Hace
algunos años atrás recibí una llamada a las 2.30 de la madrugada. Era de unas
hermanas que estaban preparando la decoración para una boda y que a esa hora
necesitaban algunas ramas de una de nuestras plantas para poder terminar su
trabajo. Con mi esposa nos levantamos para atenderlas, y en medio de muchas
risas procedimos a cortar las ramas que ellas necesitaban. Aun hoy,
frecuentemente nos acordamos de ese suceso que llegó a ser una anécdota
divertida para nosotros.
No
todas las visitas nocturnas son tan divertidas. Cuando los ladrones nos visitan
no lo hallamos chistoso de ninguna manera. También en la parábola de hoy
alguien hizo una visita de madrugada a otra persona, y a esta tampoco no le
pareció ser motivo de gran gozo. Encontramos esta parábola en Lucas 11.5-13:
“También les dijo: «¿Quién de
ustedes, que tenga un amigo, va a verlo a medianoche y le dice: ‘Amigo,
préstame tres panes, porque un amigo mío ha venido a visitarme, y no tengo nada
que ofrecerle’? Aquél responderá desde adentro y le dirá: ‘No me molestes. La
puerta ya está cerrada, y mis niños están en la cama conmigo. No puedo
levantarme para dártelos.’ Yo les digo que, aunque no se levante a dárselos por
ser su amigo, sí se levantará por su insistencia, y le dará todo lo que
necesite. Así que pidan, y se les dará. Busquen, y encontrarán. Llamen, y se
les abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al
que llama, se le abre. ¿Quién de ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra?
¿O si le pide un pescado, en lugar del pescado le da una serpiente? ¿O si le
pide un huevo, le da un escorpión? Pues si ustedes, que son malos, saben dar
cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo
a quienes se lo pidan!»” (Lucas 11.5-13 – RVC)
Esta
parábola es una respuesta directa de Jesús a la petición de los discípulos
cuando vieron orar a su maestro: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan
enseñó a sus discípulos” (Lc 11.1 – RVC). Ante esta petición, Jesús les enseña
el Padrenuestro, seguido de esta parábola. El contexto ya nos indica, entonces,
que la parábola de hoy tiene que ver con la oración.
Este
relato de Jesús empieza con un hombre que está en apuros. Imprevistamente ha
recibido la visita de un amigo de otras tierras. Claro, como no había todavía WhatsApp,
su amigo no había podido anunciarle previamente su visita. De pronto apareció
no más en su casa. Como para los judíos la hospitalidad era ley suprema, el
dueño de casa quería atender a su visita de la mejor manera. Pero se dio cuenta
que se le había acabado el pan, la comida básica de los judíos. No podía
ofrecerle a su huésped ni siquiera la muestra básica de hospitalidad. ¡Qué
problema! No entraremos más en este tema, pero la hospitalidad era un valor tan
elevado entre los judíos, que encontramos en la Biblia ejemplos de medidas
extremas que alguien tomó con tal de no fallarle a ese compromiso sagrado para con
su visita.
Así
que, en el aprieto en que se encontró este hombre, él apeló a la generosidad de
su amigo. No le importó que fuera de madrugada, él se fue a la casa de su amigo
para solicitar su auxilio. Esta solicitud inoportuna parece que no le cayó muy
bien a su amigo. Gritó desde adentro que no quería ser molestado, que la puerta
estaba cerrada y que su familia ya estaba durmiendo. Si su negativa de
atenderle a su amigo tuviese el objetivo de no despertar a sus hijos, sospecho
que con semejante alboroto que se habrá armado, de todos modos, todo el
vecindario ya habrá estado despierto. Así que, al final el hombre de la
parábola consigue lo que necesita, aunque más por hacerse el pesado que por
amistad.
Una
lectura superficial de esta parábola nos hará creer que así es con nuestra
oración, que tenemos que insistirle a Dios hasta que nos responda de mala gana:
“Bueeeeenoo… para que te calles de una vez, aquí ¡toma!” O sea, le atribuimos a
Dios reacciones que serían muy propios de nosotros, los seres humanos llenos de
fallas y errores. Es más, hasta pareciera que nuestra experiencia con la
oración confirme esto: nos sentimos como tener que torcerle el brazo a Dios
para que por fin responda a nuestros ruegos. Sin embargo, esta manera de pensar
refleja cuán poco conocemos el corazón del Padre celestial y la oración. En
esta manera de pensar, Dios es un poder malhumorado que, si no fuera por el
poder que ejercemos con nuestras oraciones, no nos daría nunca algo bueno. Y la
oración se convierte en un ritual, en una palanca que hay que usar para aplicar
fuerza para remover la desgana de Dios de atendernos. Y también refleja cuán
poco nos conocemos a nosotros mismos al creer que es nuestra fuerza que
hace mover la mano de Dios. ¡No hay nada más ridículo que creer esto! Vuelvo a
decir: el que así piensa, probablemente sólo ha experimentado una religión,
pero nunca ha tenido una relación personal e íntima con Dios. Dios no es
religión. Él es el Rey de todo el universo que anhela una relación personal con
cada uno de los seres humanos, creados a su imagen y semejanza. Con él, nuestra
insistencia jamás será para vencer su desgana de atendernos, o porque él sea
olvidadizo. Si tenemos que insistir en la oración, más bien será para ver si
realmente estamos convencidos de lo que pedimos o si nos cansamos después de
pocas veces de presentarle un motivo determinado.
