domingo, 30 de septiembre de 2018

Búsqueda de tesoro








            Hoy seremos aventureros. Hemos recibido noticias de algún tesoro escondido por ahí, e iremos a ubicarlo. Lo desenterraremos y lo llevaremos a donde realmente nos sirva y donde esté seguro. Lastimosamente no tenemos ningún mapa que nos muestra su ubicación exacta ni una marca del GPS. Tenemos que recorrer los rincones de nuestra alma para descubrirlo. Sólo tenemos algunas pistas que nos pueden orientar. Estas indicaciones encontramos en un libro viejo que les invito a abrir en el capítulo correspondiente a don Mateo. En su 6ª unidad, parágrafo 19, él nos da algunas pautas.

            FMt 6.19-23

            Este texto está lleno de cosas que debemos atender. Jesús da aquí la instrucción de no acumular tesoros. “Acumular” significa juntar o reunir una cantidad considerable de cosas. Eso requiere poner concentración, tiempo y esfuerzo en la acción de amontonar riquezas. Significa que lo único —o por lo menos lo ampliamente primordial— que ocupa nuestra mente y emociones es hacer que aumente ese tesoro. En algunos casos, esto puede llegar incluso a dimensiones enfermizas. Desde el punto de vista de Dios, hacer esto es una pérdida de concentración, tiempo y esfuerzo. Indica que nuestra mirada no va más allá de la punta de nuestra nariz. Indica que creemos que esta vida es todo lo que hay, cuando en realidad es un humo que desaparece en comparación con la eternidad. A pesar de esto, estamos tan aferrados a esta vida aquí y ahora. No es que esté mal, necesariamente. Está mal si perdemos de vista la eternidad. Por eso dice Jesús que no nos perdamos en los asuntos meramente temporales y pasajeras, que hay cosas mucho más importantes en que invertir concentración, tiempo y esfuerzo.
            Jesús prohíbe, en segundo lugar, acumular tesoros, porque implica una acción egoísta. Varias versiones incluso traducen: “No guarden riquezas para sí mismos…” (v. 19 – Kadosh). Si yo estoy afanado por juntar un montón cada vez más grande de tesoros, estoy queriendo asegurar bienestar. Mi confianza está puesta totalmente en mi tesoro, y mi felicidad depende de él. No estoy pensando en mi prójimo, sino me valgo de cualquier estrategia para hacer crecer mi tesoro, y lo cuido como un perro cuida su hueso, como el nuestro que desconfía hasta de su propia pata trasera. La Biblia nunca nos alienta a cultivar el egoísmo, sino —muy por el contrario— a abrir nuestros corazones y nuestras manos hacia las necesidades de los demás.
            La otra cosa que necesitamos entender es que este versículo no prohíbe tener mucho dinero. La Biblia no habla en contra de ser rico. Muchos de los grandes personajes de la Biblia eran personas tremendamente ricas. Este texto habla de no acumular tesoros, pero no prohíbe acumular dinero. ¿Cuál es la diferencia? El dinero no necesariamente es un tesoro. Puede que para algunos sí lo sea, para otros no. A ver si me explico. ¿Qué es un tesoro? Un tesoro es todo aquello a lo cual tú le atribuyes un valor muy alto, generalmente un valor emocional. Cierto objeto puede ser tu tesoro, porque lo valoras tanto que jamás te quisieras desprender de ello. Es tu tesoro, porque en algún momento de tu vida, ese objeto ha marcado tu historia. El valor monetario a lo mejor es muy bajo, o ni existe, pero igual es tu tesoro. El ejemplo por excelencia es esa