lunes, 3 de marzo de 2025

Trapos sucios

 






            ¿Quién se acuerda del tema del domingo pasado? La oración (vanas repeticiones). ¿Qué han hecho al respecto durante esta semana?

            No sé si les dolió el tema. A mí por lo menos me agarró fuerte. Pero me temo que el tema de hoy va a doler mucho más todavía. Pero es un dolor provocado por el Espíritu Santo con el fin de introducir cambios y mejoras en nuestra vida. Y el tema lo va a introducir el siguiente video:

 

            FVideo “Trapos sucios” de Yesheis.

 

            ¿Alguien se sintió aludido? Este video introduce ya el texto de hoy. Lo encontramos en Mateo 7.1-6.

 

            F Mt 7.1-6

 

            Jesús empieza esta enseñanza con la prohibición de juzgar a otros. Lo que Jesús prohíbe aquí es un juicio malicioso acerca de otros, movido por nuestro propio orgullo y arrogancia. No hace falta imaginarnos una sala de juicio con un magistrado en bata negra que realiza un procedimiento riguroso para declarar sentencia. El juicio del que habla Jesús aquí puede tener una cara mucho más sutil – aunque a veces también puede ser muy evidente y hasta grosero. Pero por lo sutil que puede ser es frecuentemente mucho más difícil de identificar cuando estamos juzgándole a alguien. Pero cada vez que emitimos una opinión acerca de las sábanas de los demás estamos emitiendo un juicio. Y más que juicio, estamos declarando sentencia contra los demás. Cada vez que comentas a otros “lo que escuchaste” acerca de fulano, estás juzgándole a esa persona. Solo que no lo llamamos juicio malicioso, sino “chisme”. Pero ya se dan cuenta que los chismes son juicios, precisamente del tipo que Jesús está prohibiendo aquí. Y de esto no creo que alguien se salve. Todos caemos en estos comentarios negativos de las debilidades de otros.

            Pero el peligro de este tipo de juicios no es solamente la sutileza con la que los realizamos, sino también la base sobre la que se emite un juicio. En un juzgado, el juez no puede declarar su propia opinión, sino tiene que regirse por lo que dice la ley. Pero cuando nosotros condenamos al prójimo, ¿sobre la base de qué lo estamos haciendo? Generalmente nosotros mismos y nuestra opinión somos la “regla de medir”; la única ley necesaria como para condenar al prójimo. Y ¡oh sorpresa!, nunca el otro saldrá con una nota superior a nosotros. O sea, establecemos nuestra manera de pensar o de actuar como el 100%, el máximo alcanzable, como la medida de la perfección, y a todos los demás los medimos a partir de nuestra supuesta perfección. No lo vamos a decir de esta manera, pero esta es la actitud detrás de este maldito vicio del chisme. Y al resaltar lo negativo del otro, nos queremos poner en mejor luz a nosotros mismos. ¡Semejante nuestra arrogancia de creernos superiores a los demás! Y aunque reconozcamos y admitamos esto, a los 5 minutos lo volvemos a hacer porque está tan profundo dentro de nosotros. Por eso, todo lo que yo comento acerca de otros, dice más acerca de mí mismo que del otro, porque revela el verdadero estado de mi corazón lleno de orgullo y altanería que se cree mejor que los demás. Si no quieres revelar esto de ti, mejor cierra la boca.

