lunes, 18 de mayo de 2020

Siembra tu semilla




            A principios del siglo pasado había en los Estados Unidos un evangelista bautista de nombre Mordecai Ham. Una noche en noviembre de 1934, él estaba predicando en una carpa. Detrás del escenario había dos adolescentes que se ocultaban en esa parte de la carpa para no tener que mirarle de frente al predicador. En un momento, el evangelista dijo: “Hay un gran pecador en este lugar en esta noche.” Esto caló hondo en la conciencia de estos adolescentes, y cuando se hizo el llamado de aceptar a Cristo como su Señor y Salvador, estos dos amigos pasaron al frente. Uno de ellos se llamó William Franklin Graham, más conocido en todo el mundo como Billy Graham. El resto de la historia ustedes ya la conocen. Se calcula que cien millones de personas le han escuchado en forma directa, personal, además de las incontables personas que han recibido su mensaje a través de sus programas radiales y televisivos, películas, libros, folletos, etc. Lo que empezó de manera tan imperceptible en aquella noche hace 86 años, ha tomado proporciones imposibles de medir. Creo que esto es una ilustración exacta del mensaje de las dos parábolas que queremos estudiar hoy. Ambas tienen una enseñanza muy parecida entre ellas. Las encontramos en los evangelios de Mateo, de Marcos y de Lucas. Leeremos ahora el relato según lo narra Mateo:

  “Jesús les contó otra parábola: «El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza, que un hombre sembró en su campo. Sin duda, ésta es la más pequeña de todas las semillas; pero, cuando crece, es la más grande de las plantas; se hace árbol, y hasta las aves del cielo vienen y hacen nidos en sus ramas.»
  Jesús les contó otra parábola: «El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer tomó y mezcló con tres medidas de harina, hasta que toda la harina fermentó»” (Mt 13.31-33 – RVC).

            Padre, te pedimos, en el nombre de Jesús, que nos reveles las verdades contenidas en estas parábolas. Amén.

