Les quiero hacer dos preguntas. Y si
alguien tiene alguna duda acerca de la respuesta, me gustaría que se quedara
después del culto para que podamos despejar toda duda. La primera pregunta es:
“Si te tocaría morir dentro de 30 minutos, ¿estarías seguro/a de llegar al
cielo?” No me respondan en voz alta, sino medítenlo bien seriamente. Hay tres
posibles respuestas: “Sí”, “No” o “No sé”. Vuelvo a decir: si te sientes
incómodo/a acerca de una respuesta a esta pregunta, más vale que la aclares hoy
todavía, porque no tienes absolutamente ninguna seguridad de que no
te toca morir en 30 minutos, y la respuesta a esta pregunta y la siguiente determina
toda tu eternidad.
La segunda pregunta no es menos
importante y urgente de responder: “Imagínate que de aquí a pocos minutos te da
un infarto fulminante como le sucedió a mi papá y que lo llevó en cuestión de
segundos. Y llegas a la puerta imaginada del cielo y te encuentras ahí con
Dios. Entonces él te pregunta: ‘¿Por qué crees tú que te debería dejar entrar
al cielo?’ ¿Qué le responderías?” Aquí sí que la gente da una gran variedad de
respuestas, de las cuales una sola es la correcta. Todas las demás la gente cree que vale igual, pero la Biblia nos
muestra otra cosa. Puede que todos los caminos conduzcan a Roma, como se decía
en la antigüedad, pero solo un camino conduce al cielo.
Pero, la muy buena noticia es que el
cielo es un regalo. Sí, así como lo escuchan. Dios nos ofrece el cielo y la
vida eterna como un regalo. No necesitamos hacer nada para ganárnoslo. Es más,
no podemos hacer nada para
ganárnoslo. No podemos mover ni un dedo para eso. Dice la Biblia: “…ustedes han sido salvados por la fe, no
por mérito propio, sino por la gracia de Dios” (Ef 2.8 – BNP). “No es, pues, cuestión de obras humanas,
para que nadie pueda presumir” (Ef 2.9 – BLPH). “La salvación no es un premio por las cosas buenas que hayamos hecho…”
(NTV), “no es el resultado de las propias
acciones, de modo que nadie puede gloriarse de nada” (DHH). ¿Cuál es la
razón de que el cielo sea un regalo y que no podamos aportar ni un granito de
arena a nuestra salvación? ¿Por qué no voy a poder colaborar con Dios en ese
sentido? Es más, ¿por qué o de qué
necesito ser salvo? La respuesta a estas preguntas es el pecado del ser humano.
Dice nuestro credo:
“Creemos que todas las
personas han pecado y están separados de la gloria de Dios. Por eso es que
llega a ser imprescindible la salvación de los pecadores y el nuevo nacimiento
por la fe en nuestro Señor Jesucristo.”
¿Todas las personas han pecado y
están separados de Dios? ¿No exagera un poco el credo? Bueno, en realidad, esto
no lo dice el credo, sino es copia prácticamente textual de lo que escribe Pablo
a los romanos: “Todos se han extraviado;
por igual se han corrompido. No hay nadie que haga lo bueno, no hay ni siquiera
uno” (Ro 3.12 – NVI). “Todos han
pecado y están privados de la presencia de Dios” (Ro 3.23 – BNP). El pecado
formó una barrera entre nosotros y Dios y no permite que lleguemos a él. Dios
le dice a su pueblo a través del profeta Isaías: “…la mano del Señor no es tan corta como para no poder salvar, ni sus
oídos tan sordos como para no oír. Pero las maldades de ustedes se han
convertido en barreras entre ustedes y Dios. Los pecados de ustedes han hecho
que él se oculte y no los escuche” (Is 59.1-2 – PDT). Esa barrera era
insuperable para nosotros. Dios es un Dios absolutamente santo, y ningún pecado
puede prevalecer en su presencia. Y nosotros somos incapaces de sacarnos de
encima todo pecado. Así que, para nosotros solos era absolutamente imposible
llegar a la presencia de Dios. Sería nuestra muerte instantánea. Por eso
necesitamos de alguien que haya pagado el precio de nuestro pecado para así
limpiarnos por completo y posibilitar nuestro acceso al Padre. Así lo dice la
Biblia: “Si confesamos nuestros pecados,
Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad”
(1 Jn 1.9 – NVI). Dice este versículo que Dios es fiel y justo. Su justicia se
muestra en que él tiene que castigar el pecado. ¿Cuántas veces creen que una
persona peca por día? Yo sé que es imposible medirlo porque de muchos pecados
no nos damos cuenta y, además, no tenemos la visión de Dios acerca del pecado.
