El
niño tenía una vida muy dura. De parte de sus padres, especialmente del papá,
no recibía absolutamente ninguna muestra de afecto o amor. Más bien era todo lo
contrario: insultos, denigraciones, violencia, maltrato psicológico… eran el
pan de cada día. A medida que creció el niño, creció también el dolor, dando
lugar al rechazo, al enojo y, finalmente a un odio profundo contra su padre. En
su juventud y ahora como joven adulto, hasta pensamientos de asesinato han
pasado por su mente, y una tras otra vez se ha jurado: “¡Jamás se lo
perdonaré!”
No
necesitamos tener experiencias tan dramáticas como esta persona. Lo cierto es
que todos hemos sido heridos por diferentes personas – ¡y hemos lastimado a
otros! A lo mejor también hemos pensado o dicho alguna vez: “¡Jamás se lo
perdonaré!”
Jesús
conoce muy bien esta faceta oscura en la vida del ser humano. Por eso él ha
contado la parábola que nos ocupará en este día. La encontramos en Mateo
18.21-35:
“…se le acercó Pedro y le
dijo: «Señor, si mi hermano peca contra mí, ¿cuántas veces debo perdonarlo?
¿Hasta siete veces?» Jesús le dijo: «No te digo que hasta siete veces, sino
hasta setenta veces siete.»
Por eso, el reino de los
cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. Cuando
comenzó a hacer cuentas, le llevaron a uno que le debía plata por millones.
Como éste no podía pagar, su señor ordenó que lo vendieran, junto con su mujer
y sus hijos, y con todo lo que tenía, para que la deuda quedara pagada. Pero
aquel siervo se postró ante él, y le suplicó: «Señor, ten paciencia conmigo, y
yo te lo pagaré todo.» El rey de aquel siervo se compadeció de él, lo dejó
libre y le perdonó la deuda.
Cuando aquel siervo salió, se
encontró con uno de sus consiervos, que le debía cien días de salario, y agarrándolo
por el cuello le dijo: «Págame lo que me debes.» Su consiervo se puso de
rodillas y le rogó: «Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo.» Pero aquél
no quiso, sino que lo mandó a la cárcel hasta que pagara la deuda. Cuando sus
consiervos vieron lo que pasaba, se pusieron muy tristes y fueron a contarle al
rey todo lo que había pasado. Entonces el rey le ordenó presentarse ante él, y
le dijo: «Siervo malvado, yo te perdoné toda aquella gran deuda, porque me
rogaste. ¿No debías tú tener misericordia de tu consiervo, como yo la tuve de
ti?» Y muy enojado, el rey lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo
que le debía. Así también mi Padre celestial hará con ustedes, si no perdonan
de todo corazón a sus hermanos” (Mateo 18.21-35 – RVC).
Jesús
contó esta parábola en el marco de todo un capítulo que habla de la caída en
pecado y la restauración de relaciones dañadas dentro de una comunidad de
creyentes o iglesia. Eso le llevó a Pedro a reflexionar sobre cuál sería el
límite del perdón porque siempre hay de estos que parecen haber encontrado el
sentido de su vida en fastidiar a otros. Por eso una versión de la Biblia
traduce: “¿Cuántas veces debo perdonar a mi hermano si no deja de hacerme
mal” (v. 21 – PDT)? O también: “Señor, y si mi hermano me sigue
ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar” (NBE)? Creo que la
pregunta de Pedro es muy realista, ¿no? Y él ya se adelanta en dar una
sugerencia: 7 veces. Habrá considerado que el 7 es el número perfecto, el
número divino, y que perdonando 7 veces al mismo fastidioso que te va colmando
el vaso ya le convierte casi en Dios mismo. Me imagino a Pedro sintiendo una
profunda satisfacción por su inspiración de alto nivel, imaginándose a los
demás discípulos mirándolo con envidia por no haber tenido esa visión clara de
las cosas de Dios, y esperando una palmadita de Jesús en su hombro. Pero rudo
es su despertar cuando Jesús le dice: “No, Pedro, no siete veces. Setenta veces
siete.”