frazadita, almohadita o peluche de tu hijito/a o sobrinito sin el cual no puede vivir. Puede derrumbarse el mundo, pero no esa frazadita. Ya es nada más que un trapo sucio, pero para él/ella es su máximo tesoro. Quizás tienes algún objeto que te ha regalado una persona que significa muchísimo para ti, y ese objeto se convierte en tu tesoro. Algunas personas pueden llegar a ser tu tesoro. Muchas veces llamamos “tesoro” a nuestro cónyuge o a nuestros hijos, y está bien, porque son algo tremendamente preciado que Dios ha puesto en nuestro camino. Entonces, dependiendo del valor que tú le asignas al dinero, este puede ser tu tesoro o no. Y no estoy hablando de cantidades de dinero. Hay personas con muy poco dinero, pero para quienes el dinero (incluso el que no tienen) es un tesoro. Toda su concentración, tiempo y esfuerzo está dirigido hacia el dinero. Y para otros no. La diferencia está en qué valor le atribuimos al dinero; cuánto valor emocional le damos, o cuánto poder permitimos que el dinero ejerza sobre nosotros. Por eso dije que el acumular tesoros siempre es un acto egoísta, porque algo a lo que le atribuyo tanto valor lo voy a cuidar con uñas y dientes, y no lo voy a soltar fácilmente de la mano para dárselo a otros. Yo llego a ser prisionero de mi tesoro, porque le he dado tanto poder sobre mis emociones y mi voluntad, que no puedo decidir compartirlo con otros. Por eso, Pablo le escribe a Timoteo: “Los que quieren ser ricos [no: los que son ricos…] caen en la trampa de la tentación. Empiezan a tener deseos descabellados que los perjudican. Eso los hunde en la ruina total” (1 Ti 6.9 – PDT). Pero si recupero el control y reduzco el valor de mi tesoro, lo bajo en mi escala de prioridades, éste deja de ser algo que deba retener a como dé lugar, y yo puedo llegar a ser libre para compartir con otros lo que antes tanto había atesorado en mi corazón.
            Este es el gran peligro de los tesoros terrenales. Por eso Jesús los prohíbe en este texto. Además, los tesoros terrenales son tremendamente temporales e inseguros. Aunque haya acumulado una gran cantidad de mi tesoro, lo puedo perder en un abrir y cerrar de ojos. La historia está llena de casos y más casos en que esto ha sucedido. En un descuido se cae y se rompe y ¡chau, che! Lo puedo encerrar en la bóveda más segura del mundo, y aún ahí está en peligro de ser robado, como dijo Jesús. Además, ¿de qué me sirve mi supuesto tesoro encerrado en una bóveda? ¿Acaso iré cada día a abrir la bóveda y edificarme por contemplar su belleza? Mi tesoro está encarcelado en una bóveda del banco o de algún lugar de supuesta máxima seguridad – y juntamente con él también mi corazón. Es una situación tremendamente ridículo y condenable – ¡pero cuánta gente en el mundo vive de esta manera! Y la situación se empeora todavía con la insaciabilidad del ser humano, porque la actual fortuna no alcanza. Siempre se quiere más. Se necesita de mayores estímulos para satisfacer por unos instantes la sed por las riquezas.
            O si su máximo tesoro es su auto al cual idolatran, se produce un choque y ¡amóntema! Hasta pueden morir junto con su tesoro. Y si así fuera, se darían cuenta que no pueden llevarse a la eternidad nada de lo que durante algunos meses o años fue lo más importante de su vida. Y la chatarra en que se convirtió su tesoro cué será corroída por el óxido, como dice Jesús.
