¿Le gustan los regalos? Tengo hoy uno para ofrecerle.
Imagínese
que alguien se acerca a usted con el fin de entregarle un regalo. ¿Qué opciones
tiene usted? Se me ocurren sólo dos opciones: o aceptar el regalo o rechazarlo.
¿Podría usted decirle a esa persona: “Muchísimas gracias por el regalo. Lo
acepto con gusto, pero le quiero pagar por ello. ¿Cuánto cuesta?”? No, por
supuesto que no. Un regalo siempre es gratuito. Si uno lo paga, ha hecho una
compra, y ya no es regalo.
Nos
parece ser tan lógico. Sin embargo, muchos intentan hacer precisamente eso con
Dios. Dios también nos ofrece un regalo, y nada menos que el cielo mismo. Pero
muchos quieren pagar el derecho de admisión. Esto fue lo que Jesús relató en la
parábola que nos corresponde estudiar hoy. La encontramos en Mateo 22.1-14, y
dice así:
“Jesús volvió a hablarles en
parábolas, y les dijo:
‘El reino de los cielos es
semejante a un rey que hizo una fiesta de bodas para su hijo. Y envió el rey a
sus siervos para convocar a los invitados a la fiesta de bodas, pero éstos no
quisieron asistir.
Volvió el rey a enviar otros
siervos, y les dijo: ‘Díganles a los invitados que ya he preparado el banquete;
que he matado mis toros y animales engordados, y que todo está dispuesto. Que
vengan a la fiesta.’ Pero los invitados no hicieron caso. Uno de ellos se fue a
su labranza, otro a sus negocios, y otros más agarraron a los siervos, los
maltrataron y los mataron.
Cuando el rey supo esto, se
enojó; así que envió a sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su
ciudad. Entonces dijo a sus siervos: ‘La fiesta de bodas ya está preparada,
pero los que fueron invitados no eran dignos de asistir. Por tanto, vayan a las
encrucijadas de los caminos, e inviten a la fiesta de bodas a todos los que
encuentren.’ Los siervos salieron por los caminos y juntaron a todos los que
encontraron, lo mismo malos que buenos, y la fiesta de bodas se llenó de
invitados.
Cuando el rey entró para ver a
los invitados y se encontró con uno que no estaba vestido para la boda, le
dijo: ‘Amigo, ¿cómo fue que entraste aquí, sin estar vestido para la boda?’ Y
aquél enmudeció. Entonces el rey dijo a los que servían: ‘Aten a éste de pies y
manos, y échenlo de aquí, a las tinieblas de afuera. ¡Allí habrá llanto y
rechinar de dientes!’ Porque son muchos los llamados, pero pocos los escogidos”
(Mateo 22.1-14 – RVC).
Como
leímos, esta parábola se trata acerca de un rey que preparó una gran fiesta en
honor a su hijo y la boda que este estaba celebrando. Como ambos eran figuras
públicas, se entiende que su lista de invitados era muy larga. Todos los que
figuraban en esa lista habían sido notificados de este evento que se realizaría
próximamente. Como no se tenía todavía un manejo del tiempo tan calculado como
hoy, y una agenda tan apretada que exige planificación minuciosa de cada hora,
se lanzaba primero así una invitación general con una indicación de tiempo
relativamente imprecisa. Llegado el momento, los empleados volvieron a
contactar a los invitados para decirles que ya llegó el momento, que se
alistaran y se fueran a la fiesta. Pero, ¡o sorpresa!, nadie quiso ir. Es algo
insólito que nadie quiera asistir a semejante fiesta de su rey, pero así fue en
esta parábola.
Quizás
el rey atribuyó esa negativa a una comunicación deficiente de parte de los
mensajeros. Así que, envió a otros empleados, para que la gente se diera cuenta
de que efectivamente era así como habían dicho los primeros siervos, ¡había
sido! E inclusive les da el mensaje exacto que ellos tenían que transmitir,
para asegurarse de que no haya falla en ningún lado. Pinta el banquete en los
mejores colores, que a cualquiera empieza a juntarse la saliva al sólo escuchar
la descripción del asado de la mejor carne del país, tierna y jugosa. Una mejor
invitación no podía haber.