En
esta parábola, Jesús establece aquí un contraste marcado entre este hombre y
Dios. Mientras que el hombre tenía que ponerse pesado e insistente para
conseguir algo —¡y eso siendo el otro su amigo!— con Dios simplemente hay que
pedirle para conseguir: “Pidan, y Dios les dará; busquen, y encontrarán;
llamen a la puerta, y se les abrirá” (v. 9 – DHH). Si él nos ama tan
profundamente como para entregarse a sí mismo por nosotros, ¿cómo vamos a creer
que no va a querer atender a nuestro llamado? Si ya nos dio todo, lo máximo,
que es nuestra salvación eterna, el perdón de nuestros pecados. ¡Y vaya qué
precio él tuvo que pagar por esto! Dios es mucho más deseoso de comunicarse con
nosotros que nosotros de comunicarnos con él. Él mismo nos alienta a pedirle
para que él pueda darnos sus bendiciones que tiene previsto para nosotros. ¿Y
por qué tenemos que pedirle entonces? Si él está tan deseoso de bendecirnos,
¿por qué no derrama simplemente sus bendiciones sobre nosotros y listo? Es más,
Jesús mismo había dicho: “…su Padre sabe lo que ustedes necesitan, incluso
antes de que se lo pidan” (Mt 6.8 – PDT). “Bueno, si él lo sabe, ¡que me lo
dé entonces de una vez!” Es que Dios no es un expendedor automático de
bendiciones, en el cual ingresamos una oración, y ya cae abajo el paquete
solicitado. Él es nuestro Padre amoroso que desea la intimidad con nosotros. Él
anhela nuestro corazón. ¿Qué padre humano no se alegra cuando sus hijos se
acercan a él con confianza para exponerle sus deseos y necesidades? ¿Qué padre
humano no se esfuerza por cumplir las peticiones de sus hijos, si tiene la
posibilidad y si considera la solicitud de sus hijos como justas y necesarias? Si
Dios derramara sus bendiciones, sin que nosotros digamos ni “pío”, ¿qué
relación habría entonces entre él y nosotros? Más bien, nosotros nos
volveríamos duros, inflexibles, malagradecidos, exigentes. Empezaríamos a darle
órdenes a Dios, según lo que creeríamos que nos faltase en el momento. Ya la
simple frase: “que me dé de una vez lo que él bien sabe que yo necesito” revela
una actitud de demanda, de considerar a Dios como su empleado que está
únicamente para satisfacer sus caprichos. Vuelvo a decir: con esta actitud,
¡cuán poco le conocemos a Dios y nos conocemos a nosotros mismos frente a ese
Dios! En vez de considerarlo y honrarlo como Ser supremo, invertimos los
papeles y lo tratamos como servidor en las manos nuestras, los señores de este
mundo. Y a ese juego Dios no accede. Sin embargo, aun así, en su gracia y
misericordia, Dios nos bendice sobremanera aun si no se lo pedimos. Pero lo que
él busca es nuestro amor hacia él, no nuestro interés en sus bendiciones. El
hecho de que él ya conoce nuestras necesidades nos debe motivar más bien a acudir
con aun más confianza y alegría a nuestro Padre amoroso para exponerle nuestras
peticiones.
Este
versículo 9 de nuestro texto de hoy contiene, a la vez, tres condiciones y tres
promesas. Las condiciones son pedir, buscar y llamar. Las promesas son recibir,
encontrar y el abrir de puertas. Jesús dijo: “…el que pide, recibe; y el que
busca, encuentra; y al que llama a la puerta, se le abre” (v. 10 – DHH).
Probablemente se podría invertir también el orden de las palabras: “Recibe el
que pide, encuentra el que busca, y se abren las puertas al que llama.” Es
decir, sin pedir a lo mejor no recibimos. Santiago dice: “No consiguen lo
que quieren porque no se lo piden a Dios” (Stg 4.2 – DHH). Sin buscar,
probablemente no encontraremos nada. Sin golpear la puerta, es muy posible que
nadie nos abra. Pero si lo hacemos, Dios promete que él mismo se encargará de
atendernos.