¿Por
qué la propuesta de Pedro no fue aceptable para Jesús? Aunque 7 simbolice la
perfección, Pedro lo estaba usando en sentido literal. 7 es una cantidad
todavía controlable humanamente. Él quería esperar no más hasta haber hecho 7
marcas por haber perdonado a alguien, para después poder decir: “Bueno, ya
cumplí. Ahora viene mi venganza.” Y esto no es perdón. Es retrasar no más
momentáneamente el golpe de la devolución de la ofensa. Y esto no entra en el
concepto divino de perdón, porque un perdón de verdad no lleva registro de las
ofensas. Por eso le dijo Jesús que él debía perdonar 70 veces 7. Eso ya no es
una cantidad manejable. Pero más que un número específico, esta expresión se
refiere a perdonar tantas veces que ya pierdes la cuenta. Es más: ni te
interesará la cuenta, porque no es tu enfoque. Algunas versiones de la Biblia traducen
“77 veces”, pero da lo mismo: es un múltiplo de 7, el número que representa la
perfección, e indica que para el perdón no debe haber límite. Lo esencial no es
la cantidad de veces, sino el perdonar tan completamente que la ofensa sufrida
pierde importancia como si uno la hubiera olvidado. Cada nueva ofensa es como
si fuera la primera. Es posible llegar a esto cuando permitimos que Dios nos
abra los ojos para ver la ofensa del prójimo hacia mí en relación con mi ofensa
a Dios. Esto es lo que Jesús ilustra con la siguiente parábola.
Como
todas las parábolas, es un relato por demás sencillo y fácil de entender. Un
rey iba a ajustar cuentas con sus empleados. Entre ellos hay uno que le debía
“diez mil talentos”. Y aquí hay un problema para nosotros. No entendemos este
detalle de los diez mil talentos, y con esto se pierde la mayor fuerza de esta
parábola. Aunque otras versiones traduzcan que “le debía miles y miles de
monedas de oro” (v. 24 – NVI) o que “le debía plata por millones”
(RVC), esto no nos ayuda mucho todavía a dimensionar el tamaño de su deuda. Un
talento equivalía a 6.000 denarios, o sea, el salario por 6.000 días de trabajo
– ¡unos 20 años! Esto ya sería exageradamente mucho. Pero en esta parábola,
Jesús no habla de un talento, sino de 10.000. ¿Se imaginan cuánto son
10.000 talentos? Es lo que un obrero hubiera ganado si hubiera trabajado 60
millones de días. ¿Alguien se ofrece? Si este obrero trabajara los 365 días del
año, tendría que hacerlo durante un poco más de 164 mil años para juntar la
plata que este hombre le debía a su rey. Esto es demasiado como para
imaginárselo. Supera toda comprensión humana. Es más que evidente que Jesús
exageró tremendamente con esto. ¿Por qué él lo haría? Fue muy intencional su
exageración con el fin de ilustrar un principio muy fuerte. En seguida llegamos
a eso.
¿Y
qué hizo el rey ante esa deuda? Ordenó que ese siervo, toda su familia y todo
su patrimonio sea vendido para así saldar su deuda. ¿Acaso esta venta habría
dado un ingreso correspondiente al salario por 164.000 años de trabajo? ¡Ni
remotamente! Ni el hombre más rico del mundo podría pagar semejante monto de
dinero. Y ese es precisamente el punto por el cual Jesús exageró tanto. Esta
deuda representa la culpa de nuestro pecado ante Dios. Es tan grande que ni lo
podemos dimensionar ni mucho menos pagar. Quizás a veces nos consideramos
bastante buena gente, al fin y al cabo. Sí, tenemos nuestras fallas, pero
creemos que no es para tanto. Incluso este siervo creyó esto. Sólo pidió “un
poco de paciencia” (v. 26 – PDT). Creyó necesitar eso no más para poder pagar
su deuda. Creyó poder resolver su problema por sí mismo. Pero en esa parábola,
Jesús abre una pequeña rendija para permitirnos una breve mirada a la presencia
de Dios y a como él ve nuestro pecado: una montaña gigantesca de pecado
y culpa, imposible de captar con nuestro sentido humano. Ningún ser humano es
capaz ni remotamente de pagar esa su deuda ante Dios. ¿Y decimos que no es para
tanto? Es para tanto, y para mucho más. Es para hacer morir al mismo Hijo de
Dios para pagar nuestra deuda ante el Rey. Él mismo tuvo que saldar nuestra
deuda y quitarla de en medio. Así lo explicó Jesús también en esta parábola: el
rey fue movido a misericordia y con un gesto borró del mapa a toda esa montaña
de deudas de este empleado.
