¿Quién se acuerda del tema del domingo
pasado? La oración (vanas repeticiones). ¿Qué han hecho al respecto durante
esta semana?
No sé si les dolió el tema. A mí por
lo menos me agarró fuerte. Pero me temo que el tema de hoy va a doler mucho más
todavía. Pero es un dolor provocado por el Espíritu Santo con el fin de
introducir cambios y mejoras en nuestra vida. Y el tema lo va a introducir el
siguiente video:
FVideo “Trapos sucios” de Yesheis.
¿Alguien se sintió aludido? Este
video introduce ya el texto de hoy. Lo encontramos en Mateo 7.1-6.
F Mt 7.1-6
Jesús empieza esta enseñanza con la
prohibición de juzgar a otros. Lo que Jesús prohíbe aquí es un juicio malicioso
acerca de otros, movido por nuestro propio orgullo y arrogancia. No hace falta
imaginarnos una sala de juicio con un magistrado en bata negra que realiza un
procedimiento riguroso para declarar sentencia. El juicio del que habla Jesús
aquí puede tener una cara mucho más sutil – aunque a veces también puede ser
muy evidente y hasta grosero. Pero por lo sutil que puede ser es frecuentemente
mucho más difícil de identificar cuando estamos juzgándole a alguien. Pero cada
vez que emitimos una opinión acerca de las sábanas de los demás estamos
emitiendo un juicio. Y más que juicio, estamos declarando sentencia contra los
demás. Cada vez que comentas a otros “lo que escuchaste” acerca de fulano,
estás juzgándole a esa persona. Solo que no lo llamamos juicio malicioso, sino
“chisme”. Pero ya se dan cuenta que los chismes son juicios, precisamente del
tipo que Jesús está prohibiendo aquí. Y de esto no creo que alguien se salve.
Todos caemos en estos comentarios negativos de las debilidades de otros.
Pero el peligro de este tipo de
juicios no es solamente la sutileza con la que los realizamos, sino también la
base sobre la que se emite un juicio. En un juzgado, el juez no puede declarar
su propia opinión, sino tiene que regirse por lo que dice la ley. Pero cuando
nosotros condenamos al prójimo, ¿sobre la base de qué lo estamos haciendo?
Generalmente nosotros mismos y nuestra opinión somos la “regla de medir”; la
única ley necesaria como para condenar al prójimo. Y ¡oh sorpresa!, nunca el
otro saldrá con una nota superior a nosotros. O sea, establecemos nuestra
manera de pensar o de actuar como el 100%, el máximo alcanzable, como la medida
de la perfección, y a todos los demás los medimos a partir de nuestra supuesta
perfección. No lo vamos a decir de esta manera, pero esta es la actitud detrás
de este maldito vicio del chisme. Y al resaltar lo negativo del otro, nos
queremos poner en mejor luz a nosotros mismos. ¡Semejante nuestra arrogancia de
creernos superiores a los demás! Y aunque reconozcamos y admitamos esto, a los
5 minutos lo volvemos a hacer porque está tan profundo dentro de nosotros. Por
eso, todo lo que yo comento acerca de otros, dice más acerca de mí mismo que
del otro, porque revela el verdadero estado de mi corazón lleno de orgullo y
altanería que se cree mejor que los demás. Si no quieres revelar esto de ti,
mejor cierra la boca.
