¿Cuál es tu propósito en esta
tierra? ¿Para qué estás aquí? ¿Cuál es el propósito de esta iglesia? Para
darles una pista: acabamos de proclamar nuestro propósito como hijos de Dios y
como iglesia en una de las canciones. Hay que prestar atención al texto que
cantamos, había sido, ¿no? Pero no voy a decir nada más por ahora. Más tarde,
en el transcurso de esta prédica lo vamos a desarrollar.
El
domingo pasado ya hicimos una introducción al tema de qué es la iglesia y qué
se espera de cada uno. ¿Se acuerdan todavía de qué hablamos? ¿Qué debe hacer
cada uno? (Poner al servicio de los demás el don que ha recibido.)
Hoy
queremos empezar a ver algunas imágenes, comparaciones o símbolos que la Biblia
usa para describir ciertos aspectos de la iglesia. Y el primero es,
precisamente, el término de “iglesia de Dios” o “pueblo de Dios”. Y vamos a ver
3 versículos en los que aparecen estos términos. El primer texto encontramos en
Hechos 20.28. Es el discurso de despedida de Pablo cuando
él habla con los ancianos líderes de la iglesia de Éfeso.
FHch 20.28
Pablo
exhorta aquí a los líderes a cuidar de la iglesia. Aquí aparece justamente esta
imagen de la iglesia para referirse a la congregación. Ya vimos el domingo
pasado que el término griego por “iglesia” se refiere a los que han sido
llamados a abandonar el mundo de pecado para ser trasladados al reino de
Jesucristo. En este versículo vemos claramente quién es el propietario de esa comunidad:
Dios mismo. Este texto dice que se trata de la “iglesia de Dios” (o de Cristo o
del Señor, según las diferentes traducciones). Es muy importante que tengamos
esto en cuenta. Cuando alguien quiere adueñarse de la iglesia, está cometiendo
un robo; está queriendo obtener para sí lo que le pertenece a otro. Y este
apropiarse de la iglesia puede suceder de diversas maneras. Puede ser que el
pastor o algún líder pretenda que la suya sea la única voz que se debe
escuchar. Hace y deshace en la iglesia lo que le da la gana y exige obediencia
de los demás. La tentación de poder está muy presente también en las iglesias.
A veces es tan sutil que uno no se da cuenta a primera vista.
También
puede suceder a través de la manipulación. Hay personas que saben influenciar
de tal manera en los demás que muchos les siguen y hacen lo que ellos quieren. Saben
camuflar tan bien sus intenciones que parecen muy nobles. Por eso muchos les
siguen la corriente. De esta manera, uno puede convertirse en ladrón de la
novia de Cristo. Y nadie de nosotros va a permitir que le roben su esposa sin
luchar por ella con todas sus fuerzas. Dios tampoco. Si “las puertas del Hades no podrán vencerla” (Mt 16.18 – RVC) a la
iglesia, como dijo Jesús, tampoco no lo podrá un ser humano con todo el poder
que cree tener.
Esto
va mucho más allá que una simple forma de hablar. Muy a menudo hablamos de “mi
iglesia”, o de “la iglesia del pastor fulano de tal”. Yo no tengo problemas con
esta manera de hablar. Tiene más que ver con identificación y compromiso con
una iglesia en particular o con asociar una iglesia con la figura de un pastor
muy conocido. Y, como digo, no tengo objeción a eso. Lo que sí es importante es
tener siempre presente que la iglesia es un emprendimiento de Dios, sostenido
por Dios y protegido por Dios.
¿Pero
qué atribuciones tiene Dios sobre la iglesia? ¿Con qué derecho él puede decir
que es de su propiedad? Bueno, en realidad, la iglesia es doblemente de él. Por
un lado, por derecho de creación. Él creó al ser humano y él fundó la iglesia.
La iglesia es idea suya. No nació de ningún pensamiento humano. Por este simple
hecho ya la iglesia se debe íntegramente a él.
Pero
como si no fuera suficiente, Dios la volvió a comprar. Es que nosotros los
seres humanos tuvimos en poco el hecho de que Dios nos haya creado, nos
rebelamos contra él y nos vendimos a otro dueño. Pero Dios no se dio por
vencido, sino que nos volvió a comprar. Pagó doble por nosotros, una vez al
crearnos y otra vez al rescatarnos de nuestro secuestrador. Y esta segunda vez,
el precio fue inmensurablemente grande. Pablo dice aquí “que él [la] adquirió al
precio de su propia sangre” (BPD). Dios bien podría haberse encogido de
hombros diciendo: “Bueno, con semejante bofetada que me dan en la cara con su
rebelión contra mí, ¡que se vayan! Yo voy a crear otro universo con gente que
valorará más lo que he hecho por ellos.” Pero Dios no hace nada descartable. El
alma humana es eterna. Y, por lo tanto, nos siguió otra vez, procurando por
nosotros, sacrificándose a sí mismo, con tal de poder recuperar lo máximo
posible de la humanidad vendida a Satanás. Y nosotros hoy aquí tenemos ese
privilegio incomprensible de formar parte del grupo de los recuperados. Y si
alguien aquí no se dejó recuperar todavía, lo puede hacer ahora mismo. Los que
reconocieron su rebelión contra Dios, se arrepintieron y aceptaron que Dios
pague por ellos el precio de rescate son los que ahora forman parte de la
iglesia de Dios. Hermanos, pertenecer a esta iglesia es un privilegio, un honor
sin igual. Por eso Pablo subraya tanto la responsabilidad de los líderes de
velar por el bienestar de la iglesia. La iglesia es una institución terrenal de
origen divino que costó nada menos que la vida de Jesús. ¿Les parece poca cosa?
