miércoles, 23 de octubre de 2024

Someterse vs. ser cabeza

 







            Hermanas, ¿les gusta que se les diga que deben estar sujetas a sus maridos? Hermanos, ¿les gusta que se les diga que deben ser cabeza de sus esposas? Puede que tengan diferentes sensaciones respecto a estas indicaciones de la Palabra de Dios, pero, ¿están seguros de que su “sentimiento” respecto a ellas es correcto? ¿Qué significa realmente “someterse a su marido” y “ser cabeza de su esposa”? Y más importante todavía: ¿estamos cumpliendo con estas indicaciones? Lo veremos hoy al analizar el texto donde Pablo nos transmite estas prescripciones.

 

            FEf 5.21-33

 

            El texto anterior había terminado con la indicación de que debíamos ser llenados con el Espíritu Santo (v. 18). Algunas versiones relacionan los versículos 19-21, que hablan de cantar himnos y alabanzas en nuestros corazones, dar siempre gracias a Dios en todo y someterse el uno al otro con esta acción de ser llenos del Espíritu Santo. Viéndolo de esta forma, el someterse unos a otros puede ser fruto de la llenura del Espíritu Santo, como puede ser también lo que colabora para que alcancemos esta llenura. Y la verdad es que, sin la ayuda de Dios, es imposible someternos unos a otros como nos pide este texto. Y aquí en este versículo 21 no se habla todavía del matrimonio. En cualquier relación interpersonal debemos vivir según este concepto de la sujeción mutua. Por eso, estimados solteros, no piensen ahora que pueden tomarse libre el resto del día ya que es una prédica y un texto exclusivamente para matrimonios. Más les vale que ahora ya presten mucha atención a este contenido para tener por lo menos una noción vaga de lo que es vivir en matrimonio. Si quieren esperar con aprender acerca de la vida matrimonial hasta que se hayan casado, lamento decirles que entonces empezarán demasiado tarde con este aprendizaje. Muchos problemas podrán evitar o prevenir si se preparan con anticipación. La vida matrimonial no se limita a tener sexo 3 veces al día, como nos lo pintan algunas películas. A veces ni siquiera es 3 veces al mes. La vida matrimonial es infinitamente más compleja y amplia, pero también infinitamente más satisfactoria que tener relaciones 3 veces al día. Por eso hay que prepararse con tiempo.

            Volviendo al texto, la verdad es que el término “someterse” tiene un sabor medio desagradable para muchos. Para algunos, esta palabra conlleva la idea de humillación, para otros la de valer menos que el otro y, en casos más extremos, incluso la de maltrato o esclavitud. Pero ninguna de estas connotaciones es correcta, sino son tergiversaciones escandalosas que el diablo ha querido asociar con este término. Fíjense que el texto dice que tenemos que someternos por respeto o reverencia a Cristo, no por temor al cónyuge. Si yo amo tanto a mi Jesús, voy a amar también a mi esposa y con gusto voy a ponerme debajo de ella para ayudarla y elevarla. Y ella lo mismo conmigo. Ahí no hay el menor espacio para humillación, minusvalía o maltrato. El someterse llega a ser una expresión sublime del amor divino entre los cónyuges o entre hermanos en Cristo. Me encanta como lo traduce una versión: “Expresen su respeto a Cristo siendo sumisos los unos a los otros” (v. 21 – BLA). Este versículo 21 es otra forma no más de expresar lo que Pablo escribe a los gálatas: “Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas y así cumplirán la ley de Cristo” (Gl 6.2 – NVI). Esto es lo que significa “someterse mutuamente”: uno se pone debajo de la carga del otro para llevarla juntos, y el otro se pone debajo de la carga mía para llevarla juntos. Y si sigue molestándoles este término, reemplácenlo por otro, como lo traduce la Biblia Palabra de Dios para Todos: “Sírvanse unos a otros por respeto a Cristo” (PDT). Es imposible servir al otro sin ponerme debajo de su necesidad para llevarla junto con él. Si esto lo trasladamos al ámbito del matrimonio, como Pablo lo hace concretamente en los siguientes versículos, y si el hombre realmente se pone debajo de las necesidades de su esposa, ella no tendrá ningún problema en cumplir con lo que Pablo le indica en el versículo 22: “Las esposas deben estar sujetas a sus esposos como al Señor” (DHH). Otras traducciones hablan de honrar, respetar o servir a sus esposos. En este caso, todos estos verbos son sinónimos porque expresan la misma idea. Es muy posible que los hombres casados estén sintiendo ahora bálsamo fluir por su alma al escuchar estas palabras, y en su mente ya le están dando un codazo a su esposa: “¿Escuchaste?” Déjenme decirles dos cosas, varones: primero, Pablo está hablando a las mujeres, no a ustedes. Segundo, en seguida les tocará el turno a ustedes y a ver si lo sentirán todavía como bálsamo.

            Ahora, ¿a qué me refiero con que Pablo está hablando aquí a las mujeres y no a los hombres? ¿Acaso no es evidente? Bueno, al parecer, para muchos hombres no. De leer, leen que dice que las esposas deben estar sujetas a sus esposos. Pero de entender, entienden: “Esposos, ¡sometan a sus esposas!” Y de ahí surgen múltiples manifestaciones de violencia emocional, psicológica, espiritual y física. El machismo es uno de las maldiciones más dañinas que el diablo ha logrado introducir en este mundo. Y esto no se detiene ni siquiera en la puerta de una iglesia. Puede haber mucho machismo también dentro de las iglesias. Y ojo: algunas de las personas más machistas que conozco son mujeres. Es inconcebible los conceptos machistas que las madres les transmiten a sus hijos, creyendo que así tiene que ser el comportamiento de los varones. Algunas esposas hacen lo mismo con sus maridos. Oro para que este texto de hoy pueda empezar a abrirnos los ojos para que entendamos cómo quiere Dios que nos comportemos como hombres y como mujeres. Desearía yo que cada varón de esta iglesia pueda hacer el curso “Hombría al Máximo” de la Fundación Principios de Vida. Hay versiones incluso en forma virtual (por Internet) que dan hermanos y pastores de las diferentes sedes de la IEB Py.

            Repito: este versículo no dice que la mujer debe ser sometida, sino le indica a la mujer que ella voluntariamente se sujete a sí misma a la cobertura de su esposo. Y esto debe ser de la misma forma en la que ella lo hace con Cristo. Hermana, ¿te sometes a la autoridad de Cristo? ¿Lo haces de la misma manera también con tu marido? Si no, ¿por qué no? Tu relación con Cristo debe servirte de modelo y regla de medir para tu relación con tu marido. Vuelvo a decir: “sometimiento” no significa humillación; no significa ser reducida al papel de una sirvienta o, peor todavía, una esclava sexual; no significa ser condenada al silencio, con excepción de las palabras: “Sí, mi amor.”; no significa ser el trapo de piso del marido. Significa ponerse debajo de un orden establecido por Dios; ponerse debajo de la protección y provisión de su esposo para así poder contribuir al bien de la familia y de la sociedad con las funciones y los dones que Dios le ha conferido. Haciéndolo, la aprobación y la bendición de Dios estarán sobre la esposa y toda la familia. Así es como Dios quiere que funcione el hogar de puertas para dentro. El texto dice que la esposa debe estar sujeta a su propio marido. No indica la sujeción a todos los hombres (y menos todavía al marido de la otra). Es decir, este texto es una descripción de las funciones que le corresponden a cada uno dentro del hogar, dentro del matrimonio. Yo no lo veo como una prohibición general al liderazgo de una mujer, como muchos lo interpretan. Para mí son dos cosas totalmente diferentes e independientes una de la otra.

            ¿Y qué pasa si la esposa sale de esa sujeción y se eleva por encima de su esposo? Eso trae mucho dolor para ella misma, para el matrimonio y para toda la familia y sociedad porque está usurpando un lugar que no le corresponde dentro de la familia.

            Mientras la función de la mujer es poner todo su potencial al servicio de la familia desde el lugar protegido que le brinda el esposo, la función del esposo es ser “cabeza de la esposa, como Cristo es cabeza de la iglesia” (v. 23 – DHH). Esposo, si ahora la sonrisa de tu corazón se extiende de oreja a oreja, más te vale que prestes atención a lo que significa ser cabeza. Cristo lo describió de maravilla cuando dijo: “…los gobernantes de este mundo tratan a su pueblo [a sus familias] con prepotencia … Pero entre ustedes será diferente. El que quiera ser líder entre ustedes deberá ser sirviente, y el que quiera ser el primero entre ustedes deberá convertirse en esclavo” (Mt 20.25-27 – NTV). Esto es lo que Jesús entiende por “ser cabeza”. Te pregunto: ¿Te estás haciendo esclavo de tu esposa? (¿Sigues sonriendo todavía?) Ojo: así como “someterse” en el caso de la esposa no significa ser esclava del marido, a la inversa también es así. Ambos deben someterse a su cónyuge por amor. Por eso es tan importante entender bien el versículo 21. Si Jesús habla de ser esclavo, es para ilustrar hasta qué punto ambos deben estar dispuestos a poner a un lado sus propias voluntades y necesidades para atender primeramente las de su cónyuge. Esta es la voluntad de Dios para el ser humano. Sabemos que el pecado ha destruido todo, y que ningún ser humano puede lograr ese ideal, pero no por eso Dios ha bajado su exigencia. Su marca sigue igual de alto. Pero él se ha sacrificado a sí mismo, se ha hecho esclavo, se ha sometido a nosotros y nuestro pecado para llevar nuestra carga, liberarnos de ella y hacer que nosotros podamos emerger nuevamente y alcanzar su marca. Sin Cristo jamás lo lograremos. Y ese ejemplo que Dios mismo nos ha dado es precisamente el modelo de cómo nosotros ahora debemos tratarnos en la familia y en la iglesia. Él “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte … en la cruz. Por eso Dios le dio el más alto honor…” (Flp 2.8-9 – DHH), poniéndolo como cabeza de la iglesia. Marido, si consideras el ser cabeza de tu esposa como un puesto de honor, de poder, de superioridad, entonces no te has humillado todavía hasta la muerte por ella. Esta función no te da el derecho de hacer lo que te dé la gana, coquetear o piropear a mujer que se te cruce o pasar noche tras noche con los amigos. Ser cabeza significa “encabezar” la responsabilidad por la esposa y la familia. Dios te pedirá cuentas en primer lugar a ti por lo que ha pasado (o no ha pasado) en tu familia, no a tu esposa. Recuerda que Dios es tu suegro y no te gustará que él te tenga que llamar la atención por estar tratando indebidamente a su hija.