            Justamente esto es lo que Jesús dice a continuación: “No juzguen, para que no sean juzgados. Porque con el juicio con que ustedes juzgan, serán juzgados; y con la medida con que miden, serán medidos” (vv. 1-2 – RVC). ¿Cómo te gustaría que la gente hable de ti? ¿Quisieras que mencionen cosas positivas, que resalten tus virtudes, que elogien tus habilidades? ¿Sabes cómo conseguir que hablen de ti de esta manera? Este versículo te da la respuesta: hablando de esa misma forma de otros. ¿Qué nos pasa que lo que más fácilmente nos sale de la boca es lo negativo acerca de otros? ¿Por qué no podemos resaltar más bien lo positivo? ¿O acaso tenemos miedo de “salir perdiendo” ante las virtudes de otros? Esto sería la prueba más contundente de que yo mismo no estoy tan convencido de mis virtudes y que las necesito inflar artificialmente contrastándolas con las debilidades de otros. Porque el que es seguro de sí mismo y no tiene nada que perder, no tiene miedo de exaltar a otros. Jesús dice muy claramente que otros hablarán de mí de la misma forma como yo hablo de ellos. Es la ley de la siembra y la cosecha: voy a cosechar exactamente lo mismo que yo he sembrado – y en cantidad mayor de lo que yo he sembrado. Jamás vas a cosechar un solo mango por cada semilla que brota en tu patio. Siempre la cosecha es el múltiplo de lo que has sembrado. Entonces, ¿quieres que la gente hable bien de ti? Siembra palabras positivas acerca de ellos. Es muy sencillo. Es la famosa “regla de oro” que Jesús cita en el pasaje siguiente al nuestro: “…hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes” (Mt 7.12 – DHH). Es sencillo entenderlo, pero muy difícil hacerlo.

            En la iglesia…, ¿estamos libres del chisme? ¡De ninguna manera! Es peor: espiritualizamos el chisme. Contamos lo peor del(la) hermano(a) y le agregamos la frase purificadora de nuestro pecado de chismerío: “Tenemos que orar por él(ella).” O sea, somos chismosos espirituales o, en palabras de Jesús, sepulcros blanqueados. Así de sencillo, y así de grave.

            Otra forma muy apreciada entre los cristianos de “chisme santo” es ir a hablarle al pastor de lo mal que se comporta el(la) hermano(a) fulano(a): “Pastor, yo he visto al hermano tal con cerveza en su mano. Tenés que hacer algo.” ¿Por qué digo que esto es “chisme santo”? ¿Acaso no es señal de responsabilidad cristiana buscar ayuda para el hermano caído? Bueno, ¿qué es lo que la Biblia prescribe para tales casos? Dice Jesús unos capítulos más adelante: “Si tu hermano hace algo malo, ve y habla a solas con…” el pastor (Mt 18.15 – PDT). Lo siento, pero eso no es lo que dice el texto. Más bien dice: “Si tu hermano hace algo malo, ve y habla a solas con él. Explícale cuál fue el mal que hizo. Si te hace caso, has recuperado a tu hermano.” Si no hace caso, ahí sí llegará un momento en que hay que involucrar a otros en la búsqueda de una solución, pero si le hablas al pastor, al diácono, al líder de ministerio o a cualquier otra persona sin antes haber hablado con la persona en pecado, tú también estás en pecado, digno de ser reprendido.

            ¿Cómo podemos combatir esta plaga del chisme? Si alguien te comenta cosas negativas acerca de una persona que no está presente, puedes responder: “Puede ser. Pero también ella tiene tales virtudes, hace muy bien tales cosas y es bueno en tal o cual área.” Y vas a ver que, si no se alimenta a los chismes, estos se mueren de hambre. Pero si respondes con: “Y también dicen que…”, estás echando nafta al fuego. Con eso, el chismerío toma vuelo que da miedo.

            Ese “dicen que” es una manera cobarde de ocultar mi pecado de chisme detrás de una máscara indefinida. ¿Quién lo dice? No sé, cualquiera menos yo. Y así trato de ocultar mi complicidad en la destrucción moral del prójimo. Con “Dicen que…” estoy disimulando que lo estoy diciendo yo. Y ojo, esto puede traerte muy malas consecuencias. Si no te consta, si no tienes pruebas de lo que estás diciendo, estás cometiendo el delito de difamación y calumnia, y se te puede incluso iniciar un proceso judicial por eso. Pero si sí tienes pruebas y lo comentas con otros, no estas obedeciendo las indicaciones de la Palabra de Dios que acabamos de ver. Así que, el juzgar a otros a través del chisme es asunto muy grave.

