Antes
de entrar al tema de hoy vamos a hacer un repaso del domingo pasado. ¿Quién se
acuerda de qué hablamos? La iglesia como pueblo de Dios. ¿Qué es lo que más
recuerdas de este tema? Mi propósito en esta tierra es glorificar a Dios. Formo
parte del grupo de los “recuperados” del reino de las tinieblas. ¿Y qué vas a
hacer (o has hecho) al respecto de lo que te llamó la atención? Quizás sería
bueno traer un bloc de notas o un cuaderno para tomar apuntes durante la
prédica para así poder repasar lo que más te llamó la atención y de las medidas
que implementarás para ponerlo en práctica durante la semana. No estamos aquí
para pasar el tiempo, sino para aprender. Y en ninguna institución educativa de
ningún nivel se pasa de grado con solo escuchar algo durante media hora por
semana.
Bien,
hoy continuamos estudiando las imágenes que el Nuevo Testamento usa para
describir a la iglesia. Suele haber cierta confusión de términos. Por ejemplo,
para venir hoy a este lugar, ¿qué solemos decir? “Vamos a… (la iglesia.)” ¿Pero
es correcto eso? ¿Es este lugar la iglesia? Si recuerdan la prédica del domingo
pasado sabrán que el término “iglesia” es lo que la Biblia aplica al conjunto
de personas salvadas por Cristo, es decir, a los que aceptaron a Jesús como su
Señor y Salvador personal. Todos los que tenemos a Cristo como nuestro Señor en
la vida formamos “la iglesia”. Entonces, este edificio no es la iglesia, sino
el lugar donde se reúne la iglesia.
Sin
embargo, la Biblia nos describe a nosotros como iglesia con la imagen de un
templo. Parece un juego de palabras, ¿no? El templo no es la iglesia, pero la
iglesia es como un templo. Es más que nada una comparación con el fin de
ilustrar ciertos aspectos que vamos a tratar de descubrir ahora. Veamos un
primer texto.
F1 Co 6.19-20
Este
versículo es muy conocido, pero quizás no el alcance del mismo. Para empezar,
es una respuesta contundente a las mujeres que dicen que pueden hacerse un
aborto porque ellas deciden lo que hacen con su cuerpo. ¡Más equivocadas
imposible! ¡Doblemente falso su argumento! Por un lado, el feto que se
desarrolla en su vientre ya no es su propio cuerpo. Es el cuerpo de un ser
separado de ellas con su propio ADN y su propia identidad. Causarle el fin de
su existencia es nada menos que asesinato, y todas las leyes humanas y divinas
prohíben matar al prójimo.
En
segundo lugar, ni su propio cuerpo es de ellas. Pablo dice aquí muy
expresamente: “…ustedes no son dueños de
su cuerpo” (v. 19 – PDT), ni las personas del mundo ni mucho menos los
cristianos. Podemos compararlo con una casa. Dios nos ha dado una hermosa casa
a estrenar —nuestro cuerpo— para que la habitáramos. En realidad, legalmente,
la casa le pertenece a él, pero nos la entregó a cambio de mantenerla. Pero en
nuestro egoísmo y orgullo no le hicimos caso y la usamos como nos dio la gana,
convirtiéndola en un verdadero cuchitril, totalmente sucio, arruinado y
asqueroso. Un día llega Dios. Estaría en su pleno derecho enfurecerse por lo que
le hicimos a su casa y declarar juicio sobre nosotros. Pero en cambio, nos
ofrece comprarla de nuevo y restaurarla a su gloria inicial. Y ahora deja a su
Espíritu Santo a que viva en esa casa como dueño legítimo. Nosotros seguimos
viviendo en ella, pero ya no somos dueños. Ya no tenemos el derecho de decidir
qué se hace con la casa, para qué se usa, qué se mete dentro de ella, etc. Eso
lo determina ahora su verdadero y legítimo dueño. Esta ilustración describe lo
que significa que “la casa” —nuestro cuerpo— sea templo del Espíritu Santo.
Pero
hay otra implicancia más. En el siguiente versículo Pablo dice: “Dios los compró a un alto precio. Por lo
tanto, honren a Dios con su cuerpo” (v. 20 – NTV). Ya lo mencioné en otras
prédicas que fuimos comprados y rescatados a precio de sangre. En el ejemplo de
la casa, Dios no nos echó del desastre en que habíamos convertido su casa, sino
que pagó de nuevo por ella, y un precio muy alto, la de la vida de su Hijo.