Pero cada vez que creemos tener cosas más importantes que hacer que
comprometernos con Dios y su iglesia, nos volvemos a vender al mejor postor.
¿Cuántos precios más tendrá que pagar Dios por nosotros para recuperarnos una y
otra vez?
Aparte
del término “iglesia del Señor” para referirse al grupo de recuperados de la
esclavitud a Satanás, la Biblia usa también la imagen de “pueblo de Dios”. En
el Antiguo Testamento se conoció este término como una referencia a Israel que
Dios llamó de entre todos los pueblos del mundo para que sea su propiedad y
para que lo represente ante los demás pueblos. Pero Israel fracasó gravemente
en su misión. Pero nuevamente, Dios no lo descartó. A través de Jesús abrió la
posibilidad a que todo el resto del mundo pueda pertenecer también a su pueblo
espiritual. Este es un concepto sumamente interesante que Pablo desarrolla a lo
largo de 3 capítulos en su carta a los romanos. Pero no es ahora nuestro tema.
Queremos analizar no más el término de “pueblo de Dios”. Lo encontramos en la
carta a los hebreos, capítulo 4. Para entender mejor el contexto, vamos a leer
desde el versículo 6.
FHe 4.6-9
Desde
el capítulo anterior, el autor de la carta a los hebreos está hablando del
reposo. Como el nombre de la carta lo dice, los receptores eran hebreos, es
decir, gente que conocía en profundidad todo el Antiguo Testamento, sus leyes y
sus ritos. Para ellos, leer acerca del reposo era algo por demás conocido. Dios
había instituido diferentes tipos y períodos de reposo. Quizás el más conocido
era el día de reposo que se celebraba una vez a la semana, para nosotros el
domingo. Además, a cada 6 años de cosechas consecutivas venía un séptimo año en
que no se cultivaba la tierra, sino que se la dejaba reposar para que
recuperara sus propiedades y su fuerza. Pero el autor de esta carta a los
hebreos cita el Salmo 95 en el que Dios usa el término “reposo” también para el
ingreso del pueblo de Israel a la tierra prometida. Esa tierra representaba
para ellos reposar de todas las penurias del viaje por el desierto y poder
empezar a desarrollar una vida en un lugar fijo. Después de 40 años de dar
vueltas en el desierto, ahora pudieron respirar hondo y decir: “¡Por fin
estamos en casa!” ¡Eso sí que era reposo! En su desarrollo del tema, el autor
de la carta a los hebreos empieza a dar a este reposo un significado espiritual,
como una referencia a la salvación. Y es en este sentido que él dice en el
versículo 9: “…todavía está por llegar
otro día de reposo para el pueblo de Dios” (He 4.9 – PDT). Con el término
“pueblo de Dios”, él ya no se refiere al pueblo de Israel del Antiguo
Testamento, sino a la iglesia del Nuevo Testamento. Ella es, precisamente, el
nuevo “pueblo de Dios” que Cristo vino a instalar. Ya no era un pueblo
netamente caracterizado por rasgos culturales —es decir, pertenecer al pueblo
judío—, sino más que nada por rasgos espirituales —el haber aceptado a Jesús
como su Señor y Salvador—. El que lo ha aceptado, pertenece ahora al pueblo de
Dios del Nuevo Testamento, es decir, a la iglesia de Cristo. Y para este pueblo
vale esta tremenda promesa de un reposo eterno cuando pasemos de este mundo al
más allá. Dios no solamente sacrificó a su propio Hijo con tal de poder
recuperar a unos cuantos seres humanos que él había creado, sino les da,
además, una tremenda promesa que vale para toda la eternidad, sin fin. ¿Creen
que es poca cosa pertenecer a la iglesia de Dios, al pueblo de Dios? Es lo más
grandioso que puede haber. A pesar de esto, cuántas veces lo tenemos en poco y
vamos tras otros intereses y tentaciones. Nuestro egoísmo, orgullo o vanidad
nos alejan de la iglesia de Dios. ¡Que el Señor tenga misericordia de nosotros!
Y
hay otro texto más que habla del pueblo de Dios. Es un texto muy conocido y que,
como dije al inicio, ya lo hemos cantado hoy. Lo encontramos en 1 Pedro 2.9.
