En el colegio, los momentos de
máximo terror vivíamos cuando entraba el profesor y decía: “Guarden sus cosas y
saquen una hoja…” ¡Socorro! Esto significaba una sola cosa: examen sorpresa. En
el caso de ustedes ya no es sorpresa porque ya me han escuchado hacerlo
anteriormente y, encima, les avisé ayer ya en el grupo. Así que, ¿de qué
hablamos el domingo pasado? (Del templo de Dios.) ¿Qué fue lo que más les llamó
la atención? (La necesidad de estar firmemente unidos entre nosotros y cimentados
en Cristo como para ser una construcción sólida; la base que es la obediencia a
la Palabra de Dios.) ¿Y qué han hecho respecto a esto lo que les llamó la
atención?
Les voy a confesar algo. Soy muy
malo para recordar nombres. A veces parece que se me borra todo y no recuerdo
más ni un nombre. A todas las personas que quiero mencionar en una
conversación… ¡hule! Pero lo bueno es que aquí en la iglesia eso no es
problema. Simplemente digo: “¡Hermano!, ¿cómo estás?”, y solucionado el
problema. El hermano está feliz que yo le saludé, yo soy feliz que él también
se llama “hermano”, y nadie se dio cuenta que ni rastro de recordar su
verdadero nombre. Pero me consuela que a la inversa también es así. Habíamos
estado ya por años en una iglesia, y cuando una vez en un culto todos tenían
que llenar cierto formulario que incluía también un espacio para poner el
nombre del pastor, en el silencio se escuchó de repente a una persona decir:
“¿Cómo se llama el pastor?”
Pero, ¿por qué nos referimos unos a
otros con el término “hermano/a”? Según el diccionario, “el hermano o la
hermana de una persona es otra que tiene, al menos, un mismo progenitor” (https://es.wikipedia.org/wiki/Hermano).
En lo espiritual, esto es precisamente nuestra característica: todos los que
hemos aceptado a Cristo como nuestro Señor y Salvador tenemos a Dios el Padre
como nuestro progenitor. Él nos ha hecho nacer espiritualmente, y ahora somos
sus hijos y hermanos entre nosotros. Jesús le dijo a Nicodemo: “Lo que nace de padres humanos, es humano;
lo que nace del Espíritu, es espíritu” (Jn 3.6 – DHH). Así que, cada vez
que tú le dices “hermano/a” a alguien, estás proclamando una tremenda verdad
espiritual.
¿Y cómo llamamos, en lo carnal, el
conjunto de hermanos con sus progenitores? Es la familia. Y la Biblia usa esa
imagen también para referirse a la iglesia. Veamos.
F Ef 2.18-19
“Cristo
les trajo la Buena Noticia de paz tanto a ustedes, los gentiles, que estaban
lejos de él, como a los judíos, que estaban cerca. Ahora todos podemos tener
acceso al Padre por medio del mismo Espíritu Santo gracias a lo que Cristo hizo
por nosotros. Así que ahora ustedes, los gentiles, ya no son unos desconocidos
ni extranjeros. Son ciudadanos junto con todo el pueblo santo de Dios. Son
miembros de la familia de Dios” (Ef 2.17-19 – NTV).
En
el Antiguo Testamento, Dios era un Dios casi exclusivo para los hebreos o
judíos. Digo exclusivo en el sentido que él se quería revelar y relacionar con
el resto del mundo a través de su pueblo Israel. Él no rechazaba a los gentiles
que querían adorarlo. Hay varios ejemplos en el Antiguo Testamento de
extranjeros que veneraban y adoraban al Dios de Israel. El oficial sirio Naamán
incluso se llevó un poco de tierra de Palestina a su país para tener dónde
arrodillarse para adorar a Dios. Pero a pesar de todo, los gentiles eran siempre
todavía una especie de categoría diferente. En el templo de Herodes en el
tiempo de Jesús había un “atrio de los gentiles” donde todo el mundo podía
entrar, también los gentiles, como dice su nombre. Pero no era parte todavía del
templo en sí. Había un muro de poco más de un metro de alto con varias
aberturas para que la gente pueda pasar a los recintos propios del templo.