¿Vamos a tener en poco este sacrificio y usar la casa —nuestro cuerpo— de
manera inapropiada? Lo más común y lo primero que se menciona al hablar del
cuidado de nuestro cuerpo es no dañarlo con materiales tóxicos y dañinos como
el alcohol, el humo de cigarrillos y las drogas. Y de verdad, estas cosas dañan
muchísimo a este templo del Espíritu Santo. Pero hay mucho más que eso y que incluso
se puede ocultar hasta cierto punto – por lo menos ante los hombres. Por
ejemplo, todo el contexto de estos versículos aquí en 1 Corintios 6 habla de la
prostitución y de los pecados sexuales. Es una forma de contaminar no solamente
el cuerpo, sino también la mente y el alma. En los versículos anteriores, Pablo
dice: “¿…habré de tomar yo esa parte del
cuerpo de Cristo y hacerla parte del cuerpo de una prostituta? ¡Claro que no! …
Cualquier otro pecado que una persona comete, no afecta a su cuerpo; pero el
que se entrega a la prostitución, peca contra su propio cuerpo” (1 Co 6.15,
18 – DHH).
Además
de esto, Jesús dijo una vez: “…lo que
sale de la boca, sale del corazón; y esto es lo que contamina al hombre. Porque
del corazón salen los malos deseos, los homicidios, los adulterios, las
fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas
son las que contaminan al hombre” (Mt 15.18-20 – RVC). Como dije, muchas de
estas cosas pueden quedar ocultos por un tiempo, pero ¡cómo contaminan! En el
Sermón del Monte dijo Jesús: “…cualquiera
que mira con deseo a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón”
(Mt 5.28 – DHH). ¡Socorro! “Entonces, ¿quién podrá ser salvo?”, preguntan los varones.
Son contaminaciones del templo del Espíritu Santo que quedan bastante ocultos,
pero son veneno puro. Los pecados mentales no se notan tan fácilmente, pero son
tan reales como si se los hubiera cometido físicamente. Solo el arrepentimiento
y la gracia de Dios nos pueden liberar de esto.
El
otro tema en cuanto al cuidado del cuerpo es la alimentación. Podemos hacerle
mucho bien a nuestro cuerpo con nuestro estilo de alimentación, pero también
mucho daño. Comer en exceso, envenenar el cuerpo con gaseosas y comida
chatarra, tragar sin masticar, consumir enorme cantidad de grasas y azúcares,
etc., son formas muy frecuentes de deshonrar el templo del Espíritu Santo al
usar nuestra casa para cosas para la cual no fue construida. El ejercicio
físico es otro tema, pero ya es suficiente como para saber qué es cuidar ese
templo. ¿Puedes decir que honras a Dios con tu cuerpo? Si no, ¿qué deberías
hacer para corregir esto?
Ahora
alguien podría objetar diciendo que este texto habla de mi templo —mi cuerpo— en
lo individual y que aquí no se menciona nada de la iglesia a la que
supuestamente debe representar. Tiene toda la razón. Pero hay otro texto en la
misma carta que sí se refiere a la iglesia. Y todos los principios acerca de
cuidar el cuerpo humano se aplican también al cuerpo de Cristo. Retrocedamos
ahora 3 capítulos para ver un texto muy parecido, pero refiriéndose a la
iglesia.
F1 Co 3.16-17
Realmente,
como dije, un texto muy parecido al anterior, solo que aquí Pablo se refiere a
la iglesia entera; ya no más a mi
cuerpo, sino al cuerpo de Cristo.
Otra versión dice: “¿No se dan cuenta de
que todos ustedes juntos son el templo de Dios y que el Espíritu de Dios vive
en ustedes” (v. 16 – NTV)? Causarle daño a este templo de Dios, a la
iglesia de Dios, es cosa muy seria: “Si
alguien destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque santo es el
templo de Dios, el cual son ustedes” (v. 17 –
RVA2015). ¿Cómo puedo destruir o dañar el templo de Dios? Por un lado, por mi
mal testimonio. ¡Cuánto duele escuchar a los incrédulos decir: “¿Y este dice
ser cristiano? Entonces yo no quiero serlo. Si en esa iglesia le enseñan
comportarse así, mejor no me voy a esa ni a ninguna iglesia.”! El mal
testimonio destruye el templo de Dios.
