Cierta iglesia tuvo un
nuevo pastor. Era conocido por sus muy buenas prédicas. Así que, el primer
domingo que le tocó subir al púlpito, toda la congregación estaba con mucha
expectativa por la prédica del pastor. Y realmente, era una exposición
brillante, un deleite. Las expectativas altas de los hermanos habían sido
superadas inclusive. Así que, para el próximo domingo más gente con aun mayores
deseos de escuchar al pastor se juntaron en la iglesia. Cuando empezó la
prédica, se miraron extrañados unos a otros: ¡era la misma prédica del domingo
pasado! Era inusual encontrar eso, pero como de verdad era una prédica
excepcional, valía la pena escucharla dos veces.
Cuando la gente volvió al
tercer domingo, ya no se miraron con sorpresa, sino ya con indignación: el
pastor predicó por tercera vez el mismo sermón. Después del culto se abalanzaron
sobre él y le preguntaron si eso era todo lo que sabía predicar. Y él contestó:
“La Biblia está llena de tesoros que quisiera compartir con ustedes. Pero
empiecen por fin a poner en práctica lo que les he predicado estos tres
domingos, y ahí cambiaré de tema. ¿De qué me sirve predicar sobre otro pasaje si
ni siquiera empezaron a vivir lo primero que les enseñé?”
Sabias palabras de este
pastor. ¿Pero qué tiene que ver esta historia con la parábola del sembrador que
queremos estudiar en esta mañana? Leamos primero el texto en la versión de
Mateo:
“Aquel día, Jesús salió de
la casa y se sentó a la orilla del lago. Como mucha gente se le acercó, él se
subió a una barca y se sentó, mientras que la gente se quedó en la playa.
Entonces les habló por parábolas de muchas cosas. Les dijo: El sembrador salió
a sembrar. Al sembrar, una parte de las semillas cayó junto al camino, y
vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó entre las piedras, donde no
había mucha tierra, y pronto brotó, porque la tierra no era profunda; pero en
cuanto salió el sol, se quemó y se secó, porque no tenía raíz. Otra parte cayó
entre espinos, pero los espinos crecieron y la ahogaron. Pero una parte cayó en
buena tierra, y rindió una cosecha de cien, sesenta, y hasta treinta semillas
por una. El que tenga oídos para oír, que oiga.
…
Escuchen ahora lo que
significa la parábola del sembrador: Cuando alguien oye la palabra del reino, y
no la entiende, viene el maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su
corazón. Ésta es la semilla sembrada junto al camino. El que oye la palabra es
la semilla sembrada entre las piedras, que en ese momento la recibe con gozo,
pero su gozo dura poco por tener poca raíz; al venir la aflicción o la
persecución por causa de la palabra, se malogra. La semilla sembrada entre
espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y el
engaño de las riquezas ahogan la palabra, por lo que ésta no llega a dar fruto.
Pero la semilla sembrada en buena tierra es el que oye la palabra y la
entiende, y da fruto, y produce cien, sesenta, y treinta semillas por cada
semilla sembrada” (Mt 13.1-9; 18-23 – RVC).
Antes de entrar al texto
en sí, esta parábola es un buen ejemplo para decir algo breve sobre cómo
entender a las parábolas. Una parábola es un ejemplo o una ilustración tomada
de la vida cotidiana para explicar una verdad espiritual. Normalmente, cada
parábola tiene una sola verdad central. Los detalles que aparecen en ella sólo
sirven para dibujar el contexto en el cual se presenta la verdad específica de
la parábola. No se debe buscar una explicación a cada detalle – excepto si
Jesús mismo la haya dado, como es el caso de esta ilustración del sembrador.
Esto no más así entre paréntesis.
En el texto leído, Mateo
nos presenta el momento en el cual Jesús dio esta enseñanza. Él estaba junto al
mar de Galilea, cuando la gente que lo seguía a todos lados se juntó alrededor
de él. Jesús se subió entonces a un bote que estaba por ahí y se alejó un
trecho de la costa. El lago era una especie de amplificador natural. Si alguna
vez has estado a orillas de una laguna, te habrás dado cuenta que se puede
escuchar con facilidad lo que hablan las personas que están al otro lado a
cierta distancia. Esto se debe a leyes físicas. La superficie del agua refleja
las ondas sonoras y las proyecta muy lejos. ¿Y cómo Jesús podía saber esto?
Bueno, yo contesto: ¿Y cómo Jesús no iba a saberlo si él es el
Creador de todo el universo? Él mismo creó esas leyes físicas, así que, sólo
hizo uso de su propia creación.
En esta parábola, Jesús
presenta a un sembrador que va por el campo, esparciendo su semilla. Pero el
resultado final de ese trabajo es muy diverso. Sólo una parte de la semilla
sembrada da el resultado deseado. ¿Es culpa del sembrador? No, en absoluto. Él
hace su trabajo de la mejor manera. ¿Será que parte de la semilla está en malas
condiciones? Tampoco es el caso. Es semilla de la mejor calidad. ¿Dónde
entonces está el problema? Está en el tipo de tierra o el lugar en el cual cayó
la semilla.
Como dije hace rato, cada
parábola enseña un principio espiritual. Ese principio lo explicó Jesús a sus
discípulos en privado. “El que siembra la semilla representa al que anuncia
el mensaje”, nos explica el Evangelio de Marcos (Mc 4.14 – DHH), y Lucas
agrega: “La semilla es la palabra de Dios” (Lc 8.11 – RVC). Muchas veces
tenemos la impresión que el que siembra es el evangelista que llama a otros a
la conversión a Cristo. Sin lugar a dudas incluye esto también, pero es mucho
más. Cualquiera que esparce la Palabra de Dios es ese sembrador. Yo lo soy en
este momento, tú lo eres muchas veces. Cada vez que enseñas a alguien un
principio bíblico, compartes un versículo bíblico en tu estado, le hablas de
Dios a un niño en la Escuela Dominical o en tu barrio, cada vez que vives los
principios de la Palabra de Dios, tú estás sembrando. La respuesta que habrá a
tu siembra ya no depende de ti, pero si no siembras, no es posible que haya
fruto.