Pero
mientras con el primer grupo de mensajeros quedaba todavía cierta duda acerca de
la razón por la que la invitación no había tenido el éxito esperado, ahora se
disipaban todas las dudas: la gente simplemente no quería asistir. Esto, que
hasta entonces se había camuflado todavía con una sonrisa falsa, ahora llegó a
ser muy evidente. Reinaba una total indiferencia hacia la invitación del rey.
Otras actividades justas y necesarias, como los negocios o la ocupación diaria,
eran más importantes que la fiesta del rey. Es más: la indiferencia llegó a tal
punto que algunos no querían que jamás alguien les hable de esta fiesta, de
modo que llegaron a hacer callar a la fuerza a los mensajeros, maltratándolos y
matándolos. La reacción del rey a esta provocación nos resulta muy
comprensible. Sus reiterados intentos de compartir una fiesta con sus invitados
no habían dado fruto, de modo que todos ellos perdieron definitivamente su
oportunidad. Habían demostrado demasiada bajeza como para estar a la altura de
semejante honor de ser invitado a la fiesta del rey.
Sin
embargo, la fiesta no se iba a suspender por eso. Ya todo estaba preparado.
Sólo faltaba que se llene el salón de fiestas con gente que aceptara la
invitación. Así que, envió a sus empleados con carácter de urgente con la
siguiente indicación: “Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos
los que encuentren” (v. 9 – BPD). Me puedo imaginar a más de uno de estos
siervos rascarse la cabeza ante esta instrucción y preguntarse: ‘¿A la calle???
Pero si ahí hay de todo: gente vulgar, común y corriente, trabajadores, sucios,
malolientes. ¿Qué van a hacer ellos en un salón de gala del palacio del rey?’
Pero como no podían discutir con el rey, se fueron calladitos a cumplir las
órdenes. Y efectivamente, encontraron de todo: a “malos y buenos”. Pero sin
considerar su condición ni física ni moral, todos por igual fueron admitidos en
el salón de fiestas. Pero como venían de la calle, sin tiempo de alistarse para
la fiesta, necesitaban aceptar la generosidad del rey y ponerse los vestidos de
fiesta que él les proporcionaba, según la costumbre de la época. Pero aun así el
rey encontró a uno que consideró que su propia ropa no estaba tan mal que
digamos, y que no necesitaba ponerse la ropa proporcionada por el rey. Pero,
aunque él haya considerado su ropa como bastante aceptable, entre todos los
demás él destacaba a leguas. Cuando el rey le llamó la atención, él no pudo
decir nada en su defensa, porque sabía que el rey tenía toda la razón. Si bien
él sí había acudido a la fiesta del rey, había manifestado una actitud similar
a los primeros invitados: de tener en poco la provisión del rey. Era también un
acto de menosprecio al rey al no aceptar su provisión de vestidos adecuados
para la ocasión. En consecuencia, el rey ordenó atarlo de manos y pies y echarlo
fuera a la oscuridad, donde reina la desesperación absoluta, ilustrada en
muchas parábolas de Jesús con el término “llanto y crujir de dientes”. Y Jesús
termina la parábola con esta frase triste: “…son muchos los llamados, pero
pocos los escogidos” (v. 14 – RVC). Los que finalmente disfrutaron de la
fiesta fueron un porcentaje mínimo de todos los que habían sido invitados.
¿Qué
nos quiere enseñar esta parábola? Cuando Jesús compara el reino de los cielos
con un rey, es por demás evidente que se refiere al rey de ese reino celestial,
es decir, a Dios mismo. Y la boda de su hijo es la de Jesús, descrita en la
Biblia como “la boda del Cordero” que se celebrará algún día en el cielo: “Alegrémonos,
llenémonos de gozo y démosle gloria, porque ha llegado el momento de las bodas
del Cordero. … Felices los que han sido invitados al banquete de bodas del
Cordero” (Ap 19.7, 9 – DHH). Después de que Pablo describa el amor y el
respeto que debe haber entre esposo y esposa, él dice que esto “…ilustra la
manera en que Cristo se relaciona con la iglesia” (Ef 5.32 – NBD). El Nuevo
Testamento, entonces, identifica a la iglesia como la “novia del Cordero”. En seguida
volvemos a esto.
