bienes. Unos días después, el hijo menor juntó todas sus cosas y se fue lejos,
a una provincia apartada, y allí dilapidó sus bienes llevando una vida
disipada. Cuando ya lo había malgastado todo, sobrevino una gran hambruna en
aquella provincia, y comenzó a pasar necesidad.
Se acercó entonces a uno de
los ciudadanos de aquella tierra, quien lo mandó a sus campos para cuidar de
los cerdos. Y aunque deseaba llenarse el estómago con las algarrobas que comían
los cerdos, nadie se las daba. Finalmente, recapacitó y dijo: ‘¡Cuántos
jornaleros en la casa de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me estoy
muriendo de hambre! Pero voy a levantarme, e iré con mi padre, y le diré:
‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y no soy digno ya de ser llamado
tu hijo; ¡hazme como a uno de tus jornaleros!’ Y así, se levantó y regresó con
su padre. Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y tuvo compasión de él.
Corrió entonces, se echó sobre su cuello, y lo besó. Y el hijo le dijo: ‘Padre,
he pecado contra el cielo y contra ti, y no soy digno ya de ser llamado tu
hijo.’ Pero el padre les dijo a sus siervos: ‘Traigan la mejor ropa, y
vístanlo. Pónganle también un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Vayan
luego a buscar el becerro gordo, y mátenlo; y comamos y hagamos fiesta, porque
este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; se había perdido, y lo hemos
hallado.’ Y comenzaron a regocijarse.
El hijo mayor estaba en el
campo, y cuando regresó y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas.
Entonces llamó a uno de los criados, y le preguntó qué estaba pasando. El
criado le respondió: ‘Tu hermano ha vuelto, y tu padre ha ordenado matar el
becerro gordo, porque lo ha recibido sano y salvo.’ Cuando el hermano mayor
escuchó esto, se enojó tanto que no quería entrar. Así que su padre salió a
rogarle que entrara. Pero el hijo mayor le dijo a su padre: ‘Aunque llevo
tantos años de servirte, y nunca te he desobedecido, tú nunca me has dado
siquiera un cabrito para disfrutar con mis amigos. Pero ahora viene este hijo
tuyo, que ha malgastado tus bienes con rameras, ¡y has ordenado matar el
becerro gordo para él!’ El padre le dijo: ‘Hijo mío, tú siempre estás conmigo,
y todo lo que tengo es tuyo. Pero era necesario hacer una fiesta y
regocijarnos, porque tu hermano estaba muerto, y ha revivido; se había perdido,
y lo hemos hallado’ (Lucas 15.11-32 – RVC).
En
esta parábola encontramos a un padre con dos hijos bastante problemáticos. El
menor se presenta un día ante el padre, demandando su parte de la herencia. Él
no pide. Él exige. Vemos en él una actitud de demanda, de rebeldía, hasta de
desprecio hacia su padre. La herencia recae sobre los hijos normalmente recién
después de la muerte de los progenitores. Con demandarlo ahora en vida, este
hijo estaba dando a entender que su padre ya no existía para él, como si ya
hubiera muerto. Ya en el primer versículo se nota la perdición de este hijo. Me
puedo imaginar el dolor que habrá sentido el padre con esta actitud de parte de
su hijo. Pero no se pone a discutir y pelear a gritos con él, demandando
respeto. Si su hijo no lo respeta a él, él no va a responder de la misma
manera. Así que, calladito el padre cumple la demanda de su hijo y le entrega
su parte.
El
estado de perdición de este hijo se nota también en el manejo de los bienes
recibidos. Si fuese una persona sabia, invertiría el dinero y la propiedad para
que produzca aún más. Pero él es un ejemplo por excelencia de una persona que
la Biblia llama “necio”. Sólo piensa en sí mismo y en sus deleites. No le
preocupa el mañana, no hace planes, no elabora estrategias – por lo menos no
para el bien. Su única estrategia es vivir la supuesta “buena vida”. Vende todo
lo recibido y lo convierte en efectivo. Y como no da gusto vivir
desenfrenadamente a la vista de los conocidos, este hijo se va lejos donde
nadie lo conoce ni nadie puede controlarle. Allá vive como si no existiesen
límites de ningún tipo. El único límite que hay es su propia imaginación: lo
que él ya no puede imaginarse, no lo lleva a cabo. Pero todo lo que entra en su
fantasía, él lo convierte en realidad. Las diferentes traducciones califican su
estilo de vida como desordenado, perdido, descontrolado, desenfrenado. Literalmente
suelta a propósito todos los frenos y deja que su vida corra sin control
alguno. Más que ir cuesta abajo, su vida sale despedida por encima del barranco
y va en caída libre rumbo al piso. Pero a él le parece un vuelo fascinante.
