¿Has
deseado alguna vez encontrarte frente a frente con Dios? Quizás nos imaginamos
las muchas preguntas que le haríamos de cosas que ahora no entendemos. O
pidiéndole orientación en algún asunto en particular. La verdad es que sería
muy lindo. Pero si de verdad se produjera este encuentro, sería la experiencia
más aterradora habida y por haber porque su manifestación sería insoportable
para nosotros. De golpe caeríamos en cuente de quiénes somos nosotros realmente
ante él. Veríamos nuestra pequeñez indescriptible ante un Dios, cuya gloria y
majestad también son indescriptiblemente grandes.
Pero,
aunque no podamos ver a Dios directamente, podemos ver manifestaciones de él
que ya bastan y sobran para ver su grandeza y cuán miserablemente pequeños
somos ante él. A David le pasó esto. Él registró su experiencia en el Salmo 8
que queremos analizar en esta oportunidad.
FSalmo 8
Empecemos
por el título. Normalmente los títulos que aparecen en la Biblia no son
parte del texto bíblico original, sino un agregado de los traductores según el
criterio de cada uno.
Pero
en el caso de los Salmos, muchos de ellos tienen dos títulos. Por un lado, está
el título que acabo de mencionar. Por ejemplo, Reina-Valera 60 dice en el Salmo
8: “La gloria de Dios y la honra del hombre”. La versión “Palabra de Dios para
Todos” (PDT) dice: “Dios y los seres humanos”. Reina-Valera 2015 dice: “La
gloria divina y la dignidad humana” y la Traducción en Lenguaje Actual (TLA)
pone como título: “Grandeza divina, grandeza humana”. Cada versión pone lo que
le parece adecuado.
Pero
después, muchos de los Salmos tienen un segundo título. Estos sí son parte del
Salmo; parte del texto bíblico. Y muchas veces son difíciles de traducir porque
no se entiende qué es lo que significan ciertos términos. Reina-Valera 60 lo
traduce: “Al músico principal; sobre Gitit. Salmo de David” (v. 1). La
palabra “Gitit” se ha tomado literalmente del hebreo porque no se sabe qué es.
No se la puede traducir. Una explicación de la versión Dios Habla Hoy dice: “Podría
tratarse de un instrumento musical o de una melodía procedente de la ciudad
filistea de Gat” (DHH). Como los Salmos son canciones, muchos de ellos usados
en las ceremonias en el templo, estos títulos probablemente sean indicaciones
para el director para que sepa qué melodía corresponde a ese Salmo en
particular o qué instrumentos se debe usar para acompañarlo. En algunos casos,
en el título se indica también las circunstancias que dieron origen a ese poema
específico. Si bien es cierto que este título es parte del texto bíblico, no es
la parte principal del mismo. Lo que sí nos interesa es la indicación del
contexto del Salmo y de quién es su autor. En este caso se le atribuye este
Salmo al rey David. También hay que decir que algunas versiones toman este
título como el primer versículo mientras que el Salmo en sí empieza en el
versículo 2. La mayoría de las versiones lo toman más bien como parte del
primer versículo junto con el inicio del texto mismo del Salmo. Por eso
encontrarán diferente enumeración de versículos entre una versión y otra. Vale
aclarar que los capítulos y versículos tampoco son parte del texto bíblico sino
agregados humanos posteriores con el fin de ordenar el texto y facilitarnos la
ubicación dentro del mismo.