Justamente esto es lo que Jesús dice
a continuación: “No juzguen, para que no
sean juzgados. Porque con el juicio con que ustedes juzgan, serán juzgados; y
con la medida con que miden, serán medidos” (vv. 1-2 – RVC). ¿Cómo te
gustaría que la gente hable de ti? ¿Quisieras que mencionen cosas positivas,
que resalten tus virtudes, que elogien tus habilidades? ¿Sabes cómo conseguir
que hablen de ti de esta manera? Este versículo te da la respuesta: hablando de
esa misma forma de otros. ¿Qué nos pasa que lo que más fácilmente nos sale de
la boca es lo negativo acerca de otros? ¿Por qué no podemos resaltar más bien
lo positivo? ¿O acaso tenemos miedo de “salir perdiendo” ante las virtudes de
otros? Esto sería la prueba más contundente de que yo mismo no estoy tan
convencido de mis virtudes y que las necesito inflar artificialmente
contrastándolas con las debilidades de otros. Porque el que es seguro de sí
mismo y no tiene nada que perder, no tiene miedo de exaltar a otros. Jesús dice
muy claramente que otros hablarán de mí de la misma forma como yo hablo de
ellos. Es la ley de la siembra y la cosecha: voy a cosechar exactamente lo
mismo que yo he sembrado – y en cantidad mayor de lo que yo he sembrado. Jamás
vas a cosechar un solo mango por cada semilla que brota en tu patio. Siempre la
cosecha es el múltiplo de lo que has sembrado. Entonces, ¿quieres que la gente
hable bien de ti? Siembra palabras positivas acerca de ellos. Es muy sencillo.
Es la famosa “regla de oro” que Jesús cita en el pasaje siguiente al nuestro: “…hagan ustedes con los demás como quieran
que los demás hagan con ustedes” (Mt 7.12 – DHH). Es sencillo entenderlo,
pero muy difícil hacerlo.
En la iglesia…, ¿estamos libres del
chisme? ¡De ninguna manera! Es peor: espiritualizamos el chisme. Contamos lo
peor del(la) hermano(a) y le agregamos la frase purificadora de nuestro pecado
de chismerío: “Tenemos que orar por él(ella).” O sea, somos chismosos
espirituales o, en palabras de Jesús, sepulcros blanqueados. Así de sencillo, y
así de grave.
Otra forma muy apreciada entre los
cristianos de “chisme santo” es ir a hablarle al pastor de lo mal que se
comporta el(la) hermano(a) fulano(a): “Pastor, yo he visto al hermano tal con
cerveza en su mano. Tenés que hacer algo.” ¿Por qué digo que esto es “chisme
santo”? ¿Acaso no es señal de responsabilidad cristiana buscar ayuda para el
hermano caído? Bueno, ¿qué es lo que la Biblia prescribe para tales casos? Dice
Jesús unos capítulos más adelante: “Si tu
hermano hace algo malo, ve y habla a solas con…” el pastor (Mt 18.15 –
PDT). Lo siento, pero eso no es lo que dice el texto. Más bien
dice: “Si tu hermano hace algo malo, ve y
habla a solas con él. Explícale cuál fue el mal que hizo. Si te hace caso, has
recuperado a tu hermano.” Si no hace caso, ahí sí llegará un momento en que
hay que involucrar a otros en la búsqueda de una solución, pero si le hablas al
pastor, al diácono, al líder de ministerio o a cualquier otra persona sin antes
haber hablado con la persona en pecado, tú también estás en pecado, digno de
ser reprendido.
¿Cómo podemos combatir esta plaga
del chisme? Si alguien te comenta cosas negativas acerca de una persona que no
está presente, puedes responder: “Puede ser. Pero también ella tiene tales
virtudes, hace muy bien tales cosas y es bueno en tal o cual área.” Y vas a ver
que, si no se alimenta a los chismes, estos se mueren de hambre. Pero si
respondes con: “Y también dicen que…”, estás echando nafta al fuego. Con eso,
el chismerío toma vuelo que da miedo.
Ese “dicen que” es una manera
cobarde de ocultar mi pecado de chisme detrás de una máscara indefinida. ¿Quién
lo dice? No sé, cualquiera menos yo. Y así trato de ocultar mi complicidad en la
destrucción moral del prójimo. Con “Dicen que…” estoy disimulando que lo estoy
diciendo yo. Y ojo, esto puede traerte muy malas consecuencias. Si no te
consta, si no tienes pruebas de lo que estás diciendo, estás cometiendo el
delito de difamación y calumnia, y se te puede incluso iniciar un proceso
judicial por eso. Pero si sí tienes pruebas y lo comentas con otros, no estas
obedeciendo las indicaciones de la Palabra de Dios que acabamos de ver. Así
que, el juzgar a otros a través del chisme es asunto muy grave.
Si Jesús dice que se me medirá con
la misma medida que yo les aplico a otros, no lo harán solamente otras personas.
