En algunos lugares que nos ha tocado
vivir nos ha llamado la atención cómo la gente se ocultaba detrás de murallas
extremadamente altas, muchas veces todavía con una cerca eléctrica u otro
material sumamente cortante en la punta de la muralla. Y a veces dije que
cuanto más alta sea la muralla, más curiosidad me daba de saber qué hay al otro
lado que los hacía esconderse tanto. Para ellos, esa muralla simbolizaba
protección. Pero también era aislamiento, una especie de encarcelación o
arresto domiciliario voluntario. La muralla los separaba del resto del mundo.
Hasta creo que ni el viento entraba ahí.
El pueblo de Israel también tenía
murallas parecidas. No eran murallas físicas, sino mentales y espirituales.
Incluso nosotros como cristianos y como iglesias podemos llegar a esto. Quédese
en sintonía del programa hasta el final para saber de qué manera esto puede
darse… Seguimos hoy el estudio de la carta de Pablo a los efesios.
F Ef 2.11-22
En este pasaje, Pablo se dirige
exclusivamente a cristianos gentiles. Esto se nota por usar siempre el
“ustedes” al referirse a los gentiles en contraposición con el “nosotros”
cuando habla de los judíos. Él se refiere aquí a que, desde Abraham, 2.000 años
antes de Cristo, Dios había hecho historia exclusivamente con los descendientes
de Abraham, es decir, con el pueblo de Israel. El pueblo hebreo tenía una
identidad muy clara y muy marcada. La gente sabía que ellos eran un pueblo
único en esta tierra. Y como señal visible de pertenencia a ese pueblo, Dios
les había ordenado practicar la circuncisión a todo varón a los 8 días de
nacido. Esta era para ellos la marca por excelencia de pertenecer al pueblo de
Dios. A todos los demás pueblos, ellos los denominaban “los incircuncisos”, con
una fuerte carga espiritual, despectiva y de distanciamiento. No podían tener
nada que ver con los incircuncisos. Por ejemplo, cuando el joven David llega al
campo de batalla donde están sus hermanos y él escucha las burlas de Goliat, él
dice: “¿Quién es este filisteo
incircunciso, que se atreve a desafiar al ejército del Dios viviente” (1 S
17-26 – NVI)? Con esta frase, David marcó una clara distinción entre el pueblo
de Dios y los incircuncisos, sinónimo de “paganos”. Era lo opuesto uno del
otro.
A esta situación se refirió Pablo en
este texto. Había una barrera muy fuerte entre los judíos y todos los que no
eran judíos. Hubo algunos casos a lo largo de la historia de personas que
lograron superar esa barrera y, siendo gentiles, ser incorporados —o por lo
menos tolerados— en el pueblo judío. Algunos de ellos incluso llegaron a formar
parte de la genealogía de Jesús, como Rahab y Ruth. En esta situación de
separación del pueblo de Dios estaban antes también todos los que ahora pertenecían
a la iglesia de Éfeso: “separados de
Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la
promesa, sin esperanza y sin Dios” (v. 12 – NVI). ¡Qué descripción más
desesperante! Si estaríamos viviendo en el Antiguo Testamento, ésta sería
también la descripción nuestra. ¿Nos damos cuenta de cuánta gracia y
misericordia Dios nos ha concedido?