            La indicación de ser cabeza de la esposa se inspira en el hecho de que Cristo es la cabeza de su iglesia. ¿Y qué hace Cristo por su iglesia? La protege, la guía, provee para ella, confía en ella, la empodera, se concentra única y exclusivamente en ella, y una larga lista de cosas más. Varones, eso es lo que la Biblia espera que hagamos a favor de nuestras esposas. Así como la relación de la mujer con Cristo es el modelo y la medida de cómo debe ser la relación de ella con su esposo, así la relación de Cristo con su iglesia es el modelo y la medida de cómo debe ser la relación del marido con su esposa. En todo este párrafo, Pablo toma la imagen de Cristo y su iglesia y la pone como modelo para la relación matrimonial: “…así como la iglesia está sujeta a Cristo, también las esposas deben estar en todo sujetas a sus esposos” (v. 24 – DHH). Y, a la inversa: si como matrimonios vivimos según los principios de la Palabra de Dios, llegamos a ser un reflejo al mundo de lo que es el amor de Dios hacia su iglesia, su pueblo, sus hijos.

            Me llama la atención las palabras que Pablo utiliza aquí. A las mujeres él ordena respetar a sus esposos. Para un hombre, su mayor necesidad emocional es ser respetado. Todo en la vida y en la relación matrimonial él lo interpreta desde el respeto. Si, por ejemplo, la esposa constantemente le regaña y le contradice, él lo percibe como una falta de respeto. Y la falta de respeto es lo que más daña su autoimagen y su percepción de valor como hombre. Pero si el hombre se siente respetado, se sentirá amado.

            Pero a los maridos no se les manda respetar a sus esposas, sino a amarlas (v. 25). La necesidad de sentirse amada es la máxima necesidad emocional de las mujeres. Si la esposa se siente amada, se sentirá también respetada – al revés de como es en los varones. Cuando el marido la trata con cariño, consideración, delicadeza; cuando provee no solamente los ingresos económicos para el hogar, sino también seguridad, colaboración, tiempo, interés genuino por el estado emocional, espiritual y físico de su esposa; cuando él se encarga de los trabajos de la casa o de la atención a los niños para que ella pueda descansar después de un día arduo de trabajo en la casa o en el empleo, entonces ella se siente amada. El texto dice que “Cristo se entregó a sí mismo” (v. 25 – NBD) por su iglesia. Ya vimos que filipenses lo describe como humillarse hasta la muerte. Y esta es la definición de amor. Así quiere la Biblia que el marido ame a su esposa: con entrega, con sacrificio.

            Muchos maridos desprecian a su esposa y hasta la abandonan por otra cuando los hijos y el tiempo dejaron sus huellas en el cuerpo de ella y ya no está más tan cinturita como cuando tenía 18. O cuando no puede dedicarse a cuidar su aspecto físico por tener que lidiar todo el día con los hijos y con los interminables quehaceres de la casa (y encima dicen los maridos que su esposa no hace nada porque está todo el día en la casa – ¡semejante falta de respeto y de consideración hacia su esposa! Estoy seguro que estos maridos no aguantarían ni una semana haciendo todo lo que su esposa hace durante los 365 días del año, sin sueldo, sin vacaciones, sin ayuda y, lo peor: sin comprensión de quien ha sido llamado para amarla de verdad, colocándose debajo de la carga de ella.). Estos maridos, que llegan del trabajo y exigen que su esposa les sirva el tereré o la comida y se pasan toda la noche mirando tele sin mostrar el mínimo interés por cómo su esposa ha pasado el día y qué es lo que ella necesita, sin darse cuenta que ella trabajó mucho más que él, pero sin el lujo de poder darse un respiro, estos maridos necesitan entender que Cristo hizo todo lo necesario para que su esposa —la iglesia— pueda estar “sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección” (v. 27 – NVI). Él no la criticó por estar desaliñada, no le exigió que se arregle para ser medianamente aceptable, sino calladamente vino y se sacrificó a sí mismo para que ella pueda estar “santa y perfecta” (v. 27 – DHH). ¿Qué tal, si a cambio de exigir la atención de tu esposa cuando llegas a casa más bien le preguntes cómo ha sido su día y en qué le puedes ayudar; si le das un masaje en la espalda y le ofreces que ella se vaya a bañar y a relajarse, que tú te encargarás de la cena o de lo que haya para hacer; si haces una cita con la peluquera de ella o con una persona que pueda hacerle un tratamiento adecuado a la piel de la cara de tu esposa? ¿No crees que eso haría un enorme cambio en la autoestima y las emociones de tu esposa? “Así deben amar los esposos a sus esposas: como aman a su propio cuerpo. ¡El hombre que ama a su esposa se ama a sí mismo” (v. 28 – NBD)! La mujer necesita sentirse segura y confiada de que su marido cumplirá su función dentro del hogar; que él le “haga el amor” de esta manera. ¿Se dan cuenta que “amor” para la esposa poco o nada tiene que ver con sexo? Recién cuando estas demás necesidades están satisfechas, ella estará segura del amor verdadero de su esposo, y recién ahí podrá responder con libertad también físicamente a las necesidades de su marido. Mientras que, para el hombre, si sus necesidades físicas no son tenidas en cuenta, todo lo demás como que casi no cuenta. Así de diferente nos ha creado Dios. Vivir en matrimonio realmente es para valientes, porque uno se mete en un sinfín de desafíos de hacer funcionar una relación entre dos personas tan diametralmente opuestas en su forma de ser, de pensar y de sentir. Pero ese es el ideal original que tuvo Dios y que él sigue teniendo. Pensar que entonces es mejor no casarse sino vivir en relaciones sin compromisos es una más de las tantas mentiras que Satanás ha sembrado en este mundo y en cuya trampa caen también tantos hijos de Dios. Es la peor estupidez que un ser humano pueda hacer. Por eso, una vez más: sin Cristo es imposible vivir en una relación de compromiso matrimonial, según la santa y perfecta voluntad de Dios. Necesariamente un matrimonio debe consistir de tres personas. Y ojo, no me refiero a marido, mujer y amante, sino a marido, mujer y Cristo. Solo de esa manera hay posibilidad de que esa relación pueda perdurar y afianzarse. Para que esa unión indisoluble pueda nacer y desarrollarse, es necesario que el hombre deje “a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y los dos serán como una sola persona” (v. 31 – DHH). Hasta me atrevería a decir que el hombre deje a su padre y a su madre, y recién entonces los dos serán como una sola persona. Es decir, ambos cónyuges deben cortar el cordón umbilical que los une a la olla, la billetera y la casa de sus padres para formar una nueva unidad social llamada “familia”. Adaptando una expresión de Jesús podríamos decir: El que pone la mano en el arado del matrimonio y luego mira atrás, lamentando su vida de soltero y la comodidad de la casa de los padres no es apto para la vida en pareja (adaptación de Lc 9.62). Muchas veces los padres quieren “ayudar” a sus hijos, ofreciéndoles un lugar en la casa o el patio de los padres. Pero en vez de que esto sea una ayuda para los hijos, es una maldición que dañará tanto a los hijos como a los padres. Para que la relación del nuevo matrimonio realmente pueda desarrollarse saludablemente, es imprescindible que el nuevo matrimonio se desligue también físicamente de la casa de los padres. Aunque en una choza y sin muebles, ¡pero solos! Si la Biblia lo ordena así, por algo es, y más vale que le hagamos caso. Cristo también ha llamado a su iglesia a que salga del mundo para unirse con él como su cuerpo. El término griego para “iglesia” significa, precisamente, “los llamados afuera”.

            “…cada hombre debe amar a su esposa como se ama a sí mismo, y la esposa debe respetar a su marido” (v. 33 – NTV). ¡Semejante tarea que el Señor nos ha encargado! Pero él se ofrece también a ayudarnos en este cometido tan grande. Y si no has dado todavía ese paso de cortar los lazos con este mundo y el pecado para unirte a Cristo, Salvador y esposo de su novia, la iglesia, da ahora ese paso. Este mundo no tiene nada que ofrecer que valga la pena retener o lamentar. Date un empujón y pasa al reino de Cristo. Dile: “Señor Jesús, no quiero seguir viviendo más según mi propio parecer. No quiero seguir más las reglas de juego de este mundo. Quiero que tú tomes el control de mi vida. Límpiame y perdóname por todos mis pecados. Hazme un hijo de Dios. Gracias por lo que has hecho por mí. Pero también necesito de tu ayuda para vivir como tú esperas de mí dentro de mi hogar. Sin ti no puedo lograrlo, pero deseo servir a mi familia de manera correcta y honrarte a ti de esta manera. Consagro mi vida a tu servicio. Te amo y te adoro. Amén.


Hijos de papá

 






            ¿En qué piensan cuando escuchan la expresión “hijo de papá”? Creo que a todos nos vienen a la mente imágenes como: “muchacho mimado, a quien se le conceden los caprichos; aquel que tiene la vida solucionada por el apellido; hijo que sale de todos los problemas y malas decisiones evitando las consecuencias, porque el papito se encarga de que así sea; individuo sin responsabilidad y abusivo con las normas, con las personas, con la vida.” (https://www.lostiempos.com/actualidad/opinion/20180318/columna/hijitos-papa) ¿Y qué piensan cuando les digo que todos somos “hijos de papá”? Bueno, más adelante descubriremos por qué lo digo.

            Llegamos en nuestro estudio de la carta a los efesios al 5º capítulo. Estaremos leyendo ahora los primeros 20 versículos.

 

            F Ef 5.1-20

 

            Pablo había terminado el texto anterior hablando del perdón que Dios nos ha otorgado. Al extendernos su misericordia y limpiarnos de toda maldad, él nos adoptó también como hijos suyos. Como ya varias veces hemos dicho, esta verdad no puede sin dejar rastros en nuestra vida: “Puesto que son hijos amados de Dios, procuren parecerse a él” (v. 1 – BLPH). En otras palabras, tu vecino, tu compañero/a de trabajo, tu familia, al observar tu conducta, debe exclamar: “¡Igualito que su papá! Es un verdadero ‘hijo de papá – del Papá Dios.’” ¿Y cómo es una conducta que les haría decir esto? El resto de nuestro texto —y de toda la carta— describe cómo se comporta un “hijo de Papá Dios”.

