No sé tú, pero yo soy de
los que usan las cosas hasta lo último. Trato de reparar lo que se puede
reparar, para seguir usándolo por otro tanto más. En algunos casos he tenido
cierto éxito, pero en algún momento tengo que ponerlo a un lado. Y, dependiendo
de qué es, puede ser que lo ponga todavía en el depósito, por si encuentro
alguna solución o tenga tiempo para intentar repararlo de nuevo. Y aunque
algunas cosas se podrían mandar a reparar, saldrían igual de caro que uno
nuevo, y seguirían siendo viejos. Así que, cada tanto me armo de valor para
tirar a la basura lo que sólo se acumula y le quita espacio a otras cosas que
sí sirven. Lo que está obsoleto, está obsoleto. Ya no hay nada por hacer.
A veces intentamos hacer lo
mismo también con nuestra vida espiritual. Si no le damos la atención debida a
este aspecto de nosotros, nuestra vida espiritual puede volverse también
obsoleta. Uno puede tratar de darle algunos “remiendos” a nuestro espíritu,
pero si uno no hizo a tiempo las correcciones necesarias, no puede mantener
vivo artificialmente lo que ya está agonizando. Jesús ilustró esto con una
parábola muy corta, que encontramos en 3 evangelios. Nosotros vamos a leerla
como la relata Mateo:
“Nadie remienda un
vestido viejo con un paño de tela nueva, porque la tela nueva estira la tela
vieja, y la rotura se hace peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en odres viejos,
porque el vino nuevo revienta los odres, y entonces el vino se derrama y los
odres se echan a perder. Más bien, el vino nuevo debe echarse en odres nuevos,
y tanto lo uno como lo otro se conserva juntamente” (Mt 9.16-17).
La primera imagen que
Jesús utiliza en este pasaje es la de un vestido viejo. Es un vestido que ya
está en decadencia, que ya pagó su vida útil. Ya está rompiéndose porque ya no
da más. A ese vestido, dice Jesús, si uno le pone un parche de una tela nueva
sobre una rotura de la tela, uno se mete en verdaderos problemas. La tela nueva
no se encogió todavía. Cuando lo hace, va a estironear tanto la tela de la
prenda vieja que terminará rompiéndola peor de lo que estaba. El “remedio”
termina siendo peor que la enfermedad. La tela vieja no soportaría la fuerza y
resistencia de la tela nueva. A esa prenda vieja no hay forma de mantenerla. Si
no se hace nada con ella, caerá en pedazos; si se pone un remiendo de tela
nueva, ya vimos lo que sucede; si se usa otra tela vieja para componerla, el
remiendo terminará haciéndose pedazos por viejo al igual que la prenda. O sea,
no hay caso. La única manera de resolver esto es reemplazar esta prenda vieja
por una nueva. Lo viejo no puede ser mantenido con vida artificialmente, sino
tiene que ser desechado para que algo nuevo pueda surgir.
La segunda imagen que
emplea Jesús es la de vino nuevo que se tiene que guardar en odres. Los odres
era recipientes para líquidos, hechos de pieles o cuero, generalmente de cabra.
Jesús indica que no se puede meter vino nuevo en odres viejos. Estos odres
están ya duros e inflexibles. No aguantan la fuerza del vino nuevo, todavía en
etapa de fermentación. Es una imagen parecida a la del remiendo nuevo sobre
tela vieja, pero resalta más el poder del contenido nuevo que revienta todo lo
viejo y echa a perder todo. Para el vino nuevo se necesitan cueros nuevos,
todavía blandos y flexibles. Pueden estirarse lo necesario para contener el
vino en fermentación.
Con estas dos imágenes,
Jesús destaca dos elementos: el recipiente (el vestido también es un tipo de
“recipiente” para el cuerpo) y el contenido. ¿Pero a qué se refiere con esto?
Tenemos que mirar un poco el contexto de esta parábola. En el versículo 14, los
discípulos de Juan el Bautista le hacen una pregunta a Jesús en cuanto al
ayuno. Les llama la atención que tanto ellos como los fariseos ayunan a menudo,
mientras que los discípulos de Jesús no lo hacen. O, como lo relata Lucas, los
discípulos de Jesús “siempre comen y beben” (Lc 5.33 – DHH). Como parte
de su respuesta, Jesús presenta esta parábola. Vemos entonces que él se refiere
a la vida religiosa/espiritual y sus prácticas. Los judíos venían de una tradición
religiosa que se practicaba desde hace más de 1.000 años. Pero todo su sistema
religioso con los diferentes rituales y sacrificios por el pecado era más que
nada un anuncio o un ejemplo de lo que luego Cristo obraría a favor de la
humanidad. El cordero, por ejemplo, no podía perdonar o quitar ningún pecado,
si bien los judíos del Antiguo Testamento que cumplían de corazón ese rito
obtuvieron el perdón de Dios. Pero esto no fue a causa del cordero, sino de su
sinceridad, y en virtud del perdón y la salvación que Jesús luego iba a obrar
para toda la humanidad. Si Jesús no hubiera venido a morir por nosotros, todos
estos ritos del Antiguo Testamento no hubieran tenido sentido alguno. Por eso
Pablo declara tan enfáticamente que la mera observancia de las leyes del
Antiguo Testamento no puede salvar a nadie, sino sólo la fe en Jesús, el Hijo
de Dios. Jesús también dijo que él no había venido a suprimir la ley, sino a
darle su pleno valor (Mt 5.17), porque él era el cumplimiento de la ley. El
Antiguo Testamento había sido una sombra o un reflejo de él. Todo el sistema
religioso apuntaba a Jesús y tenían sentido solamente porque Jesús vino a
darles sentido.
