Una
vez leí o escuché a alguien decir que el valor de un objeto depende de lo que alguien
estaría dispuesto a pagar por él. Por ejemplo, yo puedo creer firmemente que mi
auto o mi casa valen cierto monto, pero si lo ofrezco a la venta y nadie está
dispuesto a pagar más que el 60 o 70% del precio que yo pensé, ése entonces sería
el valor real.
En
las parábolas de hoy vemos a personas que estuvieron dispuestas a dar todo lo
que poseían con tal de obtener algo que consideraban de un valor supremamente
alto. Las encontramos en Mateo 13.44-46:
“…el reino de los cielos es
semejante a un tesoro escondido en un campo. Cuando alguien encuentra el
tesoro, lo esconde de nuevo y, muy feliz, va y vende todo lo que tiene, y
compra ese campo. También el reino de los cielos es semejante a un comerciante
que busca buenas perlas, y que cuando encuentra una perla preciosa, va y vende
todo lo que tiene, y compra la perla” (Mt 13.44-46 – RVC).
En la
primera parábola tenemos a un hombre que cruza un campo y encuentra un tesoro.
No interesan los detalles de cómo fue que lo encontró, de quién era el tesoro,
cómo llegó a parar ahí, por qué nadie lo había reclamado hasta ese entonces,
etc. Esas cosas no son relevantes. Lo central aquí es que el reino de Dios es
comparado con un tesoro. En este caso, el hombre lo encontró sin haberlo
buscado, casi por accidente. Ese tesoro representa el reino de Dios y todo lo
que esto encierra: Cristo, la salvación, el perdón de pecados, la Palabra de
Dios, etc. Hay muchos que lo encuentran “por casualidad” – aunque sabemos que
en el reino de Dios nada sucede por casualidad. Pero sabemos de personas que
encuentran un “tesoro” en la Palabra de Dios sin haber buscado nada específico.
La simple lectura los hizo casi tropezar con ese tesoro. O sabemos también de
personas que encuentran a Cristo porque alguien les pasó un papelito con un
versículo. O escuché también el testimonio de una persona que todos los
domingos se iba a jugar fútbol en la canchita del barrio, donde siempre se
apostaron los jóvenes de una iglesia cercana con su parlante, haciendo sonar
música cristiana. Esta persona ya se sabía de memoria algunas canciones de tan
frecuentemente que las había escuchado. Pero un domingo en particular, en medio
del juego, llegó a prestar atención a la letra de la canción que estaba
sonando. Esa letra lo tocó de tal forma que en plena cancha cayó de rodillas,
aceptando a Cristo como su Señor y Salvador. Él fue como ese hombre que
encontró el tesoro sin haberlo buscado.
Resalta
aquí la gran alegría que este hallazgo produjo en este personaje de la
parábola. Creo que el que ha encontrado el tesoro de la salvación o el tesoro
de una intervención divina clara y contundente en su vida, conocerá esta gran
alegría que menciona Jesús en esta parábola. Es algo que difícilmente se puede
explicar en palabras.
De
inmediato, este hombre reconoció el valor de este tesoro. Lo habrá considerado
el descubrimiento más grande de toda su vida, y entró en acción inmediatamente.
Para obtener el tesoro, él tenía que hacer algo. Quedarse con los brazos
cruzados ante semejante tesoro no lo iba a beneficiar en nada.
Lo
primero que hizo fue esconderlo nuevamente. No debemos perder tiempo
discutiendo si fue algo moralmente aceptable de parte de él o no. Este detalle
de la parábola simplemente indica que él hizo algo al respecto. No pasó por
alto su descubrimiento, no lo tenía en poco. Más bien se aseguraba de no perder
otra vez lo que había encontrado accidentalmente. Él veló por el tesoro e hizo
algo para resguardarlo. Si descubres un tesoro en la Palabra de Dios, ¿cómo te
aseguras que no lo vuelves a perder? El salmista se exhortó a sí mismo: “¡Bendice,
alma mía, al Señor, y no olvides ninguna de sus bendiciones” (Sal
103.2 – RVC)! En términos de nuestra parábola sería: “No dejes tirado
descuidadamente ninguna de las bendiciones recibidas.” Este hombre se aseguró
de que su tesoro no se perdiera o le fuera robado. Era tan valioso para él que
no escatimó esfuerzo alguno para resguardarlo.