F1 P 2.9
En
este versículo encontramos una lista de diferentes imágenes que el Nuevo
Testamento utiliza para la iglesia. Unas cuántas de ellas estaremos estudiando
todavía en las próximas semanas. Entre estas imágenes está también la del
pueblo de Dios. Lo primero que dice Pedro con una palabra que él agrega es que
es un pueblo que ha sido adquirido por Dios. Con esto él coincide totalmente
con el versículo del libro de los Hechos que vimos primero. Todo el Nuevo
Testamento trata acerca de cómo Cristo llegó a pagar el precio de sangre para
recuperar a los que estábamos en camino de perdición, y qué consecuencias debe
tener esto ahora para nuestras vidas una vez vuelto al camino de Dios. El haber
sido comprado por la sangre de Cristo no puede pasar desapercibido en nuestras
vidas. Los demás deben poder notar esa diferencia. Por eso escribe Pablo a los
efesios: “Aunque ustedes antes vivían en
tinieblas, ahora viven en la luz. Esa luz debe notarse en su conducta como
hijos de Dios” (Ef 5.8 – NBV). Otra versión dice: “Pórtense como quienes pertenecen a la luz” (DHH). Dios y nosotros
trabajamos juntos en nuestra redención. Él nos compró, nos limpió y nos está
transformando lentamente en la imagen de su Hijo, y nosotros buscamos mostrar
esta obra de Dios mediante nuestro estilo de vida. Si no se puede ver ninguna
diferencia entre uno que dice ser cristiano y un no creyente, tengo mis serias
dudas acerca de la autenticidad de su cristianismo. Claro que no seremos
perfectos, pero si el Espíritu de Dios vive en nosotros, eso no puede pasar sin
que nadie lo note.
Pero
este haber sido comprado por Dios, el haber sido llamados a salir fuera del
pantano del pecado, tiene un propósito muy específico. Dios no hace nada porque
sí, sin que tuviera algún objetivo con lo que hace. Así también con su
salvación. Pedro lo declara muy específicamente: Dios los compró “para que anuncien los hechos maravillosos
de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (RVC). Por esta
razón estás todavía en esta tierra. Si Dios únicamente nos salvaría para
tenerlos junto a él, al momento de aceptarlo como nuestro Salvador ya podríamos
pasar a la eternidad. Sin embargo, aunque ya tengamos una identidad nueva, Dios
nos deja todavía en esta tierra para que mostremos justamente esta identidad a
las demás personas a nuestro alrededor; mostrar a los demás quién es este Dios
que nos ha comprado a precio de sangre y que quiere recuperar (o rescatar) a
todas las demás personas también. Dios, con todas sus virtudes, debe ser puesto
en alto sobre nuestras vidas. Pablo describe esto magistralmente en su carta a
los efesios. En su oración al inicio de su carta muestra como toda la Trinidad
trabajó en nuestra salvación con un único objetivo: para que lo alabemos. En un
poema precioso entre los versículos 3 y 14 de Efesios 1 dice: “Dios nos escogió … para alabanza de la
gloria de su gracia” (vv. 3, 6 – RVC). “En
[Cristo] … tenemos la redención por
medio de su sangre, a fin de que nosotros … alabemos su gloria” (vv. 7, 12
– RVC). “…fueron sellados con el Espíritu
Santo … para alabanza de su gloria” (vv. 13-14 – RVC). Dios el Padre nos
escogió, Dios el Hijo nos redimió y Dios Espíritu Santo nos selló – todo con el
único propósito para que nuestras vidas sean una alabanza a él. Si no sabías
para qué estás en este mundo, ahora ya lo sabes: para glorificar a Dios con
todo lo que eres y con todo lo que haces. Cada pensamiento, cada palabra, cada
acción debe ser para honra y gloria de Dios. Para eso él nos rescató a precio
de sangre. ¿Es poca cosa? ¡De ninguna manera! Es algo tan grande que ni
siquiera lo podemos dimensionar. Solo podemos caer de rodillas ante él y
alabarlo por su infinita misericordia que no consideró nuestro estado
calamitoso allá en el fango del pecado, sino que vio en nosotros lo que él
podría hacer a pesar de nuestro estado inicial. Y murió por nosotros, nos
volvió a comprar, nos limpió, nos va transformando y nos pone para glorificarlo
para toda la eternidad.
¿Estás
preparado para eso? Si nunca has aceptado a Jesús en tu vida, sepa que él te
ama entrañablemente; tanto, que estuvo dispuesto a pagar con su vida por la
tuya. Si deseas que él entre ahora mismo en tu vida y se haga cargo de ella,
dile: “Señor Jesús, reconozco que he pecado. Me doy cuenta que vivo en rebelión
contra Dios. Perdóname y límpiame de todo mi pecado. Acepto el precio de tu
sangre que has pagado por mí y te pido que me hagas ahora un hijo de Dios. Dame
la seguridad de que tú me has salvado. Lléname de tu Espíritu Santo y convierte
mi vida en una alabanza continua de tus virtudes. En el nombre de Jesús, amén.”
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