Dicho
esto, podemos adentrarnos ahora al Salmo en sí. David empieza este Salmo con un
estallido de alabanza a Dios: “Señor y Dios nuestro, ¡cuán glorioso es tu
nombre en toda la tierra! ¡Has puesto tu gloria sobre los cielos” (v. 1 –
RVC)! David exalta aquí el nombre de Dios al que describe, según las diferentes
traducciones, como “glorioso”, “grande”, “imponente” o “maravilloso”. Estas
palabras describen lo inmensamente grande e indescriptible de Dios. Cuando
habla aquí del “nombre” de Dios, se refiere a Dios mismo. Encontré una
explicación muy buena en la versión de estudios “Dios Habla Hoy” que dice: “En
el lenguaje bíblico, el nombre es mucho más que el vocablo que se emplea para
llamar o designar a una persona; es más bien la persona misma, que se hace
presente y se revela dando a conocer su nombre. Por eso, pedirle a una persona
que diga su nombre es pedirle que dé a conocer su naturaleza y su identidad; y
bendecir, invocar o conocer el nombre del Señor es bendecirlo, invocarlo y
conocerlo a él mismo, y no solamente a la palabra con que se lo nombra” (DHH).
Así que, David está exaltando aquí a Dios mismo, declarándolo soberano sobre
toda la tierra.
Ese
Dios es digno de toda la alabanza. David dice que ya los pequeños bebés recién
nacidos empiezan a alabar y adorar a Dios. La mención aquí de los niños describe
la adoración más pura y sublime, porque el corazón de un niño no conoce todavía
la maldad, y la alabanza que brota de él no está mezclada con egoísmo o con
dobles intenciones, como queriendo negociar con Dios alguna de sus bendiciones
a cambio de su alabanza. Los niños expresan su alabanza a Dios en forma
totalmente sincera. Por eso son tan poderosos en contra de los enemigos de
Dios. Si bien los mismos traductores admiten que el texto de este versículo es
oscuro y difícil de traducir, refleja el poder que radica en la alabanza. Al
exaltar a Dios, los demonios tienen que retroceder porque no soportan la
presencia de Dios que se instala en medio de la alabanza. Así que, entre
paréntesis la siguiente aplicación: si te encuentras envuelto en una lucha
espiritual; si te sientes oprimido por todos lados; si hay algo que no puede
avanzar en tu vida, empieza a entonar canciones de alabanza y adoración y vas a
ver cómo esto despeja el ambiente. No es una fórmula mágica sino una
manifestación del poder de Dios. La alabanza pone en el centro de atención al
Rey soberano sobre todo el universo.
Esa
grandeza e inmensidad de Dios se refleja en su creación. El ser humano, con
todos los avances de la ciencia y la tecnología, no ha encontrado todavía un
límite del universo, de tan grande que es. Pero David dice que esto es “obra de
los dedos” de Dios. Es decir, todo el universo cabe en la mano de Dios, si es
admisible esta comparación de Dios con el cuerpo humano. Dios mismo dice a
través del profeta Isaías: “¿Quién ha medido el océano con la palma de la
mano, o calculado con los dedos la extensión del cielo” (Is 40.12 – DHH)?
Así que, si consideramos al universo como imposible de dimensionar, ¿cómo será
entonces ese Dios que ha creado todo esto? Esa conciencia de la grandeza de
Dios le llena a David de asombro y admiración. Me lo imagino durante
incontables noches cuidando las ovejas en pleno campo, tirado en el suelo
mirando el cielo nocturno y pensando en ese Dios que todo lo hizo lo que se ve
y cuántas cosas más que no se ven. La próxima vez que usted tenga la
oportunidad, haga lo mismo. Y de repente, al igual que David, se va a ver a sí
mismo frente a ese Dios tan indescriptiblemente grande. Y David no puede evitar
preguntarle a Dios: “¿Qué es el hombre, para que en él pienses? ¿Qué es el
ser humano, para que lo tomes en cuenta” (v. 4 – NVI). Ante esa inmensidad
de Dios, David se siente como un granito de arena y no entiende cómo es que
Dios se pueda interesar por algo tan diminuto e insignificante como el ser