Pero
se ve que este siervo seguía considerando su deuda como poca cosa. Esto le hizo
no valorar lo que el rey había hecho a su favor. El perdón del rey no había
tocado su corazón. Había sido un acto que pasó no más cerca de él, pero no le llegó
a él. Por eso él no pudo proceder de la misma manera con otro compañero suyo
que le debía 100 denarios, o sea, el salario de 100 días – alrededor de 3 meses
de trabajo. ¿Qué son tres meses en comparación con 164.000 años? ¡Absolutamente
nada! Pero este empleado procedió con su consiervo como si este le debiera a él
lo que él mismo había adeudado al rey hasta hace unos minutos atrás. Lo trató
con una dureza tal que llamó poderosamente la atención a todos los que lo
vieron. El enojo del rey al enterarse del proceder de este empleado es
totalmente comprensible. La deuda que él le acaba de perdonar se lo impuso
nuevamente al siervo. Es decir, el funcionario del rey que acaba de ser
liberado de su deuda, perdió nuevamente esa libertad. Lo metieron en la cárcel,
sometiéndolo a un trato inhumano hasta que haya pagado su deuda. Y pregunto: ¿quién,
estando en la cárcel, podría pagar el monto correspondiente a 164.000 años de
trabajo? En otras palabras, este hombre fue condenado a cadena perpetua.
¡Jamás
se lo perdonaré! ¿Tienes gente en tu vida a quienes les retienes alguna ofensa
contra ti? Fijate que estás jugando con tu vida. Jesús dijo al final estas
palabras muy, muy duras: “Eso es lo que les hará mi Padre celestial a
ustedes si se niegan a perdonar de corazón a sus hermanos” (v. 35 – NTV).
El no perdonar te puede cerrar la puerta del cielo porque muestra que tienes en
poco la montaña de pecado que Dios te ha perdonado a ti. Y Dios no le va a
imponer su perdón a alguien que no lo quiere. Él ofrece su perdón a
todos, pero no obliga a nadie a recibirlo.
Todos
nosotros sufrimos ofensas a lo largo de la vida. Esta vida es sumamente
injusta, y es imposible no sufrir heridas que otros nos causan. En este mismo
capítulo, sólo pocos versículos antes, Jesús ya había dicho: “…es inevitable
que vengan los tropiezos, pero ¡ay del hombre mediante el cual vengan los
tropiezos” (Mt 18.7 – SyEspañol). Así que, con seguridad tienes heridas en
tu corazón causadas por otros. ¿Pero qué haces con estas heridas? ¿Las guardas
y retienes, permitiendo que tu corazón se vuelva cada vez más duro y frío? No
seas como este empleado. Es hora ya de soltar tus cargas, tu dolor, tus heridas
y perdonar, ser liberado. Esto es imposible hacer por ti mismo. Primero tienes
que ser liberado de tu gigantesca culpa ante el Rey celestial. Sin esto eres
incapaz de absolver a tu prójimo de la herida insignificante que él te ha
causado. Concentrarte sólo en las ofensas de los demás hace que estas crezcan
cada vez más y se conviertan en montañas que te parecen insuperables. Pero es
porque estás demasiado cerca. Si te alejas y miras esa ofensa en comparación
con la deuda que tuviste ante Dios, esa ofensa se reduce a la inexistencia.
Pero necesitas que Dios te ponga en perspectiva correcta. ¡Vamos, ponte ahora
mismo ante Dios y pídele que te perdone la deuda de tu pecado que ningún ser
humano puede pagar! Aprovecha esta hendija que Dios te abre en este momento
para ver tu pecado desde su óptica. Mira cuán enorme es, imposible de
dimensionar. Pero luego mira también cuán incomparablemente mayor aun es su
misericordia. Él no quiere que sigas cargando ese pecado ni un segundo más.
Permítele sacártelo. Entonces estarás libre de poder quitarle también a tu hermano
el peso de su ofensa. Te desafío a visitar personalmente a la persona que te
ofendió para expresarle tu perdón y, a la vez, pedirle perdón por haber
mantenido el asunto por tanto tiempo entre ustedes. Espiritualmente ninguno de
los dos estuvo libre, y tu falta de perdón lo ha dañado también a él/ella.
Si
este encuentro con la persona que te ofendió es imposible porque has perdido el
rastro de esa persona o quizás ni viva más, no estás perdido todavía. Expresa
tu perdón en voz alta, porque el mundo espiritual a tu alrededor tiene que
escuchar que te liberas de estas ataduras que te tuvieron preso hasta ahora. Di
en voz alta: “Fulano de tal, en el nombre de Jesús te concedo el perdón por tal
y tal ofensa que he recibido de tu parte. Yo anulo este asunto por la sangre de
Cristo y lo declaro resuelto y eliminado. A la vez, te pido perdón por mi
dureza de corazón. Te pido perdón por mi mala actitud hacia ti. Te pido perdón
por la forma en que mi rencor ha dañado nuestra relación. Declaro ahora este asunto
erradicado, eliminado y cubierto por el perdón del Señor.”
Permíteme orar ahora por ti…
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