lunes, 21 de octubre de 2024

Para que el mundo crea



            Estamos hablando en estos días acerca de la manera más directa y poderosa de hacer la obra misionera, y que todo el mundo puede hacer: la intercesión. La oración es el poder de Dios en acción. En la reflexión sobre este tema nos guiamos por la oración de Jesús en Juan 17. Anoche habíamos visto que, para poder orar más específicamente y estar más empapado del obrar de Dios en los diferentes lugares, es necesario cultivar intencionalmente una relación estrecha con el personal de Dios que está en los diferentes lugares. Y algunos de los motivos de oración por ellos, según Juan 17, son: que la gloria de Dios se manifieste en sus vidas; que Dios los proteja; que estén unidos; que no se dejen atemorizar por las amenazas del mundo; que cumplan fielmente su ministerio.

            Pero esto es recién una parte de lo que podemos cubrir con nuestras oraciones. Jesús, en Juan 17, pasa luego a otro plano en su intercesión.

 

            FJn 17.20-26

 

            Aquí el mensaje de salvación ya llega a la cuarta generación. El origen del mensaje es Dios, en primer lugar. Luego, en segundo lugar, lo recibió Jesús. Este lo transmitió a sus discípulos, que llegan a ser el tercer eslabón en la cadena, y estos, a su vez, lo compartieron con otros, en cuarto lugar. Esta misma cadena que transporta el mensaje de salvación de uno a otro, sin interrupción, menciona también Pablo en su carta a Timoteo: “Lo que me has oído decir delante de muchos testigos, encárgaselo a hombres de confianza que sean capaces de enseñárselo a otros” (2 Ti 2.2 – DHH). Pablo a Timoteo, Timoteo a hombres fieles y los hombres fieles a otros, y así sucesivamente. Todos los que hemos escuchado y aceptado el mensaje del Evangelio estamos en una carrera en la que pasamos la antorcha de la Palabra de Dios de unos a otros. El Evangelio no es para nuestro deleite personal exclusivamente, sino para pasarlo a otros para que se multiplique. No es un estanque donde acumularse, sino un arroyo que fluye y lleva su bendición a otros lugares. Jesús ya ha intercedido por todas estas generaciones de creyentes en él desde sus 12 discípulos hasta el último en convertirse al final de los tiempos. Entre ellos estamos también nosotros. Cristo en persona intercedió por nosotros y lo sigue haciendo. Pablo escribe a los romanos: “Cristo es el que … está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Ro 8.34 – RVC). Cuando nosotros oramos por la evangelización del mundo, nos alineamos con Jesús en su voluntad, intercedemos junto con él y participamos de su obrar entre la gente. Y él mismo había prometido: “Todo lo que ustedes pidan en mi nombre, lo haré” (Jn 14.13 – PDT).

            Por todas estas —para él todavía futuras— generaciones de creyentes, Jesús pide lo mismo que para sus discípulos: que estén unidos. Para esta unidad él toma como ejemplo y regla de medir nada menos que la unidad que hay entre él y su Padre Dios. No podía poner más alto que esto su vara de medir. Jesús es perfecto y busca la perfección. Si él dijera: “Bueno, con tal que en su iglesia no se arranquen la cabeza uno al otro, ya estoy conforme…”, no sería demasiado desafiante su búsqueda de la unidad. “…como tú, oh Padre, en mí y yo en ti” (v. 21 – RVA2015). ¿Se parece tu iglesia a este modelo? Obviamente que en este mundo nunca llegaremos plenamente a ese estándar, pero esta es nuestra meta porque es la meta de Cristo. Realmente es un motivo supremamente importante para Jesús, ya que la misma petición él presenta tres veces en esta oración: una vez pidiéndolo para sus discípulos y dos veces para los siguientes que creerían en él. Me parece que hacemos bien en hacerlo un tema importante también para nosotros.