Había letreros por todos lados que advertían a los gentiles que estaba
prohibido el paso para ellos bajo pena de muerte. Ese es el área en el que
Jesús echó a los cambistas y volcó todas sus mesas. A lo que quiero llegar es
que para un gentil no era imposible llegar a Dios, pero no era lo mismo que
para un judío. Pero ahora, dice nuestro texto, esa barrera ya no existe más.
Precisamente en la carta a los efesios, pocos versículos antes de nuestro texto,
Pablo habla muy detenidamente de esa pared de separación: “Cristo … hizo de judíos y de no judíos un solo pueblo, destruyó el
muro que los separaba y anuló en su propio cuerpo la enemistad que existía …. y
con su muerte en la cruz los reconcilió con Dios, haciendo de ellos un solo
cuerpo” (Ef 2.14, 16 – DHH). Por esta acción reconciliadora de Jesús, ahora
los gentiles tenemos el mismo derecho de acceso a Dios y de pertenecer a su reino.
Ya no somos un cuerpo extraño. Ya no hay un atrio de los gentiles, sino todos
por igual tenemos acceso a la presencia misma de Dios. ¡Qué bendición más
grande! Y no es solo un blanqueo que Dios hizo de nosotros, levantando ciertas restricciones
a los extranjeros que fuimos antes. Los de ustedes que han vivido un tiempo en
otro país saben lo complicado que pueden ser ciertas cosas para uno como
extranjero. En Bolivia tengo ahora la radicatoria permanente. Esto quiere decir
que hasta el fin de mi vida puedo vivir, viajar y trabajar libremente en
Bolivia y entrar y salir del país como quiera. Pero sigo siendo extranjero.
Sigo teniendo ciertas restricciones en lo económico, por ejemplo, no puedo
votar en las elecciones generales, etc. Estoy en una situación intermedia entre
extranjero recién llegado al país y un nacional. Pero Dios no tiene esa
situación intermedia. De extranjeros pasamos a ser conciudadanos del reino de
Dios. Y el trámite de nacionalización consistió simplemente en decir: “Jesús,
he pecado. Perdóname y entra a mi vida.” Y con esto ya obtuve el pasaporte
celestial. “…a quienes lo recibieron y
creyeron en él, les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios”
(Jn 1.12 – DHH). Verdaderamente, ¡qué privilegio! Y Pablo dice: “…todos ustedes son hijos de Dios por la fe
en Cristo Jesús” (Gl 3.26 – RVC).
Pero
esa imagen de la nacionalidad puede ser todavía algo bastante frío. Pablo usa
luego otra imagen mucho más íntima: la de una familia. Los lazos familiares
deberían ser los más estrechos e íntimos que existen. Por supuesto que en este
mundo caído esto muchas veces no es así, pero en el reino perfecto de Dios sí
lo es. Pertenecer a la familia de Dios, tener comunión con él y con el resto de
la familia supera lejos la unidad de la mejor familia de esta tierra. “Miren cuán grande amor nos ha dado el Padre
para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn 3.1 – RVA2015). Y esa familia
de Dios se manifiesta aquí en la iglesia. Al hablar de la familia de Dios no
estamos hablando de algo romántico y abstracto en el más allá. Quizás nos la
imaginamos en el cielo, vestidos con túnicas blancas, sentados con Jesús a la
mesa, mientras unos angelitos con trompetas en las manos vuelan alrededor,
encargándose de la música ambiental. Sí, algún día experimentaremos algo así,
pero incomparablemente mejor. Pero ya aquí y ahora pertenecemos a la familia de
Dios, y los que comparten con nosotros esa familia son los que están sentados
alrededor de ti. Y ahí puede que se termina todo romanticismo. En vez de
trompetas hay trompadas. Pero estos hermanos visibles a tu alrededor son la
escuela de Dios que te prepara para la experiencia familiar en el cielo. Si
quieres alabar a Dios en el cielo junto a un mar de otros hijos de él, harás
bien en aprender a hacerlo con otros 40 hijos de él que domingo a domingo se
encuentran en el mismo templo. Ellos son tu familia. ¿Puedes decir que tienes
con las personas a tu lado y detrás y delante de ti una relación más cercana
que con tu familia sanguínea? ¿O igual que con tu familia? Quizás necesitas
trabajar en tu relación con ciertos miembros de la iglesia que preferirías ver
saliendo que llegando. ¿Cómo van a decir que tienen el mismo Padre a quien
pretenden adorar cuando no se pueden ver ni en figuritas con la otra persona? No
podrán orar entonces: “Padre nuestro que estás en los cielos…” (Mt
6.9 – RV95). Claro, siempre nos consideramos como que nosotros somos el hijo legítimo de ese Padre, y que tal otra
persona es un impostor, un mentiroso. ¿Y qué si de repente es justo al revés?
