sábado, 28 de mayo de 2022

Vida después de la muerte

 



¿Existe la eternidad? ¿Será que hay vida después de la muerte? Y, si es que existe, ¿qué o quién determina dónde uno “aparece” al otro lado de la muerte? ¡Qué preguntas! Cruciales. Y cuánta gente es martirizada por ellas, sin encontrar su respuesta. Pero hoy le puedo tranquilizar, que la Biblia sí tiene respuestas a estas preguntas inquietantes. Jesús no nos dejó en la oscuridad respecto a este tema. “Empaquetó” esta enseñanza en una parábola que queremos estudiar hoy. La encontramos en Lucas 16, del versículo 19 al 31, y dice así:

“Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y cada día celebraba espléndidos banquetes. Había también un mendigo llamado Lázaro, que lleno de llagas pasaba el tiempo echado a la puerta de aquél, ansioso de saciarse con las migajas que caían de la mesa del rico, y hasta los perros venían y le lamían las llagas.

Llegó el día en que el mendigo murió, y los ángeles se lo llevaron al lado de Abrahán. Después murió también el rico, y fue sepultado. Cuando el rico estaba en el Hades, en medio de tormentos, alzó sus ojos y, a lo lejos, vio a Abrahán, y a Lázaro junto a él. Entonces gritó: ‘Padre Abrahán, ¡ten compasión de mí! ¡Envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y me refresque la lengua, porque estas llamas me atormentan!’ Pero Abrahán le dijo: ‘Hijo mío, acuérdate de que, mientras vivías, tú recibiste tus bienes y Lázaro recibió sus males. Pero ahora, aquí él recibe consuelo y tú recibes tormentos. Pero, además, hay un gran abismo entre nosotros y ustedes, de manera que los que quieran pasar de aquí a donde están ustedes, no pueden hacerlo; ni tampoco pueden pasar de allá hacia acá.’ Aquél respondió: ‘Padre, entonces te ruego que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, donde tengo cinco hermanos, para que les advierta, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento.’ Pero Abrahán le respondió: ‘Pero ellos tienen a Moisés y a los profetas. ¡Que los escuchen!’ Y aquél contestó: ‘No lo harán, padre Abrahán. Pero si alguien de entre los muertos va a ellos, sí se arrepentirán.’ Abrahán le dijo: ‘Si no han escuchado a Moisés y a los profetas, tampoco se van a convencer si alguien se levanta de entre los muertos.’” (Lucas 16.19-31 – RVC).

Jesús empieza este relato presentando a los dos protagonistas. El primero es un hombre sumamente acaudalado, que vivía extravagantemente. Lucía ropas que normalmente sólo los reyes podían pagar y vivía rodeado de lujos. El relato de Jesús nos pinta un cuadro de un hombre que poseía una riqueza sin límites, y que la disfrutaba sin límites.

El otro protagonista es todo lo opuesto, en todos los sentidos. Es la única persona de todas las parábolas que tiene nombre: Lázaro. No se debe confundir con el otro Lázaro, hermano de Martha y María, a quién Jesús resucitó de los muertos. Este hombre era tan pobre que no podía valerse por sí mismo. Dependía totalmente de la buena voluntad de otros para sobrevivir. Algunas versiones dan inclusive la impresión de que no podía moverse por sí mismo, sino que otra gente lo llevaba hasta la puerta del hombre rico y ahí lo dejaban. Tampoco él podía cuidar su salud. Por eso estaba cubierto de llagas. Ni siquiera podía espantar los perros callejeros que se le acercaban para lamer sus heridas. Un cuadro de absoluta miseria. En realidad, casi llevaba una vida de perros, porque, al igual de lo que suelen hacer estos animales, él deseaba comer lo que caía de la mesa de este hombre rico, pero el relato nos parece sugerir que ni siquiera eso le fue concedido. Aparentemente el hombre rico vivía en absoluta opulencia, totalmente ciego e indiferente a lo que ocurría a su alrededor, ciego a las necesidades de los demás, con tal que sus propios deseos estén más que satisfechos. ¡Dramático!