            ¿Por qué quiere Jesús que estemos unidos? ¿Solo porque se ve más bonito estar unidos que estar peleados? Bueno, por un lado, el trabajo de una iglesia es muchísimo más eficiente si se trabaja en forma coordinada y unida. El profeta Amós pregunta: “¿Acaso pueden dos personas andar juntas si no están de acuerdo” (Am 3.3 – NBV)? Y como iglesia de Cristo queremos andar lejos, a todas las naciones hasta lo último de la tierra. Así que, más vale que estemos unidos y que intercedamos por la unidad de los creyentes a quienes estamos sirviendo en los diferentes puntos del Chaco, del oriental y del exterior. Pero lo que a Cristo más le interesa es el efecto que tiene la unidad sobre la gente de fuera de la iglesia. Estar unidos como hijos de Dios es fuertemente evangelístico: “…para que el mundo crea que tú me enviaste” (v. 21 – RVC). Si nosotros predicamos el perdón y la reconciliación, pero nos llevamos entre nosotros como perros y gatos, ¿quién va a creer nuestra predicación? Pero si el mundo observa a personas que están unidas, eso llama la atención porque la gente no está acostumbrada a eso. Lo que los demás viven cada día es violencia, engaños, robos, destrucción, peleas, etc. Y están hartos de vivir esto. Si de repente se encuentran con personas en un ambiente de armonía, interacción sana y respeto mutuo, esto se vuelve tan atractivo para ellos porque es lo que su alma tanto anhela. Ahí creen que Cristo es realmente el Salvador del mundo enviado por Dios. La gente del mundo que reconoce esto y llega a recibir a ese Salvador en su vida personal, pasa a formar parte de ese grupo de personas por el cual Jesús está orando en este texto. Por eso él dice en el versículo 25: “…todos estos han llegado a conocer que tú me has enviado” (BLPH).

            Esta unidad en el pueblo de Dios se hace también tan atractiva para los de afuera, porque ahí experimentan verdadero amor (v. 23). A través de nosotros, las personas hambrientas por amor y paz experimentarán el amor perfecto de Dios el Padre por ellos. Para eso es necesario que nosotros mismos hayamos experimentado ese amor incondicional de Dios. Solo así, ese amor podrá fluir hacia los demás. Solo así Dios podrá cautivar con su amor el corazón endurecido de los demás y atraerlos hacia él. Sin ese genuino amor de Dios fluyendo en y a través de nosotros no vamos a querer que personas nuevas lleguen a nuestra iglesia; y si aparece alguien, lo vamos a inspeccionar de pies a cabeza para ver si nos cae bien o no; vamos darle un asiento en un rincón, lejos de nosotros; no lo vamos a saludar ni mucho menos invitar a nuestra ronda de tereré; y nos sentiremos aliviados al verlo ir nuevamente – quizás para no regresar nunca más. ¿Se imaginan que Jesús hubiera tratado así a una visita nueva que llega a la iglesia? ¿Lo hizo así contigo? Él está orando para que la unidad de sus hijos sea un testimonio convincente para los de afuera. Vivamos esa unidad y pidamos por esa unidad porque ella es la voluntad de Dios para nosotros.

            Ahora, unidad no tiene nada que ver con uniformidad o de tener todos la misma opinión sin discutir jamás. Esto se parecería más a un cementerio que a una iglesia viva y dinámica. La unidad se muestra precisamente en un ambiente de opiniones dispares. Si logramos sobreponernos a esa diversidad de criterios y seguir trabajando juntos a pesar de no estar de acuerdo en todo, entonces podemos hablar de verdadera unidad. Aunque no estés de acuerdo con cierta decisión, te sometes a ella y tratas de colaborar en esa dirección. Si haces valer el estirar el carro junto a los demás en la misma dirección por encima de tu propia opinión, estás mostrando unidad. Debes buscar por sobre todas las cosas el bien de todos en vez de querer imponer tu propia opinión. Si para Jesús esto era un asunto tan importante como para pedir tres veces en una oración por la unidad de sus seguidores, ¿puedo seguir insistiendo egoístamente en que las cosas se hagan como yo quiero? Cristo ya nos ha dado todo lo que necesitamos para vivir en unidad. En su oración él dice que nos ha dado su gloria para que seamos uno (v. 22). Es en ese glorioso ambiente de paz interior con Dios que puedo desarrollar también la paz con mi hermano. O, a la inversa, si estoy en constante rencilla con el prójimo, doy evidencia no más de la guerra que tengo en mi propio corazón. Nuestra unidad se hace visible recién cuando la gloria de Dios se manifiesta entre nosotros. Es más, únicamente cuando estamos completamente unidos es que la gloria de Dios podrá notarse. Es como un circuito eléctrico. La luz se va a encender solo si todo el circuito está perfectamente conectado a la fuente. Pero, si en algún punto se interrumpe la conexión, la luz se apaga. Si estamos conectados entre nosotros y con Cristo, su gloria descenderá sobre nosotros. No podemos decir que es imposible vivir y trabajar en unidad. Si todos estamos en Cristo, la unidad sí es posible. Depende no más si nos decidimos por ella y luchamos por obtenerla. La unidad no se da por sí sola. Es necesario sacrificar mi ego para que la unidad tenga oportunidad de instalarse entre nosotros.