Con esta parábola del
vestido parchado y del vino nuevo, Jesús indicaba justamente lo nuevo que él
vino a dar: la nueva vida, la nueva relación con Dios, la nueva espiritualidad.
Eso era algo tan radicalmente nuevo y diferente, que no combinaba ya con la
rutina religiosa del Antiguo Testamento. El recipiente no era el adecuado para
el vino nuevo que Jesús trajo. La religiosidad del Antiguo Testamento estaba
caducada; ya pasó su vida útil como el vestido viejo. Como su función había
sido señalar a Cristo, ya cumplió con su misión porque Cristo ya había venido
para iniciar la verdadera vida y la relación personal con Dios, de lo cual el
Antiguo Testamento había sido modelo nada más. Es por eso que no se le podía
dar a ese modelo caduco una nueva pinta espiritual, un parche, para que pueda
seguir funcionando, porque no podía solucionar el verdadero problema del ser
humano: el pecado. Ya no servía más, porque en lugar del modelo ya había
llegado lo verdadero que el modelo había representado hasta entonces. Ahora
tenía que ser desechado y reemplazado por la vida nueva que Cristo trajo, así
como un vestido viejo tenía que ser reemplazado por uno nuevo. Por eso, Juan el
Bautista presentó a Jesús como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo” (Jn 1.29 – DHH). Este cordero de Dios vino a hacer lo que todos los
corderos del Antiguo Testamento juntos no podían hacer: quitar el pecado del
mundo.
También la nueva vida en
Cristo es el poder de Dios mismo en acción. Por lo tanto, ninguna estructura
religiosa del Antiguo Testamento podría soportar este poder de Dios en
nosotros. Iba a reventar como un odre viejo con vino nuevo. Esa novedad de vida
que traía Jesús necesitaba de un corazón nuevo, transformado, un “corazón de
carne” en vez del “corazón de piedra”, como lo describe el profeta Ezequiel
(11.19).
Pero incluso nosotros como
cristianos estamos en peligro de convertirnos en “vestidos y odres viejos”. La
vida espiritual, por más religiosa que sea, si entra en un estado de mera
religiosidad, no puede ser mantenido con vida artificialmente con algunas
cirugías estéticas, o sea con algunas medidas superficiales. Uno puede forzarse
a asistir fielmente a la iglesia, a trabajar para los necesitados, a activar en
algún ministerio, pero si no es una respuesta de un corazón lleno de amor a
Dios, no tiene sentido. Como dijo Pablo, puedo hablar hasta lenguas
angelicales, entender todos los designios de Dios, repartir entre los pobres
todo lo que poseo y entregarme de cuerpo y alma a una causa, “pero si no
tengo amor, eso no me sirve de nada” (1 Co 13.3 – PDT). Puede ser que por
algún tiempo tenga la apariencia de funcionar. Pero tarde o temprano llegará el
momento en que uno se frustra de sus propios intentos, porque se da cuenta de
que no es un avivamiento real, sino que uno simplemente trata de poner un
parche nuevo sobre una vida espiritual infructuosa y muerta. Lo único que se
puede hacer es cambiar esa fachada inservible por una vida totalmente nueva,
obrada en nosotros por el Espíritu Santo. Sólo Dios puede operar este cambio en
mí. Lo único que yo puedo y debo hacer es entregarme incondicionalmente a él
para que él ejecute su voluntad en mi vida. De cualquier forma que nosotros
pretendamos “colaborar” con él en eso, será un estorbo y un freno a su obra en
mí. Lo mismo también las áreas de nuestra vida que no queremos dejarlo a su
dominio. ¿Deseas convertirte en odre nuevo para que ese aire nuevo de Dios
pueda soplar en tu vida? Entonces ora conmigo…
Señor Jesús, me humillo
ante ti y reconozco que me he convertido en un vestido viejo o un odre viejo.
Tengo quizás apariencia de religiosidad, pero mi corazón está vacío. Quita de
mí ese corazón endurecido como piedra y reemplázalo por un corazón de carne,
tierno, moldeable, lleno de vida, así como prometiste a través de tu profeta.
Reconozco y confieso mi pecado delante de ti y pido que en tu gracia y
misericordia me puedas perdonar y limpiar de toda maldad. Lléname de tu
Espíritu Santo y haz tu obra en mi vida que consideras necesario hacer. Te
entrego mi vida incondicionalmente y te doy el derecho sobre cada aspecto de
ella. Sé tú mi Señor y mi Salvador. Gracias, Jesús, por tu inmenso amor. Te
alabo y te bendigo. Amén.
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