sábado, 13 de abril de 2024

La iglesia de Dios

 



            ¿Cuál es tu propósito en esta tierra? ¿Para qué estás aquí? ¿Cuál es el propósito de esta iglesia? Para darles una pista: acabamos de proclamar nuestro propósito como hijos de Dios y como iglesia en una de las canciones. Hay que prestar atención al texto que cantamos, había sido, ¿no? Pero no voy a decir nada más por ahora. Más tarde, en el transcurso de esta prédica lo vamos a desarrollar.

            El domingo pasado ya hicimos una introducción al tema de qué es la iglesia y qué se espera de cada uno. ¿Se acuerdan todavía de qué hablamos? ¿Qué debe hacer cada uno? (Poner al servicio de los demás el don que ha recibido.)

            Hoy queremos empezar a ver algunas imágenes, comparaciones o símbolos que la Biblia usa para describir ciertos aspectos de la iglesia. Y el primero es, precisamente, el término de “iglesia de Dios” o “pueblo de Dios”. Y vamos a ver 3 versículos en los que aparecen estos términos. El primer texto encontramos en Hechos 20.28. Es el discurso de despedida de Pablo cuando él habla con los ancianos líderes de la iglesia de Éfeso.

 

            FHch 20.28

 

            Pablo exhorta aquí a los líderes a cuidar de la iglesia. Aquí aparece justamente esta imagen de la iglesia para referirse a la congregación. Ya vimos el domingo pasado que el término griego por “iglesia” se refiere a los que han sido llamados a abandonar el mundo de pecado para ser trasladados al reino de Jesucristo. En este versículo vemos claramente quién es el propietario de esa comunidad: Dios mismo. Este texto dice que se trata de la “iglesia de Dios” (o de Cristo o del Señor, según las diferentes traducciones). Es muy importante que tengamos esto en cuenta. Cuando alguien quiere adueñarse de la iglesia, está cometiendo un robo; está queriendo obtener para sí lo que le pertenece a otro. Y este apropiarse de la iglesia puede suceder de diversas maneras. Puede ser que el pastor o algún líder pretenda que la suya sea la única voz que se debe escuchar. Hace y deshace en la iglesia lo que le da la gana y exige obediencia de los demás. La tentación de poder está muy presente también en las iglesias. A veces es tan sutil que uno no se da cuenta a primera vista.

            También puede suceder a través de la manipulación. Hay personas que saben influenciar de tal manera en los demás que muchos les siguen y hacen lo que ellos quieren. Saben camuflar tan bien sus intenciones que parecen muy nobles. Por eso muchos les siguen la corriente. De esta manera, uno puede convertirse en ladrón de la novia de Cristo. Y nadie de nosotros va a permitir que le roben su esposa sin luchar por ella con todas sus fuerzas. Dios tampoco. Si “las puertas del Hades no podrán vencerla” (Mt 16.18 – RVC) a la iglesia, como dijo Jesús, tampoco no lo podrá un ser humano con todo el poder que cree tener.

            Esto va mucho más allá que una simple forma de hablar. Muy a menudo hablamos de “mi iglesia”, o de “la iglesia del pastor fulano de tal”. Yo no tengo problemas con esta manera de hablar. Tiene más que ver con identificación y compromiso con una iglesia en particular o con asociar una iglesia con la figura de un pastor muy conocido. Y, como digo, no tengo objeción a eso. Lo que sí es importante es tener siempre presente que la iglesia es un emprendimiento de Dios, sostenido por Dios y protegido por Dios.

            ¿Pero qué atribuciones tiene Dios sobre la iglesia? ¿Con qué derecho él puede decir que es de su propiedad? Bueno, en realidad, la iglesia es doblemente de él. Por un lado, por derecho de creación. Él creó al ser humano y él fundó la iglesia. La iglesia es idea suya. No nació de ningún pensamiento humano. Por este simple hecho ya la iglesia se debe íntegramente a él.