            Si Jesús dice que se me medirá con la misma medida que yo les aplico a otros, no lo harán solamente otras personas. La voz pasiva “para que no sean juzgados” (RVC) es una forma para referirse a que Dios mismo lo hará. Muchas versiones traducen directamente: “No juzguen a los demás, para que Dios no los juzgue a ustedes” (v. 1 – PDT). Nosotros mismos determinamos qué opinión tendrán los demás acerca de nosotros, pero también qué opinión tendrá Dios acerca de nosotros. Es entonces un motivo muy fuerte para corregir nuestro modo de pensar acerca de los otros.

            Jesús ilustra esta tendencia en nosotros con una imagen intencionalmente exagerada, pero —precisamente por lo exagerado— demasiado clara: “¿Por qué te fijas en la pajita que tiene tu amigo en el ojo, pero no te das cuenta de la viga que tienes en el tuyo” (v. 3 – PDT)? El mensaje es claro: ¿cómo te atreverás a calificar las sábanas de los demás, teniendo delante de tus narices semejante ventana sucia? Ya un poeta español declaró hace 200 años atrás que “…todo es según el color del cristal con que se mira” (https://www.20minutos.es/cultura/blogs/yaestaellistoquetodolosabe/donde-surge-famosa-frase-todo-es-segun-color-cristal-con-que-se-mira-5625511/). Lo he visto en estas últimas semanas entre mis vecinos que están buscando opciones ante la falta de agua en nuestro barrio. Ha sido muy llamativo para mí la forma en que cada uno ve las cosas y cómo juzga o evalúa todo de acuerdo a su punto de vista. Uno cree saber con certeza de que la aguatería cierra deliberadamente las conexiones de unos u otros. Y desde esta perspectiva interpreta y comenta una y otra vez la falta de agua. Otro cree que con violencia se soluciona todo, y en esa dirección van sus constantes sugerencias del modo de proceder para volver a tener agua. Reaccionan y actúan de acuerdo a los colores de sus respectivos anteojos. Y yo, con un color diferente, pienso: ‘¿Cómo pueden ellos reaccionar, pensar o actuar de esa manera? Si las cosas en realidad son totalmente diferentes.’ Y lo mismo piensan ellos de mí, porque tenemos cada uno un lente diferente.

            Todos tenemos ese anteojo de tal o cual color. El color de ese anteojo se compone del temperamento de la persona, de sus vivencias del pasado, de la forma en que ha sido educado, de sus creencias, etc. Todo el conjunto de estas y otras variables da como resultado el color del cristal a través del cual miro al mundo. Y no hay ningún problema en eso, porque es inevitable tener ese lente. Es un hecho y punto. El problema surge cuando creo que todos deberían tener mi color de lente, lo cual es absolutamente imposible, porque el color lo determinan en la absolutamente mayor parte variables subjetivas, muy propias de cada uno. Así que, es totalmente imposible que uno pueda tener el color de lente de alguna otra persona porque nadie comparte las mismas características personales con nadie. El filósofo francés Voltaire lo expresó en estas palabras: “El sentido común es el menos común de los sentidos” (https://lamenteesmaravillosa.com/por-que-el-sentido-comun-es-el-menos-comun-de-los-sentidos/). Y hay mucha verdad en esto. Las huellas dactilares testifican que no hay dos seres humanos idénticos en el mundo. Dios no trabaja con producción en serie. Cada uno es un original y debe ser tratado y respetado como tal. Querer imponer su propio anteojo a los demás es violencia contra las características personales de ellos, negándoles el derecho de ser auténticos con características propios. Sin embargo, es tan fácil querer evaluar, juzgar y corregir al otro desde mi propia visión parcial del mundo, condicionada por mi propia viga en mi ojo.

            Así que, ¡mucho cuidado con los trapos sucios del vecino! “¡Hipócrita! Sácate primero la viga que tienes en tu ojo, para que puedas ver bien cuando estés sacando la paja del ojo de tu hermano” (v. 5 – NBD). ¿Qué sucede cuando limpio primero mi propia ventana o quito primero la viga de mi propio ojo? En primer lugar, me vuelvo más humilde al reconocer que no son solamente los demás que tienen trapos sucios.