humano. Pero a pesar de su pequeñez, David se da cuenta del alto valor que el
ser humano tiene delante de Dios. Se da cuenta de que el ser humano fue creado “poco
menor que un dios” (v. 5 – RVC). Con este término, David se refiere a todos
los seres celestiales, superiores al hombre. Varias traducciones dicen: “poco
menor que los ángeles” (RV95). Es cierto: ante la inmensidad del
universo, el ser humano —e incluso todo el globo terráqueo— se pierde total y
absolutamente. Pero ante el amor inmenso de Dios, el ser humano ocupa el lugar
más alto – tan alto que estuvo dispuesto a sacrificar hasta a su propio hijo
con tal de restablecer nuestro valor que nosotros mismos habíamos tirado en el
barro. Es más, nos coronó, nos colmó “de gloria y de honra” (v. 5 –
RVC). Y en esa posición justo por debajo de los seres celestiales, el hombre es
hecho corona de toda la creación. David reconoce la tarea de administrar a todo
el resto de la creación. No somos dueños, sino mayordomos. La tarea de gobernar
o señorear incluye ser responsable por todo; asumir un compromiso por el bien
de la creación. No es un cheque en blanco para poder beneficiarnos y explotar a
la creación. ¡Todo lo contario! Es un “permiso” para no escatimar esfuerzo
alguno por el bien de la creación. David menciona varias partes de la misma: “ovejas,
bueyes, los animales salvajes, las aves, los peces y todos los seres del mar”
(vv. 7-8 – NBD). Esta es precisamente la tarea que Dios le había dado a Adán y
Eva: “Tengan muchos, muchos hijos; llenen el mundo y gobiérnenlo; dominen a
los peces y a las aves, y a todos los animales que se arrastran” (Gn 1.28 –
DHH). Que Dios, el Creador de todo el universo, le haya dado al ser humano esa
tarea de cogobernar la creación lo deja a David pasmado y asombrado. No puede
otra cosa que irrumpir nuevamente en alabanza: “Señor y Dios nuestro, ¡cuán
glorioso es tu nombre en toda la tierra” (v. 9 – RVC). ¡Amén! ¡Aleluya!
¡Cuánto
necesito ver más a menudo quién es Dios – y quién soy yo frente a él! El ser
humano se cree demasiado importante y omnipotente, pero cuando se encuentra
frente a frente con ese Dios que tiene a todo el universo en su mano, entonces
de repente se da cuenta de que toda su supuesta importancia es ilusión, es humo
que dispersa el viento. Ni siquiera es necesario que Dios mismo se presente
ante nosotros, porque no lo soportaríamos. Basta con una sequía de varios
meses, basta con un incendio generalizado, basta con un diminuto virus para que
el ser humano se dé cuenta de cuán impotente es. ¿Cómo sería entonces
encontrarse con Dios mismo? Nos pasaría también como Isaías en el templo cuando
vio a Dios cara a cara. Él lo relata en estos términos: “Entonces yo
exclamé: «¡Pobre de mí! Ya me doy por muerto porque mis labios son impuros,
vivo en medio de un pueblo de labios impuros y, sin embargo, he visto al Rey,
al Señor Todopoderoso»” (Is 6.5 – PDT).
Si
bien ante Dios no somos nada, él nos corona “de gloria y de honra” (v. 5
– RVC). Nos da una dignidad no merecida, simplemente por haber sido creados
según imagen y semejanza de Dios. Incluso la persona más degenerada y
desgraciada tiene esa dignidad, y bien haríamos en reconocerla en los demás.
Frente
a frente con Dios. ¿Quién soy yo ante él? ¡Nada! O como David mismo lo expresa
en el Salmo 103, que Dios “sabe bien que somos polvo” (Sal 103.14 –
DHH). Pero, a la vez, por la gracia de Dios somos elevados a un sitial casi
celestial para administrar con el poder y la sabiduría divinos a toda la
tierra. ¿Podemos hacer otra cosa que exclamar con David: “Señor y Dios
nuestro, ¡cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra” (v. 9 – RVC)? Viva
esta semana de modo que la gente a tu alrededor vea claramente tu corona de
gloria y honra, de majestad, honor y dignidad. ¿Qué vas a hacer para mostrarla?
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