Dramático también es el relato de la muerte de ambos. La muerte de Lázaro se describe como una procesión de un guerrero que vuelve victorioso de una batalla: los ángeles mismos vienen para llevarlo en alzas en medio de júbilo y esplendor a un sitio de honor junto a Abraham. Para los judíos, Abraham era el padre o fundador del pueblo, y estar a su lado era símbolo del máximo honor que alguien podía recibir. Del hombre rico, en cambio, sólo se dice que murió y que fue sepultado. Todo el dinero que había tenido no le sirvió para preparar algo mejor para la vida después de la muerte. Es decir, no aprovechó su dinero para invertir en la eternidad, como Jesús lo había enseñado en otras parábolas. A los ojos humanos, él había sido un rico. Pero ahora se revela que ante los ojos de Dios era el más desdichado. Quizás este hombre había creído erróneamente que con la muerte se termina todo. Pero el resto de esta parábola, como también el resto de la Biblia, nos muestran claramente que la vida continúa. Si bien esta parábola no pretende ser una enseñanza acabada acerca de los detalles de la vida después de la muerte, sí nos muestra claramente que la muerte no es el final de nuestra existencia. Así que, una primera enseñanza que podemos extraer de este texto es que sí hay vida después de la muerte.

La parábola nos abre ahora una pequeña ventana para echar una miradita al infierno, donde encontramos al hombre rico después que haya dejado de existir en esta tierra. Lo que vemos aquí en un solo versículo supera lo más terrible que un ser humano se puede imaginar. La parábola tampoco pretende ser una enseñanza acabada acerca del infierno, pero lo que podemos ver aquí es suficiente como para hacer todo lo posible para no ir ni nosotros ni nadie. El texto habla de fuego y de tormentos indescriptibles. En esta parábola, este hombre llega a reconocer a lo lejos a Abraham y Lázaro. No puedo afirmar que en verdad se puede ver el cielo desde el infierno, pero en esta parábola es un elemento que sirve para construir la historia. El que en esta vida fue un rico, pero allá un miserable, clama a Abraham. Lo llama su “padre”, en el sentido de ser el patriarca de los judíos, aunque por lo visto no era su padre en sentido espiritual. Y esta fue precisamente la causa de su desdicha: era parte del pueblo elegido por Dios por ser descendiente directo de Abraham, genéticamente hablando, pero no había aceptado los principios espirituales que Dios había prescrito para su pueblo. Su pecado no era haber sido rico, sino no haber hecho de Dios el centro de su vida.

Este hombre le pide ahora a Abraham que tenga compasión, piedad, misericordia de él. Según lo poco que leemos en esta parábola, parece que él no había tenido mucha misericordia de los demás, pero ahora la pide para sí mismo. Y la muestra de misericordia que él pide es muy llamativa: que Lázaro, por quien él nunca se había preocupado, vaya ahora junto a él para aliviar su agonía. El alivio que él pide es una punta del dedo mojado en agua para refrescar su lengua. ¿Qué alivio podrá dar esto, ya que él se describe estar sufriendo terriblemente en una llama de fuego? El libro de Apocalipsis (20.15) también describe al infierno como un “lago de fuego”. Es una ilustración muy gráfica del terrible sufrimiento y la desesperación que reina en ese lugar. ¿Qué podrá hacer entonces una gota de agua en medio de este fuego? Esta petición sin sentido del rico pobre es para mí ejemplo de la desesperación y el tormento que sufre una persona en el infierno. La gota de agua que este hombre pide es como una paja que flota en un río y de la que alguien que se está ahogando se aferra desesperadamente, esperando que ésta lo mantenga a flote.

