Estamos hablando en estos días acerca de la manera más directa y poderosa de hacer la obra misionera, y que todo el mundo puede hacer: la intercesión. La oración es el poder de Dios en acción. En la reflexión sobre este tema nos guiamos por la oración de Jesús en Juan 17. Anoche habíamos visto que, para poder orar más específicamente y estar más empapado del obrar de Dios en los diferentes lugares, es necesario cultivar intencionalmente una relación estrecha con el personal de Dios que está en los diferentes lugares. Y algunos de los motivos de oración por ellos, según Juan 17, son: que la gloria de Dios se manifieste en sus vidas; que Dios los proteja; que estén unidos; que no se dejen atemorizar por las amenazas del mundo; que cumplan fielmente su ministerio.
Pero esto es recién una parte de lo
que podemos cubrir con nuestras oraciones. Jesús, en Juan 17, pasa luego a otro
plano en su intercesión.
FJn 17.20-26
Aquí el mensaje de salvación ya llega
a la cuarta generación. El origen del mensaje es Dios, en primer lugar. Luego,
en segundo lugar, lo recibió Jesús. Este lo transmitió a sus discípulos, que
llegan a ser el tercer eslabón en la cadena, y estos, a su vez, lo compartieron
con otros, en cuarto lugar. Esta misma cadena que transporta el mensaje de
salvación de uno a otro, sin interrupción, menciona también Pablo en su carta a
Timoteo: “Lo que me has oído decir
delante de muchos testigos, encárgaselo a hombres de confianza que sean capaces
de enseñárselo a otros” (2 Ti 2.2 – DHH). Pablo a Timoteo, Timoteo a
hombres fieles y los hombres fieles a otros, y así sucesivamente. Todos los que
hemos escuchado y aceptado el mensaje del Evangelio estamos en una carrera en
la que pasamos la antorcha de la Palabra de Dios de unos a otros. El Evangelio
no es para nuestro deleite personal exclusivamente, sino para pasarlo a otros
para que se multiplique. No es un estanque donde acumularse, sino un arroyo que
fluye y lleva su bendición a otros lugares. Jesús ya ha intercedido por todas
estas generaciones de creyentes en él desde sus 12 discípulos hasta el último
en convertirse al final de los tiempos. Entre ellos estamos también nosotros.
Cristo en persona intercedió por nosotros y lo sigue haciendo. Pablo escribe a
los romanos: “Cristo es el que … está a
la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Ro 8.34 – RVC). Cuando
nosotros oramos por la evangelización del mundo, nos alineamos con Jesús en su
voluntad, intercedemos junto con él y participamos de su obrar entre la gente.
Y él mismo había prometido: “Todo lo que
ustedes pidan en mi nombre, lo haré” (Jn 14.13 – PDT).
Por todas estas —para él todavía
futuras— generaciones de creyentes, Jesús pide lo mismo que para sus
discípulos: que estén unidos. Para esta unidad él toma como ejemplo y regla de
medir nada menos que la unidad que hay entre él y su Padre Dios. No podía poner
más alto que esto su vara de medir. Jesús es perfecto y busca la perfección. Si
él dijera: “Bueno, con tal que en su iglesia no se arranquen la cabeza uno al
otro, ya estoy conforme…”, no sería demasiado desafiante su búsqueda de la
unidad. “…como tú, oh Padre, en mí y yo
en ti” (v. 21 – RVA2015). ¿Se parece tu iglesia a este modelo? Obviamente
que en este mundo nunca llegaremos plenamente a ese estándar, pero esta es
nuestra meta porque es la meta de Cristo. Realmente es un motivo supremamente
importante para Jesús, ya que la misma petición él presenta tres veces en esta
oración: una vez pidiéndolo para sus discípulos y dos veces para los siguientes
que creerían en él. Me parece que hacemos bien en hacerlo un tema importante
también para nosotros.
¿Por qué quiere Jesús que estemos
unidos? ¿Solo porque se ve más bonito estar unidos que estar peleados? Bueno,
por un lado, el trabajo de una iglesia es muchísimo más eficiente si se trabaja
en forma coordinada y unida. El profeta Amós pregunta: “¿Acaso pueden dos personas andar juntas si no están de acuerdo”
(Am 3.3 – NBV)? Y como iglesia de Cristo queremos andar lejos, a todas las
naciones hasta lo último de la tierra. Así que, más vale que estemos unidos y
que intercedamos por la unidad de los creyentes a quienes estamos sirviendo en
los diferentes puntos del Chaco, del oriental y del exterior. Pero lo que a
Cristo más le interesa es el efecto que tiene la unidad sobre la gente de fuera
de la iglesia. Estar unidos como hijos de Dios es fuertemente evangelístico: “…para que el mundo crea que tú me enviaste”
(v. 21 – RVC). Si nosotros predicamos el perdón y la reconciliación, pero nos
llevamos entre nosotros como perros y gatos, ¿quién va a creer nuestra
predicación? Pero si el mundo observa a personas que están unidas, eso llama la
atención porque la gente no está acostumbrada a eso. Lo que los demás viven
cada día es violencia, engaños, robos, destrucción, peleas, etc. Y están hartos
de vivir esto. Si de repente se encuentran con personas en un ambiente de
armonía, interacción sana y respeto mutuo, esto se vuelve tan atractivo para
ellos porque es lo que su alma tanto anhela. Ahí creen que Cristo es realmente
el Salvador del mundo enviado por Dios. La gente del mundo que reconoce esto y
llega a recibir a ese Salvador en su vida personal, pasa a formar parte de ese
grupo de personas por el cual Jesús está orando en este texto. Por eso él dice
en el versículo 25: “…todos estos han
llegado a conocer que tú me has enviado” (BLPH).