Por supuesto que no vamos a tener con todos el mismo tipo de relación o la
misma cercanía. Entran a jugar ahí muchos otros factores como temperamento,
intereses, edad, etc. Pero si persiste una relación dañada que no se logra
restaurar, debería hacerte sonar la alarma de que algo debe suceder. Dice la
Biblia: “Hasta donde dependa de ustedes,
hagan cuanto puedan por vivir en paz con todos” (Ro 12.18 – DHH).
También
puede darse el caso en que hay una relación más cercana con los hermanos de la
iglesia que con los hermanos carnales. Muchas veces he escuchado a personas
decir: “Esta iglesia es mi verdadera familia. No tengo nadie aparte de los
hermanos.” Las causas de esta situación pueden ser muy variadas, pero bienaventurada
la persona que tenga una familia espiritual con la cual se identifica y se compromete.
Hemos cantado recién: “¡Qué maravilla es tener una familia, una familia en
Cristo Jesús!” ¡Gracias a Dios por este invento maravilloso de la iglesia!
El
llegar a formar parte de una familia normalmente ocurre a través del
nacimiento. Ya mencionamos que Jesús mismo habló del nuevo nacimiento, un
nacimiento a la esfera espiritual, como el ingreso al reino de Dios: “Te aseguro que el que no nace de nuevo, no
puede ver el reino de Dios” (Jn 3.3 – DHH), dijo Jesús a Nicodemo. Pero
también se puede llegar a pertenecer a una familia mediante la adopción, un
proceso legal que permite que uno oficialmente pueda llegar a formar parte de
otra familia que no está formada por uno o ambos de los progenitores. También
esa imagen usa la Biblia para la familia de Dios: “Antes de la creación del mundo, Dios decidió adoptarnos como hijos
suyos a través de Jesucristo. Eso era lo que él tenía planeado y le dio gusto
hacerlo” (Ef 1.5 – PDT). Jesucristo es y será el Hijo unigénito de Dios (Jn
3.16), y nadie podrá jamás usurpar esta posición. Pero al aceptar el sacrificio
de Jesús a favor de la humanidad, llegamos a convertirnos en hermanos de
Cristo. Pablo, citando textos del Antiguo Testamento, escribe a los corintios: “…dice el Señor: ‘Salgan … y apártense; no
toquen nada impuro. Entonces yo los recibiré y seré un Padre para ustedes, y
ustedes serán mis hijos y mis hijas…’” (2 Co 6.17-18 – DHH). Y también en
esta imagen la Biblia nos aclara que Dios no solo nos acerca un poco más a un
estado intermedio, con ciertos beneficios limitados, sino nos hace legal y
plenamente sus hijos con todos los derechos, incluyendo la herencia: “…ustedes no han recibido un espíritu de
esclavitud que los lleve otra vez a tener miedo, sino el Espíritu que los hace
hijos de Dios. Por este Espíritu nos dirigimos a Dios, diciendo: “¡Abbá!
¡Padre!” Y puesto que somos sus hijos, también tendremos parte en la herencia
que Dios nos ha prometido, la cual compartiremos con Cristo…” (Ro 8.15, 17
– DHH). Quizás nunca suceda que de repente recibamos una llamada que nos
anuncia que un pariente lejano del cual poco o nada sabíamos nos ha dejado una
herencia millonaria, pero aquí les anuncio una herencia mucho mayor y que será
para toda la eternidad. Dios nos heredó todo su reino. Ya ahora podemos
disfrutar de una vida nueva y del perdón de pecados, y lo que nos espera más
allá de la muerte supera toda nuestra capacidad de comprensión. Dice la Biblia:
“Ningún ojo ha visto, ningún oído ha
escuchado, ningún corazón ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo
aman” (1 Co 2.9 – NVI). ¡Qué privilegio sin igual pertenecer a la familia
de Dios!