¿Qué puede suceder con esa
semilla? Veamos la explicación de Jesús. El primer tipo de respuestas es
comparado con el camino. “Las semillas que cayeron en el camino representan
a los que oyen el mensaje del reino y no lo entienden. Entonces viene el
maligno y arrebata la semilla que fue sembrada en el corazón” (Mt 13.19 –
NTV). Con este tipo de personas no pasa nada. Sí escuchan el mensaje, pero
parece ser otro idioma y, por lo tanto, no le dan ninguna importancia y lo
olvidan tan pronto lo escuchan. Entra por un oído y sale por el otro. Y Jesús
atribuye esto directamente al diablo. Claro, Satanás es el más interesado en
que esta persona no entienda, así que, se encarga de eliminar todo rastro de la
Palabra de Dios en la mente de esa persona.
Luego tenemos el terreno
pedregoso: “La semilla que cayó entre las piedras representa a los que oyen
el mensaje y lo reciben con gusto, pero como no tienen suficiente raíz, no se
mantienen firmes; cuando por causa del mensaje sufren pruebas o persecución,
fallan” (Mt 13.20-21 – DHH). Estas son personas emocionales que fácilmente se
entusiasman por cualquier cosa, pero también tan rápido se “desentusiasman”, si
la cosa se pone fea. Cuando los demás les hacen bullying y se burlan de que
ahora se está yendo a la iglesia, rápidamente ellos llegan a negar todo y, como
Pedro, llegan a jurar nunca haber conocido a Cristo. Son personas que han visto
algún beneficio en el mensaje que han escuchado, pero ese mensaje nunca se
convirtió en convicción para ellos. Así que, ante cualquier obstáculo que se
les pone en el camino, o si aparece algo que aparenta ser más conveniente,
cambian de opinión y dejan al lado lo que habían escuchado.
Luego hay un tercer grupo
de personas, simbolizadas por el terreno espinoso: “Hay quien es como la
semilla que cayó entre cardos: oye el mensaje, pero los problemas de la vida y
el apego a las riquezas lo ahogan y no le dejan dar fruto” (Mt 13.22 –
BLPH). Este grupo de personas también oye el mensaje y también les llama la
atención. Tienen cierto interés y deciden intentar seguir las instrucciones. Son
muy sinceros, pero tampoco convencidos. El lunes, al llegar al trabajo, ya les
esperan problemas y preocupaciones. Y el mensaje del domingo queda totalmente
en el olvido, ya que toda la concentración está dirigida a la solución de estos
problemas. Cada tanto se acuerdan de sus buenas intenciones del domingo, y se
proponen seriamente ponerlas en práctica ni bien tengan tiempo. Pero ese
momento nunca llega. Sumado a las preocupaciones se presenta el afán por
conseguir más dinero, quizás creyendo que de esa manera podrían solucionar
todos sus problemas. Eso los hace trabajar 12 horas por día e incurrir en
diversos ilícitos con el fin de obtener el dinero tan deseado. Y la semilla del
domingo pasado queda totalmente enterrada y muerta. Nada cambia en la vida de
esas personas.
Lo que tienen estos tres
grupos en común es que ninguno de ellos produce fruto alguno, que es en
definitiva lo que interesa. Pero gracias a Dios hay todavía un cuarto grupo.
Ese es muy diferente a los demás: “…el que fue sembrado en buena tierra es
el que oye y entiende la palabra, y da fruto; y produce a ciento, a sesenta y a
treinta por uno” (Mt 13.23 – RV95). Menos mal que hay ese grupo también. Ellos
oyen el mensaje, pero algo cambia aquí: lo entienden. Esto no se refiere a una
actividad intelectual, porque los anteriores también entendieron y tuvieron las
mejores intenciones de llevarlo a la práctica. Este cuarto grupo entiende con
el corazón. El mensaje cala profundamente en ellos, y captan la verdad
espiritual que produce en ellos alguna transformación. Y la consecuencia, o el
fruto, que esto produce es súper abundante. Fíjense que no dice que produjeron
fruto al 30, 60 o 100 por ciento, sino por uno. Cada grano
producía entre 30 y 100 otros granos, como lo traducen también otras versiones:
“…dieron cien, sesenta o treinta granos por semilla” (DHH).
Todos nosotros somos a la
vez sembradores y también campos que reciben la semilla. La gran pregunta ahora
es a qué tipo de terreno pertenecemos. Lo más probable es que no siempre
estemos en un solo grupo. A veces damos buen fruto, otras veces este no llega
ni al 30 por uno, y en ocasiones también podemos ser bastante pedregosos y
espinosos. Pero estamos ahí en la lucha. A lo que debemos poner mucha atención
y cuidarnos es a no ser olvidadizos. Tener un bloc de notas al leer la Biblia o
al escuchar una prédica es una costumbre muy buena. Así podemos repasar los
puntos principales o anotarnos algunas ideas que nos han llegado. ¿Lo tienes
ahora ahí contigo? Vamos a hacer una prueba: ¿cuánto te acuerdas de cualquiera
de las prédicas de los últimos 4 domingos? ¿Entendiste lo que escuchaste en
esas prédicas? ¿Y cuánto de eso has puesto en práctica? ¿Ya se ven los brotes
de la planta que dará el fruto? ¿Qué cambios prácticos puedes implementar para oír,
entender y dar fruto? ¿O necesites que se repita la prédica por tercera vez?
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