Otra forma es crear su propio grupo
de poder con adherentes de la misma iglesia, quizás en contra de otra postura,
en contra del equipo pastoral o en contra del pastor. Cuando se forman dos
bandos en una iglesia y que no pueden o no quieren trabajar sus diferencias por
orgullo, el templo de Dios se destruye. No solamente un grupo considerable
puede abandonar la iglesia detrás de otro líder, sino esta división trae
también tanto descrédito sobre la iglesia y todas las iglesias cristianas. El
templo de Dios se destruye.
También podemos mencionar la
infiltración de otras ideas o doctrinas que no son bíblicas, o un énfasis
exagerado en ciertas doctrinas específicas, dejando al lado casi totalmente el
resto de lo que enseña la Biblia. Hace muchos años atrás asistimos a una
iglesia en que todas las prédicas del pastor todos los domingos eran el ABC del
evangelismo. Los miembros sabían de memoria cómo ser salvo, pero nada más. El
pastor era un evangelista de primera, pero no era maestro de la Palabra. Así que,
nos turnamos en la prédica, él con mensajes evangelísticos y yo con prédicas de
enseñanza.
Otras formas de dañar el templo de
Dios son la irresponsabilidad, no cumplir con las tareas que le corresponden,
picharse y borrarse de la iglesia por cualquier cosa que no le agrada, etc.
Esto último he visto en varias ocasiones que personas muy activas se salieron
de su ministerio y dejaron de asistir por meses, solo porque había algo que no
les agradaba en la enseñanza del pastor, en la organización de la iglesia, en
la práctica o las actividades de la iglesia, porque no se les hace caso como
quisieran, etc. Los motivos pueden ser muchos, pero la reacción es siempre
igualmente inmadura y dañina para el cuerpo de Cristo. ¿Honras tú el templo de
Dios? Si no, ¿qué deberías cambiar para que lo hagas?
Y tenemos todavía un tercer texto
que habla de la iglesia como el templo de Dios. Lo encontramos en la carta de
Pablo a los efesios.
F Ef 2.20-22
Aquí
Pablo también compara a la iglesia con un edificio o una construcción. Sabemos
que uno de los elementos principales de cualquier edificación es el cimiento.
Jesús mismo mencionó en su parábola de los dos constructores que sin un
fundamento adecuado, la casa no perdura. Tanto Jesús en esa parábola como Pablo
en este texto de Efesios identifican el fundamento como la obediencia a la
Palabra de Dios. Pablo menciona aquí como fundamento a los apóstoles y
profetas. Los apóstoles eran los discípulos de Jesús, con la inclusión también
de Pablo, aunque él no se consideró digno de ser contado entre ellos (1 Co
15.9). Los profetas eran los que entregaban mensaje de Dios al pueblo. Es
decir, los apóstoles y los profetas eran los que se dedicaban a enseñar el
camino de Dios a la gente. Serían hoy los maestros y predicadores que exponen
cuidadosa y meticulosamente la Palabra de Dios a la iglesia. Su enseñanza es un
fundamento sólido sobre el cual una iglesia se puede desarrollar adecuadamente.
Una iglesia que no tiene una clara enseñanza bíblica tiene alta probabilidad de
convertirse en un club cristiano con el único fin de entretener a la gente.
Sigo considerando muy adecuada la elección de un nombre para nuestras iglesias
que hizo el Dr. Arnoldo Wiens a inicios de la década de los 90 cuando impuso
contra toda objeción el nombre “Iglesia Evangélica Bíblica” de tal o cual
barrio. Y desde entonces, la Biblia siempre ha sido el elemento crucial en
todas las iglesias. Mucho énfasis se le ha dado al estudio de la Palabra de
Dios ya por más de 30 años. Y seamos muy celosos de esta característica de la
gracia de Dios sobre nuestras iglesias para seguir siendo bíblicas todo el
tiempo.
Pero
la enseñanza de los apóstoles y profetas no surgió de su propia imaginación. En
el fundamento que su enseñanza formó, Cristo es el elemento principal, la
“piedra angular” como Pablo la llama. Por eso él puede escribir a los
Corintios: “…nadie puede poner otro
fundamento que el que ya está puesto, que es Jesucristo” (1 Co 3.11 – DHH).
Cristo y su Palabra deben ser siempre el centro y la base de toda enseñanza y
de la vida completa de una iglesia. Si hay esta base, pueden venir tormentas y
problemas que quizás causen daño al templo de Dios, pero no lo podrán destruir
por completo. Esta es, precisamente, la enseñanza central de la parábola de los
dos constructores.
