Hay muchas situaciones angustiantes,
que nos amenazan por desesperarnos, deprimirnos y hasta desesperanzarnos.
Menciono un ejemplo nada más: los que pasan por la dura experiencia del Covid
en muchos casos sienten todo tipo de emociones, que los atormentan quizás más que
la enfermedad en sí. Igual sus familiares que están afuera, quizás bajo una
carpa, temiendo por la vida de su ser querido, encontrándose inmersos en una
lucha encarnizada entre la fe y la desesperación. Sólo el que ha pasado por eso
tiene idea de lo desgarrador que es una experiencia así.
Y el que ha pasado por experiencias
similares podrá entender y sentir con los hebreos que se encontraban cautivos
en una nación absolutamente pagana y cruel que les había despojado de toda
pertenencia, pero mucho peor todavía: de toda dignidad y hasta de símbolos de
su fe. La Biblia habla en muchas partes de la deportación de los judíos a
Babilonia como consecuencia de haberse apartado de Dios. Pero este sentimiento
de absoluto desamparo, impotencia, tristeza, rabia, desesperanza y otras cosas
más es representado magistralmente en el Salmo 137. Por su belleza literaria,
este breve Salmo llega a ser la corona de la poesía hebrea. Dice así el Salmo
137:
“Junto a los ríos de Babilonia, nos
sentábamos a llorar al acordarnos de Sión. Sobre los sauces de la ciudad
colgamos nuestras arpas. Los que nos capturaron, nos pedían que cantáramos.
Nuestros opresores nos pedían estar contentos. Decían: «¡Canten algunos de sus
cánticos de Sión!» ¿Y cómo podríamos cantarle al Señor en un país extranjero?
Jerusalén, si acaso llego a
olvidarme de ti, ¡que la mano derecha se me tulla! Jerusalén, ¡que la lengua se
me pegue al paladar, si acaso no llego a recordarte ni te pongo por encima de
mis alegrías!
Señor, recuerda lo que decían
los edomitas el día que Jerusalén fue destruida: «¡Arrásenla, destrúyanla hasta
sus cimientos!» ¡También tú, Babilonia, serás arrasada! ¡Dichoso el que te dé
tu merecido por todo el mal que nos hiciste! ¡Dichoso el que agarre a tus niños
y los estrelle contra las rocas” (Sal 137.1-9 – RVC)!
Traten de meterse en esta escena. Un
pueblo, que ya había experimentado la esclavitud de 4 siglos en Egipto, por fin
tuvo su propia tierra, prometida hace cientos de años atrás. Por fin pudo
desarrollar su propia existencia e historia. Pero con el pasar del tiempo llegó
a optar por un camino según su propio parecer en vez de buscar los caminos de
Dios. Reiteradas advertencias a través de los profetas no dieron el resultado
esperado por el Señor, hasta que la invasión de Babilonia, la destrucción de
Jerusalén y la deportación de prácticamente todo el pueblo a tierras extrañas,
volviendo a la esclavitud, fue permitido por Dios como consecuencia de la
desobediencia de su pueblo. ¿Quién, después de haber tenido todo y haberlo perdido
otra vez no estaría en este estado calamitoso, llorando su suerte? Peor todavía
al sufrir esas avalanchas de nostalgia por su amada Jerusalén, símbolo de la
presencia de Dios. “Nos sentábamos junto a los ríos de Babilonia y
llorábamos acordándonos de Sión” (v. 1 – PDT). ¡Qué cuadro de agonía y
desesperanza se nos pinta aquí! Pero también de impotencia por no poder mover
ni un dedo para revertir esta situación. Peor todavía, sabiendo que el único
culpable es uno mismo.
Incluso el paisaje que los rodeaba estaba
sumido en esa tristeza, acrecentando aún más ese cuadro de luto y dolor. El
versículo 2 habla de los sauces que había a la orilla de los ríos que con su
forma característica parecían compartir la desmotivación y tristeza profunda de
los cautivos. ¡Un sauce llorón acompañando al pueblo llorón! Los ríos de
Babilonia se alimentaban de las lágrimas de los hebreos.
Y en esos sauces los hebreos habían
colgado sus cítaras y arpas. ¡Qué decoración más deprimente de los árboles! Así
como un boxeador o un arquero cuelgan sus guantes, simbolizando el final de su
carrera deportiva, los hebreos colgaron sus instrumentos, indicando el final de
sus fiestas jubilosas. No había más motivo alguno para hacer música. Los
instrumentos se volvieron obsoletos. No había más uso para ellos. Se perdió
también toda esperanza de volver a usarlos algún día. La vida se volvió oscura,
sin sentido, sin motivación alguna. Daba lo mismo estar vivo que estar muerto.