            Bueno, ante lo inseguro, temporal y frágil que es mi tesoro, ¿cómo hacerlo para que esté realmente seguro? Jesús da la respuesta en el versículo 20: Si alguien quiere tener su tesoro realmente seguro, sin peligro de herrumbre ni de ladrones, tiene que guardarlo en la bóveda celestial. Y el envío es gratis y seguro. Ni Giros Tigo ni PayPal ni Western Union pueden competir con el servicio de transferencia al banco celestial. Cada acto, cada palabra, cada gesto de amor, hechos en el nombre y según la voluntad de Dios, son convertidos en puntos adicionales en nuestra cuenta en el más allá. Y ojo: no se transfiere basura, como lingotes de oro, por ejemplo, ya que el oro se usa en el cielo como pavimento (Ap 21.21). Nuestro tesoro en el cielo es algo de incomparablemente mayor valor. ¿Cómo acumular tesoros en el cielo? Es poniendo concentración, tiempo y esfuerzo en el reino de los cielos, en la obediencia a Cristo. Es buscar en primer lugar el reino de Dios y su justicia, como veremos en 15 días en el pasaje que sigue a nuestro texto de hoy.
            ¿Cuál es el fondo de esta enseñanza de Jesús? Él da la razón en el versículo 21: “Donde esté tu tesoro, allí estarán también los deseos de tu corazón” (NTV). Si nuestro tesoro son cosas terrenales, nuestro corazón estará enfocado en cosas terrenales. Pero como hijos de Dios sabemos que este mundo no es nuestra patria ni el lugar de nuestra estadía definitiva. Lo que realmente vale la pena para nosotros, no es del plano físico, terrenal. Por eso, si nos concentramos en las cosas de este mundo, nuestro enfoque está mal dirigido. Todo tiene que ver con enfoque, con la dirección que le damos a nuestro espíritu. Y si queremos saber qué es nuestro tesoro, basta con darle vuelta a este versículo: “donde esté tu corazón, ese es tu tesoro”. ¿Qué es lo que ocupa tu mente, tu concentración, tu tiempo y tus esfuerzos la máxima cantidad de la semana? Por supuesto que tenemos que ocuparnos de las cosas de esta vida, porque ahora estamos aquí en este mundo, y queremos pasar el tiempo lo mejor posible. En ese sentido, estar enfocado en nuestra familia (padres, cónyuge, hijos), tiene también valor eterno, ya que estamos sembrando e invirtiendo en personas con un alma eterna – siempre y cuando ellos no pasen a ocupar el lugar de un ídolo, que también puede suceder. ¿Terminan mi interés y mis objetivos con los asuntos de este mundo? ¿O estoy enfocado también en la eternidad, por encima de los asuntos pasajeros de esta vida? ¿Estoy enfocado también en la obediencia al mandamiento de Dios por encima de cumplir mis propios objetivos para esta vida?
            Por eso Jesús habla del ojo. Él lo compara con una lámpara que ilumina el cuerpo. O podríamos decir también que el ojo es una ventana que deja pasar la luz a la pieza. Si la ventana está bien limpia, abierta, con las cortinas recogidas, orientada hacia la fuente de luz, mucha luz entra a la pieza. Si el ojo está enfocado correctamente en las cosas de Dios, toda nuestra vida estará llena de luz. Estaremos libres, de buen ánimo, con paz, porque la luz de la presencia de Dios inundará toda nuestra vida.
            Pero, si en cambio, estamos enfocados sólo en los asuntos de esta vida, tratando de acumular tesoros, las ventanas de la vida se apartan de la fuente de luz, y todo se vuelve oscuro y tenebroso. Ya no hallamos el camino correcto, andamos a los tropezones, y el miedo y la desesperación se apoderan de nosotros. Y Jesús dice que “…si la luz que hay en ti es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas” (v. 23 – RV95)? Si lo que tienes en tu vida, tú lo llamas luz, ¡no me quiero imaginar entonces lo que será oscuridad para ti!
            Algunos interpretan estos dos versículos en relación a los tesoros que tratamos de acumular. El ojo malo sería querer acaparar todo, juntar para sí no más, ser egoísta y tacaño. ¡Y esto sí que hunde el espíritu en oscuridad! El ojo bueno sería enfocarse en las necesidades de los demás y ser dadivoso.