Pero Abraham le tiene que decir que ya no hay remedio. El rico ya había disfrutado en vida todos los bienes que él quería. Todo lo que él se imaginaba como algo deseable, ya lo había recibido. Pero nunca se había preocupado por la eternidad. Nunca se había fijado en que hay algo más que sólo los deleites en esta vida. Y ahora estaba sufriendo las consecuencias de su dejadez. Es la ilustración perfecta de lo que Jesús había dicho en otra parábola: “Eso le sucede a quien acumula riquezas para sí mismo, pero no es rico para con Dios” (Lc 12.21 – RVC). Lázaro, en cambio, había sufrido durante toda su vida terrenal, y ahora por fin experimentaba la gloria y felicidad.

Tenemos que tener cuidado de comparar este versículo con el resto de la Biblia para evitar interpretaciones erróneas. El énfasis de esta parábola no está en las causas por la que uno llega al infierno o al cielo. Una lectura muy superficial podría hacernos suponer que nuestro estado económico determina nuestro destino eterno: los ricos se van al infierno por haber sido ricos, y los pobres se van al cielo por haber sido pobres. Esto sencillamente no es así. La Biblia deja bien en claro que es nuestra decisión en relación a Cristo lo que determina nuestro destino. Una decisión clara y consciente de aceptar por fe a Jesús como nuestro Señor y Salvador es lo único que nos abre el camino al cielo. Y no tomar ninguna decisión es ya haber decidido en contra de Cristo; es haber decidido por nuestros propios caminos, y éstos indefectiblemente nos llevan al infierno. Así que, una segunda enseñanza que podemos sacar de esta parábola es que nuestro destino eterno lo determinamos en esta vida, y únicamente en esta vida. No es la suerte o el destino, no es ni siquiera Dios; somos cada uno de nosotros que a este lado de la muerte determinamos dónde estaremos al otro lado. Tampoco incide en esto nuestro comportamiento o estilo de vida, que los que se portan bien se van al cielo, y los que se portan mal se van al infierno. El comportamiento es simplemente un reflejo de una decisión que hemos tomado: o la de aceptar a Cristo en nuestras vidas o la de no hacer nada respecto a él. Es una decisión absolutamente personal. Nadie jamás la puede tomar por nosotros. ¿Usted ya tomó esta decisión? Por el pecado que gobierna nuestras vidas desde Adán, automáticamente estamos en el camino al infierno, nos guste o no. Únicamente, al levantar nuestra mirada a Jesús, clamar por su perdón y su salvación y aceptarlo como nuestro nuevo dueño, es que somos rescatados de ese torrente que nos arrastra a la perdición y somos puestos en el camino a la vida eterna con Dios en el cielo. ¡No hay otra forma!

Luego, Abraham agrega una advertencia más: “Además, a ustedes y a nosotros nos separa un gran abismo, y nadie puede pasar de un lado a otro” (v. 26 – TLA). Nuestra decisión en esta vida es determinante. Y esta es la tercera enseñanza de este texto: una vez que pasamos a la vida después de la muerte, ya no hay vuelta atrás. Nada ni nadie puede causar un cambio en nuestro estado. Sólo hay el cielo o el infierno. No existe otro tercer lugar. Los que en esta vida aceptan a Cristo como nuestro Señor y Salvador estarán en el cielo, y los que no, estarán en el infierno, y no hay posibilidad de cruzar de un lado al otro una vez que la persona se haya muerto. Hasta el último aliento en esta tierra hay la oportunidad de tomar una decisión. Después ya no. Es duro, pero por eso tenemos esta enseñanza en la Biblia para que estemos avisados y podamos hacer algo al respecto a tiempo. Si no lo hacemos, no es culpa de Dios que después de morir no estemos en el lugar que quisiéramos.