En
esta parábola podemos identificar tres grupos de personas. En primer lugar,
están los invitados originales. En el Antiguo Testamento, Dios le hablaba
frecuentemente a Israel, a los judíos, en términos de ser la esposa de él. Por eso,
los profetas acusaban a Israel de adulterio cada vez que se iban detrás de
otros dioses. Los judíos eran entonces identificados en esta parábola como los
primeros invitados. Así como Pablo lo denunció con dureza en su carta a los
romanos, los judíos habían tomado su elección como pueblo especial como un
derecho suyo, casi como que Dios haya estado obligado luego de elegirlos.
Creían que nada ni nadie podía sacarlos de su sitial, y empezaron a girar
alrededor de sus propios intereses.
Hasta
hoy en día hay personas que consideran haber sacado el pasaje al cielo en la
lotería. Creen ser dueños indiscutibles del mismo y no lo valoran. Se ponen
indiferentes y no quieren ni que se les hable acerca de lo espiritual. Creen
haber cumplido con los requisitos fijados, y que ahora se les deje hacer lo que
les dé la gana. El empleo y los negocios son ahora más importantes que pensar
en la eternidad. Dios les ofrece el cielo como regalo, pero este grupo de
personas no muestra ningún interés en este regalo y lo rechaza. Pero algún día
tendrán un amargo despertar al darse cuenta de su error garrafal. La reacción
del rey en la parábola nos parece quizás muy extrema y malhumorada. Pero no
olvidemos que ya fue por segunda vez que él había enviado a sus siervos.
También en la parábola de los labradores malvados vemos que el dueño del campo envió
siervos a los arrendatarios casi empecinadamente, a pesar de la constante
negativa de éstos de responder a su requerimiento. La paciencia de Dios es muy,
muy larga. Si no, ya nos hubiera consumido a todos. Pero algún día llega el
momento en que él da punto final a esta situación.
El
segundo grupo de personas son los de las esquinas de las calles. En la parábola
de Jesús son todos los que no son judíos, llamados también gentiles – o sea,
nosotros. Somos los que no merecemos nada, los que no tenemos nada que reclamar
ni ningún mérito que mostrar. No teníamos absolutamente ninguna posibilidad de
estar en la “lista de invitados” para la fiesta en el cielo. Pero Dios nos
extendió su gracia y misericordia y nos invita a su fiesta. Sin embargo,
estamos contaminados de pie a cabeza con la suciedad del pecado. No tenemos
ninguna posibilidad de estar en condiciones adecuadas para esta gran fiesta
celestial. Todos por igual estamos en la necesidad de ser revestidos por el Rey
mismo con un ropaje digno de semejante fiesta. Este vestido consiste en nuestra
justificación, el lavado de nuestros pecados. Dice la Biblia: “Yo me
regocijaré grandemente en el Señor; mi alma se alegrará en mi Dios. Porque él
me revistió de salvación; me rodeó con un manto de justicia; ¡me atavió como a
un novio!, ¡me adornó con joyas, como a una novia” (Is 61.10 – RVC)!
También el mismo texto de Apocalipsis que habla de las bodas del Cordero dice: “Su
esposa se ha preparado: se le ha permitido vestirse de lino fino, limpio y
brillante, porque ese lino es la recta conducta del pueblo santo” (Ap
19.7-8 – DHH). Esta limpieza espiritual la obró Cristo mediante su muerte. Dice
la Biblia: “Cristo amó a la iglesia y dio su vida por ella. Esto lo hizo
para santificarla, purificándola con el baño del agua acompañado de la palabra
para presentársela a sí mismo como una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga
ni nada parecido, sino santa y perfecta” (Ef 5.25-27 – DHH). Para poder
participar de las bodas del Cordero, necesariamente debemos haber experimentado
este proceso de purificación espiritual, simbolizado en esta parábola por el
vestido de fiesta. El segundo grupo de personas de esta parábola está compuesto
por los que aceptan con gusto el regalo de la vida eterna; aceptan el cielo
como regalo.