¿Y
cómo termina un vehículo que va cuesta abajo sin freno ni dirección? Pues, es
sólo cuestión de pocos minutos hasta que se haya convertido inevitablemente en
un montón de hierros retorcidos. Esto es precisamente lo que este hijo aprende
en forma dolorosa. Pensó que no había límites, pero ahora se despierta de
pronto a la realidad de que sus recursos sí tienen límite. Si bien él no se
había puesto límites a sí mismo, la vida sí se las pone, y él se estrella
contra su propia necedad. No importa cuánto dinero él haya tenido, sin un
manejo responsable todo llega a perderse en demasiado poco tiempo.
Y
como generalmente un problema no viene solo, el fin de sus recursos coincide
con una hambruna en todo el país. No necesita ni siquiera cuarentena por
coronavirus, sino que él solito se ha cortado de toda provisión por su
falta de previsión. ¿Y dónde termina su caída libre? ¿Su viaje sin
frenos? En un chiquero. El hijo, sucio y harapiento, se encuentra en un abrir y
cerrar de ojos rodeado por chanchos, peleándose con ellos por su comida. La “gloria”
que él ha vivido hasta pocos días atrás resultó ser una burbuja de ilusión que
se esfumó en un instante. Si este cuadro del hijo entre los cerdos cochinos nos
da asco, imagínense para un judío, para quien los chanchos son animales
inmundos y despreciables. Son símbolo de la peor inmundicia en la que él se está
revolcado. Más bajo no podía caer. Este despertar es casi demasiado cruel.
Muchos como él, escuchando la carcajada burlona de Satanás por el engaño en que
los hizo caer, no aguantan esta vergüenza y se quitan la vida.
Pero
en este punto, este hombre es alcanzado por la gracia. En vez de cometer esta
estupidez aún mayor que todas las ya cometidas, él empieza a reflexionar. Se
acuerda de su padre y sus empleados que ¡había sido! llevan una vida
envidiable. ¿Cómo él no lo había visto antes? ¿Cómo llegó a dejarse deslumbrar
tanto por la supuesta gloria de afuera, el dinero, el placer, el libertinaje,
siendo que la verdadera vida estaba en su propia casa? Recién después de
perderlo todo, se da cuenta cuánto él ha tenido. Y recién ahora se da cuenta
que lo que él había desechado como inexistente y muerto, —su padre— es en
realidad su salvación. El relato no dice cuánto tiempo este hijo pasó en esta
situación miserable, pero decidir volver al padre debe haber requerido una
lucha sumamente duro. Necesita tragarse todo su orgullo, bajar su cabeza y
admitir haberse equivocado de aquí hasta las nubes. Pero la gracia de Dios le
lleva al arrepentimiento y a dar ese paso. Él toma una decisión que marcará el
inicio de una nueva vida. Decide regresar al padre y confesar su pecado contra
Dios y contra él. Pero este hijo es muy consciente que con su actitud y su
actuar ha declarado muerto a su padre, es decir, que ha dado por terminado la relación
entre ambos. Pero, aunque no tenga más derechos de hijo, prefiere ser empleado
de su padre, porque aun los empleados llevan una mejor vida que él en este
momento. Mejor en algún rincón de la propiedad de su padre que en este
chiquero. Así que, se da un empujón y se pone en camino, dejando atrás toda la
inmundicia. Del chiquero a la casa del padre.
Cambio
de escena. Dirigimos ahora nuestra mirada al padre. Si usted tuviera un hijo
que lo haya tratado con tanto desprecio, ¿cómo reaccionaría? Quizás nos cuesta
un poco imaginárnoslo en detalle porque ya conocemos esta historia y sabemos
cómo continúa. Pero yo puedo decir no más que yo estaría a leguas de la
reacción de este padre en esta parábola. Jesús dice que el padre vio llegar a
su hijo ya desde lejos. Esto significa que él intencional y concentradamente recorría
continuamente, día tras día, el horizonte, buscando la silueta de su amado
hijo, sin tener ninguna certeza de que siquiera algún día regresaría. Esto
muestra el amor sobrenatural de este padre para con su hijo, anhelando de todo
corazón que éste volviera. Con sólo verlo a lo lejos, con huellas evidentes de su
vida perdida, el padre es movido a misericordia y compasión. No espera a que el
hijo se acerque, sino que el padre prácticamente se abalanza hacia él. Una
persona respetada no se dejaba llevar por la emoción, corriendo por las calles.