Esta unidad en el pueblo de Dios se
hace también tan atractiva para los de afuera, porque ahí experimentan
verdadero amor (v. 23). A través de nosotros, las personas hambrientas por amor
y paz experimentarán el amor perfecto de Dios el Padre por ellos. Para eso es
necesario que nosotros mismos hayamos experimentado ese amor incondicional de
Dios. Solo así, ese amor podrá fluir hacia los demás. Solo así Dios podrá
cautivar con su amor el corazón endurecido de los demás y atraerlos hacia él. Sin ese genuino amor de Dios fluyendo en
y a través de nosotros no vamos a querer que personas nuevas lleguen a nuestra
iglesia; y si aparece alguien, lo vamos a inspeccionar de pies a cabeza para
ver si nos cae bien o no; vamos darle un asiento en un rincón, lejos de
nosotros; no lo vamos a saludar ni mucho menos invitar a nuestra ronda de
tereré; y nos sentiremos aliviados al verlo ir nuevamente – quizás para no
regresar nunca más. ¿Se imaginan que Jesús hubiera tratado así a una visita
nueva que llega a la iglesia? ¿Lo hizo así contigo? Él está orando para que la
unidad de sus hijos sea un testimonio convincente para los de afuera. Vivamos
esa unidad y pidamos por esa unidad porque ella es la voluntad de Dios para
nosotros.
Ahora, unidad no tiene nada que ver
con uniformidad o de tener todos la misma opinión sin discutir jamás. Esto se
parecería más a un cementerio que a una iglesia viva y dinámica. La unidad se
muestra precisamente en un ambiente de opiniones dispares. Si logramos
sobreponernos a esa diversidad de criterios y seguir trabajando juntos a pesar
de no estar de acuerdo en todo, entonces podemos hablar de verdadera unidad. Aunque
no estés de acuerdo con cierta decisión, te sometes a ella y tratas de
colaborar en esa dirección. Si haces valer el estirar el carro junto a los demás en la misma
dirección por encima de tu propia opinión, estás mostrando unidad. Debes buscar por sobre todas las cosas el bien de todos en vez de querer
imponer tu propia opinión. Si para Jesús esto era un asunto tan importante como
para pedir tres veces en una oración por la unidad de sus seguidores, ¿puedo
seguir insistiendo egoístamente en que las cosas se hagan como yo
quiero? Cristo ya nos ha dado todo lo que necesitamos para vivir en unidad. En
su oración él dice que nos ha dado su gloria para que seamos uno (v. 22). Es en
ese glorioso ambiente de paz interior con Dios que puedo desarrollar también la
paz con mi hermano. O, a la inversa, si estoy en constante rencilla con el
prójimo, doy evidencia no más de la guerra que tengo en mi propio corazón. Nuestra unidad se hace visible
recién cuando la gloria de Dios se manifiesta entre nosotros. Es más, únicamente
cuando estamos completamente unidos es que la gloria de Dios podrá notarse. Es
como un circuito eléctrico. La luz se va a encender solo si todo el circuito
está perfectamente conectado a la fuente. Pero, si en algún punto se interrumpe
la conexión, la luz se apaga. Si estamos conectados entre nosotros y con
Cristo, su gloria descenderá sobre nosotros. No podemos decir que es imposible vivir y trabajar en unidad. Si todos
estamos en Cristo, la unidad sí es posible. Depende no más si nos decidimos por
ella y luchamos por obtenerla. La unidad no se da por sí sola. Es necesario
sacrificar mi ego para que la unidad tenga oportunidad de instalarse entre
nosotros.