            Jesús presentó esta parábola como una ilustración de lo que sucede en el reino de los cielos. Él habla de un hombre que sembró una semilla de mostaza en su campo. La semilla de mostaza tiene un tamaño entre uno y dos milímetros, o sea, es bastante pequeña. Y plantar una semilla tan diminuta en todo un campo, ¿no es desperdicio de terreno? No nos parece ser muy razonable. En otra oportunidad, Jesús también se valió del tamaño pequeño de este grano para ilustrar algo que también está fuera de nuestra lógica humana: “Les aseguro que si tuvieran fe como un grano de mostaza le dirían al cerro éste: ‘Córrete más allá’, y lo haría. Nada les sería imposible” (Mt 17.20 – NBE). Empezamos a entender entonces un primer principio que esta semilla nos quiere enseñar: en el reino de Dios valen otras medidas que en nuestro mundo terrenal. No podemos movernos en lo espiritual según la lógica humana, porque de seguro no vamos a ir a ningún lado. Dios no piensa como piensa el ser humano.
            Así que, esta semillita en un campo grande no es ningún desperdicio, porque algo grande va a salir de esto. Jesús dice que de esa semilla surge un árbol capaz de albergar a los pájaros en sus ramas. La referencia a los pájaros no es no más una indicación acerca del tamaño de la planta, capaz de sostener y albergar a varios nidos, sino transmite también la imagen de un ambiente agradable, de alimento, de protección, etc., así como, por ejemplo, millones de personas han recibido refugio y alimento espiritual a través del ministerio de Billy Graham.
            En realidad, la planta de mostaza técnicamente no es árbol, sino un arbusto, pero se parece a un árbol. Su tamaño tampoco no es tan grande, quizás 2 metros y medio. Aún así, en griego, Jesús lo describe como “mega”, como extremadamente grande. Fue una exageración intencional de parte de Jesús para indicar que en el reino de Dios las cosas no se miden según criterios humanos. Más bien pueden suceder cosas sorprendentes, impredecibles, que superan toda lógica humana. El tamaño del inicio, de la semilla, no es ninguna indicación y no tiene ninguna relación con el tamaño de lo que puede resultar de ello. Un joven despreciado se convirtió en el segundo hombre de autoridad en Egipto que salvó de la muerte a todo un reino y sus alrededores. Un pastor olvidado se convirtió en el rey más grande y más recordado de Israel. Un adolescente o joven de 16 años se convirtió en el evangelista de mayor renombre de nuestros tiempos. Y aún estos “éxitos” a los ojos humanos tienen otras dimensiones a los ojos de Dios. No importa el tamaño que ante nuestros ojos tenga lo que podemos dar o hacer para el Señor. Sólo importa estar en el momento correcto en el lugar correcto, haciendo o diciendo lo correcto. Sólo importa sembrar nuestra semilla de mostaza. Del resto, Dios se encarga.
            En el reino de Dios, el tamaño de nuestra semilla no interesa. No interesa el tamaño de nuestra fe, porque no es nuestra fe la que traslada montañas, sino es el poder de Dios. No es el tamaño de mi aporte al reino de Dios lo que hace que sucedan las cosas, sino es Dios el que hace las cosas. No es el tamaño del almuerzo de un muchacho, sino el poder de Dios que alimenta con él a miles y miles de personas. Así que, no midas lo que tú podrías hacer para el reino de Dios. Simplemente dalo, hazlo, y el resto es asunto de Dios. La clave no es el hombre que siembra la semilla, sino el acto de sembrarla. El poder no está en el hombre, sino en Dios que toma la semilla y la potencia para convertirse en una planta enorme. Si este hombre hubiera considerado esa semilla como demasiado insignificante, no lo hubiera sembrado y jamás hubiera salido un árbol de ella. Si la viuda hubiera considerado sus últimas dos moneditas como demasiado insignificante, jamás la hubiera dado, y Jesús no la hubiera podido poner como ejemplo para todos los tiempos. Si tú no das tu aporte al reino de Dios por parecerte demasiado poco, Dios no puede hacer nada. Él puede multiplicar infinitas veces, pero sólo lo que le entregamos. Multiplicar infinitas veces 0, sigue siempre siendo 0. Pero multiplicar infinitas veces 1, aunque sea 1, da como resultado algo inesperado. “Sí, pero ¿qué es mi aporte ante semejante necesidad?” Bueno, ¿qué es una semillita de mostaza ante semejante campo? Dejá de medirlo según tus criterios. Dios se maneja según otras medidas. Tú sólo vete a tu campo a sembrar tu semilla de mostaza.
            Seguidamente, Jesús contó otra parábola que tiene una enseñanza muy similar. Es la parábola de la levadura en medio de la masa. Si bien la levadura en tiempos de Jesús era diferente a la nuestra hoy, el principio es el mismo. En la parábola, Jesús habla de 3 medidas de harina. Es difícil hacer una adaptación exacta a nuestras medidas hoy en día, pero constituía una cantidad bastante considerable de harina. Una versión de la Biblia traduce como “media bolsa de harina” (GNEU), otra como “una gran cantidad de harina” (NVI). Lo central aquí no está en saber cuánta harina exactamente son tres medidas, sino en la fuerza de la levadura para penetrar toda esa masa. Se requiere de pocos gramos de levadura para leudar varios kilos de masa. Hay un poder contenido en esa levadura que es imparable. Pero ocurre a escondidas; es invisible. Sólo se ve el efecto después de cierto tiempo al observar cómo la masa aumenta de volumen. Mientras en la parábola de la mostaza se ve el poder de expansión del evangelio en el tamaño sorprendente que puede alcanzar el resultado, la parábola de la levadura muestra más bien el poder interno, invisible e imparable del reino de Dios para avanzar a pesar de todo.
            La historia está llena de intentos de frenar el avance del evangelio. Desde tiempos bíblicos hasta hoy en día ha habido esfuerzos muy grandes, pero nunca se ha podido anular el reino de Dios. Vemos, por ejemplo, la persecución que se desató en Jerusalén contra la iglesia recién aparecida, como nos lo muestra el libro de los Hechos. Pero en lugar de destruirla, hicieron no más que los cristianos huyeran a todo el mundo, testificando a su paso de Jesús. En vez de apagar el fuego, lograron no más que las chispas volaran a todos lados, prendiendo nuevos fuegos por doquier. El poder del Evangelio es imparable.
            Pero también es invisible. Muchos dicen: “Hace tanto tiempo vengo sembrando, pero no veo nada. Parece que mi semilla no funciona.” Ten calma. Tú no puedes ver la vida que se desarrolla en tu semilla debajo de la tierra. Tú no puedes ver la levadura penetrando toda la masa. Tú nunca puedes ver qué efecto tiene tu semilla en el reino de Dios. Aunque Billy Graham pueda manejar números millonarios de personas tocadas por sus predicaciones, recién ahora que él está en la eternidad podrá ver toda la consecuencia que ha tenido su semilla que ha sembrado. El tiempo y el fruto dependen de Dios. De ti depende sembrar la semilla.
            ¡Siembra tu semilla! No interesa en absoluto cuán grande o pequeña parece, porque aún la semilla más grande y abundante es absolutamente insuficiente. No se trata de nosotros ni de lo que nosotros podemos lograr con nuestros recursos, sino del poder de Dios y de lo que él puede lograr si le ofrecemos nuestros recursos. El poder de hacer algo grande en el reino de Dios no está en nosotros, sino en Dios al recibir la semilla que él ha puesto en nosotros. Ésa es la clave. Lo único que está en nuestras manos es sembrar —o no sembrar— la semilla. ¿No te convenciste todavía? Pues, entonces probalo por ti mismo. Haz una lista de lo que tú podrías aportar al reino de Dios: pueden ser conocimientos, actitudes (optimismo, actitud alegre, etc.), tiempo, recursos materiales, habilidades, dones, etc., etc. Puede parecerte al principio que no podrás anotar ni siquiera una sola cosa. Pero pedile al Señor que te abra los ojos acerca de las semillas de mostaza que él te ha dado. Y de repente vas a buscarte otra hoja más para seguir escribiendo y anotando los recursos que tienes, ¡había sido!
            Una vez hecha la lista, ponla delante del Señor. Agradécele en primer lugar por tanto potencial que él ha puesto en ti. Y luego ofrécele esta bolsa de semillas para que él haga de ella lo que a él le plazca. Y pídele que él te muestre los campos que él ha preparado para que siembres ahí tu semilla. No mires qué tan grande o pequeño es el campo. Eso es asunto de Dios. Tú únicamente ve y siembra tu semilla. Nunca podrás saber si de una de ellas no sale otro Billy Graham, para honra y gloria de Dios. ¡Siembra tu semilla!