Pero
pertenecer a una familia no tiene solo privilegios. También tenemos deberes que
cumplir. En toda familia humana se va a exigir de los hijos que honren, respeten
y obedezcan a sus padres. Es exactamente lo mismo en la iglesia, la familia de
Dios. No puedo convertir mi relación con Dios en negocio y gua’u aceptar a Jesús como mi Señor y Salvador solo para obtener el
pasaje al cielo, pero después vivir como me dé la gana. Dios no es un
expendedor automático para suplir todos nuestros caprichos, con tal de echar
una oración por la ranura correspondiente. Él es el Dios soberano, el Rey del
universo, Creador del cielo y de la tierra, el Poder absoluto y nuestro Padre
amoroso que merece todo nuestro respeto, nuestra adoración y nuestra
obediencia, no por capricho, sino por amor.
Además,
tenemos obligaciones unos con otros. En una familia convencional nos respetamos
y ayudamos también entre hermanos. ¿Por qué debería ser diferente en la familia
de Dios? Dice la Biblia: “…mientras
tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, y especialmente a los de casa,
que son nuestros hermanos en la fe” (Gl 6.10 – BLA). Una versión en inglés
dice: “Si tenemos la oportunidad de hacer
el bien a alguien, debemos hacerlo. Pero debemos dar especial atención a
aquellos que están en la familia de creyentes” (ERV – traducción propia).
Es decir, nuestra primera responsabilidad para ayudar al prójimo es a alguien
de la iglesia. Si nos da la capacidad de ayudar más allá de eso, también
ayudamos a otros. La iglesia debería ser siempre un lugar de auxilio donde
el/la hermano/a pueda refugiarse en medio de su necesidad. Pero, esto no
significa que la iglesia deba ser un banco que regale plata a todos que creen
necesitarla o que supla todas las necesidades. Este no es el llamado de la
iglesia. Nuestro llamado es tener un oído y un corazón abierto y buscar cómo
poder colaborar con algunas de las tantas necesidades genuinas del prójimo.
Una
vez hace ya tiempo atrás alguien me insistió que la iglesia donde esa persona
era miembro le debía ayudar con algo de dinero, ya que por un tiempo no había
pagado más las cuotas de su celular y estaba a punto de perderlo. Tratamos sin mayor
éxito de hacerle entender que las ofrendas y diezmos de los demás no eran para
este tipo de situaciones. Pero, por más que el motivo no fue el correcto, lo
que sí fue correcto que esta persona acuda a la iglesia en busca de ayuda.
¿Acaso
es poca cosa pertenecer a la familia de Dios? Aquí, entre los miembros de esta
familia, puede que no siempre las cosas sean color de rosa, porque seguimos
siendo seres humanos con nuestros errores y debilidades. Pero a pesar de eso ya
tenemos en el bolsillo el acta de adopción de nuestro Padre Dios. Y esto es
algo imposible de dimensionar. Solo podemos caer de rodillas ante él y
agradecerle por semejante misericordia. Y después buscar maneras de cómo poder
responder con obediencia y compromiso a semejante amor. “Nosotros amamos porque él nos amó primero” (1 Jn 4.19 – RVA2015),
escribe el apóstol Juan. Y ese amor de Dios en nosotros nos capacitará para
amar también a otros, incluyendo a los que nos cuesta aceptar como miembros de
la misma familia.
¿Qué
te está hablando Dios en este momento? ¿Qué vas a hacer al respecto? Si tienes
algo para tomar apuntes, escribe las medidas que vas a implementar a partir de
hoy para evidenciar que perteneces a la familia de Dios. Y si no perteneces
todavía a la familia de Dios aprovechá ahora la oportunidad de entrar,
declarando tu necesidad del perdón de Dios, tu necesidad de que Jesús se haga
cargo de tu vida y pidiéndole que te limpie de todo pecado y te haga un hijo de
Dios. ¡Y el milagro ocurrirá! Y si me escuchan llamarlos “hermano/a”, no
piensen que me he olvidado de su nombre, sino tómenlo como una grata expresión de
que los dos pertenecemos a la misma familia.
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