            Y como de costumbre, Pablo empieza con la artillería más pesada: “Deben amar a los demás, así como Cristo nos amó y murió por nosotros” (v. 2 – TLA). Es decir, para demostrar que somos “hijos de papá”, debemos amar al estilo de Cristo. Y no contento con esto, Pablo pone como regla para medir nuestro amor la disposición a morir que tuvo Jesús. Recién cuando tú estés dispuesto a dar tu vida por los demás —¡literalmente!— estás dando señales de tener un amor parecido al de Cristo. ¿Quieren que continúe todavía con las demás señales de ser “hijos de papá”? Pero, eso sí, este nivel de amor por los demás será una “ofrenda de perfume agradable a Dios” (v. 2 – NBD). Así que, si quieres honrar a Dios, procura ser como su hijo amado en quien él se complace (Mt 3.17).

            Otra señal de ser “hijos de papá” es la pureza de vida, de pensamientos y del modo de hablar. Pablo habla concretamente de pecados sexuales, de cualquier forma de impureza y de la avaricia (v. 3). La avaricia él identifica más adelante como una forma de idolatría (v. 5), ya que concentra toda su atención y la motivación de sus acciones en otra cosa que no es Dios. “…eso no es propio del pueblo santo de Dios” (NVI); “tales pecados no tienen lugar en el pueblo de Dios” (NTV). De estas cosas ni siquiera se debe hablar (v. 3), no porque sea un tabú que nadie debe tocar o por querer tapar algo para que no salga a luz. ¡Todo lo contrario! En el versículo 11 dice más bien que debemos desenmascararlos, denunciarlos y reprenderlos. Pero entre los cristianos estos pecados no deben ser materia de conversación porque deben brillar por su total ausencia en el pueblo de Dios. ¿Y cómo se podría hablar de algo que no existe? “…hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a seguir viviendo sometidos a él” (Ro 6.2 – BLPH)? Más bien, “da vergüenza aun mencionar lo que ellos hacen en secreto” (v. 12 – RVA2015).

            Otra característica por la que debemos distinguirnos es nuestro modo de hablar: “No digan malas palabras, ni tengan conversaciones tontas, ni hagan chistes groseros” (v. 4 – NBD). De esto, el mundo a nuestro alrededor está plagado hasta más no dar. Incluso, algunos que se consideran cristianos, “hijos de papá”, caen en ese tipo de lenguaje, a veces, porque día a día lo escuchan hasta que se les pegue también algún vocabulario inapropiado; a veces, porque se sienten muy grandes al poder tomar en su boca ese tipo de palabras; a veces, por el temor de ser rechazados o —a la inversa— el deseo de ser aceptados. Pero si Cristo te aceptó, ¿qué beneficio tiene entonces el ser aceptado por el mundo? Si eres “hijo de papá”, demuéstralo en tu forma de hablar como él hablaría. Porque este comportamiento no es algo que sea una especie de alternativa, aunque menos deseable, sino es cosa demasiado seria: “…ténganlo por sabido y resabido: nadie que se da a la lujuria, a la inmoralidad o a la codicia, que es una idolatría, tendrá parte en el Reino del Mesías y de Dios” (v. 5 – NBE). “No se dejen engañar por los que tratan de justificar esos pecados, porque el enojo de Dios caerá sobre todos los que lo desobedecen” (v. 6 – NTV). Más vale ser un “hijo de papá” con un estilo de vida radical que poniendo en juego su destino eterno, ¿no creen? “¿Quieren también ustedes ser cómplices suyos” (v. 7 – BLPH)? Si Cristo nos ha rescatado precisamente de este estilo de vida, ¿cómo volveríamos otra vez a lo que él aborrece? “…antes ustedes estaban llenos de oscuridad, pero ahora tienen la luz que proviene del Señor. Por lo tanto, ¡vivan como gente de luz” (v. 8 – NTV)!

            En contraste con ese estilo de vida tan destructivo que manifiesta la gente del mundo, un “hijo de papá” que vive en la luz de él sacará a esa luz “bondad, justicia y verdad” (v. 9 – RVC). ¡Esto sí que es un contraste al modo de comportamiento del mundo! Es imposible que un verdadero “hijo de papá” no llame la atención en las tinieblas de este mundo, por más pequeña que pueda ser su luz. La luz de Cristo en ti no la puedes ocultar. ¿Y para qué la quisieras ocultar? “Nadie enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón. Todo lo contrario: la pone en un lugar alto para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt 5.15 – TLA). Pero ojo, puede que a algunos no les guste tu luz, porque “cuando la luz brilla, pone todas las cosas al descubierto” (v. 13 – NBD), y la gente no quiere que salgan a luz sus trapos sucios. Ya fue así cuando Jesús, la verdadera Luz del mundo, estaba aquí. Dice la Biblia que “la gente amó más la oscuridad que la luz, porque sus acciones eran malvadas” (Jn 3.19 – NTV). Pero, a todos los que tenemos la Luz del mundo en nuestro interior, también somos llamados a ser la luz del mundo (Mt 5.14), así que, un “hijo de papá” no puede otra cosa que brillar y, aunque a algunos no les guste, a otros, al verse confrontado con que sus pecados son desenmascarados, serán movidos al arrepentimiento y a aceptar a Jesús en sus vidas. A los que están muertos en sus delitos y pecados, la luz de Cristo quiere despertarlos para que puedan salvarse a tiempo (v. 14).

            Por todo esto, la Biblia nos exhorta a vivir sabiamente, no como necios. En muchas partes, la Biblia llama “necia” a una persona que no tiene en cuenta a Dios sino se maneja según sus propios criterios. Y, realmente, es estupidez en su máximo grado creerse más sabio que Dios y querer manejarse como se le da la gana. Pero, ¡cuántas veces nosotros mismos somos esos necios y estúpidos! Bueno, no sé ustedes, pero yo por lo menos me descubro una y otra vez no haber actuado según me enseña la Biblia.

            Una forma de vivir sabiamente es aprovechar cada momento para convertirlo en utilidad para nosotros mismos y para los demás (v. 16). Una versión en inglés dice: “Estos son tiempos malos, así que, hagan que cada minuto cuente” (CEV – traducción libre). Esto nos ayuda bastante a evaluar el uso que le damos al tiempo. Si estamos aquí en la iglesia, ¿hago que cada minuto cuente? Si estoy en contacto con la gente del barrio, ¿estoy aprovechando cada oportunidad para hacer el bien? ¿Si estoy mirando televisión o navegando en las redes sociales, ¿estoy haciendo que cada minuto cuente? Probablemente no haya una respuesta única y valedera a estas preguntas, porque depende de muchos factores. Si estoy físicamente en la iglesia, pero mis pensamientos volando por cualquier lado o masticando rabia contra el cónyuge que me hirió camino a la iglesia, quizás no esté haciendo que cada minuto cuente. Si estoy mirando tele como un tiempo de calidad con mi familia, no puede ser contado como desperdicio de tiempo – siempre y cuando no sean repetidas veces 8 horas seguidas frente a la tele… Si estoy en las redes sociales, tratando de ser testimonio de la obra de Cristo en mí o para animar y orientar a uno de mis contactos, también es aprovechar cada momento. Así que, seamos sabios también en el uso de nuestro tiempo. Si en cada momento “tratan de averiguar qué es lo que Dios quiere que hagan” (v. 17 – TLA), y si viven de acuerdo a lo que entienden que es la voluntad de Dios, entonces aprovecharán bien el tiempo y serán prudentes en el manejo de su vida.

            Otra forma de actuar sabiamente como “hijos de papá” es saber al control de qué o de quién exponernos. Pablo advierte que no seamos tan estúpidos de ponernos bajo el control de bebidas alcohólicas: “No se emborrachen con vino, porque eso les arruinará la vida” (v. 18 – NTV); “perderán el control de sus actos” (TLA); “echarán a perder su vida” (PDT). La versión en inglés que cité hace un rato dice: “No se destruyan a sí mismos, emborrachándose” (CEV – traducción libre). Lastimosamente hay muchos que se engañan a sí mismos lavándose el cerebro con que saben cuánto es suficiente. “Una copita no me hará nada.” La verdad es que con esa una copita, con esa una latita, la noción de cuánto es suficiente se vuelve un poco más borrosa, y si a esa una latita se agrega oportunamente otra segunda que tampoco “no me hará nada” (¡supuestamente!), más borrosa se vuelve esa convicción. No voy a ser policía moral y perseguirlos para ver si por ahí alguien toma bebidas alcohólicas. Solo quiero compartir con ustedes mi propia convicción de lo que es “suficiente” para mí y que les recomiendo también: ¡Para mí, suficiente es cero bebidas alcohólicas! Hasta ahora no he podido encontrar un solo beneficio que podría tener una lata de cerveza o de cualquier otra bebida. ¿Para qué sería entonces tan necio de consumir lo que no tiene beneficio alguno, pero sí un potencial dañino muy elevado? Por eso, este texto nos insta a no someter nuestra vida al dominio del alcohol.

            Pero Pablo presenta todavía un segundo candidato al que entregar el control sobre nosotros: el Espíritu Santo. Mientras que el primer candidato, la bebida alcohólica, nos lleva a la esclavitud y una progresiva destrucción de nuestra vida, el segundo candidato obtiene el control en la medida en la que se lo otorgamos, y nos libera para entonar “salmos, himnos y cantos de alabanza … al Señor” (v 19 – PDT), “dando siempre gracias a Dios el Padre por todo, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (v. 20 – BAD). ¿No les parece que este segundo candidato tiene amplia ventaja respecto al primero? No sean necios, sino prudentes en su elección de amo. Su vida siempre estará bajo el control de algo o de alguien. El control del Espíritu Santo es el único que nos llevará de bien a mejor. Todos los demás amos, incluyéndonos a nosotros mismos cuando creemos que somos los mejores dueños de nosotros mismos, nos engañan y nos llevan a la destrucción, no solamente en esta vida sino por toda la eternidad. Como “hijo de papá” sometete voluntaria, decidida y diariamente al control del Espíritu de Papá.