Trigo vs. cizaña





            Seguramente habrán escuchado y quizás dicho también la frase “sembrar cizaña”. Generalmente se quiere indicar con esto que alguien está causando discordia entre la gente. Es una frase sacada de la Biblia, precisamente de la parábola que queremos estudiar hoy. Jesús fue el primero en usar esta frase. Veremos hoy qué significado él le da a esta frase. Leamos ahora el texto de Mateo 13.24-30; 36-43:
  “Jesús les contó otra parábola: El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras dormían los trabajadores, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando el trigo brotó y dio fruto, apareció también la cizaña. Entonces, los siervos fueron a preguntarle al dueño del terreno: ‘Señor, ¿acaso no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde salió la cizaña?’ El dueño les dijo: ‘Esto lo ha hecho un enemigo.’ Los siervos le preguntaron: ‘¿Quieres que vayamos y la arranquemos?’ Y él les respondió: ‘No, porque al arrancar la cizaña podrían también arrancar el trigo. Dejen que crezcan lo uno y lo otro hasta la cosecha. Cuando llegue el momento de cosechar, yo les diré a los segadores que recojan primero la cizaña y la aten en manojos, para quemarla, y que después guarden el trigo en mi granero.’
  [36]
  Luego de despedir a la gente, Jesús entró en la casa. Sus discípulos se le acercaron y le dijeron: ‘Explícanos la parábola de la cizaña en el campo.’ Él les dijo: ‘El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre. El campo es el mundo, la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del maligno. El enemigo que la sembró es el diablo, la cosecha es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Y así como se arranca la cizaña y se quema en el fuego, así también será en el fin de este mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, y ellos recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo y a los que hacen lo malo, y los echarán en el horno de fuego; allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces, en el reino de su Padre los justos resplandecerán como el sol. El que tenga oídos, que oiga” (RVC).
            Jesús empieza esta parábola con la frase con que comienza gran parte de sus comparaciones: “El reino de los cielos es semejante a…” (v. 24 – RVC). Y con la historia que sigue, él va a explicar uno de los tantos principios de ese reino. Es un reino tan superior a toda comprensión humana, que nunca lo entenderemos completamente. Estas parábolas nos permiten tener por lo menos un pequeño reflejo de lo que es este reino. El reino de los cielos, o el reino de Dios, como traducen algunas versiones, es ese ambiente espiritual en que gobiernan Dios y sus leyes. El que ingresa a determinado reino, está bajo la autoridad del rey respectivo y tiene que someterse a sus órdenes. El que ingresa al reino de Dios (que siempre es un ingreso absolutamente voluntario), acepta también someterse a sus principios. La iglesia no es sinónimo de “reino de Dios”. La iglesia es parte del mismo, pero el reino de Dios abarca mucho más que la iglesia.
            La historia que cuenta Jesús es corta y sencilla. Se trata de un señor que sembró trigo en su campo. Cuando germinaron las plantas, se dieron cuenta que no creció solamente trigo, sino también otra maleza venenosa, llamada cizaña. Son dos plantas externamente muy parecidas entre sí, y fácilmente uno puede confundir una con la otra. Además, las raíces de ambas plantas se entrelazan de tal modo que es imposible arrancar la una sin dañar también a la otra. Pero a pesar de su apariencia, su esencia, digamos: su ADN, es totalmente opuesta una a la otra. Recién cuando se maduran las espigas se puede distinguir con más facilidad entre el trigo y la cizaña. Por eso el dueño del campo no quería que los empleados entraran ya no más para erradicar la cizaña, porque por no poder distinguir entre ambos, no iban a eliminar toda cizaña y, además, sí iban a eliminar gran parte del trigo también.
            Se ve que esta historia quedó picando en la mente de los discípulos, pero no la pudieron entender plenamente. Por eso, cuando al final del día estaban a solas con Jesús, le pidieron que les interpretara esta parábola. Y Jesús da la explicación de la mayoría de los detalles, pero no de todos. Por ejemplo, no le da ningún significado al hecho de que se durmieron, no explica quiénes son los siervos del amo, etc. Los cosechadores él identifica con los ángeles, pero los siervos parecen ser personas distintas que no son identificadas. No debemos buscar una explicación a los detalles que Jesús no ha explicado. Son simplemente elementos usados para crear una historia que nos quiere dar una enseñanza central, y en esa debemos enfocarnos.
            Jesús mismo se identifica como el dueño del campo que realiza la siembra. El campo es un símbolo de este mundo. Fíjense la astucia engañosa de Satanás. Cuando el diablo tentó a Jesús, se hizo pasar por dueño de “todos los reinos del mundo y sus riquezas” (Mt 4.8 – RVC). Sin embargo, aquí Jesús expresa claramente que él, Jesús, es el dueño de todo el mundo. Y es en este mundo que él va sembrando su semilla. Y aquí va otro detalle interesante: El mismo símbolo no significa lo mismo en todas las parábolas. Por ejemplo, la semilla aquí se refiere a los “hijos del reino” (v. 28), mientras en la parábola del sembrador simboliza la Palabra de Dios (Lc 8.11).