            Estamos llegando al final de nuestra búsqueda de tesoro. ¿Ya lo ubicaste? ¿Cuál es tu tesoro? ¿Dónde está tu corazón? ¿Cuál es el enfoque de tu vida? Si tenés aquí algo para escribir, anota dos o tres cosas que ocupan tu mente y tu corazón la mayor parte del día. ¿Hacia dónde apunta tu vida, hacia los tesoros de este mundo o los tesoros celestiales? ¿Está tu vida llena de luz? ¿O te sientes más bien como andando a los tumbos, viendo solamente oscuridad a tu alrededor? Si estás enfocado en acumular tesoros en el cielo mediante una vida en obediencia a Dios, nombra un paso que deberías dar para aumentar tu producción de tesoros. Si estás acumulando tesoros en este mundo, nombra un paso que debes dar para reorientar el enfoque de tu vida. Y ponle una fecha a ese paso: ¿qué día vas a dar este paso? No le pongas “oportunamente”. Sé específico y ponle una fecha y comprométete con esta fecha. Y coméntalo con alguien en este día, para que tu decisión se haga más firme, y otra persona más pueda apoyarte para que lo hagas. Tendremos ahora un tiempo de silencio para que puedas hablar con el Señor y pedirle que él te muestre qué paso él quiere que hagas.


sábado, 1 de septiembre de 2018

Los dos deudores








                   Todo iba bien; el día estaba espléndido – hasta que se le cruzó fulano de tal. Ni siquiera se le cruzó el camino de manera física y personal, sino en su mente no más. Pero ya fue suficiente para que su día se arruine, su corazón se retuerza, y los peores deseos de venganza ocupen casi la totalidad del procesador de su cerebro por una ofensa grave que ese fulano le había causado muchos años atrás. Ese recuerdo era como una sombra tenebrosa que lo perseguía a cada paso, sin darle respiro alguno.
                   No sé cuántos de ustedes se identifican parcial o totalmente con este personaje. Espero que hoy puedan alcanzar la libertad tan anhelada, quizás incluso ya desconocida.
                   Hace dos domingos atrás analizamos el Padrenuestro. Esta oración termina con la seria advertencia de parte de Jesús que el perdón de Dios hacia nosotros depende de nuestra disposición a perdonar a nuestros semejantes. Esto nos lleva directamente a una parábola que contó Jesús para ilustrar precisamente este principio. En el capítulo 18 de Mateo encontramos las instrucciones de cómo procurar restaurar a un hermano o una hermana que se ha desviado de los caminos del Señor. Esto le llevó a Pedro a preguntar acerca del perdón hacia los ofensores, si perdonar 7 veces sería suficiente. Jesús le indicó que el perdón no debía tener límites. Y para ilustrar esto, él contó la parábola de los dos deudores que encontramos a partir del versículo 23 de Mateo 18. Esta parábola y sus respectivas interpretaciones y aplicaciones que hace Christopher Shaw en su devocionario “Dios en sandalias” me ha impactado fuertemente en las últimas semanas, y he sentido una fuerte carga de compartir sus pensamientos con ustedes. Así que, esta prédica está basada estrechamente sobre estas meditaciones de Christopher Shaw.

                   FMt 18.23-35

                   El primer versículo de este pasaje presenta al primero de los dos protagonistas de esta parábola: el rey que aquí representa a Dios. Este rey quiso un día ajustar cuentas con sus siervos. Ni bien hecha la convocatoria, le presentaron al segundo protagonista – un caso especial; un deudor como ningún otro. La forma pasiva (“le llevaron” – v.24 – RVC) indica que este personaje no se presentó voluntariamente, sino que otros lo arrastraron ante el rey. Es que cuando Dios nos llama a rendir cuentas de nuestra vida, puede que no nos dará gusto presentarnos, si somos conscientes de una gran falta en nuestra vida. Pero no habrá escapatoria.