Por más que la circuncisión era una
marca distintiva de alto nivel para los judíos, Pablo dice que era un acto
meramente físico (v. 11). El comentario de David frente al ejército de Saúl
contenía un alto grado espiritual. Él veía la circuncisión como lo decisivo
entre pertenecer a Dios o pertenecer a Satanás. Pero mucha gente a lo largo de
la historia lo veía más que nada como un derecho de poder gozar de muchos
privilegios especiales y como un ingrediente cultural. Por eso ya Moisés había
dicho: “…circunciden sus corazones y ya
no sean tercos” (Dt 10.16 – NVI), indicando que lo esencial de pertenecer
al pueblo de Dios no era una marca física sino espiritual. Y Pablo se acopla a
esto en su carta a los romanos cuando dice: “Uno
no es judío por tener una marca exterior en el cuerpo porque la verdadera
circuncisión no es la del exterior del cuerpo. Uno es verdaderamente judío
cuando lo es en su interior. La verdadera circuncisión está en el corazón y se
hace por el Espíritu” (Ro 2.28-29 – PDT). Esta “circuncisión del corazón”
es lo que Cristo hizo posible con su muerte y resurrección. Por eso hay un
cambio tan radical entre el antes de Cristo y el después de Cristo. Ante ese
cuadro negro que vimos recién de la radical separación de los gentiles del
pueblo de Dios, brilla ahora el glorioso “Pero…” en el versículo 13: “Pero
ahora, por estar unidos a Cristo
Jesús, a ustedes, que antes andaban lejos, Dios los ha acercado gracias a la
muerte de Cristo” (NBD). ¡Gloria a Dios por ese “Pero” divino! La cruz de
Cristo llegó a ser el puente que nos une con Dios, en primer lugar, pero
también el puente entre dos grupos de personas: los judíos y los gentiles. Esa “pared intermedia de separación” (v. 14
– RVC) era considerada por los judíos como una protección contra “los de
afuera”, y los distinguía como algo especial, como pueblo de Dios. Pero, a la
vez, esa pared los separaba de las otras personas e impedía que los gentiles
llegasen a formar parte del pueblo de Dios, lo que en realidad era el propósito
de Dios para con el pueblo de Israel. Él hacía historia con su pueblo elegido
para que este, a su vez, pueda dar a conocer a ese Dios a los demás pueblos a
su alrededor. Pero su pueblo se encerró detrás de una pared. Y esa pared no era
solamente cuestión cultural o espiritual, sino llegó a ser un muro
infranqueable de hostilidad y guerra. Pero Cristo hizo posible que esta
hostilidad pueda ser vencida por la paz y el amor. “Cristo murió para derrumbar ese muro de odio” (v. 14 – PDT). ¡Qué
fuerte es esto! Que este muro de odio esté derrumbado no fue poca cosa para
Cristo ni tampoco para los judíos. Los martes hemos estudiado aquí el libro de
los Hechos y hemos visto cuánto les costó a los judíos reconocer y aceptar la
obra de Dios entre los gentiles. 2.000 años de tradición como pueblo no se
borran tan fácilmente en pocos meses. Pero es una gloriosa verdad que ahora
podemos disfrutar. Estamos muy agradecidos a Dios por haber abierto una brecha
en ese muro de separación y habernos incluido en su pueblo, en su familia.
¿Cómo lo logró Cristo? El pueblo de
Dios en el Antiguo Testamento estaba regido por una larga serie de leyes,
mandamientos y prescripciones que regulaban cada parte de la vida religiosa del
pueblo y de su comunión con Dios. Todas estas leyes apuntaban a Cristo. El
cordero que se sacrificaba para la obtención de perdón de sus pecados no podía
quitar de en medio este pecado, pero era una acción por fe en el Cordero de
Dios que vendría algún día a quitar el pecado del mundo. Por eso dijo Jesús: “No vine para abolir la ley de Moisés o los
escritos de los profetas. Al contrario, vine para cumplir sus propósitos”
(Mt 5.17 – NTV). Él vino a hacer lo que la ley no podía hacer: resolver nuestro
problema del pecado. Una balanza está sincronizada según los parámetros
mundialmente válidos de peso. Si yo me subo a una balanza, esta me puede
indicar que tengo sobrepeso, pero ella es incapaz de quitarme ese peso. Así, la
ley me indica que estoy en falta con Dios, pero no puede corregir mi falta.
Cristo vino no para condenarme legalistamente, sino para abrir la posibilidad
de que verdaderamente pueda ser libre de mi sobrepeso de pecado. En él, la ley
del Antiguo Testamento cumplió su propósito y se abrió una nueva era de gracia
y perdón para quienes lo aceptan. Quienes no lo aceptan, siguen bajo la ley de
la condena que Dios decretó sobre el pecado.