            Tú como “hijo de papá”, ¿se puede decir de ti: “igualito a su papá”? ¿Tú lo dirías de ti mismo? ¿Eres “de tal palo tal astilla”? De este pasaje, ¿qué te está hablando Dios? ¿Qué vas a hacer respecto a lo que el Espíritu Santo te está hablando? ¿Cómo responderás a su voz? Y si no eres todavía un hijo del Papá Dios, invítalo ahora mismo a tu vida. Ponte consciente, voluntaria y decididamente bajo el control del Espíritu Santo. Dile: “Señor Jesús, reconozco que mi vida es un verdadero caos. No cabe para mí otra descripción como la de “necio”. Pero he aprendido hoy que entregarte a ti el control de mi vida, dejarme limpiar de mis pecados y recibir de ti la vida eterna es lo más grande y prudente que puedo hacer. Quiero darte mi vida para que hagas de ella algo según tu agrado y según tu plan perfecto para mí. Tómala y hazme un “hijo de papá”. Gracias, Dios. En el nombre de Jesús, amén.”


Calcomanías

 







            Cuenta la historia que un señor fue manejando su auto por la calle. Al acercarse a un semáforo, éste cambió a amarillo. Muy correctamente, este hombre fue frenando para detenerse justo antes de la franja peatonal. Detrás de él vino una mujer que, cuando vio que el semáforo se puso en amarillo, quiso acelerar para cruzar todavía el semáforo, aunque sea ya en rojo. Pero cuando de golpe vio que el señor delante de ella se estaba deteniendo, tuvo que frenar bruscamente para no chocarlo. La mujer estaba fuera de sí de ira. Hizo sonar su bocina sin parar por largo rato, sacó la cabeza por la ventanilla y le lanzó una avalancha de gritos irreproducibles y hasta se bajó del auto para ir y patear el del señor. En eso aparecieron dos policías que agarraron a la mujer, la esposaron y la llevaron a la comisaría donde la metieron en una celda. Después de varias horas la sacaron otra vez y le dijeron: “Mire, señora, hemos revisado los documentos y nos hemos dado cuenta que cometimos un grave error, por lo cual ofrecemos nuestras sinceras disculpas. Es que nos alertó el comportamiento que usted manifestó allá en el semáforo. Pero mucho más nos alarmamos cuando observamos su auto. Por el espejo retrovisor vimos colgar un pendiente en forma de pez, símbolo del cristianismo. Por el parabrisas vimos una pegatina o calcomanía que decía: ‘Yo amo a Jesús.’ Igual atrás había varias otras pegatinas más que decían: ‘Sigue a Jesús como me sigue a mí.’, ‘Dios te ama y yo también.’, y otros más. Ahí procedimos inmediatamente a arrestarla porque estábamos convencidos de que usted estaba manejando un auto robado.

            El domingo pasado el hermano Alberto nos explicó sobre la base de un pasaje de Efesios que Dios ha dado diferentes dones a cada hijo suyo con el fin de que por medio de ellos nos edifiquemos mutuamente para así crecer como cristianos. Necesitamos parecernos cada día más a Cristo y menos a un niño. Necesitamos hacer coincidir nuestro actuar con lo que dicen nuestras pegatinas. Progresivamente necesitamos dejar atrás un comportamiento infantil para adoptar un comportamiento maduro. ¿Y qué es un comportamiento maduro? Si nuestras calcomanías, nuestras palabras, nuestras publicaciones en las redes nos identifican como cristianos, ¿cómo debe ser entonces nuestra conducta para que refleje lo que proclaman los stickers imaginarios que exhibimos en la vida? En el siguiente pasaje Pablo enumera una larga lista de cosas que más y más debe caracterizar nuestra vida como cristianos. Creo que llegamos hoy a uno de los pasajes más prácticos del Nuevo Testamento.

 

            F Ef 4.17-32

 

            En la vida me he encontrado con mucha gente que tiene la boca llena de Dios y el comportamiento vacío de los principios de Dios. Y todos nosotros podríamos dar ejemplo sobre ejemplo de lo vacía que está la mente de la gente. Basta con prender la tele por 10 minutos para darnos cuenta de eso. Por eso, cada vez que veo en algún lado lo que pasa por la televisión estoy más agradecido por no tener tele, por mi salud mental. ¿Pero qué de nosotros los que nos llamamos “hijos de Dios”? ¿Nos diferenciamos de ellos? ¿Damos ejemplo de una mente diferente? Pablo insta a los efesios con mucha fuerza: “Esto digo e insisto en el Señor…” (v. 17 – RVA2015), “lo que les voy a decir es una advertencia del Señor: dejen ya de vivir como los que no son creyentes, porque ellos se guían por pensamientos inútiles” (PDT). Es que no puede ser que la presencia de Cristo en nosotros no deje sus rastros en nuestro comportamiento y nuestro modo de pensar, de hablar, de actuar. Pablo escribe a los corintios: “…nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Co 2-16 – RVC). ¿Puedes afirmar esto? ¿Se nota esto en ti? Si podemos conocer a la gente por los frutos que deja su vida, como lo dijo Jesús (Mt 7.16, 20), ¿de qué manera ellos nos podrán conocer a nosotros? ¿Qué frutos mostramos en nuestra vida por medio de nuestro comportamiento y nuestras palabras?

            El fruto que deja una mentalidad como la que denuncia Pablo aquí es poco atractivo. En los versículos 18 y 19 él describe las características de estas personas. En varias de sus demás cartas él menciona algo parecido. Pero luego, en el versículo 20, viene el gran quiebre al hablar de los receptores de su carta a los efesio: “¡...esto no es lo que ustedes aprendieron acerca de Cristo” (TLA)! Debe haber un contraste marcado entre el fruto que deja una mente perversa, llena de porquería, y una mente llena de la presencia de Dios y de su Palabra. La enseñanza de la Palabra de Dios consistió, precisamente, en la necesidad de despojarnos de esta vieja naturaleza pecaminosa como si se tratara de una ropa totalmente embarrada, para luego “vestir” la nueva naturaleza de Cristo. Esto suena fácil e instantáneo, y espiritualmente es así. Pero en la práctica es un proceso de toda la vida. El viejo hombre no muere tan fácilmente, sino día a día tiene que ser sujetado a la autoridad de Cristo. Pero, a pesar de esto, nuestra actitud hacia el pecado ha cambiado. Antes nosotros también éramos como los que Pablo describió en los versículos anteriores: dominados por una mente llena de podredumbre. Pero ahora, aborrecemos todo lo que produjo nuestra mente antes. Nos da asco. Pablo escribe a los filipenses: “…todo esto, que antes valía mucho para mí, ahora, a causa de Cristo, lo tengo por algo sin valor. … Por causa de Cristo lo he perdido todo, y todo lo considero basura a cambio de ganarlo a él” (Flp 3.7-8 – DHH). Esto es señal de una mentalidad transformada. Lo que antes nos parecía tan apetecible, ahora nos avergüenza. Esa transformación de nuestra mente tiene un momento puntual, un inicio marcado. Esto fue cuando abrimos nuestra vida a que Cristo entre a hacerse cargo de ella. Pero desde este momento hasta el fin de nuestros días, la transformación mental es un proceso que será acabado en el momento en que nos despertemos en la eternidad. Mientras estemos a este lado de la muerte, la mente necesita continuamente ser transformada (v. 23). Al comparar este versículo en las diferentes versiones llama la atención que algunas lo entienden como algo pasivo (algo que otro ser realiza en mí, y yo soy meramente el receptor de su acción), y otras lo ven como algo activo (lo que yo hago). Creo que una manera de combinar ambas opciones es la que dice: “…dejen que el Espíritu les renueve los pensamientos y las actitudes” (v. 23 – NTV). Es decir, el agente que realiza esta transformación es el Espíritu Santo, pero yo le debo dejar hacerlo; se lo debo permitir; debo colaborar con él en esta transformación. El Espíritu Santo no va a hacer nada “por arte de magia”, automáticamente, menos todavía en contra de mi voluntad. Yo necesito firmar la autorización para que él pueda empezar su obra en mí. Y luego debo colaborar con él, dándole materia prima cuidadosamente seleccionada. ¿A qué me refiero? Aquello con lo que alimento mi mente es lo que va a acelerar o frenar esta obra de transformación, según sea la calidad de ese alimento. Dime de qué llenas tu mente, y te diré quién eres. Si lo lleno de pensamientos positivos, de la Palabra de Dios, de canciones de alabanza, de conversaciones con otros hijos de Dios, de buenos libros cristianos, etc., esa transformación se acelerará al por mayor. Pablo insiste a los filipenses: “…piensen en todo lo que es verdadero, noble, correcto, puro, hermoso y admirable. También piensen en lo que tiene alguna virtud, en lo que es digno de reconocimiento. Mantengan su mente ocupada en eso” Fil 4.8 – PDT). Te pregunto: ¿describe esta lista de palabras tu manera de pensar cuando estás muy enojado/a con alguien? Por ejemplo, cuando tu marido una vez más se comportó de manera tan imposible (“¡Cómo puede no más ser así!”). ¿Piensas entonces cosas nobles, puros, hermosos y admirables de él (o de quien se trate)? Sospecho que no. ¿Y cómo te hace sentir ese modo de pensar? ¿Qué beneficios obtienes de ese modo de pensar? ¿Qué tal si llevas “cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Co 10.5 – RVC), no permitiéndole a este tipo de pensamientos anidarse en tu mente? ¿Qué tal si, en lugar de tus pensamientos habituales en momentos de enojo, empiezas a pensar en todo lo bueno, lo puro y admirable de esa persona? ¿No crees que tu día —¡y tu relación con esta persona!— serían muy diferentes así? Soy muy consciente que te estoy pidiendo algo sobrenatural, porque no soy en absoluto un ejemplo andante de esto. Pero sé también que Dios “no nos ha dado … un espíritu de cobardía sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Ti 1.7 – RVA2015). Efectivamente es un modo sobrenatural de pensar, pero el Dios sobrenatural en nosotros quiere producir este fruto en nuestro interior.

            Ese cambio de mentalidad cambiará todo el resto de nuestra conducta. “…cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir” (Ro 12.2 – DHH). Por ejemplo, cambiará la manera de hablar. Si antes la línea entre verdad y mentira no era tan notoria, ahora debemos ser radicales en cuanto a decir la verdad (v. 25). Si antes eras una persona iracunda, ahora debes cuidar de que tus emociones fuertes no te lleven a cometer pecado (v. 26). Pablo no prohíbe el enojo, porque es parte de la gama emocional con la que fuimos creados. Siempre habrá momentos en que nos enojaremos, pero este enojo no nos debe dominar y llevarnos a cometer cosas de las que después nos arrepentiremos. Y si no pudimos controlarnos y en el enojo llegamos a ofender a alguien, debemos buscar la reconciliación lo antes posible, mejor todavía si es ese mismo día. El enojo no tratado daña terriblemente las relaciones interpersonales y es una puerta abierta para que el diablo pueda sembrar todo tipo de otras semillas destructivas en nosotros (v. 27), y el problema inicial, quizás relativamente fácil de solucionar, se convierte en un problemón cada vez más complicado y difícil de desenredar.