            Jesús sigue explicando: “La maleza representa a las personas que pertenecen al maligno” (v. 38 – NTV), es decir, son personas que obedecen a las leyes o los principios del reino de las tinieblas, gobernado por Satanás, quien es al mismo tiempo también el que ha sembrado esa semilla en el mundo. Así que, por favor no digan que fulano o mengano está sembrando cizaña, porque lo comparan directamente con Satanás. Y, dicho sea de paso, “sembrar cizaña” no tiene nada que ver con “causar divisiones o discordia”. Es muchísimo más serio que esto.
            Lo esencial a lo que esta parábola nos quiere llevar es lo que“sucederá al fin del mundo” (v. 40 – BLA). La cosecha es una imagen que frecuentemente simboliza el juicio final. Jesús dice que los ángeles, los cosechadores, van a recoger primero “a todos los que hacen pecar a otros, y a los que practican el mal” (v. 41 – DHH). El juicio de Dios que caerá sobre ellos los condenará al infierno, simbolizado aquí por el horno ardiente. La desesperación que ellos sufrirán es descrita por Jesús en varios lugares como “llanto y rechinar de dientes” (v. 42 – NTV). Pero creo que no hay palabra humana capaz de describir los horrores del infierno que sufrirán los que serán condenados a una eternidad en él. Así como la Biblia dice que no podemos ni imaginarnos la gloria del cielo, tampoco podemos imaginarnos el terror que reinará en el infierno. Sólo sé que ni tú ni yo queremos estar ahí.
            Una vez eliminada la cizaña, los hijos del diablo o los dominados por Satanás, el trigo, o “los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre” (v. 43 – DHH).
            Vemos entonces que en este mundo siempre conviviremos el trigo y la cizaña, “los que son del reino, y … los que son del maligno” (v. 38 – DHH). Ambos pueden tener apariencias muy similares, pero el ADN espiritual es diametralmente opuesto. Si bien Jesús dijo en el Sermón del Monte que los frutos, o las señales que deja la vida de una persona, nos pueden dar cierta orientación acerca del interior de ella, no debemos juzgar demasiado pronto. No piensen: “Para mí, fulano o mengano me tienen cara de cizaña…” ¡Mucho cuidado! Con esta actitud, a lo mejor la cizaña somos nosotros. En esta parábola, el dueño del campo advirtió a sus empleados de no juzgar demasiado rápidamente. La apariencia externa es difícil de evaluar, y uno puede cometer graves equivocaciones con hacer “justicia por mano propia” dentro del reino. Dejémosle que Dios se encargue, como bien lo dice el autor de la carta a los hebreos: “Bien sabemos que el Señor ha dicho: «Mía es la venganza, yo pagaré», y también: «El Señor juzgará a su pueblo»” (He 10.30 – RVC). Y recordemos también lo que Dios le dijo al profeta Samuel: “No te dejes llevar por su apariencia ni por su estatura, porque éste no es mi elegido. Yo soy el Señor, y veo más allá de lo que el hombre ve. El hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero yo miro el corazón” (1 S 16.7 – RVC). Así que, mucho cuidado. Me asusta que demasiadas veces me parezco a estos empleados del dueño de la finca y quiero entrar y destrozar a diestra y siniestra a los que considero cizaña. Y muchas veces lo hago. Pero con esto causo tanto daño a los hijos del reino que difícilmente recibiré elogio alguno de parte del dueño. No somos llamados a separar el trigo de la cizaña. De eso se encargará Cristo en su momento.
            Y también me asusta que esta parábola es una comparación del reino de Dios en este mundo. En el versículo 41 dice que los ángeles “recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo” (RVC). Es decir, en el reino de Dios se han infiltrado representantes del reino de las tinieblas, teniendo toda la apariencia de un hijo de Dios. Es decir, hay mucha gente que consideramos cristianos, hijos de Dios, pero que son cizaña: personas que obedecen las leyes del enemigo, y no las leyes de Dios. Como ya dije, no podemos ni debemos juzgar quién es quién a nuestro derredor. Pero sí podemos y debemos juzgar nuestro propio corazón. Nuestra apariencia no interesa. Lo que interesa es nuestro ADN espiritual. ¿Me he entregado conscientemente a Dios? ¿Lo he aceptado como mi Señor y Salvador? ¿Vivo en obediencia a sus mandatos? Estas son las preguntas que harán la diferencia, y que determinarán nuestro destino eterno. Si después de nuestra muerte física en esta tierra estaremos en el cielo o en el infierno lo decidimos nosotros aquí en este lado de la muerte. Esto no depende de ningún poder caprichoso, sino de nuestra decisión respecto a la persona de Cristo. Seamos, pues, trigo y no cizaña. Y si no estás seguro a qué tipo de planta perteneces, entonces pídele ahora mismo a Jesús que te limpie de toda maldad, que te perdone y que te ayude a vivir de acuerdo a los principios que rigen en su reino. Y él no hará.


