lunes, 18 de mayo de 2020

Odres viejos




            No sé tú, pero yo soy de los que usan las cosas hasta lo último. Trato de reparar lo que se puede reparar, para seguir usándolo por otro tanto más. En algunos casos he tenido cierto éxito, pero en algún momento tengo que ponerlo a un lado. Y, dependiendo de qué es, puede ser que lo ponga todavía en el depósito, por si encuentro alguna solución o tenga tiempo para intentar repararlo de nuevo. Y aunque algunas cosas se podrían mandar a reparar, saldrían igual de caro que uno nuevo, y seguirían siendo viejos. Así que, cada tanto me armo de valor para tirar a la basura lo que sólo se acumula y le quita espacio a otras cosas que sí sirven. Lo que está obsoleto, está obsoleto. Ya no hay nada por hacer.
            A veces intentamos hacer lo mismo también con nuestra vida espiritual. Si no le damos la atención debida a este aspecto de nosotros, nuestra vida espiritual puede volverse también obsoleta. Uno puede tratar de darle algunos “remiendos” a nuestro espíritu, pero si uno no hizo a tiempo las correcciones necesarias, no puede mantener vivo artificialmente lo que ya está agonizando. Jesús ilustró esto con una parábola muy corta, que encontramos en 3 evangelios. Nosotros vamos a leerla como la relata Mateo:
            “Nadie remienda un vestido viejo con un paño de tela nueva, porque la tela nueva estira la tela vieja, y la rotura se hace peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo revienta los odres, y entonces el vino se derrama y los odres se echan a perder. Más bien, el vino nuevo debe echarse en odres nuevos, y tanto lo uno como lo otro se conserva juntamente” (Mt 9.16-17).
            La primera imagen que Jesús utiliza en este pasaje es la de un vestido viejo. Es un vestido que ya está en decadencia, que ya pagó su vida útil. Ya está rompiéndose porque ya no da más. A ese vestido, dice Jesús, si uno le pone un parche de una tela nueva sobre una rotura de la tela, uno se mete en verdaderos problemas. La tela nueva no se encogió todavía. Cuando lo hace, va a estironear tanto la tela de la prenda vieja que terminará rompiéndola peor de lo que estaba. El “remedio” termina siendo peor que la enfermedad. La tela vieja no soportaría la fuerza y resistencia de la tela nueva. A esa prenda vieja no hay forma de mantenerla. Si no se hace nada con ella, caerá en pedazos; si se pone un remiendo de tela nueva, ya vimos lo que sucede; si se usa otra tela vieja para componerla, el remiendo terminará haciéndose pedazos por viejo al igual que la prenda. O sea, no hay caso. La única manera de resolver esto es reemplazar esta prenda vieja por una nueva. Lo viejo no puede ser mantenido con vida artificialmente, sino tiene que ser desechado para que algo nuevo pueda surgir.
            La segunda imagen que emplea Jesús es la de vino nuevo que se tiene que guardar en odres. Los odres era recipientes para líquidos, hechos de pieles o cuero, generalmente de cabra. Jesús indica que no se puede meter vino nuevo en odres viejos. Estos odres están ya duros e inflexibles. No aguantan la fuerza del vino nuevo, todavía en etapa de fermentación. Es una imagen parecida a la del remiendo nuevo sobre tela vieja, pero resalta más el poder del contenido nuevo que revienta todo lo viejo y echa a perder todo. Para el vino nuevo se necesitan cueros nuevos, todavía blandos y flexibles. Pueden estirarse lo necesario para contener el vino en fermentación.
            Con estas dos imágenes, Jesús destaca dos elementos: el recipiente (el vestido también es un tipo de “recipiente” para el cuerpo) y el contenido. ¿Pero a qué se refiere con esto? Tenemos que mirar un poco el contexto de esta parábola. En el versículo 14, los discípulos de Juan el Bautista le hacen una pregunta a Jesús en cuanto al ayuno. Les llama la atención que tanto ellos como los fariseos ayunan a menudo, mientras que los discípulos de Jesús no lo hacen. O, como lo relata Lucas, los discípulos de Jesús “siempre comen y beben” (Lc 5.33 – DHH). Como parte de su respuesta, Jesús presenta esta parábola. Vemos entonces que él se refiere a la vida religiosa/espiritual y sus prácticas. Los judíos venían de una tradición religiosa que se practicaba desde hace más de 1.000 años. Pero todo su sistema religioso con los diferentes rituales y sacrificios por el pecado era más que nada un anuncio o un ejemplo de lo que luego Cristo obraría a favor de la humanidad. El cordero, por ejemplo, no podía perdonar o quitar ningún pecado, si bien los judíos del Antiguo Testamento que cumplían de corazón ese rito obtuvieron el perdón de Dios. Pero esto no fue a causa del cordero, sino de su sinceridad, y en virtud del perdón y la salvación que Jesús luego iba a obrar para toda la humanidad. Si Jesús no hubiera venido a morir por nosotros, todos estos ritos del Antiguo Testamento no hubieran tenido sentido alguno. Por eso Pablo declara tan enfáticamente que la mera observancia de las leyes del Antiguo Testamento no puede salvar a nadie, sino sólo la fe en Jesús, el Hijo de Dios. Jesús también dijo que él no había venido a suprimir la ley, sino a darle su pleno valor (Mt 5.17), porque él era el cumplimiento de la ley. El Antiguo Testamento había sido una sombra o un reflejo de él. Todo el sistema religioso apuntaba a Jesús y tenían sentido solamente porque Jesús vino a darles sentido.