                   Ahora, fijémonos en la cantidad que este siervo le debía al rey. La Biblia dice que le debía 10.000 talentos. Y nosotros decimos: “Ah, bueno, interesante. ¡Que pase el siguiente…!” ¡No, un momento! Aquí hay algo que, si no lo entendemos, esta parábola pierde su mayor fuerza. Es que, como se trata de medidas antiguas, no tenemos ni idea de cuánto es. Pero vamos a sacarnos la ignorancia al tratar de traducirlo a nuestros términos. Una explicación de la versión Dios Habla Hoy (y otros comentaristas lo confirman) dice lo siguiente: “Un talento equivalía a seis mil denarios (o el salario por seis mil días de trabajo). Diez mil talentos equivaldrían a sesenta millones de denarios” (DHH). Es decir, este hombre le adeudaba al rey lo que un obrero normal ganaría en más de 164.000 años, si es que trabajara los 365 días del año. Si lo calculamos según el jornal mínimo vigente ahora en Paraguay, este hombre tenía una deuda de Gs. 4.875.000.000.000, o US$ 840.000.000. (¿Quién quisiera que le pase su diezmo?) Es decir, era una deuda gigantesca, inimaginable. Jesús usó esta suma intencionalmente para mostrar lo gigantesca que es nuestra deuda, nuestro pecado, delante de Dios, el Rey del universo. Uno se pregunta cómo este hombre pudo acumular semejante monto de dinero – hasta que entendemos que era funcionario del gobierno, y ahí se nos pasan las dudas. Es lógico que este siervo no tenía ni remotamente la posibilidad de cancelar su deuda. Esta es una realidad aterradora para todo ser humano. Nuestra culpa delante de Dios es tan grande, que no disponemos de los medios para resolver el caos que ha producido en nuestra vida el hecho de alejarnos de Dios. Ante este hecho, el rey ordenó vender todo lo que se podía encontrar de la familia y sus posesiones de este empleado, para que pueda recuperar por lo menos algo de lo que este hombre había despilfarrado.
                   Ante esta condena, el siervo cae de rodillas ante el rey. Y nos parece lo más correcto y loable de su parte – hasta que nos fijamos en qué es lo que está diciendo. Él no pide por clemencia, no pide por perdón, no se declara culpable o cualquier cosa que podamos quizás esperar. Lo que él pide es paciencia hasta que él haya pagado todo. Es decir, este empleado era tan sinvergüenza y caradura que se atrevió a decirle al rey: “¿Sabes qué? Esta deuda es un poroto para mí. No necesito de tu clemencia ni de tu ayuda. Es sólo cuestión de tiempo para que yo arregle mi situación.” Aun estando en una situación absolutamente perdida, el hombre seguía creyendo que él mismo podría salir por sus propios medios del enredo en que estaba metido. Él estaba tan enfocado en sí mismo y en sus propias posibilidades, que creía no necesitar la gracia. ¿Cuánto tiempo necesitaría como empleado para devolver 840 millones de dólares?
                   Pero cuánto se parece este siervo a nosotros. Semejante deuda que tenemos ante Dios a causa de nuestros pecados, tan grande que se nos acaban los ceros para escribirla en número; tan grande que ni siquiera la podemos dimensionar porque es demasiado como para poder verla de una vez. Y aún así le decimos a Dios: “No necesito tu gracia. No necesito tu perdón. ¿Qué te hace creer que no puedo resolver esto por mí mismo?” “Hay una increíble tenacidad del ser humano que, muchas veces, prefiere hundirse antes que quebrarse y pedir ayuda. ¡Así de terca es nuestra personalidad, así de implacables las demandas de nuestro orgullo, de no dar el brazo a torcer” (Shaw)! ¿Entendemos lo sinvergüenza que somos al rechazar el perdón de Dios? No hay palabras para describirla.