El sembrador




            Cierta iglesia tuvo un nuevo pastor. Era conocido por sus muy buenas prédicas. Así que, el primer domingo que le tocó subir al púlpito, toda la congregación estaba con mucha expectativa por la prédica del pastor. Y realmente, era una exposición brillante, un deleite. Las expectativas altas de los hermanos habían sido superadas inclusive. Así que, para el próximo domingo más gente con aun mayores deseos de escuchar al pastor se juntaron en la iglesia. Cuando empezó la prédica, se miraron extrañados unos a otros: ¡era la misma prédica del domingo pasado! Era inusual encontrar eso, pero como de verdad era una prédica excepcional, valía la pena escucharla dos veces.
            Cuando la gente volvió al tercer domingo, ya no se miraron con sorpresa, sino ya con indignación: el pastor predicó por tercera vez el mismo sermón. Después del culto se abalanzaron sobre él y le preguntaron si eso era todo lo que sabía predicar. Y él contestó: “La Biblia está llena de tesoros que quisiera compartir con ustedes. Pero empiecen por fin a poner en práctica lo que les he predicado estos tres domingos, y ahí cambiaré de tema. ¿De qué me sirve predicar sobre otro pasaje si ni siquiera empezaron a vivir lo primero que les enseñé?”
            Sabias palabras de este pastor. ¿Pero qué tiene que ver esta historia con la parábola del sembrador que queremos estudiar en esta mañana? Leamos primero el texto en la versión de Mateo:

“Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a la orilla del lago. Como mucha gente se le acercó, él se subió a una barca y se sentó, mientras que la gente se quedó en la playa. Entonces les habló por parábolas de muchas cosas. Les dijo: El sembrador salió a sembrar. Al sembrar, una parte de las semillas cayó junto al camino, y vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó entre las piedras, donde no había mucha tierra, y pronto brotó, porque la tierra no era profunda; pero en cuanto salió el sol, se quemó y se secó, porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos, pero los espinos crecieron y la ahogaron. Pero una parte cayó en buena tierra, y rindió una cosecha de cien, sesenta, y hasta treinta semillas por una. El que tenga oídos para oír, que oiga.
Escuchen ahora lo que significa la parábola del sembrador: Cuando alguien oye la palabra del reino, y no la entiende, viene el maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Ésta es la semilla sembrada junto al camino. El que oye la palabra es la semilla sembrada entre las piedras, que en ese momento la recibe con gozo, pero su gozo dura poco por tener poca raíz; al venir la aflicción o la persecución por causa de la palabra, se malogra. La semilla sembrada entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra, por lo que ésta no llega a dar fruto. Pero la semilla sembrada en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y da fruto, y produce cien, sesenta, y treinta semillas por cada semilla sembrada” (Mt 13.1-9; 18-23 – RVC).