¿Por
qué la iglesia no será destruida? “En él [Cristo]
todo el edificio, bien ensamblado, va
creciendo hasta ser un templo santo en el Señor” (v. 21 – RVA2015). Los que
entienden algo de construcción saben cómo se conecta toda la estructura
firmemente con todas las partes, empezando desde las zapatas en el cimiento, el
encadenado, las columnas y la loza. Todo está cuidadosamente armado y unido, de
modo que, junto con el hormigón, constituya una estructura capaz de resistir
cualquier cosa. Así es necesario que toda la iglesia —cada hermano con todos
los demás— esté firmemente unida entre sí y con Cristo para que pueda crecer
sostenidamente, contra vientos y marea. No significa que todos deban pensar y
actuar uniformemente, porque esto haría que la iglesia se vuelva unilateral —sin
equilibrio— lo que, a la larga, llevaría a un derrumbe de la misma. Significa
que en medio y a pesar de ser y pensar diferentes, la presencia del Espíritu
Santo pueda ser el hormigón que le da tanta firmeza a la estructura de modo que
estas diferencias no sean ninguna amenaza sino, más bien, constituyan el
equilibrio que necesita la iglesia. Y por su gracia, Dios va limando las
asperezas hasta que estas diferencias lleguen a ser complementos perfectos el
uno del otro y fortalezcan mucho más una pared como si todos los ladrillos
estuvieran en línea uno encima del otro.
El
apóstol Pedro también usa la imagen de una construcción, y dice que dentro de
ella todos somos “piedras vivas” (1 P 2.5). Imagínense un ladrillo vivo.
Estaría revolcándose todo el tiempo y protestando contra las esquinas y
asperezas de los ladrillos a su alrededor; que son pesados; que no se quieren
adaptar, etc. Y, finalmente, decide saltarse de la pared porque no aguanta a los
ladrillos a su alrededor. ¿Cómo quedaría esa pared con el hueco dejado por ese
ladrillo? Sufriría daño considerable, perdiendo valiosa estabilidad. Así es en
una iglesia cuando el templo de Dios sufre daño por nuestro egoísmo y orgullo.
Pero si nos mantenemos bien ensamblados unos con otros y cimentados en Cristo,
la construcción sigue levantándose. Es un proceso, a veces lento y complicado.
Somos una obra en constante progreso. Pero la construcción del templo de Dios
va avanzando, para honra y gloria del Constructor en Jefe, el Señor Jesucristo.
“En él también ustedes se unen todos
entre sí para llegar a ser un templo en el cual Dios vive por medio de su
Espíritu” (v. 22 – DHH). Esto me da la imagen de un ambiente bien cerrado y
firmemente unido que formamos entre todos para que esta estructura pueda
contener al Espíritu Santo. ¿Y si algunas de las piedras se niegan a ocupar el
lugar que les corresponde y se produce un hueco? ¿Habrá una “fuga de Espíritu”?
No lo sé. Creo que la gracia de Dios es mayor que este hueco, pero de causar
daño sí lo causa.
¿Honras
tú el templo de Dios, su iglesia? ¿Ocupas tú el lugar que te corresponde?
¿Estás firmemente integrado con los demás hermanos y con Cristo, creciendo en
el conocimiento y la obediencia a su Palabra? No estoy hablando de perfección.
Todos, sin excepción, cometemos errores y nos ponemos tercos algunas (muchas)
veces. Estoy hablando más bien del deseo de mi corazón, de mi enfoque en la
vida. El domingo pasado hablamos de que estamos en este mundo para el único
propósito de poner en alto el nombre de nuestro Dios y de honrarlo con cada
aspecto de nuestra vida. También en eso no somos acabados todavía, sino
seguimos creciendo. Mientras no se instale en ti una indiferencia, apatía o
incluso rebelión hacia Dios y su iglesia, estás en buen camino, el camino de la
gracia de Dios que levanta una y otra vez al que ha caído, al ladrillo que
saltó de su lugar, y lo vuelve a poner en el muro para que siga colaborando con
el crecimiento de la iglesia. ¿Qué te está hablando Dios en este momento? ¿Qué
vas a hacer al respecto? Y si no conoces todavía personalmente al Constructor
en Jefe, si no le abriste tu vida para que te transforme también a ti, hazlo en
este momento.
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