Pero a este padre no le importa el protocolo de la sociedad. El amor en él lo
empuja literalmente en dirección a su hijo. Tampoco no le importa en lo más
mínimo el aspecto, la suciedad y el olor a inmundicia de su hijo, sino se echa
sobre su cuello, besándolo con toda la ternura de un padre amoroso.
Durante
todo el viaje de regreso han pasado por la mente del hijo todas las imágenes
posibles de su reencuentro con el padre, pero lo que está viviendo en este
momento jamás, ni en sueños, ha estado entre ellas. Está tan sorprendido,
emocionado, avergonzado, que no sabe ni qué decir, hacer o pensar. La escena le
supera totalmente. Pero durante todo el viaje él había repetido incansablemente
las palabras que él diría a su padre, que esto casi ya llegó ser un lavado de
cerebro. Por eso, cuando el abrazo del padre se afloja un poco, permitiéndole
tomar aire nuevamente, él empieza su verso memorizado: “Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (v.
21 – RV95). Hasta ahí no más llega cuando el padre le interrumpe. Parece que ni
siquiera ha escuchado lo que acaba de decirle su hijo porque tiene intensiones
muy superiores a las aspiraciones de su hijo. Da instrucciones a sus empleados
con carácter de urgente a que traigan vestido, anillo y zapatos. El vestido
cubre su vergüenza por andar semidesnudo, el anillo representa autoridad legal de
hijo y copropietario con el padre, y los zapatos simbolizan su categoría de
hijo, porque los siervos y esclavos andaban descalzos. Dignidad, autoridad y
filiación – el regalo de bienvenida de parte del padre para quien lo echó a
perder todo.
Pero
no termina todavía ahí. Este acto solemne de restitución del hijo en su posición,
la que en realidad nunca se le negó, sino que él decidió abandonar, debe ser
celebrado debidamente. El padre contrata a los mejores asaderos de la zona para
que preparen una carne de primer nivel, y hace todos los preparativos para una
fiesta de bienvenida como si se tratara de un rey extranjero. ¿El motivo? La
resurrección de su hijo: “…este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; se
había perdido, y lo hemos hallado” (v. 24 – RVC). Y gran alegría llena todo
el lugar.
Y
podríamos pensar: ‘final feliz’. Pero está todavía el hijo mayor que todo el
tiempo había jugado el papel de niño bonito y obediente. Mientras su hermano
tiró por la ventana la fortuna del padre, él se encargó de administrar lo que
quedó. Ahora él regresa precisamente de su trabajo. A cierta distancia de su
casa de repente se detiene abruptamente porque se da cuenta que algo inusual
está sucediendo. Escucha música y gritos de alegría, huele el asado, y se rasca
la cabeza preguntándose qué estará sucediendo. Su cumpleaños no es como para
que le estén preparando una fiesta sorpresa. Cuando se acerca más, ve a los
siervos corriendo en todas las direcciones, afanados con el servicio durante la
fiesta. Llama a uno que está más cerca y le pregunta qué está pasando en su
casa. El siervo, mientras aprovecha para tomar algo de aire en medio de tanto
correteo, le informa acerca de la razón de esta fiesta. Creo que la reacción de
este hijo ya nos parece más conocido: “Cuando el hermano mayor escuchó esto,
se enojó tanto que no quería entrar. Así que su padre salió a rogarle que
entrara” (v. 28 – RVC). El padre va otra vez detrás de sus hijos rebeldes,
porque este hijo también estaba tan perdido como su hermano. Perdido – en su
propia casa.
En su
respuesta al padre, este hijo revela toda la amargura que había acumulado en su
corazón. Acusa al padre de ser un aprovechador y desconsiderado. ¡Pobre padre!
Un hijo lo trata como muerto y el otro como tirano. Este hijo lleva cuenta de
todo el tiempo que ya viene trabajando para el padre: “Hace tantos años que
te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes” (v. 29 –
BLA). Aunque haya sido obediente, lo ha hecho con mala actitud y de mala gana,
llevando cuenta de cada día, mes y año que trabaja para el padre. Además, lo ha
hecho como si fuera el empleado de su padre. Se presenta ante el padre como el
que le sirve. Es un hijo con mentalidad de esclavo. Por eso le reclama al padre
jamás haber recibido nada de él como reconocimiento por su sacrificio por el
bien del padre, ni siquiera un cabrito para un asadito con los cuates. Otra
señal de su mentalidad de siervo: considera merecer un pago correspondiente al
trabajo realizado. ¡Cuán lejos está su corazón del padre!