Por supuesto que los babilonios
vieron todo esto, y no contentos con las aflicciones que ya les habían causado,
aprovecharon el desconsuelo de los hebreos para torturarlos aún más: “Los
que allá nos habían llevado cautivos nos pedían cantares; los que nos habían
hecho llorar nos pedían alegría, diciendo: ‘Cántennos algunos de los cánticos
de Sion’” (v. 3 – RVA2015). ¡Qué brillante expresión de este proceder desalmado
de los babilonios y su burla sin fondo! Ellos mismos habían sido la causa de
tan fatídico estado de ánimo de los hebreos, pero querían que hagan fiesta. Con
su poderío militar habían podido separarlos violentamente de sus pertenencias y
de su tierra amada. Pero no había poder que lograba separarlos de sus
emociones. No podían cantar alegres cuando en el corazón había desolación. Más
bien esa burla demoníaca de los babilonios profundizaba aún más su dolor. Pero
no era sólo la risa burlona acerca de su desgracia lo que les causaba tanta
aflicción, sino que los babilonios les pedían cantar cantos de Sión. Sión era
el sitio donde había estado el ahora destruido templo de su Dios. Los cantos de
Sión eran cantos religiosos que se entonaron en sus ceremonias de alabanza a
Dios. Al obligar a los subyugados a cantar canciones que exaltaban a Dios era
una declaración de superioridad de los dioses babilonios sobre el Dios de los
hebreos. O sea, los babilonios les estaban diciendo: “¿Ven que su Dios no sirve
de nada? Los nuestros son infinitamente más poderosos y han vencido al suyo de
taquito. Su supuesto Dios no ha podido evitar que ustedes caigan prisioneros.” ¡Algo
más demoníaco no puede haber! Y es muy probable que muchos, quizás la mayoría,
de los hebreos hayan sentido también que su Dios había sido derrotado; que su
fe haya sido ilusoria; que hasta Dios les había dado la espalda, abandonándolos
a su suerte. “¿Cómo íbamos a cantar un canto del Señor en un suelo
extranjero” (v. 4 – BLA)? Era suelo extranjero no sólo geográficamente,
sino también espiritualmente. Estaban en un territorio marcado por la idolatría
y prácticas perversas y reprochables desde todo punto de vista. ¿Cómo cantar
ahí al Señor? ¡Qué cuadro de absoluta desesperanza!
Pero algo bien en lo profundo de sus
corazones se negó a aceptar esto como realidad. Aunque todo a su alrededor era señal
de humillación y derrota sin remedio alguno, el alma hebrea rehusó aceptar esto
como realidad. En vez de permitir que sus verdugos fuercen sus emociones
haciéndoles cantar canciones alegres en medio de su llanto, ellos forzaron a
sus corazones a no claudicar ante este cuadro desesperante. Se obligaron a sí
mismos a no hundirse, imponiéndose fuertes maldiciones: “Ah, Jerusalén,
Jerusalén, si llegara yo a olvidarte, ¡que la mano derecha se me seque” (v.
5 – NVI)! “Que la lengua se me pegue al paladar si dejo de recordarte, si no
hago de Jerusalén mi mayor alegría” (v. 6 – NTV). Quizás parezca que se estuvieron
aferrando a una pajita en medio del mar, esperando que ella los mantenga a
flote, pero era señal de que estaban vivos todavía por dentro; que no se habían
entregado a su suerte, sin más lucha. Sus sentidos no estaban todavía apagados.
Sabían que los ríos de Babilonia no eran su hogar definitivo. ¡Tenían que
regresar al lugar que les pertenecía!
Y esa rebelión del alma en contra de
las circunstancias de la vida los hizo maldecir también a quienes causaron su desgracia:
“Señor, acuérdate de los edomitas, que cuando Jerusalén cayó, decían: ‘¡Destrúyanla,
destrúyanla hasta sus cimientos!’ ¡Tú, Babilonia, serás destruida! ¡Feliz el
que te dé tu merecido por lo que nos hiciste! ¡Feliz el que agarre a tus niños y
los estrelle contra las rocas” (vv. 7-9 – DHH)! ¿Nos sorprende este
lenguaje tan violento? Dígame, ¿acaso no has pensado también de forma parecida
acerca de otros que te han causado daño? La Biblia no lo pone como ejemplo de
reacción espiritual contra los demás, pero sí acepta nuestras emociones
naturales y que las expresemos con libertad. Mejor desahogarse ante el Señor
que consumirse por dentro por emociones reprimidas. Mejor ser sincero delante
de Dios que andar fingiendo espiritualidad ante los demás.