            Si antes eras amante de lo ajeno y robabas cuando tenías la oportunidad, ahora debes trabajar honradamente. Y si temes no poder sostener a una familia con un trabajo honrado, el enfoque de Pablo va aquí mucho más allá que solo el sostén de la familia. Mucho más allá de proveer para la familia, su meta es que puedas “tener qué compartir con el que tenga necesidad” (v. 28 – RVA2015). Dios no es deudor de nadie. El que quiere hacer las cosas correctamente, recibirá abundante bendición de Dios.

            Si antes eras boca sucia, ahora usa “un lenguaje útil, constructivo y oportuno, capaz de hacer el bien a los que los escuchan” (v. 29 – BLPH).

            Si antes nos caracterizamos por amargura, enojo, insultos, gritos y toda clase de maldad (v. 31), ahora debemos ser amables unos con otros, de buen corazón, perdonarnos unos a otros, tal como Dios nos ha perdonado (v. 32).

            ¿Necesitan de más ejemplos para ilustrar lo que significa una mentalidad cambiada? ¿Lo que significa emitir señales claras, fácilmente identificables por parte de la gente a nuestro alrededor, de que Cristo nos ha redimido y nos controla? Entonces pongan sus propios ejemplos. Lo que antes era tu pecado más sobresaliente, ¿ha sido cambiado por la presencia de Cristo en ti? Ese es el desafío. Cristo en mí no puede pasar por desapercibido. Tienen que producirse cambios contundentes que dan testimonio de eso. Así el Espíritu Santo no será entristecido (v. 30), sino seguirá produciendo cambios en nosotros, para honra y gloria de Dios.

            ¿Cuáles son las calcomanías sobre tu vida? Es decir, ¿cuál es la imagen que quisieras proyectar hacia fuera? ¿Cómo quisieras que los demás te vean? ¿Qué te gustaría que los demás vean en ti? ¿Y lo ven eso en ti? ¿Coincide tu comportamiento con tus calcomanías? Tú no puedes cambiar nada en ti, sino que Cristo lo quiere hacer. Lo que tú puedes y necesitas hacer es cederle todo el derecho sobre tu vida para que él tenga acceso a cada rincón de tu alma y produzca ese cambio. Y debes colaborar activamente con él en lo que él te indique. Así nadie te meterá en una celda por considerar que andas en cuerpo robado.

 

 







            Muchas veces me he preguntado cómo se puede lograr la unidad de la iglesia. He tenido ciertas ideas vagas acerca de esto, pero nunca fue algo contundente. Ahora por fin he descubierto el secreto de cómo nosotros podemos producir la unidad de la iglesia. ¿Quieren saber el secreto? Aquí está: ¡No se puede! Bueno, antes que me crucifiquen les diré que el texto bíblico de hoy nos lo explica, y también nos muestra qué es lo que sí podemos hacer. Pablo aborda este tema en su carta a los efesios, capítulo 4.

 

            FEf 4.1-6

 

            En el capítulo anterior, Pablo había explicado que “Dios llama a todas las naciones a participar, en Cristo Jesús, de la misma herencia, del mismo cuerpo y de la misma promesa que el pueblo de Israel” (Ef 3.6 – DHH). Esta verdad es ahora la base para lo que explica en el pasaje que acabamos de leer. Ya que hemos recibido este llamado, debemos vivir de acuerdo a él. Es decir, seguir el llamado de Dios a incorporarnos a su familia no puede pasar por desapercibido en nuestra vida, como si nada hubiera pasado. No es que antes pertenecía a tal club y ahora a tal otro. La incorporación a la familia de Dios es un cambio de muerte a vida; un cambio radical de nuestra esencia espiritual. “Las cosas viejas pasaron; se convirtieron en algo nuevo” (2 Co 5.17 – DHH). También ya en el capítulo 2 de esta carta a los efesios Pablo había explicado: “Estábamos muertos espiritualmente a causa de nuestras ofensas contra Dios, pero él nos dio vida al unirnos con Jesucristo” (Ef 2.5 – PDT). No nos dio no más una capa nueva de pintura o un poco de maquillaje para que siguiéramos viviendo como antes, solo un poco más chuchis. Nos convirtió en personas totalmente nuevas. Y esto se debe poder notar en nosotros. Por eso el llamado de Pablo de vivir ahora como personas nuevas. Juan el Bautista instó a los fariseos: “Demuestren con su forma de vivir que se han arrepentido de sus pecados y han vuelto a Dios” (Mt 3.8 – PDT). Un auténtico cristiano no puede seguir con un pie todavía en el mundo. El que quiere estar bien con Cristo y también con el mundo no entendió todavía de qué se trata la vida cristiana. Claro, estamos todavía aquí en el mundo, y toda nuestra vida estaremos luchando contra la vieja naturaleza que no nos quiere soltar tan fácilmente. Pero eso no puede ser una excusa para no luchar por la santidad y un estilo de vida radical según los principios bíblicos. Pablo estaba tan comprometido con esa vida en Cristo que estaba dispuesto a ser encarcelado y sufrir todo tipo de pesares con tal de permanecer fiel a lo que el Señor lo llamó. A esto es lo que él nos insta en este versículo, como también lo había expresado en su carta a los corintios: “Sigan mi ejemplo, así como yo sigo el de Cristo” (1 Co 11.1 – NBV).

            En los siguientes versículos, Pablo menciona varias características de esa nueva personalidad que se deben poder ver en nosotros. Y empieza luego la lista con la más difícil: la humildad: “Sean totalmente humildes…” (v. 2 – NBD). ¡Socorro! Si hay alguien aquí que se considera ejemplo de humildad, que pase aquí al frente para que podamos sacarnos fotos con él/ella… Y, dicho sea de paso: si te diste cuenta de tu humildad, ya la acabas de perder. Es muy probable que hayamos muchos aquí que seamos orgullosos de nuestra humildad. Ser humilde no tiene absolutamente nada que ver con nuestra billetera, sino con nuestro carácter. Significa tener un punto de vista equilibrado de sí mismo y de otros. No es pensar mal de sí mismo, sino pensar más en los otros que en sí mismo. Creo que una frase de Pablo en su carta a los romanos define muy bien lo que es ser humilde: “Ámense como hermanos los unos a los otros, dándose preferencia y respetándose mutuamente” (Ro 12.10 – DHH). ¡Eso describe a una persona humilde: amor a los demás, respeto mutuo y dando preferencia a los demás (pensar en los demás antes que en sí mismo)! Pero el orgullo es tan sutil y omnipresente y sabe camuflarse tan bien que uno no lo detecta fácilmente. Sabe disfrazarse de mil maneras diferentes, y antes que nos demos cuenta ya nos agarró otra vez. No obstante, la instrucción de la Biblia sigue siendo: “Sean totalmente humildes…” (v. 2 – NBD).

            La siguiente cualidad de carácter, fruto de una transformación espiritual que hemos experimentado, es la amabilidad. Me gustó la definición de “amable” que dio la vez pasada aquí la oradora en el encuentro de damas. Dijo que el sufijo “-ble” significa “ser fácil de…” o “ser digno de…”. Por ejemplo, “comible” significa que es fácil o digno de comer. “Enseñable” es una persona que es fácil de enseñar. Así, “amable” significa “fácil de amar”. ¿Eres tú una persona que sea fácil de amar? ¿Qué diría tu cónyuge? A veces nos es más fácil ser amable con gente de afuera, pero dentro de la casa en el roce del día a día, puede tornarse a veces complicado amar o ser amable. Si en la iglesia tenemos todos verdadera humildad, no será tan difícil poder amarnos unos a otros. Lo mismo también dentro del hogar. Las asperezas de carácter se irán limando poco a poco. Esto será un testimonio poderoso de la transformación que Cristo sigue obrando en nosotros. No somos, pues, un producto terminado. Nuestra transformación sigue realizándose, y Dios se toma mucho tiempo para eso (y sí, lo duro que somos para cambiar requiere de bastante esfuerzo y tiempo por parte de Dios…).

            Y cuando alguna aspereza del prójimo nos sigue raspando, Pablo nos pide ser pacientes. Nos gusta que los demás sean pacientes con nosotros, ¿pero yo paciente con los demás? Creo que cuando se repartió la paciencia yo justo estaba de viaje. Y ojo, si vas a pedirle al Señor paciencia, preparate para una serie de situaciones que desafiarán tu poca paciencia al máximo. Porque, lastimosamente, nuestro carácter se va formando en la adversidad. Así que, si anhelas ser más paciente, Dios te va a mandar justo lo contrario para que desarrolles esa paciencia en medio de la adversidad que tienes que soportar.

            Y cuando parece que tu pequeño recipiente para la paciencia a pesar de todo se está vaciando, Pablo te pide soportar a los demás por amor. ¡Peor todavía! Parece que Pablo ya está exagerando, pidiendo algo que ya es totalmente imposible de cumplir – hasta que nos damos cuenta de cuánto les cuesta a los demás soportarme a mí. Ahí puede que nos calmamos otra vez y procuramos ser más tolerantes con los otros también.

            Puede parecernos que Pablo no es muy realista; que pide algo que es casi imposible lograr. Pero el siguiente versículo nos muestra que él sabe muy bien cuánto cuesta desarrollar lo que él nos está indicando: “Esfuércense…” (v. 3 – NBD), “hagan todo lo posible para mantener la unidad y la paz” (PDT). Mantener la paz no significa tocar al hermano con guantes de seda para que no se ofenda. Sí, está bien tratarnos unos a otros con suavidad, pero si hay un verdadero problema o un pecado de por medio, debemos confrontarlo, tratando de extirparlo. El médico no le va a hablar suavito a tu apéndice a punto de reventar. Va a agarrar el bisturí, producir un tajo profundo y doloroso en tu cuerpo y ¡fuera apéndice!!! Algo así ocurre a veces en las relaciones interpersonales cuando es necesario eliminar algún problema. Pero aun esa confrontación debe ocurrir con amor. El objetivo es sacar el apéndice inflamado de la vida del hermano y no hacer una carnicería. Eso causaría más daño de lo que ayuda. Pero si no lo hacemos por querer preservar la paz, ese problema será precisamente lo que causará más tarde la pérdida de paz. Y con esto se perderá nuestra unidad como hermanos y como iglesia.