            Inicialmente, Jesús le había pedido al Padre que no saque a sus seguidores de este mundo (v. 15). Imagínense como sería si cada persona que acepta a Cristo muriera en ese mismo instante. ¿Quién querría entonces recibir a Cristo? Aunque hay muchas situaciones en las que aceptar a Cristo es literalmente un asunto de vida o muerte. Pero no es la norma. De otro modo, ¿quién llevaría las Buenas Nuevas de salvación a los demás? Ya no habría más cristianos en este mundo, porque ni bien alguien acepta a Cristo, desaparece. Por eso, si seguimos en este mundo, es porque tenemos todavía una tarea a cumplir dentro del plan eterno de Dios. Nos quiere usar todavía como portavoces de sus noticias de salvación. No obstante, esta permanencia aquí en la tierra es solo temporal. En el versículo 24, Jesús expresa el deseo de que sus seguidores estén con él. Así que, una vez que nuestra vida haya cumplido su propósito por el cual estamos aquí, ahí sí el Señor nos llevará a su presencia. Por un lado, él desea tener esa comunión con sus hijos, así como nosotros deseamos ver a nuestros hijos que ya están fuera de casa. Cuando Jesús se reunió por última vez con sus discípulos para celebrar la Pascua, horas antes de su muerte, él dijo: “¡Cómo he deseado comer con ustedes esta pascua…” (Lc 22.15 – RVC)! Las diferentes traducciones dejan ver la gran intensidad de su deseo: “En gran manera he deseado comer … esta pascua” (RVA), “Intensamente he deseado comer … con ustedes” (NBLA). Jesús anhela nuestra compañía mucho más de lo que nosotros anhelamos la suya. ¿No debería ser esto justo al revés? ¿O por lo menos igual? Por eso, Jesús ruega: “Padre, quiero que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy” (v. 24 – NVI).

            Pero, aparte de este intenso deseo de estar con sus seguidores, hay todavía otro motivo para esta petición: “…para que vean mi gloria que me has dado, porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (v. 24 – RVA2015). Jesús desea compartir con sus seguidores y hermanos todo lo que es suyo, también la gloria que el Padre le ha dado. Quiere que todos vean cuánto le ama el Padre como para darle al Hijo semejante gloria. Pero es que ahí también nosotros, al ver esa gloria de Dios rodeando a su Hijo, entenderemos cuánto nos ama el Padre a nosotros, porque compartiremos con Jesús esa misma gloria del Padre como parte de la herencia que recibiremos. Pablo escribe a los efesios: “…cuando ustedes escucharon el mensaje verdadero de las buenas noticias de salvación y creyeron en él, fueron marcados con el sello que es el Espíritu Santo que él había prometido. La presencia del Espíritu Santo en nosotros es como el sello de garantía de que Dios nos dará nuestra herencia” (Ef 1.13-14 – NBV). Esta herencia, esta gloria es lo que Jesús quiere compartir con nosotros, sus hermanos y seguidores. Por eso él pide al Padre que podamos estar con él. Ya él había dicho anteriormente: “En el hogar de mi Padre hay muchas viviendas. … Voy a prepararles un lugar allí” (Jn 14.2 – NVI).

            Esta oración de Jesús es una especie de informe final por proyecto terminado. Jesús resume su misión en esta tierra en el último versículo: “Les di a conocer tu nombre…” (v. 26 – BNP). Con “nombre” no se refiere a la combinación de letras que forman el nombre propio de la persona o, en este caso, de Dios. El nombre es sinónimo de su personalidad. Jesús nos ha presentado el ser del Padre para que lo podamos “conocer”, es decir, entrar en una relación personal e íntima con él. Y él dice que lo seguirá haciendo. A través de su Espíritu Santo, Dios se nos revela día tras día para que podamos conocerlo cada día más, amarlo cada día más y servirle cada día con más dedicación y amor. “…para que el amor que me tienes esté en ellos, y para que yo mismo esté en ellos” (v. 26 – DHH). Conocer al Padre es experimentar en carne propia su amor por mí y por todos. El que se abre a este amor y lo deja entrar a su vida, verá el poder transformador que él tiene en la vida de una persona. El amor del Padre y la presencia de Cristo se establecerán y harán vivienda en nosotros. Esto hemos experimentado nosotros mismos y lo podemos observar también una y otra vez a nuestro alrededor. Personas que estaban atados en el vicio son liberados y se convierten en fogosos testigos del poder de Dios. Matrimonios que estaban a punto de destruirse experimentan una profunda transformación y renacen a un amor nunca antes conocido. Personas que pasaron por el profundo dolor de una separación del cónyuge se levantan de las cenizas de su matrimonio y despliegan todo el potencial que Dios ha puesto en ellos, de modo que nos quedamos admirados de lo que Dios está haciendo. La obra de Dios en las vidas humanas. Tu intercesión hace que estos casos se reproduzcan cada vez más, para honra y gloria del Señor. Únete a la intercesión de Jesús: “…te ruego … por los que han de creer en mí, … que todos ellos estén unidos, … para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17.20-21 – DHH). ¡Amén!

 

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