La voz pasiva “para que no sean juzgados”
(RVC) es una forma para referirse a que Dios mismo lo hará. Muchas versiones
traducen directamente: “No juzguen a los
demás, para que Dios no los juzgue a ustedes” (v. 1 – PDT). Nosotros mismos
determinamos qué opinión tendrán los demás acerca de nosotros, pero también qué
opinión tendrá Dios acerca de nosotros. Es entonces un motivo muy fuerte para
corregir nuestro modo de pensar acerca de los otros.
Jesús ilustra esta tendencia en
nosotros con una imagen intencionalmente exagerada, pero —precisamente por lo
exagerado— demasiado clara: “¿Por qué te
fijas en la pajita que tiene tu amigo en el ojo, pero no te das cuenta de la
viga que tienes en el tuyo” (v. 3 – PDT)? El mensaje es claro: ¿cómo te
atreverás a calificar las sábanas de los demás, teniendo delante de tus narices
semejante ventana sucia? Ya un poeta español declaró hace 200 años atrás que “…todo
es según el color del cristal con que se mira” (https://www.20minutos.es/cultura/blogs/yaestaellistoquetodolosabe/donde-surge-famosa-frase-todo-es-segun-color-cristal-con-que-se-mira-5625511/).
Lo he visto en estas últimas semanas entre mis vecinos que están buscando
opciones ante la falta de agua en nuestro barrio. Ha sido muy llamativo para mí
la forma en que cada uno ve las cosas y cómo juzga o evalúa todo de acuerdo a su
punto de vista. Uno cree saber con certeza de que la aguatería cierra deliberadamente
las conexiones de unos u otros. Y desde esta perspectiva interpreta y comenta
una y otra vez la falta de agua. Otro cree que con violencia se soluciona todo,
y en esa dirección van sus constantes sugerencias del modo de proceder para
volver a tener agua. Reaccionan y actúan de acuerdo a los colores de sus
respectivos anteojos. Y yo, con un color diferente, pienso: ‘¿Cómo pueden ellos
reaccionar, pensar o actuar de esa manera? Si las cosas en realidad son
totalmente diferentes.’ Y lo mismo piensan ellos de mí, porque tenemos cada uno
un lente diferente.
Todos tenemos ese anteojo de tal o
cual color. El color de ese anteojo se compone del temperamento de la persona,
de sus vivencias del pasado, de la forma en que ha sido educado, de sus
creencias, etc. Todo el conjunto de estas y otras variables da como resultado
el color del cristal a través del cual miro al mundo. Y no hay ningún problema
en eso, porque es inevitable tener ese lente. Es un hecho y punto. El problema
surge cuando creo que todos deberían tener mi color de lente, lo cual es
absolutamente imposible, porque el color lo determinan en la absolutamente
mayor parte variables subjetivas, muy propias de cada uno. Así que, es
totalmente imposible que uno pueda tener el color de lente de alguna otra
persona porque nadie comparte las mismas características personales con nadie. El
filósofo francés Voltaire lo expresó en estas palabras: “El sentido común es el
menos común de los sentidos” (https://lamenteesmaravillosa.com/por-que-el-sentido-comun-es-el-menos-comun-de-los-sentidos/).
Y hay mucha verdad en esto. Las huellas dactilares testifican que no hay dos
seres humanos idénticos en el mundo. Dios no trabaja con producción en serie.
Cada uno es un original y debe ser tratado y respetado como tal. Querer imponer
su propio anteojo a los demás es violencia contra las características
personales de ellos, negándoles el derecho de ser auténticos con
características propios. Sin embargo, es tan fácil querer evaluar, juzgar y
corregir al otro desde mi propia visión parcial del mundo, condicionada por mi
propia viga en mi ojo.
Así que, ¡mucho cuidado con los
trapos sucios del vecino! “¡Hipócrita!
Sácate primero la viga que tienes en tu ojo, para que puedas ver bien cuando
estés sacando la paja del ojo de tu hermano” (v. 5 – NBD). ¿Qué sucede
cuando limpio primero mi propia ventana o quito primero la viga de mi propio
ojo? En primer lugar, me vuelvo más humilde al reconocer que no son solamente
los demás que tienen trapos sucios.