            Antes de entrar al texto en sí, esta parábola es un buen ejemplo para decir algo breve sobre cómo entender a las parábolas. Una parábola es un ejemplo o una ilustración tomada de la vida cotidiana para explicar una verdad espiritual. Normalmente, cada parábola tiene una sola verdad central. Los detalles que aparecen en ella sólo sirven para dibujar el contexto en el cual se presenta la verdad específica de la parábola. No se debe buscar una explicación a cada detalle – excepto si Jesús mismo la haya dado, como es el caso de esta ilustración del sembrador. Esto no más así entre paréntesis.
            En el texto leído, Mateo nos presenta el momento en el cual Jesús dio esta enseñanza. Él estaba junto al mar de Galilea, cuando la gente que lo seguía a todos lados se juntó alrededor de él. Jesús se subió entonces a un bote que estaba por ahí y se alejó un trecho de la costa. El lago era una especie de amplificador natural. Si alguna vez has estado a orillas de una laguna, te habrás dado cuenta que se puede escuchar con facilidad lo que hablan las personas que están al otro lado a cierta distancia. Esto se debe a leyes físicas. La superficie del agua refleja las ondas sonoras y las proyecta muy lejos. ¿Y cómo Jesús podía saber esto? Bueno, yo contesto: ¿Y cómo Jesús no iba a saberlo si él es el Creador de todo el universo? Él mismo creó esas leyes físicas, así que, sólo hizo uso de su propia creación.
            En esta parábola, Jesús presenta a un sembrador que va por el campo, esparciendo su semilla. Pero el resultado final de ese trabajo es muy diverso. Sólo una parte de la semilla sembrada da el resultado deseado. ¿Es culpa del sembrador? No, en absoluto. Él hace su trabajo de la mejor manera. ¿Será que parte de la semilla está en malas condiciones? Tampoco es el caso. Es semilla de la mejor calidad. ¿Dónde entonces está el problema? Está en el tipo de tierra o el lugar en el cual cayó la semilla.
            Como dije hace rato, cada parábola enseña un principio espiritual. Ese principio lo explicó Jesús a sus discípulos en privado. “El que siembra la semilla representa al que anuncia el mensaje”, nos explica el Evangelio de Marcos (Mc 4.14 – DHH), y Lucas agrega: “La semilla es la palabra de Dios” (Lc 8.11 – RVC). Muchas veces tenemos la impresión que el que siembra es el evangelista que llama a otros a la conversión a Cristo. Sin lugar a dudas incluye esto también, pero es mucho más. Cualquiera que esparce la Palabra de Dios es ese sembrador. Yo lo soy en este momento, tú lo eres muchas veces. Cada vez que enseñas a alguien un principio bíblico, compartes un versículo bíblico en tu estado, le hablas de Dios a un niño en la Escuela Dominical o en tu barrio, cada vez que vives los principios de la Palabra de Dios, tú estás sembrando. La respuesta que habrá a tu siembra ya no depende de ti, pero si no siembras, no es posible que haya fruto.
            ¿Qué puede suceder con esa semilla? Veamos la explicación de Jesús. El primer tipo de respuestas es comparado con el camino. “Las semillas que cayeron en el camino representan a los que oyen el mensaje del reino y no lo entienden. Entonces viene el maligno y arrebata la semilla que fue sembrada en el corazón” (Mt 13.19 – NTV). Con este tipo de personas no pasa nada. Sí escuchan el mensaje, pero parece ser otro idioma y, por lo tanto, no le dan ninguna importancia y lo olvidan tan pronto lo escuchan. Entra por un oído y sale por el otro. Y Jesús atribuye esto directamente al diablo. Claro, Satanás es el más interesado en que esta persona no entienda, así que, se encarga de eliminar todo rastro de la Palabra de Dios en la mente de esa persona.
            Luego tenemos el terreno pedregoso: “La semilla que cayó entre las piedras representa a los que oyen el mensaje y lo reciben con gusto, pero como no tienen suficiente raíz, no se mantienen firmes; cuando por causa del mensaje sufren pruebas o persecución, fallan” (Mt 13.20-21 – DHH). Estas son personas emocionales que fácilmente se entusiasman por cualquier cosa, pero también tan rápido se “desentusiasman”, si la cosa se pone fea. Cuando los demás les hacen bullying y se burlan de que ahora se está yendo a la iglesia, rápidamente ellos llegan a negar todo y, como Pedro, llegan a jurar nunca haber conocido a Cristo. Son personas que han visto algún beneficio en el mensaje que han escuchado, pero ese mensaje nunca se convirtió en convicción para ellos. Así que, ante cualquier obstáculo que se les pone en el camino, o si aparece algo que aparenta ser más conveniente, cambian de opinión y dejan al lado lo que habían escuchado.
            Luego hay un tercer grupo de personas, simbolizadas por el terreno espinoso: “Hay quien es como la semilla que cayó entre cardos: oye el mensaje, pero los problemas de la vida y el apego a las riquezas lo ahogan y no le dejan dar fruto” (Mt 13.22 – BLPH). Este grupo de personas también oye el mensaje y también les llama la atención. Tienen cierto interés y deciden intentar seguir las instrucciones. Son muy sinceros, pero tampoco convencidos. El lunes, al llegar al trabajo, ya les esperan problemas y preocupaciones. Y el mensaje del domingo queda totalmente en el olvido, ya que toda la concentración está dirigida a la solución de estos problemas. Cada tanto se acuerdan de sus buenas intenciones del domingo, y se proponen seriamente ponerlas en práctica ni bien tengan tiempo. Pero ese momento nunca llega. Sumado a las preocupaciones se presenta el afán por conseguir más dinero, quizás creyendo que de esa manera podrían solucionar todos sus problemas. Eso los hace trabajar 12 horas por día e incurrir en diversos ilícitos con el fin de obtener el dinero tan deseado. Y la semilla del domingo pasado queda totalmente enterrada y muerta. Nada cambia en la vida de esas personas.
            Lo que tienen estos tres grupos en común es que ninguno de ellos produce fruto alguno, que es en definitiva lo que interesa. Pero gracias a Dios hay todavía un cuarto grupo. Ese es muy diferente a los demás: “…el que fue sembrado en buena tierra es el que oye y entiende la palabra, y da fruto; y produce a ciento, a sesenta y a treinta por uno” (Mt 13.23 – RV95). Menos mal que hay ese grupo también. Ellos oyen el mensaje, pero algo cambia aquí: lo entienden. Esto no se refiere a una actividad intelectual, porque los anteriores también entendieron y tuvieron las mejores intenciones de llevarlo a la práctica. Este cuarto grupo entiende con el corazón. El mensaje cala profundamente en ellos, y captan la verdad espiritual que produce en ellos alguna transformación. Y la consecuencia, o el fruto, que esto produce es súper abundante. Fíjense que no dice que produjeron fruto al 30, 60 o 100 por ciento, sino por uno. Cada grano producía entre 30 y 100 otros granos, como lo traducen también otras versiones: “…dieron cien, sesenta o treinta granos por semilla” (DHH).
            Todos nosotros somos a la vez sembradores y también campos que reciben la semilla. La gran pregunta ahora es a qué tipo de terreno pertenecemos. Lo más probable es que no siempre estemos en un solo grupo. A veces damos buen fruto, otras veces este no llega ni al 30 por uno, y en ocasiones también podemos ser bastante pedregosos y espinosos. Pero estamos ahí en la lucha. A lo que debemos poner mucha atención y cuidarnos es a no ser olvidadizos. Tener un bloc de notas al leer la Biblia o al escuchar una prédica es una costumbre muy buena. Así podemos repasar los puntos principales o anotarnos algunas ideas que nos han llegado. ¿Lo tienes ahora ahí contigo? Vamos a hacer una prueba: ¿cuánto te acuerdas de cualquiera de las prédicas de los últimos 4 domingos? ¿Entendiste lo que escuchaste en esas prédicas? ¿Y cuánto de eso has puesto en práctica? ¿Ya se ven los brotes de la planta que dará el fruto? ¿Qué cambios prácticos puedes implementar para oír, entender y dar fruto? ¿O necesites que se repita la prédica por tercera vez?