                   ¿Y qué hizo el rey ante esta actitud del siervo? A pesar de que no le rogó por su perdón, el rey vio lo imposible que era para este hombre devolver todo el dinero robado. Y esa imposibilidad de redimirse a sí mismo movió al rey a compasión y a perdonarle la deuda. “El rey no encontró en el siervo la motivación necesaria para perdonar su deuda, sino en la realidad de su propio corazón bondadoso y lleno de misericordia” (Shaw). Esta realidad le permitió mirar al siervo con una óptica enteramente diferente y decirle: “Ok, no hay problema. Estás libre y no me debes nada.” ¿Cómo? ¿Así no más? ¿Sin reprensión? ¿Sin un plan de devolución? ¿Sin estirarle fuerte la oreja? ¿Tan barato? Y bueno, ¿de qué otra forma ha actuado Dios con nosotros? ¿Acaso nos reprendió, nos castigó o nos hizo pagar un porcentaje mínimo de nuestra deuda? Muchas veces tenemos problemas de aceptar tal gracia, que para nosotros es gratis, pero a Dios le costó todo: la vida de su Hijo. Nos cuesta aceptar el indulto de parte de nuestro Rey celestial. Siempre queremos agregarle nuestro propio esfuerzo para el perdón. Es como si sacáramos la billetera, queriendo pagar el regalo de vida eterna. Pero una deuda, o uno la paga o uno es perdonado. Y como nuestra deuda delante de Dios era tan gigantesca, no había ni remotamente esperanza alguna de que algún día la pudiéramos pagar. Así que, Dios nos la perdonó a nosotros, pero hizo pagar a otro por nosotros. Y si nos sentimos inmerecedores de tal gracia, no la queremos aceptar. ¿Pero quién merece ser perdonado? ¡Nadie jamás! La Biblia dice: “Todos se han ido por mal camino; todos por igual se han pervertido. ¡No hay quien haga lo bueno! ¡No hay ni siquiera uno” (Ro 3.12 – DHH), ni siquiera Billy Graham! Así que, todos por igual necesitamos la gracia de Dios, sin excepción alguna.
                   Volviendo a nuestro siervo, él, al escuchar estas palabras de misericordia, se da la vuelta y piensa: ‘¿Y qué le hace pensar a este viejo que yo no pueda pagar mi deuda? ¡Qué malvado es ese rey, porque sólo lo hizo para aparecer en primera plana de todos los diarios como el rey benevolente y clemente! ¡Lo odio!’ “A decir verdad, nada nos produce tanto disgusto como el hecho de que nos perdonen por una falta que no reconocemos como tal. El perdón de Dios solamente produce gratitud en el corazón de aquellos que primeramente llegaron a la conclusión de que estaban completamente perdidos” (Shaw), los que son “pobres en espíritu”, como habíamos visto en ese estudio del Sermón del Monte. Se ve que este no fue el caso de este siervo. Salió de ese salón con tanta rabia que se tuvo que descargar contra el primero que encontró. Y el primero que se le cruzó tuvo la mala suerte de deberle a él una suma ínfima. La Biblia dice que le debió 100 denarios, el salario por 100 días (unos 4 meses) de trabajo de un jornalero – según nuestro sistema de hoy en día un poquito más de Gs 8.000.000. ¿Qué son 8 millones en comparación a casi 5 billones? “Un comentarista señala que esta deuda era seiscientas mil veces menor a la deuda que el rey había perdonado a este siervo. Sin duda Cristo deseaba mostrar, de esta manera, la diferencia entre las ofensas que podemos sufrir nosotros y las ofensas que perpetuamos contra el Padre. Aun en el caso de las injusticias más groseras hacia nuestra persona, jamás podrán ser comparadas con la profundidad del mal que hemos ocasionado al Señor con nuestra inclinación al pecado” (Shaw). Pero este hombre estaba ciego de furia por la bondad del rey que se volvió hasta violento y empezó a estrangular a su consiervo, exigiendo el pago inmediato de su deuda. Ante esto, el consiervo hizo exactamente lo mismo que él había hecho minutos antes nada más: cayó de rodillas y usó las mismas palabras de él: “Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo” (v. 29 – RVC). Pero mientras él mismo había considerado estas palabras válidas en su propia boca, no pensó igual respecto a su compañero de trabajo. Más bien, lo echó a la cárcel para que le pagara todo. La Biblia dice que él “no quiso” perdonar. Es decir, el perdón es resultado de nuestra decisión, de nuestra voluntad, no de las circunstancias ni mucho menos de los sentimientos. El que no perdona, es porque decidió no hacerlo. ¡Y el que perdona lo hace porque decidió hacerlo, nada más!