Una vez satisfecha la demanda de la
ley del Antiguo Testamento estaba abierto el camino a un nuevo pueblo de Dios.
Pablo dice que Jesús “…puso fin a la ley …
para crear en sí mismo, de los dos
pueblos, una nueva humanidad, haciendo la paz” (v. 15 – RVC). La clave para
esta nueva humanidad, este nuevo pueblo de Dios es “en Cristo”. La pertenencia
a este pueblo ya no está determinada por rasgos culturales y de raza, sino por
estar “en Cristo”. Cualquiera, sea judío o gentil, puede pertenecer a este
pueblo al creer en Cristo; al aceptar su obra como único y suficiente para su
salvación. Otra puerta de entrada a la iglesia no existe. Pedro había
reconocido la verdadera identidad de Jesús y llegó a exclamar: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios
viviente” (Mt 6.16 – RVC)! Y Jesús le contestó: “…sobre esta roca [esta confesión, esta declaración] edificaré mi iglesia” (Mt 6.18 – RVC). El
que reconoce a Jesús como Señor y Salvador llega a pertenecer a este nuevo
pueblo de Dios.
Pero había un requisito previo para que
este muro de odio entre judíos y gentiles pueda desaparecer. No servía de nada
decirles: “¡Compórtense! ¡Tienen que hacer todo lo posible e imposible de
aguantarse mutuamente!”, y luego meterlos a ambos juntos en una sola iglesia.
Esto solo hubiera sido una bomba de tiempo. Más temprano que tarde, la
hostilidad entre ambos grupos hubiera hecho que todo estalle. Primero era
necesario que Jesús reconcilie a ambos con Dios. Solo así podían estar en
condiciones de reconciliarse entre ellos. La persona que no está en paz con
Dios, está en guerra con todos los demás y consigo misma. No es posible estar
en paz con el prójimo estando en guerra con Dios. Y no es posible estar en paz
con Dios estando en guerra con el prójimo. La cruz tiene una dimensión
vertical, reconciliándonos con Dios, y otra horizontal, reconciliándonos con el
prójimo. Ambos son inseparables uno del otro. “¡Allí en la cruz murió la enemistad” (v. 16 – NBD)!
Esta posibilidad de experimentar la
paz con Dios y la paz con el prójimo son las Buenas Nuevas, el Evangelio, que
Cristo vino a anunciar. Y esto es lo que nosotros también debemos anunciar a
los demás. “Ahora todos podemos tener
acceso al Padre por medio del mismo Espíritu Santo gracias a lo que Cristo hizo
por nosotros” (v. 18 – NTV). Y nadie más tiene que ser como extraterrestre
caído en este país (v. 19). El hijo pródigo quería estar en el fondo de la casa
de su papá viviendo en la condición de un empleado (Lc 15.19), con tal de estar
en la propiedad de su papá. Pero para el Padre celestial no hay ciudadanos de
segunda o de cuarta categoría. Todos somos ciudadanos de su reino en la misma
condición que su Hijo Jesús. Es más: somos parte de su familia, teniendo a Dios
como Padre y a Jesús como hermano mayor. Para Dios, o somos hijos o somos desconocidos.
¡Alabado sea el Señor! Al hacer de Cristo nuestro Señor y Salvador, todos
tenemos acceso a la misma presencia de Dios y a toda su plenitud que él comparte
con nosotros. Esta nueva comunidad, esta nueva iglesia, compuesta por todo
creyente en Cristo, sin distinción de raza, género, edad, ni ninguna otra
diferencia, es como un edificio sólido, basado sobre la Palabra de Dios,
representada por los apóstoles y profetas que transmitían la enseñanza de la
Biblia. Pero lo que mantiene el equilibrio de todo el edificio, de toda la
iglesia, y hace que esta no se derrumba, es Jesucristo. Pablo dice que “…nadie puede poner otro fundamento que el
que ya está puesto, que es Jesucristo” (1 Co 3.11 – DHH). Él es el centro
de toda la iglesia y el centro de nuestra vida. “En él todo el edificio, bien ensamblado, va creciendo hasta ser un
templo santo en el Señor” (v. 21 – RVA2015), incluyéndonos a nosotros los
gentiles incircuncisos. Como Pablo escribe a una iglesia formada por gentiles
convertidos a Cristo que hasta entonces no habían tenido la posibilidad de
pertenecer al pueblo de Dios, él termina esta sección asegurándoles de nuevo
que no escucharon mal; que ellos sí ahora pueden pertenecer a la familia de
Dios en igualdad de derechos que los judíos: “Por medio de él, ustedes, los gentiles, también llegan a formar parte
de esa morada donde Dios vive mediante su Espíritu” (v. 22 – NTV).