Pero, así como hay una separación absoluta entre cielo e infierno que hace imposible pasar de un lado a otro, así también es la muerte una separación absoluta entre esta vida y el más allá. Desde aquí no se puede hacer absolutamente nada por los que ya pasaron a la otra vida, ni de allá se puede hacer algo por los que todavía estamos en este mundo. Este hombre lo intentó. Quería que Lázaro vuelva a la vida para advertir a los hermanos de este hombre para que no lleguen también a ese lugar de tormento. Pero no hay caso. Abraham le dice claramente que en la Palabra de Dios está todo lo que necesitamos saber para tomar una decisión en esta vida. No se necesita de ninguna otra nueva revelación ni de alguien que resucite de los muertos para incrementar nuestra fe o hacernos cambiar de parecer. El que está convencido de algo equivocado, no cambia de parecer ni aunque aparezca un muerto o un ángel. Zacarías estaba tan frustrado y convencido de que nunca iba a poder tener un hijo, que cuando un ángel le anunció el nacimiento de Juan el Bautista, él no le creyó (Lc 1.20). Cuando Jesús resucitó al otro Lázaro, el hermano de Martha y María, los líderes judíos querían matar también a Lázaro (Jn 12.10-11). Es decir, ninguna aparición de ángeles ni de resucitados puede hacernos creer si hemos decidido no creer. El que no cree lo que dice la Biblia, no creerá, aunque le hable un ángel. Y esta es la cuarta enseñanza que sacamos de esta parábola: la Biblia, la Palabra de Dios, es única y suficiente autoridad para mostrarnos el camino al cielo. El que cree lo que ella dice, ya tiene todo, y el que no le cree, sólo la gracia y misericordia de Dios lo puede hacer volver a la verdad contenida en la Palabra de Dios. Ella es la revelación de la verdad. Todo lo que cualquier ser humano o incluso un ángel pueda decir, tiene que estar de acuerdo con toda la Biblia. Si no lo está, es mentira de Satanás y tiene que ser desechado. Pablo mismo, el autor de casi todas las cartas del Nuevo Testamento, dijo en una oportunidad: “Si alguien les anuncia un evangelio distinto del que ya les hemos anunciado, que caiga sobre él la maldición de Dios, no importa si se trata de mí mismo o de un ángel venido del cielo” (Gl 1.8 – DHH). ¿Tú crees lo que dice la Biblia? ¡Felicidades! Es lo mejor que puedes hacer.

Cuatro enseñanzas de esta parábola:

1.) Hay vida después de la muerte.

2.) Nuestro destino eterno lo determinamos en esta vida.

3.) No hay cambio posible para la persona después de su muerte.

4.) La Biblia nos muestra el camino a la eternidad.

Busque la verdad en la Palabra de Dios para estar preparado para cuando le toque pasar a la eternidad. Y no lo postergue. No sabe cuánto tiempo le queda en esta tierra. Una vez que se produce la muerte, no hay nada más que se pueda hacer. Toda decisión no tomada es una oportunidad perdida. ¡Y toda dedición tomada, es una oportunidad aprovechada con consecuencias gloriosas en el más allá! Así que, le insto, en el nombre de Jesús, a que ahí mismo donde está, sin perder ni un segundo más, hable con Dios lo siguiente (ore conmigo): Padre celestial, reconozco que hasta el momento no tomé ninguna decisión respecto a tu Hijo Jesús. Pero ahora reconozco que estoy en el camino a la perdición si no lo hago. Así que, te pido ahora que me perdones todos mis pecados. Acepto a tu Hijo Jesús como mi Señor y Salvador. De ahora en adelante quiero vivir de acuerdo a tus principios contenidos en la Biblia. Lléname de tu Espíritu Santo y dame la certeza de ser tu hijo. Gracias, Dios. En el nombre de Jesús, amén.”

Si necesita más orientación o si tiene alguna pregunta, por favor diríjase a este contacto para que pueda ayudarle en lo que haga falta. Que el Señor nos siga hablando y orientando en este caminar según sus principios. ¡Dios lo bendiga!


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