            Como dije al inicio, muchas veces me he preguntado cómo se logra la unidad en la iglesia. Ahora les revelaré el secreto, porque este texto lo contiene: ¡No se puede! Es decir, nosotros no podemos producir la unidad porque es algo que le corresponde hacer al Espíritu Santo. Pablo habla aquí de la “unidad del Espíritu” (v. 3 – RVC); “la unidad que crea el Espíritu” (NBE); “que proviene del Espíritu Santo” (DHH); “que es fruto del Espíritu” (BLPH). Al entregar nuestra vida a Cristo, Dios nos reconcilió con él. Con esto se produjo la paz en nuestro interior, y toda nuestra vida entró en una armonía y unidad. Él ya produjo la unidad entre hijos de Dios. De eso no nos debemos preocupar. No es asunto nuestro. Lo que debemos hacer con todo esfuerzo es mantener esa unidad. Y ahí está lo difícil. Esa unidad se pierde cuando la armonía en nuestra vida se perturba; cuando no vivimos según el llamamiento con que fuimos llamados; cuando obstaculizamos el trabajo de Dios de transformar nuestras vidas y cuando no permitimos que el Espíritu Santo produzca en nosotros las cualidades de carácter mencionadas en este texto, llamados “fruto del Espíritu” en la carta a los gálatas: “amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio” (Gl 5.22-23 – DHH). Estamos en una lucha encarnizada en contra de los perturbadores de nuestra paz y armonía interiores. A veces —¡a veces!— estos perturbadores son externos: el hermano de la iglesia, el cónyuge, el vecino, el jefe, etc. En tales casos, la Biblia nos dice: “Hasta donde dependa de ustedes, hagan cuanto puedan por vivir en paz con todos” (Ro 12.18 – DHH). Pero generalmente, estos perturbadores de la unidad y de la armonía están dentro de nosotros, en nuestra carne, en nuestro ego. Solo que, para camuflarlo, proyectamos la causa de la ruptura de la unidad hacia los demás. Todo el mundo es culpable, menos yo. Y procuramos que brille sobre nuestra cabeza una aureola de santidad. Pero el verdadero campo de batalla está en nuestro propio corazón. Si no logramos la victoria ahí, difícilmente se restablecerá la unidad con el prójimo. Por eso esta exhortación: “Sobre todas las cosas cuida tu corazón, porque este determina el rumbo de tu vida” (Pr 4.23 – NTV). Por eso Pablo dice que nos esforcemos por mantener la unidad. La falta de unidad nunca es culpa de Dios, sino fruto de nuestro pecado.

            Pablo nos muestra en los siguientes versículos todo lo que Dios ha hecho para que podamos vivir en unidad. Es más: es totalmente imposible estar divididos estando en Dios, porque “hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como Dios los ha llamado a una sola esperanza. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos” (vv. 4-6 – DHH). ¿Cómo podríamos estar divididos si no hay dos? Todo hay uno solo. Un solo Dios, indivisible. Él produce en nosotros la unidad al estar todos íntimamente conectados a él y estando él en todos. El problema se produce cuando nosotros nos alejamos de él, buscando otras alternativas a ese un solo Dios, y ahí sí podemos estar divididos. Y una alternativa que siempre está lista para ofrecerse es nuestra carne. Y ahí empieza la división, la pérdida de unidad. Con nuestro alejamiento de Dios, automáticamente nos alejamos también del prójimo. Todo lo que somos y hacemos tiene consecuencias siempre en dirección horizontal y vertical. No se puede separar lo uno de lo otro. Si hay rencillas entre nosotros, nuestra relación con el Señor se verá gravemente afectada. Y nuestro descuido de la relación con el Señor tendrá irremediablemente consecuencias sobre nuestras relaciones interpersonales. Martín Lutero dijo: “Si dejo de orar por un día, Dios se dará cuenta. Si dejo de orar dos días, el diablo se dará cuenta, y si dejo de orar tres días, todos se darán cuenta.” Entonces, cuanto más cerca estamos del Señor, más cerca estaremos de los otros hijos de él.

            “…les ruego que se porten como deben hacerlo los que han sido llamados por Dios” (v. 1 – DHH). ¿Es esta frase una descripción de tu vida? Si sí, ¿qué puedes hacer para crecer en tu relación con el Señor y tu unidad con los otros hijos de él? Si no, ¿qué debes hacer para tener un testimonio firme de estar comprometido/a con la causa de Cristo, cueste lo que cueste? ¿Puedes identificar en tu vida una amenaza a la unidad de la iglesia? Quizás una relación dañada, distanciada, con algún hermano/a. ¿Y estás esforzándote al máximo para restaurar la armonía y unidad con el prójimo? Te insto a que hoy mismo hables con esa persona y arregles esa diferencia. Hay un solo Dios. No permitas en tu vida ninguna alternativa a él. No andes con tu lealtad dividida. Búscalo sobre todas las cosas y déjalo seguir haciendo su obra de transformación en ti.

 


Arraigados en amor

 


            Estamos felices y agradecidos al Señor por 6 personas que hoy se suman oficialmente a la membresía de la sede Parque del Norte de la Iglesia Evangélica Bíblica del Paraguay. Y si hay otros que desean dar este paso también, pueden hablar conmigo. Oportunamente podemos iniciar otro grupo de estudio para preparar a más personas para esto. Pero hoy, ¿qué les podemos desear a estos nuevos miembros? ¿Qué bienvenida les podemos dar? Quizás sería muy valioso indicarles que esto es solo el inicio; que deben —y debemos— seguir creciendo en la fe. Pablo expresa en forma de oración sus deseos para los efesios, y esta oración la quiero dedicar hoy a estos nuevos hermanos. Quiero orar por ellos lo que Pablo ora por los efesios. Encontramos su oración en su carta a los efesios, capítulo 3, del 14-21.

 

            F Ef 3.14-21

 

            Este párrafo es una oración a favor de los creyentes de Éfeso y de todos nosotros. Esta oración tiene su origen en el texto anterior en el que Pablo habla de ese plan maravilloso que Dios había preparado “desde la eternidad” (v. 11 – NBD), ese misterio secreto que fue revelado a través de Jesús. Ahora todo el que acepta a Cristo como su Señor y Salvador tiene acceso directo a la presencia del Padre. Para que este acceso libre se dé a conocer, Dios estableció a la iglesia como su instrumento por excelencia: “…por medio de la iglesia, todos los poderes y autoridades en el cielo podrán conocer la sabiduría de Dios, que se muestra en tan variadas formas” (v. 10 – DHH). La iglesia es la vidriera al mundo físico y espiritual que muestra la grandeza, el amor y la sabiduría de Dios. La gente nos observa más de lo que creemos y, quizás, más de lo que queremos. Pero si verdaderamente somos sal y luz, es imposible que no nos vean. Esto es lo que le motiva a Pablo ahora a interceder por los cristianos. Y me gustaría dirigir este mensaje especialmente a los nuevos miembros de esta sede. Nosotros como iglesia de Parque del Norte nos comprometemos con ustedes de interceder por ustedes de la misma manera en que Pablo lo hizo por los cristianos a quienes dirigía esta carta.

            Y la primera cosa que Pablo pide a favor de los cristianos de Éfeso —y lo que nosotros pedimos por ustedes, estimados nuevos miembros— es que sean fortalecidos espiritualmente, según “su gloriosa riqueza” (v. 16 – DHH). Sabemos que Dios tiene recursos ilimitados. Decimos que él es TODO-poderoso, es decir, que tiene y es el poder absoluto; que tiene el conocimiento absoluto, que está en todas partes al mismo tiempo, etc. Y Pablo pide que con esa fuente inagotable de recursos él enderece y fortalezca la vida interior de los creyentes. Sabemos en carne propia cuán fácil es tambalear emocional y espiritualmente. Si no nos mantenemos todo el tiempo, de lunes a lunes, aferrados al Señor, demasiado fácil es desviarse de la voluntad de Dios y seguir sus propios caprichos. Y en esto no hay diferencia entre una persona que se convirtió ayer y una que lleva ya 40 años en los caminos del Señor; entre un recién bautizado y un pastor. Todos por igual necesitamos de la gracia de Dios para mantenernos firmes en nuestro propósito de seguir al Señor. Nadie jamás podrá decir: “A mí ya nada ni nadie me tumba más.” Si alguien lo dice, ya está camino a tierra, cayéndose espiritualmente. O, dicho en las palabras de Pablo: “…el que cree estar firme, tenga cuidado de no caer” (1 Co 10.12 – DHH). Y si quedan dudas acerca de qué quiso decir, les repetiré este versículo en la Traducción de Lenguaje Actual que no tiene pelos en la lengua para expresar el crudo significado de este versículo: “…que nadie se sienta seguro de que no va a pecar, pues puede ser el primero en hacerlo” (TLA). Así que, bien hacemos si intercedemos unos por otros, pidiendo fortaleza espiritual para nosotros mismos y para nuestros hermanos de la iglesia.

            Para que esta firmeza espiritual pueda darse, es necesario “…que, por medio de la fe, Cristo habite en sus corazones” (v. 17 – NBD). Y para que él pueda habitar en nosotros, primero le tenemos que haber invitado conscientemente a que entre a nuestras vidas. Él no entra en forma automática o en contra de nuestra voluntad, sino solo a nuestra invitación. Jesús dijo: “Yo estoy a la puerta y llamo. Si oyes mi voz y abres la puerta, yo entraré…” (Ap 3.20 – NTV). Esto es lo que estos nuevos miembros han hecho en algún momento de su vida. Pero después de esto es necesario también que Cristo viva en nosotros. Esto habla de establecerse. No está de paso no más, sino se queda ya a vivir dentro de nosotros. ¿Por qué entonces Pablo pide aquí que Cristo habite en nosotros? ¿Acaso no está adentro ya? Sí, si le hemos invitado a que entre, está ahí. Pero su permanencia en nuestra vida tampoco esto es algo automático, sino algo que hay que cultivar y cuidar. Es posible desplazar otra vez a Cristo de su trono en nuestra alma. Si no cultivo la relación y comunicación con él, si no le hago caso sino sigo mis propios deseos y opiniones, no me estoy sujetando a su autoridad y voluntad. O sea, Cristo ya no está en el “corazón de mis decisiones”. Él no ocupa el centro de mis pensamientos. Lo he desplazado a un rincón. ¿Y será que un rincón en mi vida, solo como rueda de auxilio, es un lugar de honor para el Rey del universo? Por eso es muy necesario pedir que él habite continuamente en nuestros corazones y darle el lugar para que lo pueda hacer. Es una decisión que debemos tomar conscientemente cada día de nuevo.