                   Esta acción despreciable de parte del primer siervo no quedó desapercibida para los demás empleados que habían acudido a la convocatoria de arreglar cuentas. Y se pusieron muy tristes al verlo. Les dolió que este hombre actuara de tal manera después de haber recibido semejante indulto de parte del rey. Por ser testigos, se vieron en la obligación de comunicar este suceso al rey. “Entonces el rey lo mandó llamar, y le dijo: ‘¡Malvado! Yo te perdoné toda aquella deuda porque me lo rogaste. ¿No deberías haber tenido compasión de tu compañero así como yo tuve compasión de ti?’ Y tanto se enojó el señor, que lo puso en manos de los verdugos hasta que pagara toda la deuda” (vv. 32-34 – DHH/NTV/BLA). Esta fue una condena a cadena perpetua. Si no había podido pagar la deuda estando en libertad, ¿cómo la pagaría ahora estando preso?
                   La diferencia entre nuestra deuda delante de Dios, y de la que cualquier otro ser humano pudiera tener contra nosotros, por más grande que esta sea, es abismal, incomparable. Dios nos eximió de todo pago de nuestra deuda. Pero nosotros nos consideramos muchas veces como más grandes y justos que Dios como para retener el perdón a otros. “¡Pero no sabés lo que me hizo fulano! ¡Es imperdonable!” ¿Y tú pecado contra Dios acaso era menos como para que él sí te pudo perdonar? “La base del perdón nunca puede ser el mérito del que lo recibe, sino la bondad del que lo otorga. A su vez, los que son bondadosos con los demás pueden serlo porque primeramente han disfrutado de las infinitas bondades de un Dios que es generoso en extremo con los que no lo merecemos” (Shaw).
                   “El hecho es que podemos estar muy dolidos, pero igual practicar el perdón, como claramente lo ilustra Cristo en la cruz. Él no nos perdonó porque en ese momento se sentía lleno de amor hacia nosotros, sino por un compromiso que había asumido con el Padre” (Shaw). Como ya dijimos, el perdón es una decisión. “Aun cuando el dolor sigue siendo intenso, debemos volver una y otra vez a esta decisión, hasta que los sentimientos lentamente se acomoden a la realidad espiritual que hemos escogido con nuestra voluntad” (Shaw).
                   ¿Qué ganas con no perdonar? Te diré lo que ganas: ganas un espíritu atado, ganas nerviosismo, ganas amargura, ganas lejanía de Dios, ganas problemas, y hasta puedes ganar “problemas físicos como úlceras, dolores crónicos y aun cáncer” (Shaw). Y te acostumbras a una vida turbia, sin verdadera satisfacción y alegría, que todos tus días sean oscuros y detestables, y crees que así es la vida, que todos la sienten así. Ya ni te acuerdas de la libertad y el gozo que experimentaste antes. Y si la situación se vuelve crónica, ganas tal atadura que tú mismo no lo puedes desatar más. Es por eso que Pablo advierte que, si dejamos que el sol se ponga sobre nuestro enojo, podemos darle lugar al diablo (Ef 4.27). “Quizás ninguna otra actitud resulte tan propicia para la obra del enemigo como el resentimiento que produce no haber liberado a quien nos ha dañado. Abre nuestros corazones a una serie de pensamientos malvados que estorban enormemente la obra de Dios en nosotros” (Shaw). Hebreos lo llama una “raíz de amargura” que no permite alcanzar la gracia de Dios (He 12.15). En tal caso, sólo la liberación por medio del poder ilimitado de Dios puede romper esos lazos que aprietan y ahogan tu alma.