¿Por
qué entonces experimentamos tan poca respuesta a nuestras oraciones? ¿Por qué
nos da la sensación que a Dios hay que torcerle el brazo para conseguir algo a
la fuerza? Es porque no conocemos a Dios en la intimidad. No conocemos su ser. No
conocemos el corazón generoso de nuestro Padre que anhela poder bendecir a sus
hijos. Cuando la Biblia habla de que Dios es amor, es algo abstracto, teórico
para nosotros. Si lo conociéramos bien, sabríamos que él está más deseoso de
responder que nosotros de orar.
En
segundo lugar, y como consecuencia del primero, creemos que Dios no nos hace
caso. Pero el problema en realidad es que no sabemos identificar su respuesta –
justamente por no conocerlo íntimamente. Tenemos nuestra idea de la forma en que
Dios nos debería responder, y si no sucede exactamente como nosotros nos lo
imaginamos, no identificamos su voz. Cuanto mejor lo conocemos, más fácil será
identificar su mover, aún si es muy diferente, o incluso opuesto, a como nos lo
imaginamos.
Una
tercera razón por no recibir una respuesta es que pedimos con una motivación
errada. Quizás pedimos algo conforme a la voluntad de Dios, pero con una actitud
equivocada. Por eso, Santiago sigue diciendo: “Y cuando piden, no reciben
porque piden con malas intenciones, para satisfacer sus propios placeres”
(Stg 4.3 – NBV). Por ejemplo, alguien puede pensar ahora: ‘Bueno, ya que el
pastor dice que Dios anhela darnos lo que pedimos, ¡agarrate, Dios,
porque aquí va mi lista de pedidos!’ Si bien Dios nos anima a pedirle, ésa no es
una actitud correcta. Es tratar a Dios como si fuera papá Noel a quien envío
mis deseos, esperando que él las cumpla. Es tratar otra vez a Dios como si
fuera mi servidor, en vez de considerarlo y honrarlo como mi Señor y dueño, lo
que en verdad es.
Así
que, puede haber razones por los que creemos que Dios no nos oye o no
nos responde, pero la verdad es que siempre el responde, porque así él lo ha
prometido.
Con
la siguiente comparación, Jesús muestra otra vez claramente que nuestra
relación con el Padre celestial es todo lo opuesto a la de este hombre de la
parábola y su amigo. Jesús hace la comparación con un padre terrenal que jamás
daría algo dañino a su hijo, como una piedra en vez de un pan, una víbora en
lugar de pescado o un alacrán en vez de un huevo. A ningún padre en su sano
juicio se le ocurriría causarle daño intencional a su hijo, porque lo ama. Jesús
dice que si esto lo hace incluso un padre humano, al que él describe como
“malo”, porque “…bueno solamente hay uno: Dios” (Mc 10.18 – DHH), como
él le dijo al joven rico, ¡cuánto más entonces el Dios todopoderoso y perfecto!
Él no nos engañará con algo que finalmente resultará ser perjudicial. Jesús
menciona al Espíritu Santo como máximo bien que Dios nos puede dar. Él
simboliza la totalidad de las bendiciones de Dios. Dios se da a sí mismo y su
salvación a todo el que le pide. Y si ya nos ha dado lo máximo, ¿acaso no dará
también todo lo demás que necesitamos en esta vida? Por eso, él es más que
deseoso de responder generosamente a todas nuestras peticiones. Quizás su respuesta
no llegará de la forma como nosotros nos lo imaginamos o en el tiempo en que
nos gustaría, pero él responderá cuando llegue su tiempo y de la forma que más
nos conviene. ¿No nos motiva esto a presentarle con toda confianza nuestras
peticiones propias y nuestra intercesión por las necesidades de otros? “Acerquémonos,
pues, con confianza al trono de nuestro Dios amoroso, para que él tenga
misericordia de nosotros y en su bondad nos ayude en la hora de necesidad”
(He 4.16 – DHH).
No necesitamos tener miedo que nuestra visita nocturna a su trono de gracia pueda ser inoportuna y molestosa. A cualquier hora podemos acercarnos y exponerle con la confianza de un niño en su papá lo que hay en nuestro corazón. Esto lo honrará, y él se complacerá en responder según su plan. ¿Conoces a tu Dios de esa manera? ¿Puedes compartir un testimonio con nosotros? ¿Te gustaría llegar a conocer a nuestro Dios de esta manera? Pídele, y él responderá. Búscalo, y él se hará encontrar.
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