            Además, esta firmeza espiritual se da también cuando estemos firmemente cimentados y enraizados en el amor de Dios. Me llama la atención aquí la doble imagen que emplea Pablo. Por un lado, él habla de un cimiento firme. Sabemos que, para nosotros, el único cimiento válido es Cristo: “Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Co 3.11 – RV95). Al igual que una casa, nuestra vida necesita de una base firme para no hundirse en el caos.

            Pero Pablo pide que nosotros podamos desarrollar también raíces fuertes. Mientras que el cimiento nos protege de no hundirnos, las raíces nos sostienen para no caernos. Un árbol grande no podría sostenerse en un terreno pantanoso, por más fuertes raíces que tuviera. Por el peso que tiene en un punto de apoyo relativamente pequeño, se hundiría. Pero aun en terreno bien firme no podría sostenerse ante los vientos fuertes si no tuviera raíces. Mientras que Cristo es el fundamento, el amor es lo que nutre y da firmeza a nuestra vida. Si no experimentamos el amor de Dios, no podemos dar amor a otros y no podemos permanecer firmes en la fe. “…ámense intensamente los unos a los otros, porque el amor cubre infinidad de pecados” (1 P 4.8 – RVC). Pedro muestra aquí que el amor mantiene una relación funcionando, aunque haya pecados y ofensas que la afectan. Únicamente sumergidos en ese amor de Dios vamos a poder dimensionarlo en toda su extensión. Como observadores externos que quizás ven a otros disfrutar el amor de Dios no tendremos noción de lo que es realmente, de “cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo” (v. 18 – NVI). Pero cuando me entrego a ese amor me daré cuenta que es tan infinitamente grande que es capaz incluso de rodearme a mí con toda mi montaña de pecado encima, sin todavía llegar a los límites de ese amor. “…el amor de Cristo … sobrepasa todo conocimiento” (v. 19 – RVA2015). No se lo puede explicar; solo se lo puede experimentar. Si 1 de Pedro 4.8 dice que el amor cubre infinidad de pecados, 1 de Juan 4.8 dice que “Dios es amor” (RV60). Si ese Dios que es amor en esencia vive en nosotros, él cubre nuestros pecados, y nosotros podemos cubrir y perdonar los pecados de otros. Así estaremos “llenos de toda la plenitud de Dios” (v. 19 – RVA2015), “de todo lo que Dios es” (PDT), y esto nos hará crecer firmes e inamovibles. Ese amor de Dios en nosotros se convertirá en un poder insospechado “que puede hacer muchísimo más de lo que nosotros pedimos o pensamos” (v. 20 – DHH). Van a suceder cosas en ti y alrededor de ti de las que admitirás que no ha sido tu logro sino claramente el obrar de Dios. Para mí como pastor es uno de las máximas satisfacciones ver el poder de Dios obrando milagros de transformación en las vidas de las personas. Nadie sino él puede hacer esto. “¡Gloria a Dios en la iglesia y en Cristo Jesús, por todos los siglos y para siempre! Amén” (v. 21 – DHH).

            ¿Cómo tú puedes ser lleno de ese amor, de ese poder de Dios? Ya lo hemos mencionado: primeramente, necesitas admitir que sin ese amor de Dios no eres nada ni nadie; que estás desesperadamente necesitado/a de la presencia de Dios en tu vida. Y debes invitarlo a que entre a tu vida, te limpie de tus pecados y te ayude a vivir como él quiere.

            En segundo lugar, debes permitir que él “habite” en tu vida: viviendo una vida en santidad, alejada del pecado; cultivando la comunión diaria con él; sirviéndole según tus posibilidades y según los dones que él te ha dado; cultivando la comunión regular con otros hijos de Dios.

            Esta no es una fórmula mágica que produzca automáticamente un resultado según te lo imaginas. Pero es una forma en que diariamente te abres a su ser, permitiéndole hacer su obra de transformación en ti y usándote según su plan y para su honra y gloria. Y quizás no notarás nada sobrenatural que está sucediendo en ti o a través de ti, porque mucho de lo que Dios está haciendo en nosotros y a través de nosotros no lo vemos. De repente tiempo después recibimos algún testimonio de cómo Dios ha tocado las vidas de otras personas a través de ti. Es algo que sucede en silencio. La sal no es consciente de cómo afecta a la comida con la que está mezclada, ni hace ningún esfuerzo por lograrlo. Simplemente está ahí, y sus características se extienden a todo su entorno hasta llenar toda la olla en la que se está cocinando el guiso. Ponte cada día a disposición del Señor para que él haga su obra en ti y a través de ti. Y el resto, déjalo a cargo de él, porque es según su plan y para la honra y gloria de él. Tu participación en esto es rendirte incondicionalmente a él y ponerte a su disposición, día tras día.


lunes, 21 de octubre de 2024

Muros de separación






 



            En algunos lugares que nos ha tocado vivir nos ha llamado la atención cómo la gente se ocultaba detrás de murallas extremadamente altas, muchas veces todavía con una cerca eléctrica u otro material sumamente cortante en la punta de la muralla. Y a veces dije que cuanto más alta sea la muralla, más curiosidad me daba de saber qué hay al otro lado que los hacía esconderse tanto. Para ellos, esa muralla simbolizaba protección. Pero también era aislamiento, una especie de encarcelación o arresto domiciliario voluntario. La muralla los separaba del resto del mundo. Hasta creo que ni el viento entraba ahí.

            El pueblo de Israel también tenía murallas parecidas. No eran murallas físicas, sino mentales y espirituales. Incluso nosotros como cristianos y como iglesias podemos llegar a esto. Quédese en sintonía del programa hasta el final para saber de qué manera esto puede darse… Seguimos hoy el estudio de la carta de Pablo a los efesios.

 

            F Ef 2.11-22

 

            En este pasaje, Pablo se dirige exclusivamente a cristianos gentiles. Esto se nota por usar siempre el “ustedes” al referirse a los gentiles en contraposición con el “nosotros” cuando habla de los judíos. Él se refiere aquí a que, desde Abraham, 2.000 años antes de Cristo, Dios había hecho historia exclusivamente con los descendientes de Abraham, es decir, con el pueblo de Israel. El pueblo hebreo tenía una identidad muy clara y muy marcada. La gente sabía que ellos eran un pueblo único en esta tierra. Y como señal visible de pertenencia a ese pueblo, Dios les había ordenado practicar la circuncisión a todo varón a los 8 días de nacido. Esta era para ellos la marca por excelencia de pertenecer al pueblo de Dios. A todos los demás pueblos, ellos los denominaban “los incircuncisos”, con una fuerte carga espiritual, despectiva y de distanciamiento. No podían tener nada que ver con los incircuncisos. Por ejemplo, cuando el joven David llega al campo de batalla donde están sus hermanos y él escucha las burlas de Goliat, él dice: “¿Quién es este filisteo incircunciso, que se atreve a desafiar al ejército del Dios viviente” (1 S 17-26 – NVI)? Con esta frase, David marcó una clara distinción entre el pueblo de Dios y los incircuncisos, sinónimo de “paganos”. Era lo opuesto uno del otro.

            A esta situación se refirió Pablo en este texto. Había una barrera muy fuerte entre los judíos y todos los que no eran judíos. Hubo algunos casos a lo largo de la historia de personas que lograron superar esa barrera y, siendo gentiles, ser incorporados —o por lo menos tolerados— en el pueblo judío. Algunos de ellos incluso llegaron a formar parte de la genealogía de Jesús, como Rahab y Ruth. En esta situación de separación del pueblo de Dios estaban antes también todos los que ahora pertenecían a la iglesia de Éfeso: “separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios” (v. 12 – NVI). ¡Qué descripción más desesperante! Si estaríamos viviendo en el Antiguo Testamento, ésta sería también la descripción nuestra. ¿Nos damos cuenta de cuánta gracia y misericordia Dios nos ha concedido?

            Por más que la circuncisión era una marca distintiva de alto nivel para los judíos, Pablo dice que era un acto meramente físico (v. 11). El comentario de David frente al ejército de Saúl contenía un alto grado espiritual. Él veía la circuncisión como lo decisivo entre pertenecer a Dios o pertenecer a Satanás. Pero mucha gente a lo largo de la historia lo veía más que nada como un derecho de poder gozar de muchos privilegios especiales y como un ingrediente cultural. Por eso ya Moisés había dicho: “…circunciden sus corazones y ya no sean tercos” (Dt 10.16 – NVI), indicando que lo esencial de pertenecer al pueblo de Dios no era una marca física sino espiritual. Y Pablo se acopla a esto en su carta a los romanos cuando dice: “Uno no es judío por tener una marca exterior en el cuerpo porque la verdadera circuncisión no es la del exterior del cuerpo. Uno es verdaderamente judío cuando lo es en su interior. La verdadera circuncisión está en el corazón y se hace por el Espíritu” (Ro 2.28-29 – PDT). Esta “circuncisión del corazón” es lo que Cristo hizo posible con su muerte y resurrección. Por eso hay un cambio tan radical entre el antes de Cristo y el después de Cristo. Ante ese cuadro negro que vimos recién de la radical separación de los gentiles del pueblo de Dios, brilla ahora el glorioso “Pero…” en el versículo 13: “Pero ahora, por estar unidos a Cristo Jesús, a ustedes, que antes andaban lejos, Dios los ha acercado gracias a la muerte de Cristo” (NBD). ¡Gloria a Dios por ese “Pero” divino! La cruz de Cristo llegó a ser el puente que nos une con Dios, en primer lugar, pero también el puente entre dos grupos de personas: los judíos y los gentiles. Esa “pared intermedia de separación” (v. 14 – RVC) era considerada por los judíos como una protección contra “los de afuera”, y los distinguía como algo especial, como pueblo de Dios. Pero, a la vez, esa pared los separaba de las otras personas e impedía que los gentiles llegasen a formar parte del pueblo de Dios, lo que en realidad era el propósito de Dios para con el pueblo de Israel. Él hacía historia con su pueblo elegido para que este, a su vez, pueda dar a conocer a ese Dios a los demás pueblos a su alrededor. Pero su pueblo se encerró detrás de una pared. Y esa pared no era solamente cuestión cultural o espiritual, sino llegó a ser un muro infranqueable de hostilidad y guerra. Pero Cristo hizo posible que esta hostilidad pueda ser vencida por la paz y el amor. “Cristo murió para derrumbar ese muro de odio” (v. 14 – PDT). ¡Qué fuerte es esto! Que este muro de odio esté derrumbado no fue poca cosa para Cristo ni tampoco para los judíos. Los martes hemos estudiado aquí el libro de los Hechos y hemos visto cuánto les costó a los judíos reconocer y aceptar la obra de Dios entre los gentiles. 2.000 años de tradición como pueblo no se borran tan fácilmente en pocos meses. Pero es una gloriosa verdad que ahora podemos disfrutar. Estamos muy agradecidos a Dios por haber abierto una brecha en ese muro de separación y habernos incluido en su pueblo, en su familia.