            Con esta parábola del vestido parchado y del vino nuevo, Jesús indicaba justamente lo nuevo que él vino a dar: la nueva vida, la nueva relación con Dios, la nueva espiritualidad. Eso era algo tan radicalmente nuevo y diferente, que no combinaba ya con la rutina religiosa del Antiguo Testamento. El recipiente no era el adecuado para el vino nuevo que Jesús trajo. La religiosidad del Antiguo Testamento estaba caducada; ya pasó su vida útil como el vestido viejo. Como su función había sido señalar a Cristo, ya cumplió con su misión porque Cristo ya había venido para iniciar la verdadera vida y la relación personal con Dios, de lo cual el Antiguo Testamento había sido modelo nada más. Es por eso que no se le podía dar a ese modelo caduco una nueva pinta espiritual, un parche, para que pueda seguir funcionando, porque no podía solucionar el verdadero problema del ser humano: el pecado. Ya no servía más, porque en lugar del modelo ya había llegado lo verdadero que el modelo había representado hasta entonces. Ahora tenía que ser desechado y reemplazado por la vida nueva que Cristo trajo, así como un vestido viejo tenía que ser reemplazado por uno nuevo. Por eso, Juan el Bautista presentó a Jesús como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1.29 – DHH). Este cordero de Dios vino a hacer lo que todos los corderos del Antiguo Testamento juntos no podían hacer: quitar el pecado del mundo.
            También la nueva vida en Cristo es el poder de Dios mismo en acción. Por lo tanto, ninguna estructura religiosa del Antiguo Testamento podría soportar este poder de Dios en nosotros. Iba a reventar como un odre viejo con vino nuevo. Esa novedad de vida que traía Jesús necesitaba de un corazón nuevo, transformado, un “corazón de carne” en vez del “corazón de piedra”, como lo describe el profeta Ezequiel (11.19).
            Pero incluso nosotros como cristianos estamos en peligro de convertirnos en “vestidos y odres viejos”. La vida espiritual, por más religiosa que sea, si entra en un estado de mera religiosidad, no puede ser mantenido con vida artificialmente con algunas cirugías estéticas, o sea con algunas medidas superficiales. Uno puede forzarse a asistir fielmente a la iglesia, a trabajar para los necesitados, a activar en algún ministerio, pero si no es una respuesta de un corazón lleno de amor a Dios, no tiene sentido. Como dijo Pablo, puedo hablar hasta lenguas angelicales, entender todos los designios de Dios, repartir entre los pobres todo lo que poseo y entregarme de cuerpo y alma a una causa, “pero si no tengo amor, eso no me sirve de nada” (1 Co 13.3 – PDT). Puede ser que por algún tiempo tenga la apariencia de funcionar. Pero tarde o temprano llegará el momento en que uno se frustra de sus propios intentos, porque se da cuenta de que no es un avivamiento real, sino que uno simplemente trata de poner un parche nuevo sobre una vida espiritual infructuosa y muerta. Lo único que se puede hacer es cambiar esa fachada inservible por una vida totalmente nueva, obrada en nosotros por el Espíritu Santo. Sólo Dios puede operar este cambio en mí. Lo único que yo puedo y debo hacer es entregarme incondicionalmente a él para que él ejecute su voluntad en mi vida. De cualquier forma que nosotros pretendamos “colaborar” con él en eso, será un estorbo y un freno a su obra en mí. Lo mismo también las áreas de nuestra vida que no queremos dejarlo a su dominio. ¿Deseas convertirte en odre nuevo para que ese aire nuevo de Dios pueda soplar en tu vida? Entonces ora conmigo…
            Señor Jesús, me humillo ante ti y reconozco que me he convertido en un vestido viejo o un odre viejo. Tengo quizás apariencia de religiosidad, pero mi corazón está vacío. Quita de mí ese corazón endurecido como piedra y reemplázalo por un corazón de carne, tierno, moldeable, lleno de vida, así como prometiste a través de tu profeta. Reconozco y confieso mi pecado delante de ti y pido que en tu gracia y misericordia me puedas perdonar y limpiar de toda maldad. Lléname de tu Espíritu Santo y haz tu obra en mi vida que consideras necesario hacer. Te entrego mi vida incondicionalmente y te doy el derecho sobre cada aspecto de ella. Sé tú mi Señor y mi Salvador. Gracias, Jesús, por tu inmenso amor. Te alabo y te bendigo. Amén.


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