En segundo lugar, me vuelvo más
comprensivo con las faltas de los demás. Creo que ya lo dije alguna vez que los
que más duramente critican a otros nunca se vieron a sí mismos en el espejo de
la Palabra de Dios.
Tercero, al sacar la viga de mi ojo
me vuelvo más cercano a la persona. La longitud de la viga establece una
distancia hacia la persona en cuestión porque le choco con mi viga al querer
acercarme. Pero al sacarla, puedo acercarme e indagar por qué la persona dijo o
reaccionó de cierta manera; cuál es el trasfondo de su reacción; qué quiso
decir con lo que dijo, etc. Esto me baja de la posición de juez duro e
insensible y me permite volverme afectivo; abrir mi corazón para entender el de
la otra persona; me hace más humano.
En cuarto lugar, quitar primero la
viga de mi propio ojo mejora mi vista. Así quizás me doy cuenta que el problema
¡había sido! no era de la otra persona sino se debía a la mala visibilidad a
causa de mi lente sucio. Como mi abuelo que pensó que el espejo retrovisor de
su auto se estaba volviendo opaco, hasta que se dio cuenta que la ventanilla
trasera estaba cubierta de polvo. Pero, si de verdad hay una suciedad en el ojo
ajeno, voy a poder ver con mayor claridad y nitidez, no para criticarle por esa
paja, sino para limpiar y sanar el ojo de esa persona. Es muy vergonzoso
descubrir, después de haber hablado tan mal de otra persona, que había sido fui
yo el que estaba entendiendo mal las cosas y juzgando basado en mis
suposiciones.
Es muy clara esta enseñanza de
Jesús. Sin embargo, él no prohíbe todo tipo de juicio. Esta prohibición no se
refiere a hacerse una opinión necesaria acerca de los demás, sino a la crítica
indebida que no toma en cuenta las debilidades de uno mismo; la que evalúa los trapos
sucios de la vecina sin mirar su propia ventana. Hay situaciones que requieren
que uno sí evalúe la situación de otros. Jesús mismo dijo en este Sermón del
Monte que reconoceríamos la condición espiritual de los demás por los frutos
que produce su vida (Mt 7.16, 20). Esto implica necesariamente hacer una
especie de juicio o evaluación de los demás, pero sobre una base objetiva y con
un propósito positivo.
Lo mismo requiere también lo que
Jesús dice en el último versículo de nuestro texto de hoy: de no dar lo sagrado
a los perros ni las perlas a los chanchos. Tanto los perros como los chanchos
eran animales impuros para los judíos. Jesús se refiere aquí a no desperdiciar
el Evangelio en personas que no lo saben valorar y se burlan de eso. El
Evangelio es de tanto valor que no puede ser puesto en manos de quienes lo
destrozarán. Esto sí que requiere de un juicio, pero es un juicio sumamente
difícil de hacer. ¿Quién soy yo para calificarle a alguien de “perro” o
“cerdo”, utilizando los términos de Jesús? Creo que nuestro deber es sembrar el
Evangelio en todo tiempo y lugar. Solo el Espíritu Santo puede conocer el
corazón de una persona. Pero sí puede haber momentos o casos en que él nos
lleva a la convicción de que ya se sembró lo suficiente y que tenemos que
esperar primero a que la persona responda. Si no reacciona positivamente a lo
que ya se sembró en ella, tampoco lo hará ante mayor insistencia. Mejor es
direccionar tiempo y esfuerzo a otras personas más receptivas, pero sin dejar
de orar por estos casos “en espera”.
“No
juzguen a otros, para que Dios no los juzgue a ustedes” (v. 1 – DHH). Ante
la gravedad de este asunto, sugiero que hagamos nuestra la oración del salmista
David: “Señor, ponle a mi boca un
guardián; vigílame cuando yo abra los labios” (Sal 141.3 – DHH); “Ayúdame, Señor, a mantener cerrada mi boca
y sellados mis labios” (NBV); “Toma
control de lo que digo, oh Señor, y guarda mis labios” (NTV). Amén.
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