                   Por eso es tan extremadamente dramático el último versículo de nuestro texto del día: “Eso [lo que el rey hizo con el siervo malvado] es lo que les hará mi Padre celestial a ustedes si se niegan a perdonar de corazón a sus hermanos” (v. 35 – NTV). ¡Tremendo! ¡Terrible! Gracias a Dios que él es un Dios de segundas, terceras, cuartas y cuantas oportunidades sean necesarias como para que no recibamos la condena a cadena no solo perpetua sino eterna. El que de corazón sincero se presenta ante él, pidiendo perdón por la dureza de su corazón que ha retenido el perdón por tanto tiempo contra otro ser humano, recibirá nueva gracia para ser liberado él mismo y poder así liberar también a los que le hicieron daño. “Cualquier persona que es capaz de declarar: ‘te perdono en el nombre de Jesús’, puede disfrutar de los beneficios de la reconciliación y la sanidad que operan como resultado de esta decisión. La calidad de vida para aquellos que están dispuestos a perdonar, es mucho más intensa y plena que para los que quedan atrapados en el mundo miserable y amargo de los que viven con los asuntos no resueltos del pasado. Es innecesario recorrer un camino de tanta angustia y sufrimiento cuando el gozo y la paz pueden ser nuestros en el mismo instante de perdonar” (Shaw).
                   Imagínense que los dos siervos se hubieran encontrado, estando el primero todavía en la sala de reuniones del rey. ¿Creen que él habría actuado con su consiervo como lo hizo ahora estando fuera de la presencia del rey? ¡Con toda seguridad que no! La presencia del rey habría hecho la diferencia. “En este detalle encontramos uno de los principios más importantes sobre el perdón. El perdón es algo que no resulta natural a los hombres, pues nuestra tendencia es hacia el rencor y la venganza. Es por esto que, cuando estamos bajo el control de nuestra naturaleza caída, perdonar se torna tan complicado. Para avanzar, hace falta una experiencia sobrenatural que nos permita vencer la resistencia que mostramos a actuar con misericordia hacia los demás. La presencia del rey provee precisamente esa experiencia. Pues será imposible mirarle a los ojos sin que él nos recuerde la enorme generosidad que ha mostrado hacia la gigantesca deuda que teníamos con él. Por esto, el paso a dar cuando resulta difícil perdonar es el de entrar en su presencia para que refresque nuestra memoria de cuál es la verdadera dimensión de aquella ofensa que en este momento nos parece tan increíble. Poder ver, con nuestros ojos espirituales, las marcas de la cruz en su cuerpo servirán para recordarnos que nuestro reclamo ya no parece tan importante como al principio habíamos creído. Para quienes deseen avanzar hacia el perdón, es necesario que quiten los ojos de la ofensa que han sufrido y las fijen en el rostro de un Dios que es lento para la ira y extiende su misericordia aun hacia los malvados” (Shaw).
                   ¿Sientes tú que eres como este siervo? ¿Estás estrangulando en tus pensamientos a otras personas por lo que te han hecho, según tu parecer? Hoy es el día en que puedes ser verdaderamente libre. Dios te quiere perdonar tu falta de perdón hacia otros y hacerte libre. Tu rencor e indisposición a perdonar es una ofensa directa contra Dios, pero hoy él te quiere perdonar esto y, en consecuencia, darte la fuerza para perdonar a tus ofensores, sin importar cuán lejano o reciente se haya producido esta ofensa. ¿Te cuesta tomar este paso? Entonces ven acá al frente para que la iglesia pueda orar por ti y darte el apoyo que necesitas para dejar que el Señor rompa ese lazo de rencor que está asfixiando tu alma.