Odres nuevos










            No sé tú, pero yo soy de los que usan las cosas hasta lo último. Trato de reparar lo que se puede reparar, para seguir usándolo por otro tanto más. En algunos casos he tenido cierto éxito, pero en algún momento tengo que ponerlo a un lado. Y, dependiendo de qué es, puede ser que lo ponga todavía en el depósito, por si encuentro alguna solución o tenga tiempo para intentar repararlo de nuevo. Y aunque algunas cosas se podrían mandar a reparar, saldrían igual de caro que uno nuevo, y seguirían siendo viejos. Así que, cada tanto me armo de valor para tirar a la basura lo que sólo se acumula y le quita espacio a otras cosas que sí sirven. Lo que está obsoleto, está obsoleto. Ya no hay nada por hacer.
            A veces intentamos hacer lo mismo también con nuestra vida espiritual. Si no le damos la atención debida a este aspecto de nosotros, nuestra vida espiritual puede volverse también obsoleta. Uno puede tratar de darle algunos “remiendos” a nuestro espíritu, pero si uno no hizo a tiempo las correcciones necesarias, no puede mantener vivo artificialmente lo que ya está agonizando. Jesús ilustró esto con una parábola muy corta, que encontramos en 3 evangelios. Nosotros vamos a leerla como la relata Mateo:
            “Nadie remienda un vestido viejo con un paño de tela nueva, porque la tela nueva estira la tela vieja, y la rotura se hace peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo revienta los odres, y entonces el vino se derrama y los odres se echan a perder. Más bien, el vino nuevo debe echarse en odres nuevos, y tanto lo uno como lo otro se conserva juntamente” (Mt 9.16-17).
            La primera imagen que Jesús utiliza en este pasaje es la de un vestido viejo. Es un vestido que ya está en decadencia, que ya pagó su vida útil. Ya está rompiéndose porque ya no da más. A ese vestido, dice Jesús, si uno le pone un parche de una tela nueva sobre una rotura de la tela, uno se mete en verdaderos problemas. La tela nueva no se encogió todavía. Cuando lo hace, va a estironear tanto la tela de la prenda vieja que terminará rompiéndola peor de lo que estaba. El “remedio” termina siendo peor que la enfermedad. La tela vieja no soportaría la fuerza y resistencia de la tela nueva. A esa prenda vieja no hay forma de mantenerla. Si no se hace nada con ella, caerá en pedazos; si se pone un remiendo de tela nueva, ya vimos lo que sucede; si se usa otra tela vieja para componerla, el remiendo terminará haciéndose pedazos por viejo al igual que la prenda. O sea, no hay caso. La única manera de resolver esto es reemplazar esta prenda vieja por una nueva. Lo viejo no puede ser mantenido con vida artificialmente, sino tiene que ser desechado para que algo nuevo pueda surgir.
            La segunda imagen que emplea Jesús es la de vino nuevo que se tiene que guardar en odres. Los odres era recipientes para líquidos, hechos de pieles o cuero, generalmente de cabra. Jesús indica que no se puede meter vino nuevo en odres viejos. Estos odres están ya duros e inflexibles. No aguantan la fuerza del vino nuevo, todavía en etapa de fermentación. Es una imagen parecida a la del remiendo nuevo sobre tela vieja, pero resalta más el poder del contenido nuevo que revienta todo lo viejo y echa a perder todo. Para el vino nuevo se necesitan cueros nuevos, todavía blandos y flexibles. Pueden estirarse lo necesario para contener el vino en fermentación.
            Con estas dos imágenes, Jesús destaca dos elementos: el recipiente (el vestido también es un tipo de “recipiente” para el cuerpo) y el contenido. ¿Pero a qué se refiere con esto? Tenemos que mirar un poco el contexto de esta parábola. En el versículo 14, los discípulos de Juan el Bautista le hacen una pregunta a Jesús en cuanto al ayuno. Les llama la atención que tanto ellos como los fariseos ayunan a menudo, mientras que los discípulos de Jesús no lo hacen. O, como lo relata Lucas, los discípulos de Jesús “siempre comen y beben” (Lc 5.33 – DHH). Como parte de su respuesta, Jesús presenta esta parábola. Vemos entonces que él se refiere a la vida religiosa/espiritual y sus prácticas. Los judíos venían de una tradición religiosa que se practicaba desde hace más de 1.000 años. Pero todo su sistema religioso con los diferentes rituales y sacrificios por el pecado era más que nada un anuncio o un ejemplo de lo que luego Cristo obraría a favor de la humanidad. El cordero, por ejemplo, no podía perdonar o quitar ningún pecado, si bien los judíos del Antiguo Testamento que cumplían de corazón ese rito obtuvieron el perdón de Dios. Pero esto no fue a causa del cordero, sino de su sinceridad, y en virtud del perdón y la salvación que Jesús luego iba a obrar para toda la humanidad. Si Jesús no hubiera venido a morir por nosotros, todos estos ritos del Antiguo Testamento no hubieran tenido sentido alguno. Por eso Pablo declara tan enfáticamente que la mera observancia de las leyes del Antiguo Testamento no puede salvar a nadie, sino sólo la fe en Jesús, el Hijo de Dios. Jesús también dijo que él no había venido a suprimir la ley, sino a darle su pleno valor (Mt 5.17), porque él era el cumplimiento de la ley. El Antiguo Testamento había sido una sombra o un reflejo de él. Todo el sistema religioso apuntaba a Jesús y tenían sentido solamente porque Jesús vino a darles sentido.
            Con esta parábola del vestido parchado y del vino nuevo, Jesús indicaba justamente lo nuevo que él vino a dar: la nueva vida, la nueva relación con Dios, la nueva espiritualidad. Eso era algo tan radicalmente nuevo y diferente, que no combinaba ya con la rutina religiosa del Antiguo Testamento. El recipiente no era el adecuado para el vino nuevo que Jesús trajo. La religiosidad del Antiguo Testamento estaba caducada; ya pasó su vida útil como el vestido viejo. Como su función había sido señalar a Cristo, ya cumplió con su misión porque Cristo ya había venido para iniciar la verdadera vida y la relación personal con Dios, de lo cual el Antiguo Testamento había sido modelo nada más. Es por eso que no se le podía dar a ese modelo caduco una nueva pinta espiritual, un parche, para que pueda seguir funcionando, porque no podía solucionar el verdadero problema del ser humano: el pecado. Ya no servía más, porque en lugar del modelo ya había llegado lo verdadero que el modelo había representado hasta entonces. Ahora tenía que ser desechado y reemplazado por la vida nueva que Cristo trajo, así como un vestido viejo tenía que ser reemplazado por uno nuevo. Por eso, Juan el Bautista presentó a Jesús como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1.29 – DHH). Este cordero de Dios vino a hacer lo que todos los corderos del Antiguo Testamento juntos no podían hacer: quitar el pecado del mundo.
            También la nueva vida en Cristo es el poder de Dios mismo en acción. Por lo tanto, ninguna estructura religiosa del Antiguo Testamento podría soportar este poder de Dios en nosotros. Iba a reventar como un odre viejo con vino nuevo. Esa novedad de vida que traía Jesús necesitaba de un corazón nuevo, transformado, un “corazón de carne” en vez del “corazón de piedra”, como lo describe el profeta Ezequiel (11.19).
            Pero incluso nosotros como cristianos estamos en peligro de convertirnos en “vestidos y odres viejos”. La vida espiritual, por más religiosa que sea, si entra en un estado de mera religiosidad, no puede ser mantenido con vida artificialmente con algunas cirugías estéticas, o sea con algunas medidas superficiales. Uno puede forzarse a asistir fielmente a la iglesia, a trabajar para los necesitados, a activar en algún ministerio, pero si no es una respuesta de un corazón lleno de amor a Dios, no tiene sentido. Como dijo Pablo, puedo hablar hasta lenguas angelicales, entender todos los designios de Dios, repartir entre los pobres todo lo que poseo y entregarme de cuerpo y alma a una causa, “pero si no tengo amor, eso no me sirve de nada” (1 Co 13.3 – PDT). Puede ser que por algún tiempo tenga la apariencia de funcionar. Pero tarde o temprano llegará el momento en que uno se frustra de sus propios intentos, porque se da cuenta de que no es un avivamiento real, sino que uno simplemente trata de poner un parche nuevo sobre una vida espiritual infructuosa y muerta. Lo único que se puede hacer es cambiar esa fachada inservible por una vida totalmente nueva, obrada en nosotros por el Espíritu Santo. Sólo Dios puede operar este cambio en mí. Lo único que yo puedo y debo hacer es entregarme incondicionalmente a él para que él ejecute su voluntad en mi vida. De cualquier forma que nosotros pretendamos “colaborar” con él en eso, será un estorbo y un freno a su obra en mí. Lo mismo también las áreas de nuestra vida que no queremos dejarlo a su dominio. ¿Deseas convertirte en odre nuevo para que ese aire nuevo de Dios pueda soplar en tu vida? Entonces ora conmigo…
            Señor Jesús, me humillo ante ti y reconozco que me he convertido en un vestido viejo o un odre viejo. Tengo quizás apariencia de religiosidad, pero mi corazón está vacío. Quita de mí ese corazón endurecido como piedra y reemplázalo por un corazón de carne, tierno, moldeable, lleno de vida, así como prometiste a través de tu profeta. Reconozco y confieso mi pecado delante de ti y pido que en tu gracia y misericordia me puedas perdonar y limpiar de toda maldad. Lléname de tu Espíritu Santo y haz tu obra en mi vida que consideras necesario hacer. Te entrego mi vida incondicionalmente y te doy el derecho sobre cada aspecto de ella. Sé tú mi Señor y mi Salvador. Gracias, Jesús, por tu inmenso amor. Te alabo y te bendigo. Amén.