Es poco probable que hoy una nación
entera sea llevada cautiva a otro país, ¡y Dios quiera que esto nunca más
suceda! Pero hay suficientes otras injusticias y esclavitudes más sutiles, pero
igual de crueles, que suceden a diario. Quizás te encuentres envuelto ahora
mismo en una situación así. Pero creo yo que lo que más se acerca a esta
experiencia de los hebreos es la esclavitud del pecado. Cuando caemos también
en este error de desviarnos de los caminos del Señor, y cuando rechazamos
constantes mensajes de advertencia, también llegamos a caer presos de nuestros
propios errores. El enemigo toma ventaja sobre nosotros y nos subyuga
violentamente. Nos tira junto a los “ríos de Babilonia” en territorio enemigo. Sentimos
que un ejército de demonios baila alrededor de nosotros, burlándose a
carcajadas de nuestra miseria espiritual. Y nos escupen en la cara diciendo que
nuestro Dios no sirve, que nos dio la espalda, que mejor nos demos un tiro
porque igual ya nada tiene sentido. Y es fuerte la tentación de dejarnos
arrastrar por la corriente hasta hundirnos por completo en la perdición. Es
fuerte la tentación de no poner más resistencia, de dejar de luchar. De todos
modos, ¿de qué sirve seguir luchando? De todos modos, estoy derrotado y sin
posibilidad de salir de esta con vida. Hermano o hermana, ¡resistí a esa voz de
Satanás! ¡No es la verdad! Los “ríos de Babilonia” no son tu hogar definitivo. La
verdad es que Dios no te ha abandonado. Quizás permita que saborees la amargura
del pecado que tanto anhelaste, pero no te ha abandonado. No estás sin
esperanza. No existe pozo tan profundo que Dios no te pueda rescatar nuevamente
de él. No hay “río de Babilonia” de donde él no te pueda hacer volver a su
hogar. ¿Había esperanza para los hebreos? Aparentemente no. Sin embargo, 70
años más tarde, bajo el liderazgo de Esdras y de Nehemías, ellos volvieron a su
tierra, reedificaron a Jerusalén y empezaron una nueva vida. Este es tu futuro.
Esta es tu realidad. Esta es tu esperanza. Con la poca fuerza que te queda,
aunque no creas que haga diferencia alguna, clama en tu desesperación al Señor:
“Dios, no sé dónde estás. No te veo ni te siento. Más bien siento su ausencia.
Sin embargo, sé que estás ahí y que me escuchas. ¡Ten misericordia de mí y
sácame de esta situación que yo mismo he provocado! Sé que no merezco nada,
pero también sé que tu compasión y tu gracia son más grandes que cualquier
pecado que yo pueda haber cometido. ¡Perdóname y sálvame! No tengo más fuerzas.
Si tú no me ayudas, me hundiré. Por eso me abandono sin condiciones en tus
manos. Haz conmigo lo que tengas que hacer, pero ponme a salvo. Quiero confiar
en ti; ayúdame a tener más fe. Manifiesta tu poder en mi vida.”
Si tú gritas así al Señor en tu
desesperación, yo te aseguro que él te escuchará y que se moverá a tu favor. Y
si necesitas ayuda, déjamelo saber para poder orar por ti y darte el apoyo que
nos sea posible para que puedas regresar nuevamente de los “ríos de Babilonia” a
tu “tierra prometida”.
Este Salmo 137 ha inspirado a muchas
personas para componer canciones con su contenido. Uno de ellos fue el
compositor italiano de óperas Giuseppe Verdi en el siglo XIX. Su ópera
“Nabucco” contiene el “coro de los esclavos”, basado en este Salmo. Encontré
una representación teatral de esta composición que ilustra magistralmente esta
apatía y desesperanza de los hebreos, arrollados y anonadados emocionalmente por
esta avalancha de desgracias sufridas. Lo dejo aquí como ilustración de lo que
hemos hablado. Y si te sientes identificado con su sentir, cobra ánimo. Así
como ellos volvieron, tú también puedes volver de los “ríos de Babilonia” al
lugar que te corresponde según la voluntad perfecta de Dios.