            Pero como si no fuera suficiente, Dios la volvió a comprar. Es que nosotros los seres humanos tuvimos en poco el hecho de que Dios nos haya creado, nos rebelamos contra él y nos vendimos a otro dueño. Pero Dios no se dio por vencido, sino que nos volvió a comprar. Pagó doble por nosotros, una vez al crearnos y otra vez al rescatarnos de nuestro secuestrador. Y esta segunda vez, el precio fue inmensurablemente grande. Pablo dice aquí “que él [la] adquirió al precio de su propia sangre” (BPD). Dios bien podría haberse encogido de hombros diciendo: “Bueno, con semejante bofetada que me dan en la cara con su rebelión contra mí, ¡que se vayan! Yo voy a crear otro universo con gente que valorará más lo que he hecho por ellos.” Pero Dios no hace nada descartable. El alma humana es eterna. Y, por lo tanto, nos siguió otra vez, procurando por nosotros, sacrificándose a sí mismo, con tal de poder recuperar lo máximo posible de la humanidad vendida a Satanás. Y nosotros hoy aquí tenemos ese privilegio incomprensible de formar parte del grupo de los recuperados. Y si alguien aquí no se dejó recuperar todavía, lo puede hacer ahora mismo. Los que reconocieron su rebelión contra Dios, se arrepintieron y aceptaron que Dios pague por ellos el precio de rescate son los que ahora forman parte de la iglesia de Dios. Hermanos, pertenecer a esta iglesia es un privilegio, un honor sin igual. Por eso Pablo subraya tanto la responsabilidad de los líderes de velar por el bienestar de la iglesia. La iglesia es una institución terrenal de origen divino que costó nada menos que la vida de Jesús. ¿Les parece poca cosa? Pero cada vez que creemos tener cosas más importantes que hacer que comprometernos con Dios y su iglesia, nos volvemos a vender al mejor postor. ¿Cuántos precios más tendrá que pagar Dios por nosotros para recuperarnos una y otra vez?

            Aparte del término “iglesia del Señor” para referirse al grupo de recuperados de la esclavitud a Satanás, la Biblia usa también la imagen de “pueblo de Dios”. En el Antiguo Testamento se conoció este término como una referencia a Israel que Dios llamó de entre todos los pueblos del mundo para que sea su propiedad y para que lo represente ante los demás pueblos. Pero Israel fracasó gravemente en su misión. Pero nuevamente, Dios no lo descartó. A través de Jesús abrió la posibilidad a que todo el resto del mundo pueda pertenecer también a su pueblo espiritual. Este es un concepto sumamente interesante que Pablo desarrolla a lo largo de 3 capítulos en su carta a los romanos. Pero no es ahora nuestro tema. Queremos analizar no más el término de “pueblo de Dios”. Lo encontramos en la carta a los hebreos, capítulo 4. Para entender mejor el contexto, vamos a leer desde el versículo 6.

 

            FHe 4.6-9

 

            Desde el capítulo anterior, el autor de la carta a los hebreos está hablando del reposo. Como el nombre de la carta lo dice, los receptores eran hebreos, es decir, gente que conocía en profundidad todo el Antiguo Testamento, sus leyes y sus ritos. Para ellos, leer acerca del reposo era algo por demás conocido. Dios había instituido diferentes tipos y períodos de reposo. Quizás el más conocido era el día de reposo que se celebraba una vez a la semana, para nosotros el domingo. Además, a cada 6 años de cosechas consecutivas venía un séptimo año en que no se cultivaba la tierra, sino que se la dejaba reposar para que recuperara sus propiedades y su fuerza. Pero el autor de esta carta a los hebreos cita el Salmo 95 en el que Dios usa el término “reposo” también para el ingreso del pueblo de Israel a la tierra prometida. Esa tierra representaba para ellos reposar de todas las penurias del viaje por el desierto y poder empezar a desarrollar una vida en un lugar fijo. Después de 40 años de dar vueltas en el desierto, ahora pudieron respirar hondo y decir: “¡Por fin estamos en casa!” ¡Eso sí que era reposo! En su desarrollo del tema, el autor de la carta a los hebreos empieza a dar a este reposo un significado espiritual, como una referencia a la salvación. Y es en este sentido que él dice en el versículo 9: “…todavía está por llegar otro día de reposo para el pueblo de Dios” (He 4.9 – PDT). Con el término “pueblo de Dios”, él ya no se refiere al pueblo de Israel del Antiguo Testamento, sino a la iglesia del Nuevo Testamento. Ella es, precisamente, el nuevo “pueblo de Dios” que Cristo vino a instalar. Ya no era un pueblo netamente caracterizado por rasgos culturales —es decir, pertenecer al pueblo judío—, sino más que nada por rasgos espirituales —el haber aceptado a Jesús como su Señor y Salvador—. El que lo ha aceptado, pertenece ahora al pueblo de Dios del Nuevo Testamento, es decir, a la iglesia de Cristo. Y para este pueblo vale esta tremenda promesa de un reposo eterno cuando pasemos de este mundo al más allá. Dios no solamente sacrificó a su propio Hijo con tal de poder recuperar a unos cuantos seres humanos que él había creado, sino les da, además, una tremenda promesa que vale para toda la eternidad, sin fin. ¿Creen que es poca cosa pertenecer a la iglesia de Dios, al pueblo de Dios? Es lo más grandioso que puede haber. A pesar de esto, cuántas veces lo tenemos en poco y vamos tras otros intereses y tentaciones. Nuestro egoísmo, orgullo o vanidad nos alejan de la iglesia de Dios. ¡Que el Señor tenga misericordia de nosotros!

            Y hay otro texto más que habla del pueblo de Dios. Es un texto muy conocido y que, como dije al inicio, ya lo hemos cantado hoy. Lo encontramos en 1 Pedro 2.9.