Y hay todavía un tercer grupo
de personas. Son los que aceptan la oportunidad, aceptan la invitación, pero después
sacan su billetera, queriendo pagar el regalo de la vida eterna. Los billetes
favoritos para pretender pagar ese regalo son las buenas obras, el buen
comportamiento, la asistencia más o menos regular a la iglesia, etc., etc. Pero
nada de eso alcanza el estándar exigido para entrar al salón de fiestas en el
cielo. Son los que consideran, como el hombre en la parábola que finalmente fue
echado a la oscuridad, que su propio vestido —es decir, su vida— no está tan
mal que digamos. Al fin de cuentas, con un arreglito aquí y una planchada allá
debería ser aceptable para poder entrar. ¿Qué tanto se cree el dueño de la
fiesta? ¿Acaso piensa que es el único que tiene vestidos buenos? Sí, es el
único. Mejor dicho, vestidos buenos los puede tener cualquiera, pero el
vestido perfecto, el único admisible al salón de bodas, sólo lo tiene el
Rey que gobierna el reino de los cielos. ¿Aprovechador? No, porque no hace
negocio con ellos. No discrimina con ello. No es que de ese modo sólo la élite
puede estar con él en el salón de bodas, sino él ofrece este vestido gratuitamente
a todo el mundo. Literalmente a todo el mundo. Lo único que necesitas hacer es
bajar tu orgullo, admitir que tu vestido, tu estado espiritual,
no es lo suficientemente bueno, extender tu mano y aceptar el regalo del cielo.
Punto. Es gratis, porque Cristo ya compró estos vestidos, pagándolos con su
vida. Ante el esplendor de los vestidos de gala que llevan puestos los que
están en el salón de bodas, tú propio vestido, que aquí te pareció bastante
aceptable, se destaca a leguas y se parece como a un trapo de inmundicia. La
Biblia dice: “ Estamos todos
infectados por el pecado y somos impuros. Cuando mostramos nuestros actos de
justicia, no son más que trapos sucios…” (Is 64.6 – NTV). ¿Así pretendemos
presentarle nuestra vida a Dios? ¿Como una torta hecha de buenos ingredientes –
excepto ese un huevo que estaba podrido pero que igual lo mezclamos con todos
los demás ingredientes? ¿Qué te cuesta extender tu mano y recibir de Dios el
regalo del cielo? Porque no puedes mover ni un dedo para pagar tu entrada. O la
aceptas o la rechazas.
Cuando Jesús dijo al final
que muchos son los llamados, pero pocos los escogidos (v. 14), no se refiere a
que él escoge quién entra y quién no. Es cada persona que decide si entrar a la
fiesta o no. El rey de la parábola invitó a todos, pero no todos aceptaron la
invitación. ¿Fue culpa del rey de que ellos no estuvieron en la fiesta? No, en
absoluto. La invitación era para todos, y el vestido era gratis. La Biblia dice
que Dios “…no quiere que nadie muera, sino que todos se vuelvan a Dios”
(2 P 3.9 – DHH).
El cielo es un regalo. ¿Lo aceptarás? Entonces dile ahora a Dios: “Señor, reconozco que mi vida está llena de suciedad y que por mí mismo no puedo acceder a tu salón de fiestas. Pero yo tanto anhelo estar presente ahí también. Por eso te pido que me limpies y que me regales tu vestido de fiestas. Reconozco que no tengo méritos propios para estar, pero me aferro a tu oferta y acepto el regalo de la vida eterna que me ofreces. Sé tú mi Señor y mi Salvador. Gracias por tu amor y paciencia conmigo.”
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