Inicialmente, Jesús le había pedido
al Padre que no saque a sus seguidores de este mundo (v. 15). Imagínense como
sería si cada persona que acepta a Cristo muriera en ese mismo instante. ¿Quién
querría entonces recibir a Cristo? Aunque hay muchas situaciones en las que
aceptar a Cristo es literalmente un asunto de vida o muerte. Pero no es la
norma. De otro modo, ¿quién llevaría las Buenas Nuevas de salvación a los
demás? Ya no habría más cristianos en este mundo, porque ni bien alguien acepta
a Cristo, desaparece. Por eso, si seguimos en este mundo, es porque tenemos
todavía una tarea a cumplir dentro del plan eterno de Dios. Nos quiere usar
todavía como portavoces de sus noticias de salvación. No obstante, esta
permanencia aquí en la tierra es solo temporal. En el versículo 24, Jesús
expresa el deseo de que sus seguidores estén con él. Así que, una vez que
nuestra vida haya cumplido su propósito por el cual estamos aquí, ahí sí el
Señor nos llevará a su presencia. Por un lado, él desea tener esa comunión con
sus hijos, así como nosotros deseamos ver a nuestros hijos que ya están fuera
de casa. Cuando Jesús se reunió por última vez con sus discípulos para celebrar
la Pascua, horas antes de su muerte, él dijo: “¡Cómo he deseado comer con ustedes esta pascua…” (Lc 22.15 – RVC)!
Las diferentes traducciones dejan ver la gran intensidad de su deseo: “En gran manera he deseado comer … esta
pascua” (RVA), “Intensamente he
deseado comer … con ustedes” (NBLA). Jesús anhela nuestra compañía mucho más
de lo que nosotros anhelamos la suya. ¿No debería ser esto justo al revés? ¿O
por lo menos igual? Por eso, Jesús ruega: “Padre,
quiero que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy” (v. 24 – NVI).
Pero, aparte de este intenso deseo
de estar con sus seguidores, hay todavía otro motivo para esta petición: “…para que vean mi gloria que me has dado,
porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (v. 24 –
RVA2015). Jesús desea compartir con sus seguidores y hermanos todo lo que es
suyo, también la gloria que el Padre le ha dado. Quiere que todos vean cuánto le
ama el Padre como para darle al Hijo semejante gloria. Pero es que ahí también
nosotros, al ver esa gloria de Dios rodeando a su Hijo, entenderemos cuánto nos
ama el Padre a nosotros, porque compartiremos con Jesús esa misma gloria del
Padre como parte de la herencia que recibiremos. Pablo escribe a los efesios: “…cuando ustedes escucharon el mensaje
verdadero de las buenas noticias de salvación y creyeron en él, fueron marcados
con el sello que es el Espíritu Santo que él había prometido. La presencia del
Espíritu Santo en nosotros es como el sello de garantía de que Dios nos dará
nuestra herencia” (Ef 1.13-14 – NBV). Esta herencia, esta gloria es lo que
Jesús quiere compartir con nosotros, sus hermanos y seguidores. Por eso él pide
al Padre que podamos estar con él. Ya él había dicho anteriormente: “En el hogar de mi Padre hay muchas
viviendas. … Voy a prepararles un lugar allí” (Jn 14.2 – NVI).
Esta oración de Jesús es una especie
de informe final por proyecto terminado. Jesús resume su misión en esta tierra
en el último versículo: “Les di a conocer
tu nombre…” (v. 26 – BNP). Con “nombre” no se refiere a la combinación de
letras que forman el nombre propio de la persona o, en este caso, de Dios. El
nombre es sinónimo de su personalidad. Jesús nos ha presentado el ser del Padre
para que lo podamos “conocer”, es decir, entrar en una relación personal e
íntima con él. Y él dice que lo seguirá haciendo. A través de su Espíritu
Santo, Dios se nos revela día tras día para que podamos conocerlo cada día más,
amarlo cada día más y servirle cada día con más dedicación y amor. “…para que el amor que me tienes esté en
ellos, y para que yo mismo esté en ellos” (v. 26 – DHH). Conocer al Padre
es experimentar en carne propia su amor por mí y por todos. El que se abre a
este amor y lo deja entrar a su vida, verá el poder transformador que él tiene
en la vida de una persona. El amor del Padre y la presencia de Cristo se
establecerán y harán vivienda en nosotros. Esto hemos experimentado nosotros
mismos y lo podemos observar también una y otra vez a nuestro alrededor.
Personas que estaban atados en el vicio son liberados y se convierten en
fogosos testigos del poder de Dios. Matrimonios que estaban a punto de
destruirse experimentan una profunda transformación y renacen a un amor nunca
antes conocido. Personas que pasaron por el profundo dolor de una separación
del cónyuge se levantan de las cenizas de su matrimonio y despliegan todo el
potencial que Dios ha puesto en ellos, de modo que nos quedamos admirados de lo
que Dios está haciendo. La obra de Dios en las vidas humanas. Tu intercesión
hace que estos casos se reproduzcan cada vez más, para honra y gloria del Señor.
Únete a la intercesión de Jesús: “…te
ruego … por los que han de creer en mí, … que todos ellos estén unidos, … para
que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17.20-21 – DHH). ¡Amén!
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