            ¿Cómo lo logró Cristo? El pueblo de Dios en el Antiguo Testamento estaba regido por una larga serie de leyes, mandamientos y prescripciones que regulaban cada parte de la vida religiosa del pueblo y de su comunión con Dios. Todas estas leyes apuntaban a Cristo. El cordero que se sacrificaba para la obtención de perdón de sus pecados no podía quitar de en medio este pecado, pero era una acción por fe en el Cordero de Dios que vendría algún día a quitar el pecado del mundo. Por eso dijo Jesús: “No vine para abolir la ley de Moisés o los escritos de los profetas. Al contrario, vine para cumplir sus propósitos” (Mt 5.17 – NTV). Él vino a hacer lo que la ley no podía hacer: resolver nuestro problema del pecado. Una balanza está sincronizada según los parámetros mundialmente válidos de peso. Si yo me subo a una balanza, esta me puede indicar que tengo sobrepeso, pero ella es incapaz de quitarme ese peso. Así, la ley me indica que estoy en falta con Dios, pero no puede corregir mi falta. Cristo vino no para condenarme legalistamente, sino para abrir la posibilidad de que verdaderamente pueda ser libre de mi sobrepeso de pecado. En él, la ley del Antiguo Testamento cumplió su propósito y se abrió una nueva era de gracia y perdón para quienes lo aceptan. Quienes no lo aceptan, siguen bajo la ley de la condena que Dios decretó sobre el pecado.

            Una vez satisfecha la demanda de la ley del Antiguo Testamento estaba abierto el camino a un nuevo pueblo de Dios. Pablo dice que Jesús “…puso fin a la ley … para crear en sí mismo, de los dos pueblos, una nueva humanidad, haciendo la paz” (v. 15 – RVC). La clave para esta nueva humanidad, este nuevo pueblo de Dios es “en Cristo”. La pertenencia a este pueblo ya no está determinada por rasgos culturales y de raza, sino por estar “en Cristo”. Cualquiera, sea judío o gentil, puede pertenecer a este pueblo al creer en Cristo; al aceptar su obra como único y suficiente para su salvación. Otra puerta de entrada a la iglesia no existe. Pedro había reconocido la verdadera identidad de Jesús y llegó a exclamar: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 6.16 – RVC)! Y Jesús le contestó: “…sobre esta roca [esta confesión, esta declaración] edificaré mi iglesia” (Mt 6.18 – RVC). El que reconoce a Jesús como Señor y Salvador llega a pertenecer a este nuevo pueblo de Dios.

            Pero había un requisito previo para que este muro de odio entre judíos y gentiles pueda desaparecer. No servía de nada decirles: “¡Compórtense! ¡Tienen que hacer todo lo posible e imposible de aguantarse mutuamente!”, y luego meterlos a ambos juntos en una sola iglesia. Esto solo hubiera sido una bomba de tiempo. Más temprano que tarde, la hostilidad entre ambos grupos hubiera hecho que todo estalle. Primero era necesario que Jesús reconcilie a ambos con Dios. Solo así podían estar en condiciones de reconciliarse entre ellos. La persona que no está en paz con Dios, está en guerra con todos los demás y consigo misma. No es posible estar en paz con el prójimo estando en guerra con Dios. Y no es posible estar en paz con Dios estando en guerra con el prójimo. La cruz tiene una dimensión vertical, reconciliándonos con Dios, y otra horizontal, reconciliándonos con el prójimo. Ambos son inseparables uno del otro. “¡Allí en la cruz murió la enemistad” (v. 16 – NBD)!

            Esta posibilidad de experimentar la paz con Dios y la paz con el prójimo son las Buenas Nuevas, el Evangelio, que Cristo vino a anunciar. Y esto es lo que nosotros también debemos anunciar a los demás. “Ahora todos podemos tener acceso al Padre por medio del mismo Espíritu Santo gracias a lo que Cristo hizo por nosotros” (v. 18 – NTV). Y nadie más tiene que ser como extraterrestre caído en este país (v. 19). El hijo pródigo quería estar en el fondo de la casa de su papá viviendo en la condición de un empleado (Lc 15.19), con tal de estar en la propiedad de su papá. Pero para el Padre celestial no hay ciudadanos de segunda o de cuarta categoría. Todos somos ciudadanos de su reino en la misma condición que su Hijo Jesús. Es más: somos parte de su familia, teniendo a Dios como Padre y a Jesús como hermano mayor. Para Dios, o somos hijos o somos desconocidos. ¡Alabado sea el Señor! Al hacer de Cristo nuestro Señor y Salvador, todos tenemos acceso a la misma presencia de Dios y a toda su plenitud que él comparte con nosotros. Esta nueva comunidad, esta nueva iglesia, compuesta por todo creyente en Cristo, sin distinción de raza, género, edad, ni ninguna otra diferencia, es como un edificio sólido, basado sobre la Palabra de Dios, representada por los apóstoles y profetas que transmitían la enseñanza de la Biblia. Pero lo que mantiene el equilibrio de todo el edificio, de toda la iglesia, y hace que esta no se derrumba, es Jesucristo. Pablo dice que “…nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto, que es Jesucristo” (1 Co 3.11 – DHH). Él es el centro de toda la iglesia y el centro de nuestra vida. “En él todo el edificio, bien ensamblado, va creciendo hasta ser un templo santo en el Señor” (v. 21 – RVA2015), incluyéndonos a nosotros los gentiles incircuncisos. Como Pablo escribe a una iglesia formada por gentiles convertidos a Cristo que hasta entonces no habían tenido la posibilidad de pertenecer al pueblo de Dios, él termina esta sección asegurándoles de nuevo que no escucharon mal; que ellos sí ahora pueden pertenecer a la familia de Dios en igualdad de derechos que los judíos: “Por medio de él, ustedes, los gentiles, también llegan a formar parte de esa morada donde Dios vive mediante su Espíritu” (v. 22 – NTV).

            Quizás a nosotros nos cuesta captar cuán buena noticia es esto para nosotros porque nunca vivimos en carne propia esa pared de separación que nos impedía acceder a la presencia de Dios. Hemos experimentado el gozo y el privilegio de llegar a ser aceptados por Dios como hijos suyos. Y si alguien no lo ha experimentado todavía, puede hacer una sencilla oración reconociendo su incapacidad de salvarse a sí mismo, pedirle a Dios perdón por sus pecados e invitarle a entrar a su vida y hacerse cargo de la misma. Y estamos muy agradecidos por aquellos que nos hablaron de la posibilidad de ser perdonados y poder llegar a ser hijos de Dios. Pero, ¿qué de aquellos que no lo han escuchado todavía? ¿No habría entre ellos muchos que estarían también tan agradecidos si les explicáramos esta posibilidad? Me impacta fuertemente que los judíos consideraban su estado especial ante Dios como un muro de protección, sin darse cuenta que esa pared se convertía en un muro de odio y de separación. Podemos caer en ese mismo error al creer que estas paredes del templo sean nuestra protección detrás de la cual nos podemos refugiar de todos los extraterrestres afuera. Aquí somos “un pequeño pueblo muy feliz”, como dice una canción antigua, y ¡ay del filisteo incircunciso que se atreve a entrar aquí a perturbar nuestra paz! Quizás lo que nos separa de los de afuera no son muros de odio, porque no sentimos mayor rechazo hacia nuestros vecinos. Pero quizás el muro de separación que no nos permite llegar a ellos con el mensaje de Dios es la comodidad, quizás el muro de la vergüenza o timidez, el muro de la “falta de tiempo”, el muro de “él no quiere escuchar luego…” y un sinfín de muros más que nos separan del prójimo. Si a nosotros alguien nos habló de Cristo, ¿le negaremos este gozo a alguien más? No estoy hablando de salir corriendo a la calle y atropellar a quién encontremos para arrastrarlo a la fuerza a las puertas del cielo. No funciona así. Pero sí, aprovechar los contactos que tenemos para hablarles de lo que Dios ha hecho en nuestras vidas. Y no negarnos a entablar nuevas relaciones con gente que cruza nuestro camino. A mí se me hace muy difícil hablar de esto porque Dios me hizo ver con mucha claridad muros de separación que hay en mi vida, y esto me avergüenza profundamente. Por la gracia de Dios, y con su ayuda, quiero echar abajo este muro de separación para poder llegar a otros con el mensaje del Evangelio. ¿Qué muros puedes identificar en tu vida?

            Les comento que en uno de los martes pasados surgió aquí, por inspiración directa del Espíritu Santo, un proyecto de elaborar nuestros propios folletos evangelísticos. Cada uno puede tener un folleto con su propio testimonio, su nombre y su número de teléfono. Escribe en un párrafo corto lo que fue tu vida antes de conocer a Cristo, cómo llegaste a recibir a Jesús en tu vida y los cambios que él ha operado en tu ser. Esto lo combinamos con versículos claves y la invitación de recibir también a Jesús. Así puedes repartir a diestra y siniestra tu propio folleto con un contenido que nadie te puede discutir porque tú mismo lo viviste. Envíame tu testimonio, y yo te ayudaré a convertirlo en un folleto evangelístico. “…no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Ti 1.7 – NBLA).