Quizás a nosotros nos cuesta captar
cuán buena noticia es esto para nosotros porque nunca vivimos en carne propia
esa pared de separación que nos impedía acceder a la presencia de Dios. Hemos experimentado
el gozo y el privilegio de llegar a ser aceptados por Dios como hijos suyos. Y
si alguien no lo ha experimentado todavía, puede hacer una sencilla oración
reconociendo su incapacidad de salvarse a sí mismo, pedirle a Dios perdón por
sus pecados e invitarle a entrar a su vida y hacerse cargo de la misma. Y
estamos muy agradecidos por aquellos que nos hablaron de la posibilidad de ser
perdonados y poder llegar a ser hijos de Dios. Pero, ¿qué de aquellos que no lo
han escuchado todavía? ¿No habría entre ellos muchos que estarían también tan
agradecidos si les explicáramos esta posibilidad? Me impacta fuertemente que
los judíos consideraban su estado especial ante Dios como un muro de
protección, sin darse cuenta que esa pared se convertía en un muro de odio y de
separación. Podemos caer en ese mismo error al creer que estas paredes del
templo sean nuestra protección detrás de la cual nos podemos refugiar de todos
los extraterrestres afuera. Aquí somos “un pequeño pueblo muy feliz”, como dice
una canción antigua, y ¡ay del filisteo incircunciso que se atreve a entrar
aquí a perturbar nuestra paz! Quizás lo que nos separa de los de afuera no son
muros de odio, porque no sentimos mayor rechazo hacia nuestros vecinos. Pero
quizás el muro de separación que no nos permite llegar a ellos con el mensaje
de Dios es la comodidad, quizás el muro de la vergüenza o timidez, el muro de
la “falta de tiempo”, el muro de “él no quiere escuchar luego…” y un sinfín de
muros más que nos separan del prójimo. Si a nosotros alguien nos habló de
Cristo, ¿le negaremos este gozo a alguien más? No estoy hablando de salir
corriendo a la calle y atropellar a quién encontremos para arrastrarlo a la
fuerza a las puertas del cielo. No funciona así. Pero sí, aprovechar los
contactos que tenemos para hablarles de lo que Dios ha hecho en nuestras vidas.
Y no negarnos a entablar nuevas relaciones con gente que cruza nuestro camino.
A mí se me hace muy difícil hablar de esto porque Dios me hizo ver con mucha
claridad muros de separación que hay en mi vida, y esto me avergüenza
profundamente. Por la gracia de Dios, y con su ayuda, quiero echar abajo este
muro de separación para poder llegar a otros con el mensaje del Evangelio. ¿Qué
muros puedes identificar en tu vida?
Les comento que en uno de los martes
pasados surgió aquí, por inspiración directa del Espíritu Santo, un proyecto de
elaborar nuestros propios folletos evangelísticos. Cada uno puede tener un
folleto con su propio testimonio, su nombre y su número de teléfono. Escribe en
un párrafo corto lo que fue tu vida antes de conocer a Cristo, cómo llegaste a
recibir a Jesús en tu vida y los cambios que él ha operado en tu ser. Esto lo
combinamos con versículos claves y la invitación de recibir también a Jesús.
Así puedes repartir a diestra y siniestra tu propio folleto con un contenido
que nadie te puede discutir porque tú mismo lo viviste. Envíame tu testimonio,
y yo te ayudaré a convertirlo en un folleto evangelístico. “…no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de
dominio propio” (2 Ti 1.7 – NBLA).
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