Pero
también está lejos de su hermano. Le guarda tanto rencor que ni lo reconoce
como su hermano. Sólo lo identifica como “este hijo tuyo” (v. 30 – RVC),
y lo tilda como derrochador de bienes con las prostitutas. Aunque es muy probable
que las mujeres hayan sido parte importante de la “vida desordenada” que había
llevado su hermano, creo que en el fondo sólo habla aquí su envidia por no
haber sido él el que tuvo el ingenio de pedir la herencia de su padre para
vivir la vida de la que acusa ahora a su hermano. Y este hijo mayor acusa al
padre a cometer una horrenda injusticia al “premiar” el desenfreno de su
hermano con el animal reservado para ocasiones especiales. Al derroche de su
hermano le sigue el derroche del padre, mientras que los buenos como él son
dejados a un lado sin consideración.
A
este descargo de su hijo mayor, el padre le responde con tanta ternura: “Hijo
mío, ¡si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo” (v. 31 – NBE)! El
padre trata de intercambiar la mentalidad de siervo de su hijo, que considera
merecer un pago por su trabajo, por la mentalidad de hijo, propietario de todo.
¿Cómo el padre le iba a dar un cabrito si todo ya era de él? El hijo
simplemente tenía que echar mano y disfrutar lo que era de él, pero en su
mentalidad de esclavo pensó tener que ganarse lo que era del padre. El hijo
mayor, como copropietario de todo, podría haber vivido de fiesta en fiesta, si
hubiera tenido la mentalidad correcta. En cambio, su hermano se había perdido
del mapa como si hubiera muerto, había renunciado a su condición de hijo, pero
ahora él había recapacitado, se había arrepentido y había vuelto a la comunión
con el padre. ¡Esto sí que merecía una buena fiesta! Jesús deja la parábola
abierta. No dice si el hijo mayor se convenció por el amor de su padre, o si
seguía obstinado y terco. Este final abierto es como la mano extendida de Jesús
a los fariseos que eran los oyentes de esta parábola, anhelando que ellos
respondan a este gesto de invitación.
Esta mano, Jesús le extiende también a usted. Es evidente que el padre de esta parábola representa a Dios en su amor y su misericordia infinitos. Los dos hijos estaban perdidos, uno en el desenfreno, otro en su propia casa. Pero ambos con el corazón lejos del padre. Ambos, siendo hijos, se hicieron esclavos, uno de sus pasiones, el otro de su autoconmiseración. Uno vivía su desorden abiertamente, el otro mantuvo una fachada de obediente, una apariencia de hijo, realizando todo lo que se esperaba de él, pero sólo para no revelar el desorden que tenía adentro. Así somos frente a Dios. Algunos viven según sus propios caprichos, guiados por la necedad de su corazón. Otros pueden estar todos los domingos en la iglesia, pero sin una relación con el Padre celestial. La vida cristiana se reduce a meros rito y actos externos, pero que no involucran a su corazón. La vida cristiana es un peso para ellos, llevando la cuenta de cuánto tiempo ya están sufriendo la obligación de tener apariencia de cristianos. Se cuidan de no fallarle a ninguna de las cosas que supuestamente hace un buen cristiano, pero su interior es carcomido por la envidia, la amargura, el celo, el resentimiento, la crítica, etc. ¿Para quién de los dos hay esperanza? Para ambos. Ambos necesitan de la gracia del Padre, ambos son objetos del amor del Padre, pero a veces parece que hay más probabilidad de cambio para uno que vive abiertamente en pecado. Es tan evidente que necesita de un cambio, que no hay cómo negarlo. El otro tiene una pinta exterior tan perfecta, que hasta logra engañarse a sí mismo. Pero el Señor mira el corazón, y sabe cómo estamos en relación al Padre. Una decisión es el inicio de una vida nueva. Decide ahora dar un giro de 180 grados y volver al corazón del Padre. Sal del chiquero para ir a la casa del Padre. Decile que has pecado contra él y que apelas a su perdón. Pídele que te libere de la esclavitud que tiene encadenado tu corazón, sea cual fuese esa cadena. Y entra a disfrutar de la comunión con el Padre, ya no como esclavo, sino como hijo amado.
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