            En segundo lugar, me vuelvo más comprensivo con las faltas de los demás. Creo que ya lo dije alguna vez que los que más duramente critican a otros nunca se vieron a sí mismos en el espejo de la Palabra de Dios.

            Tercero, al sacar la viga de mi ojo me vuelvo más cercano a la persona. La longitud de la viga establece una distancia hacia la persona en cuestión porque le choco con mi viga al querer acercarme. Pero al sacarla, puedo acercarme e indagar por qué la persona dijo o reaccionó de cierta manera; cuál es el trasfondo de su reacción; qué quiso decir con lo que dijo, etc. Esto me baja de la posición de juez duro e insensible y me permite volverme afectivo; abrir mi corazón para entender el de la otra persona; me hace más humano.

            En cuarto lugar, quitar primero la viga de mi propio ojo mejora mi vista. Así quizás me doy cuenta que el problema ¡había sido! no era de la otra persona sino se debía a la mala visibilidad a causa de mi lente sucio. Como mi abuelo que pensó que el espejo retrovisor de su auto se estaba volviendo opaco, hasta que se dio cuenta que la ventanilla trasera estaba cubierta de polvo. Pero, si de verdad hay una suciedad en el ojo ajeno, voy a poder ver con mayor claridad y nitidez, no para criticarle por esa paja, sino para limpiar y sanar el ojo de esa persona. Es muy vergonzoso descubrir, después de haber hablado tan mal de otra persona, que había sido fui yo el que estaba entendiendo mal las cosas y juzgando basado en mis suposiciones.

            Es muy clara esta enseñanza de Jesús. Sin embargo, él no prohíbe todo tipo de juicio. Esta prohibición no se refiere a hacerse una opinión necesaria acerca de los demás, sino a la crítica indebida que no toma en cuenta las debilidades de uno mismo; la que evalúa los trapos sucios de la vecina sin mirar su propia ventana. Hay situaciones que requieren que uno sí evalúe la situación de otros. Jesús mismo dijo en este Sermón del Monte que reconoceríamos la condición espiritual de los demás por los frutos que produce su vida (Mt 7.16, 20). Esto implica necesariamente hacer una especie de juicio o evaluación de los demás, pero sobre una base objetiva y con un propósito positivo.

            Lo mismo requiere también lo que Jesús dice en el último versículo de nuestro texto de hoy: de no dar lo sagrado a los perros ni las perlas a los chanchos. Tanto los perros como los chanchos eran animales impuros para los judíos. Jesús se refiere aquí a no desperdiciar el Evangelio en personas que no lo saben valorar y se burlan de eso. El Evangelio es de tanto valor que no puede ser puesto en manos de quienes lo destrozarán. Esto sí que requiere de un juicio, pero es un juicio sumamente difícil de hacer. ¿Quién soy yo para calificarle a alguien de “perro” o “cerdo”, utilizando los términos de Jesús? Creo que nuestro deber es sembrar el Evangelio en todo tiempo y lugar. Solo el Espíritu Santo puede conocer el corazón de una persona. Pero sí puede haber momentos o casos en que él nos lleva a la convicción de que ya se sembró lo suficiente y que tenemos que esperar primero a que la persona responda. Si no reacciona positivamente a lo que ya se sembró en ella, tampoco lo hará ante mayor insistencia. Mejor es direccionar tiempo y esfuerzo a otras personas más receptivas, pero sin dejar de orar por estos casos “en espera”.

            “No juzguen a otros, para que Dios no los juzgue a ustedes” (v. 1 – DHH). Ante la gravedad de este asunto, sugiero que hagamos nuestra la oración del salmista David: “Señor, ponle a mi boca un guardián; vigílame cuando yo abra los labios” (Sal 141.3 – DHH); “Ayúdame, Señor, a mantener cerrada mi boca y sellados mis labios” (NBV); “Toma control de lo que digo, oh Señor, y guarda mis labios” (NTV). Amén.


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