Lo
siguiente que hizo fue vender todas sus posesiones para poder comprar el
terreno, y con él también el tesoro. Ese tesoro le era tan valioso que ni todas
sus posesiones juntas podían competir con él. Nada de lo que poseía era digno
de ser tenido en cuenta ante semejante valor de ese tesoro. Lo que él había
encontrado fue de tanto valor que prefirió “perder” todo lo que tenía, con tal
de ganar ese tesoro. Este hombre sabía que tenía que dar todo si quería obtener
ese tesoro. Sabía que era necesario deshacerse de todo lo que tenía para poder
obtener ese campo con el tesoro.
¿Cuánto
nos vale nuestra salvación? ¿Estamos dispuestos a dar todo por nuestra relación
con Cristo? ¿Estamos dispuestos a deshacernos de nuestra comodidad, de nuestras
pertenencias, de nuestras relaciones o de lo que fuese con tal de obedecer sus
mandatos? Nada de lo que tenemos merece ser mantenido con vida ante tamaño
tesoro que tenemos en Cristo, como lo expresa una nota explicativa en la
versión “Biblia de Nuestro Pueblo” (BNP): “El reino se convierte en el único
valor absoluto para quien lo descubre; es la mayor riqueza para el seguidor de
Jesús.” A este punto tenemos que llegar. Mientras que Dios, su reino y todo lo
que este contiene, sea un trofeo más que yo pueda agregar a los tantos otros
que yo ya he ganado previamente, esto no va a funcionar. Sólo es señal de que
el reino de Dios no es un tesoro tan valioso para mí que merezca que yo deje
atrás todo lo demás. Pablo expresaría esto en las siguientes palabras: “…yo
estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer
a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo considero como basura
a fin de ganar a Cristo” (Flp 3.8 – NBLH). Así que, es necesario darle
muerte a la vida anterior para así obtener la nueva vida en Cristo.
Pero,
así como nada de lo que tenemos puede equilibrar el valor del tesoro que
tenemos en Cristo, tampoco nada de lo que tenemos puede ser suficiente para
entrar al reino de los cielos. Ningún “tesoro” humano puede comprar la
salvación. Pablo expresa esto en las siguientes palabras en su carta a Tito: “Él
nos salvó gracias a su misericordia, no por algo bueno que hubiéramos hecho…”
(Tit 3.5 – PDT). Y en la carta a los Efesios lo dice también enfáticamente: “…ustedes
han sido salvados por la fe, no por mérito propio, sino por la gracia de Dios; y
no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2.8-9 –
BPD).
Casi
idéntica es la segunda parábola, la de la perla preciosa. Hay un pequeño
detalle que la distingue de la parábola del tesoro. Lo explica la nota de la
Biblia de Nuestro Pueblo (BNP): “El hombre que descubrió el tesoro descubrió lo
que no buscaba, mientras que el buscador de perlas encontró lo que no se
atrevía a imaginar” (BNP). En algunas oportunidades encontramos grandes tesoros
en la Palabra de Dios sin haberlos buscado. Hemos leído un texto bíblico
cualquiera, pero de repente un versículo o un concepto nos toca de manera muy
especial. O hemos escuchado una prédica que nos abrió los ojos. Pero en todo
caso no fue nada intencional. Pero hay otras veces en que buscamos algo muy
específicamente. Tenemos una pregunta que nos inquieta, y buscamos con mucha
intensidad y oración una respuesta a tal pregunta, y de golpe se nos salta a la
vista, y es un tesoro invaluable para nosotros.
¿Es
el reino de Dios —Cristo, su Palabra, el perdón de pecados— el máximo tesoro
para ti? ¿Es también el descubrimiento más importante de tu vida? ¿O necesitas
“vender” todavía algo (es decir, desprenderte de ello), que te impide
entregarte en cuerpo y alma a Dios y su voluntad? ¿Algo que en tu alma compite
todavía con el valor del tesoro divino? Tenemos que tener en cuenta que en
cuanto a los asuntos espirituales no somos nosotros, los “compradores”, los que
determinamos el valor de este tesoro, sino es Dios mismo. Si a él le costó
todo, incluyendo la vida de su Hijo, ¿cómo vamos a pretender darle menos
importancia?
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