Hace un año atrás, en mi primera
prédica como pastor instalado en esta sede solo minutos atrás, hablé sobre 1
Pedro 4.10 que dice que “cada uno ponga al servicio de
los demás el don que ha recibido” (v. 10 – RVA2015). Mi intención era motivar
a todos a colaborar activamente con el trabajo de la iglesia. Hoy tenemos un
evento especial, diferente al resto de todo el año. Queremos mirar atrás a un
año de trabajo, ver dónde estamos y a dónde nos dirigimos.
¿Pero
cuál es o cuál debería ser el trabajo
de la iglesia? Tenemos en la Biblia una descripción de lo que fue el trabajo de
Jesús cuando él estuvo en esta
tierra. Mateo tiene la característica de cada tanto hacer un resumen en un solo
versículo de cosas que sucedían a su alrededor. Y de esta manera también
resumió el trabajo de Jesús en pocas palabras, con una exhortación posterior a
los discípulos. Lo encontramos en el capítulo 9 de su evangelio, los versículos
35-38.
F Mt 9.35-38
El ministerio de Jesús era
ambulatorio. Él recorría la zona de su ministerio de un lado al otro. Muy raras
veces salió de las fronteras del país a zonas vecinas. En esa recorrida, según
este texto de Mateo, se concentró en tres actividades principales: enseñar,
predicar el Evangelio (evangelizar) y sanar (incluyendo la expulsión de
demonios). Todo lo que leemos en los Evangelios acerca de las actividades de
Jesús se puede agrupar bajo estas tres actividades. Realmente, Mateo ha hecho
un excelente resumen de todo el ministerio de Jesús.
Ahora, esto fue el trabajo que
realizó Jesús, pero, ¿cuál es el trabajo de la iglesia? Jesús, al interceder
por sus seguidores, le dijo al Padre: “Tal
como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo” (Jn 17.18 –
RVC). Es decir, la misión que Cristo había recibido de su Padre, la transmitió luego
a sus seguidores para que su obra continúe después de su regreso al Padre, con
la excepción de la salvación que él ya completó de una vez por todas. La
iglesia debe seguir haciendo de algún modo lo que Jesús hizo. Jesús mismo había
dicho: “…todo el que crea en mí hará las
mismas obras que yo he hecho y aún mayores” (Jn 14.12 – NTV). Luego, en la
Gran Comisión (Mt 28.18-20), Jesús llegó a especificar muy claramente la misión
de la iglesia. ¿Cuál es? Lastimosamente las traducciones en castellano no nos
ayudan a entender el énfasis que hace el texto griego. En griego, el único
verbo real y activo es “hagan discípulos”. Todos los demás no son verbos
activos, sino gerundios, o sea, una (de)formación del verbo que tiene la
función de explicar algo. La Gran Comisión nos ordena a hacer discípulos y nos explica
de qué manera lo podemos hacer: yendo, bautizando y enseñando. Muchas veces se
pone mucho énfasis en el “ir”, en movilizarse con el fin de hacer misiones o de
evangelizar. Y no está mal, pero el sentido del texto es mucho más amplio que
esto. El texto nos indica que aprovechemos nuestro paso por el día —mientras
vamos yendo— para hacer discípulos a quienes él pone en el cruce con nuestro camino:
a personas en la parada o el colectivo, colegas de trabajo o de estudio, al
despensero, a algún cliente, a la vecina que viene para un tereré, etc. Toda
ocasión es buena para hacer discípulos, y todo don que el Señor nos ha dado es
apto para eso. Si no sabes predicar, ni hablar en público, ni evangelizar; si
cuando cantas los demás salen huyendo, todo eso no importa. Si sabes servir al
prójimo o ser hospitalario, estás transmitiendo el amor de Cristo y estás
participando activamente de la tarea de hacer discípulos. Vive conscientemente
tus fortalezas para impactar la vida de los que te rodean. De esta manera, cada
culto, cada reunión de oración, cada reunión de jóvenes o lo que fuese se
convierte en algo que nos impulsa a ser mejores seguidores o discípulos de
Cristo. En otras palabras: cada culto es una forma entre muchas con la que la
iglesia cumple la Gran Comisión.
Al emplear de esta manera nuestros
dones con el objetivo de hacer discípulos, de repente notaremos también la
enorme necesidad que hay en las personas “desamparadas
y dispersas, como ovejas que no tienen pastor” (v. 36 – RVC). Y notaremos
también la urgencia de hacer algo por esta multitud. Y quizás tendremos un
montón de ideas de lo que se “podría” hacer o lo que se “debería” hacer y que
“alguien” debería llevar a cabo, pero ¡o sorpresa!, “la cosecha es mucha, pero los trabajadores son pocos” (v. 37 –
DHH). Ese “alguien” que “debería” hacerlo, no aparece. Sorpresivamente, el
hermano “Alguien” se fue de vacaciones. Unos pocos obreros quedan y se están
matando por exceso de trabajo mientras los demás miran desde el costado,
criticando el trabajo que hacen. O se especializan en directores técnicos que
les indican a los que están en el campo qué deberían estar haciendo en lugar de
perder tiempo con tal o cual “gavilla” que pretenden cosechar.