La verdad es que no somos una persona blanca que cada tanto durante el día se
carga una mancha de pecado. Toda nuestra existencia humana es una sola, única y
asquerosa mancha. No hay ni una pisca de blanco en nosotros. ¡Jamás! Esto es
por nosotros mismos, el hombre natural, antes de que Cristo nos haya limpiado.
Pero sirve ilustrarlo con una cierta cantidad de pecado por día para señalar el
punto al que quiero llegar. Si encontráramos a una persona que peca 10 veces
por día, ¿no les parece que sería muy agradable estar en su compañía? O, mejor
todavía, que peque solo 5 o 3 veces por día. Sería casi un ángel, ¿no es
cierto? Casi nos preguntaríamos de qué esta persona tendría que arrepentirse.
Sin embargo, en todo un año, esta persona “angelical” sumaría más de 1.000
pecados. Y si esta persona tuviera 50 años de edad, tendría más de 50.000
pecados cometidos. Y esto siendo un ángel. No quiero saber cuánto sería en mi
caso… Pensemos ahora en esto: Sabemos que el sistema judicial en nuestro país
es muy corrupto. Sin embargo, ¿creen ustedes que un juez declare inocente a un
hombre que tendría 50.000 delitos en su historial? ¿Creen que un Dios
absolutamente santo, juez absolutamente justo e imparcial, lo haría? Dice la
Biblia: “El Señor es lento para la ira y
grande en amor, perdona la maldad y la rebeldía, pero no tendrá por inocente al culpable…” (Nm 14.18 – NVI). Así que, estas son muy malas noticias para
nosotros. PERO… este versículo de Números también dice que Dios es “grande en
amor”. Por lo tanto, él mismo creó un camino por el cual su justicia quede
satisfecha, pero sin tener que descargarla sobre el ser humano. Y ese camino se
llama Jesucristo. Cuando Jesús estuvo en la cruz en nuestro lugar, gritando: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (Mt 27.46 – DHH), Dios el Padre se apartó de él porque todo
nuestro pecado pesaba sobre Jesús. Esa barrera que el pecado había creado entre
nosotros y Dios pasó a separar a Jesús de su Padre celestial. Dios condenó a su
Hijo para no tener que condenarnos a nosotros: “…él fue traspasado debido a nuestra rebeldía. Fue magullado por las
maldades que nosotros hicimos. El castigo que él recibió hizo posible nuestro
bienestar. Sus heridas nos hicieron sanar a nosotros” (Is 53.5 – PDT). Con
este sacrificio de Jesús quedó saldada nuestra culpa delante de Dios. Ahora él
sí te puede declarar inocente si es que aceptas que Cristo cargó también tu
pecado; que ya no tienes que justificarte a ti mismo, sino que a través de la
muerte de Jesús ya fuiste declarado justo. Como decía Juan, que Dios no
solamente es justo, sino que él también es fiel. Por lo tanto, si confesamos
nuestros pecados, él es fiel a su Palabra y nos perdona nuestros pecados porque
su Hijo ya pagó por él. La condición es confesarlo; admitir que hemos pecado y
pedir por el perdón de Dios. Nada es automático. Si yo no estoy dispuesto a
admitir haber pecado y a humillarme ante Dios, yo sigo cargando con mi pecado.
Dios no me lo va a quitar a la fuerza si yo no lo quiero soltar.
Todo esto que hemos hablado hasta
ahora, el credo lo resume en las siguientes palabras:
“El ser humano fue creado
según imagen y semejanza de Dios. Estaba en comunión constante con Dios, sin
pecado. Pero ya el primer hombre desobedeció a Dios. La comunión con Dios fue
interrumpida por esta desobediencia, y la muerte sobrevino a toda la humanidad.
Ahora todo ser humano es pecador y sólo puede ser salvado por medio de la fe en
Jesucristo y el nuevo nacimiento.
Creemos en la doctrina de la justificación por medio de la fe. Con
esto afirmamos que es imposible para el ser humano salvarse a sí mismo por
medio de obras. Únicamente Jesucristo es el intermediario entre Dios y los
hombres. Jesús vino, por gracia y amor a la humanidad, con el fin de salvarnos
de la condenación y del poder del pecado y reconciliarnos con Dios. A través de
su muerte en la cruz él realizó el único sacrificio suficiente para quitar el
pecado del mundo. El Espíritu Santo despierta la fe en la persona, la convence
de pecado y la conduce al entendimiento a través de la Palabra de Dios. Recibe
el perdón de pecados todo aquel que se arrepiente, se aparta del pecado y
confía en Jesucristo como su Salvador personal. Con esto es justificado delante
de Dios. A partir de este momento cada uno rinde su propia voluntad a Cristo,
confía en él y lo obedece como discípulo. En esta obediencia somos guiados por
la Biblia.”