 

            F1 P 2.9

 

            En este versículo encontramos una lista de diferentes imágenes que el Nuevo Testamento utiliza para la iglesia. Unas cuántas de ellas estaremos estudiando todavía en las próximas semanas. Entre estas imágenes está también la del pueblo de Dios. Lo primero que dice Pedro con una palabra que él agrega es que es un pueblo que ha sido adquirido por Dios. Con esto él coincide totalmente con el versículo del libro de los Hechos que vimos primero. Todo el Nuevo Testamento trata acerca de cómo Cristo llegó a pagar el precio de sangre para recuperar a los que estábamos en camino de perdición, y qué consecuencias debe tener esto ahora para nuestras vidas una vez vuelto al camino de Dios. El haber sido comprado por la sangre de Cristo no puede pasar desapercibido en nuestras vidas. Los demás deben poder notar esa diferencia. Por eso escribe Pablo a los efesios: “Aunque ustedes antes vivían en tinieblas, ahora viven en la luz. Esa luz debe notarse en su conducta como hijos de Dios” (Ef 5.8 – NBV). Otra versión dice: “Pórtense como quienes pertenecen a la luz” (DHH). Dios y nosotros trabajamos juntos en nuestra redención. Él nos compró, nos limpió y nos está transformando lentamente en la imagen de su Hijo, y nosotros buscamos mostrar esta obra de Dios mediante nuestro estilo de vida. Si no se puede ver ninguna diferencia entre uno que dice ser cristiano y un no creyente, tengo mis serias dudas acerca de la autenticidad de su cristianismo. Claro que no seremos perfectos, pero si el Espíritu de Dios vive en nosotros, eso no puede pasar sin que nadie lo note.

            Pero este haber sido comprado por Dios, el haber sido llamados a salir fuera del pantano del pecado, tiene un propósito muy específico. Dios no hace nada porque sí, sin que tuviera algún objetivo con lo que hace. Así también con su salvación. Pedro lo declara muy específicamente: Dios los compró “para que anuncien los hechos maravillosos de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (RVC). Por esta razón estás todavía en esta tierra. Si Dios únicamente nos salvaría para tenerlos junto a él, al momento de aceptarlo como nuestro Salvador ya podríamos pasar a la eternidad. Sin embargo, aunque ya tengamos una identidad nueva, Dios nos deja todavía en esta tierra para que mostremos justamente esta identidad a las demás personas a nuestro alrededor; mostrar a los demás quién es este Dios que nos ha comprado a precio de sangre y que quiere recuperar (o rescatar) a todas las demás personas también. Dios, con todas sus virtudes, debe ser puesto en alto sobre nuestras vidas. Pablo describe esto magistralmente en su carta a los efesios. En su oración al inicio de su carta muestra como toda la Trinidad trabajó en nuestra salvación con un único objetivo: para que lo alabemos. En un poema precioso entre los versículos 3 y 14 de Efesios 1 dice: “Dios nos escogió … para alabanza de la gloria de su gracia” (vv. 3, 6 – RVC). “En [Cristo] … tenemos la redención por medio de su sangre, a fin de que nosotros … alabemos su gloria” (vv. 7, 12 – RVC). “…fueron sellados con el Espíritu Santo … para alabanza de su gloria” (vv. 13-14 – RVC). Dios el Padre nos escogió, Dios el Hijo nos redimió y Dios Espíritu Santo nos selló – todo con el único propósito para que nuestras vidas sean una alabanza a él. Si no sabías para qué estás en este mundo, ahora ya lo sabes: para glorificar a Dios con todo lo que eres y con todo lo que haces. Cada pensamiento, cada palabra, cada acción debe ser para honra y gloria de Dios. Para eso él nos rescató a precio de sangre. ¿Es poca cosa? ¡De ninguna manera! Es algo tan grande que ni siquiera lo podemos dimensionar. Solo podemos caer de rodillas ante él y alabarlo por su infinita misericordia que no consideró nuestro estado calamitoso allá en el fango del pecado, sino que vio en nosotros lo que él podría hacer a pesar de nuestro estado inicial. Y murió por nosotros, nos volvió a comprar, nos limpió, nos va transformando y nos pone para glorificarlo para toda la eternidad.

            ¿Estás preparado para eso? Si nunca has aceptado a Jesús en tu vida, sepa que él te ama entrañablemente; tanto, que estuvo dispuesto a pagar con su vida por la tuya. Si deseas que él entre ahora mismo en tu vida y se haga cargo de ella, dile: “Señor Jesús, reconozco que he pecado. Me doy cuenta que vivo en rebelión contra Dios. Perdóname y límpiame de todo mi pecado. Acepto el precio de tu sangre que has pagado por mí y te pido que me hagas ahora un hijo de Dios. Dame la seguridad de que tú me has salvado. Lléname de tu Espíritu Santo y convierte mi vida en una alabanza continua de tus virtudes. En el nombre de Jesús, amén.”


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