¿Y qué podemos hacer en tal caso? En
primer lugar, debemos darnos cuenta de que el campo a cosechar le pertenece a
Dios y él es el que llama a los obreros. No podemos obligar a nadie a ser
obrero en la cosecha de Dios. Podemos invitar, motivar, animar, concienciar y
todo lo demás que se nos ocurra hacer con el prójimo, pero no podemos empujarlo
a la fuerza al campo. Más bien, debemos dejar a Dios que él lo haga. Pero sí
tenemos una herramienta muy poderosa en nuestra mano: la oración: “Rueguen al dueño de los campos que envíe
trabajadores para su cosecha” (v. 38 – BNP). ¿Habrá demasiado pocos hijos
de Dios involucrados activamente en la obra de Dios porque no pedimos lo
suficiente por obreros? No lo sé, pero nunca está de más pedir a Dios por que
las personas a las que él llama puedan responder con “Sí” y no con una excusa
piadosa. Pero puede suceder que, al estar orando por gente que se involucre en
la obra de Dios, se nos imponga con una insistencia imposible de esquivar la
pregunta: “¿Acaso soy yo, Maestro”
(Mt 26.25 – BLPH)?
El martes pasado, en la tan
bendecida reunión de estudio bíblico y oración, una hermana compartió su
quebranto por precisamente esta pregunta. Comentó que tanto se había hablado ya
de la necesidad de personas para tal o cual ministerio, y que de repente ella se
preguntó: “¿Y qué estoy haciendo yo por la iglesia?” Esto es muy a menudo la
consecuencia de estar pidiéndole al Señor por alguien que haga tal o cual
trabajo. Puede que el Señor responda: “Y hazlo tú. Sé tú mismo la respuesta a
tu oración.” Porque, si algo te pesa en el corazón, es porque tienes un don o
una habilidad para tal área y que te hace sensible a alguna necesidad que hay.
Alguien que no tiene ese don, puede chocarse con la necesidad y aun así no
percatarse de ella. Así que, si algo te quebranta, es muy posible que el Señor
quiere que hagas algo al respecto. A veces es peligroso orar. ¿No será por eso
que tan poco oramos por obreros; por miedo a que nos envíe a nosotros? ¡Pero
qué bendición es ser considerados dignos por parte del Señor de trabajar en su
reino! Así que, el “peligro” de orar por obreros resulta ser una tremenda
bendición para nosotros. Más tarde vamos a ver varias áreas en las que faltan
urgentemente obreros en la sede Parque del Norte.
Si ahora unimos la Gran Comisión con
1 de Pedro 4.10 podríamos decir: “Cada uno, haga discípulos con el don que ha
recibido.” ¿Cuál es tu don? ¿Qué es lo que te quebranta? ¿Qué es lo que te
gusta hacer? ¿Qué es lo que te resulta fácil? ¿Qué es por lo que te agradece la
gente o por lo que te admira? ¿Y cómo puedes usar esa cualidad para hacer
discípulos? ¿De qué manera puedes tocar las vidas de las personas, bendecirlas
con el amor de Cristo? No creas la mentira del enemigo de que tú no tienes nada
que aportar; que es demasiado poco lo que tú puedes hacer. Con creer eso, el
enemigo ya te desarmó y te puso fuera de combate. Así ya no eres ninguna
amenaza para él. No preguntes cuánto es lo que tienes para dar. Los discípulos
también argumentaron decepcionados: “¿Qué
es esto [5 panes y 2 peces] para
tanta gente” (Jn 6.9 – DHH)? Y vieron luego lo que era esa cantidad
decepcionante en las manos del Señor. No importa cuánto es lo que puedes dar,
sino a quién se lo estás dando. Si das lo que tienes al Señor, él puede usarlo
para alimentar a 5.000 personas o más. Pruébalo. No te quedes ahí, guardando tu
talento en un pañuelo bajo tierra, sino ponlo al servicio del Señor. Te
quedarás con la boca abierta de lo que el Señor hará con lo que te pareció ser
tan poco. Yo sé de lo que hablo, porque lo vivo cada día poniendo mis debilidades
en manos del Señor. La clave no eres tú, no son tus habilidades, no es la
cantidad que puedes ofrecer. La clave es el Señor que es el dueño de la obra y
que multiplica y usa según sus propósitos lo que ponemos a su disposición. Si
le das 0 recursos, ni su poder de multiplicarlo por 1.000.000 no produce nada,
porque 0 x 1.000.000 = 0. Él no puede multiplicar lo que no le das. Pero dale
aunque sea 1, y te sorprenderás de la cantidad final que él hace surgir de ese
1.
La iglesia la componemos todos los
miembros. Y la iglesia puede funcionar únicamente si todos sus miembros
colaboran. Dios no llama a nadie a calentar sillas. Estas se calientan solos
con el sol que tenemos aquí. Alguien dijo que, si Dios quisiera que se
mantengan calientes los bancos de la iglesia, él hubiera contratado a unos
cuantos elefantes porque tienen un trasero más grande y abarcan más superficie
de los bancos. Si eres salvo y si perteneces a la iglesia de Cristo es para que
cumplas algún propósito por el cual el Señor te trajo a su reino. No te
avergüences de probar. No te avergüences de ofrecer tu ayuda en la iglesia.
Habla con el líder de alguno de los ministerios que presentaremos en instantes,
o ven a hablar conmigo. Por ejemplo, vamos a necesitar mucha gente para el
ministerio de servicios que abriremos este año. Necesitamos sonidistas que
puedan controlar los equipos de sonido. En mi informe luego vamos a mencionar
otras áreas más en las que necesitamos obreros para la cosecha o el trabajo tan
grande. Involúcrate. Y oremos al Señor para que impulse a más personas a que se
involucren en su obra.
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