En este último párrafo, el credo
menciona también la acción del Espíritu Santo de convencernos de pecado. Cuando
Jesús anunció la venida del Espíritu Santo, él dijo: “Cuando él venga [el Espíritu Santo], convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Jn 16.8 –
RVA2015). Ya lo dije el domingo pasado que el Espíritu Santo tiene que producir
en nosotros una visión divina de nuestro pecado. Recién cuando vemos a nuestro
pecado como Dios lo ve vamos a entender la gravedad del mismo. Mientras tanto
creemos que no es para tanto, que no somos taaaan malos. Hasta que el Espíritu
Santo no nos haga entender lo terrible e irremediablemente malos que somos,
vamos querer presentarle a Dios una vida con muchas cosas que consideramos
buenas, mezcladas con algunas no tan buenas pero que —así nos autoconvencemos—
que no se notarán entre tantas cosas buenas. Es como si preparáramos con mucho
esmero una torta para una visita especial. Usamos los ingredientes de la mejor
calidad – excepto uno de los huevos estaba ya podrido. Pero, creemos que, entre
tantas cosas buenas, este uno no se va a notar. ¿Ustedes se atreverían a
ofrecer esta torta a su visita especial? Y resulta que esta visita es el
Espíritu Santo, y él nos lleva a la cocina y nos hace ver que, ¡había sido!, no
era cuestión solo de este un huevo, sino que todos los ingredientes estaban vencidos y en mal estado. Solo
nosotros creíamos que no eran tan malos, al final de cuentas. Este despertar es
durísimo. Esto sucede cuando el Espíritu Santo nos convence de pecado.
Al ver realmente nuestro estado
desastroso, el Espíritu Santo también nos hace ver la justicia de Dios, como la
vimos recién: que él tiene que
castigar el pecado. Y al entender la justicia insobornable del Dios
Omnipotente, veremos el juicio que nos espera. Y también sabremos ya la
sentencia que nos está preparada. Todo esto es necesario para que nosotros
caigamos en cuenta de cuán perdidos estamos, sin esperanza y sin remedio. Si no
llegamos hasta este punto, no nos convenceremos nunca de la necesidad de un
Salvador. Y entonces, en este preciso punto, el Espíritu Santo despierta la fe
en nosotros al mostrarnos el gran amor de Dios que ha dispuesto todo para que
podamos alcanzar la salvación. ¡Bendito sea Dios el Padre y su Hijo Jesucristo
por semejante gracia y misericordia!
Vuelvo a las preguntas del inicio: “Si
te tocaría morir dentro de 30 minutos, ¿estarías seguro/a de llegar al cielo?”
Y la segunda: “Si morirías y, llegando a la puerta del cielo, te encontraras
con Dios quien te pregunta: ‘¿Por qué crees tú que te debería dejar entrar al
cielo?’ ¿Qué le responderías?” ¿Tienes ahora una respuesta a estas preguntas?
¿Es ahora más contundente tu convicción que al inicio? La única respuesta
correcta a la segunda pregunta es: “Acepté por fe a tu Hijo Jesús como mi Señor
y Salvador.” Esta es la clave de acceso al cielo. El que no se ha asegurado en
esta vida de tenerla, se verá ante la puerta cerrada por toda la eternidad.
Pero el que se apropió de esta clave aquí en esta vida, gozará eternamente de
la presencia de su Salvador amado. Si hoy el Espíritu Santo te convence de
pecado y de la absoluta imposibilidad de salvarte por tus propios méritos,
entonces aprovecha esta oportunidad que hoy Dios te da todavía, porque no sabes
si mañana estarás aún con vida. Y esta es una decisión que se debe tomar en
esta vida. Una vez que se cierra el telón sobre tu vida terrenal ya no hay
ninguna posibilidad de cambiar de parecer. Dice el autor de Hebreos: “…está decretado que los hombres mueran una
sola vez, y después de esto, el juicio” (He 9.27 – NBLA). Sea que estás
aquí presente o que escuches la grabación de esta prédica, con toda sinceridad
y con toda fe decile a Dios: “Dios del cielo, he pecado contra ti. Reconozco
que no puedo hacer nada para remediar mi situación y salvarme a mí mismo.
Necesito que tu Hijo sea mi Salvador. Por favor, perdóname. Límpiame de toda
maldad. Lávame de mis pecados y hazme transparente y santo ante ti. Te ruego
que me adoptes como tu hijo. Lléname de tu Espíritu Santo y dame ahora la
certeza de tener vida eterna. Por el resto de mi vida quiero obedecerte, quiero
alabarte y quiero vivir según tu voluntad. Ayúdame a hacerlo. Te necesito. En
el nombre de Jesús, ¡amén!”
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