Control de calidad




            Hoy en día se gasta muchísimo dinero en la seguridad. En todos los ámbitos de la vida uno quiere sentirse seguro. Pero poco sirven todos estos gastos, si uno no se siente seguro dentro de sí mismo. La paz interior y la conciencia tranquila no tienen precio. La ausencia de este estado se nota ahora en tanta gente en este tiempo del coronavirus. A lo mejor tienen plata de sobra, pero se desesperan hasta el punto de enfermarse o desestabilizarse psicológicamente. ¿Cómo puede uno alcanzar esta tranquilidad interior? Les quiero mostrar hoy un camino sorprendente. Vamos a leer una parábola que encontramos en dos partes del Nuevo Testamento. Quiero leer la versión de Lucas. Leemos en Lucas 6.46-49:

»¿Por qué me llaman ustedes “Señor, Señor”, y no hacen lo que les mando hacer? Les voy a decir como quién es el que viene a mí, y oye mis palabras y las pone en práctica: Es como quien, al construir una casa, cava hondo y pone los cimientos sobre la roca. En caso de una inundación, si el río golpea con ímpetu la casa, no logra sacudirla porque está asentada sobre la roca. Pero el que oye mis palabras y no las pone en práctica, es como quien construye su casa sobre el suelo y no le pone cimientos. Si el río golpea con ímpetu la casa, la derrumba y la deja completamente en ruinas.»

            En el versículo 46, Jesús establece una diferencia entre lo que decimos y lo que hacemos. Y puede que ambas cosas no coinciden. Hablar es fácil, a veces demasiado fácil. Por eso mucha gente no mide sus palabras. Habla por hablar no más. Sus palabras sufren una gran inflación y ya no valen casi nada. Basta con mirar los comentarios en las redes sociales y vemos que la gente donde pone el ojo, pone el comentario. Y con sus comentarios revelan tan abiertamente la enorme ignorancia en la que viven y su vacío interior.
            Diferente es con el hacer. Normalmente el hacer requiere de muchísima más energía y fuerza de voluntad que el hablar. Yo puedo decir: “Voy a hacer un video.” Ya está. Es fácil decirlo. Pero hacerlo requiere acondicionar un lugar para eso; requiere preparar el contenido; requiere tener alguna noción de técnicas de filmación y de edición, etc. Son muchas horas lo que demanda hacer lo que se puede decir en 5 segundos. Por eso se ve generalmente tan poca acción a pesar de escuchar tantas palabras. Y no necesitamos señalar con el dedo a otros para culparlos de ser más charlatanes que cumplidores, yo hago eso, y haces eso.
            A esto se refiere Jesús. Él pregunta qué sentido tiene llamarlo “Señor”, si al final cada uno hace no más lo que le da la gana. “Señor” significa ser amo y dueño de toda mi vida; significa que yo soy su siervo, su esclavo; que he rendido toda mi voluntad a él para que él pueda tener pleno control y autoridad sobre mi vida. Si él realmente es mi Señor, entonces yo acataré plenamente sus instrucciones. Hacer mi propia voluntad es señal de que él no es mi Señor. Así que, no vale lo que yo manifiesto con mi boca, si mi actuar no lo respalda. Puedo hablar muy bonito, pero si mi estilo de vida no es tan bonito, ¿a cuál de los dos le vas a creer? Eso es lo que Dios ya le reclamó a su pueblo a través del profeta Isaías: “…este pueblo se acerca a mí con su boca y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí…” (Is 29.13). O a los fariseos Jesús los llamaba “sepulcros blanqueados” (Mt 23.27), porque hacia fuera tenían una pinta espectacular, pero en su corazón había muerte y podredumbre. Así que, vemos que, para Jesús, la esencia está en la obediencia a su palabra. Y sí, ¿para qué enseñaría luego si no quisiera que se obedezca su enseñanza?
            ¿Y qué problema hay con obedecer o no alguna instrucción de Dios? ¿Acaso me va a caer un rayo y fulminarme si una vez no obedezco? ¡Por supuesto que no! Aunque muchos tienen de Dios una imagen parecida al de un juez malhumorado que manda al infierno a cualquiera que falla en algún detalle. Pero si Dios fuera así, ni siquiera se hubiera molestado en mandar a Jesús para cargar todo nuestro pecado. Dios es santo y justo, pero también es misericordioso y perdonador. Y él no necesita castigarnos. Nosotros mismos lo hacemos al salirnos de su voluntad y al desligarnos de las bendiciones que conlleva la obediencia. A la larga, nosotros terminamos muy mal si desobedecemos, no porque él nos castigue, sino porque nosotros elegimos el camino de la destrucción.
            Para ilustrar el efecto a largo plazo que nuestra obediencia o desobediencia tienen para nosotros, Jesús usó la imagen —o la parábola— de dos constructores. A primera vista, ambos parecían ser idénticos. Incluso su obra no se distinguía la una de la otra. Pero, aun así, el final de ambos fue diametralmente opuesto uno al otro.
            Jesús dividió a sus oyentes en dos grupos. Ambos son miembros de su iglesia, es decir, son sus oyentes. Están sentados esparcidos por todo el templo, los dos cantan “Señor, Señor”, y los dos grupos se saludan con una sonrisa y un abrazo sincero (es que no había cuarentena todavía cuando eso…). Toda la congregación completa parece estar en perfecta armonía y paz, haciendo competencia uno con el otro en su amor al Señor. Pero debajo del nivel de lo visible al ojo humano había una pequeña diferencia que los hacía terminar en un extremo cada uno.
            El constructor de la primera imagen no se contenta no más con escuchar, sino hace también el gran esfuerzo de ponerlo en práctica. Este es un proceso duro de sudor, lágrimas, esfuerzo, corrección, nuevos intentos, reprensiones, palabras de aliento, caídas y levantadas, etc., que dura hasta el último respiro en este mundo. Es mucho más duro todavía como gastar una roca para poner ahí el cimiento para la casa que el constructor estaba proyectando. En el texto paralelo de Mateo, Jesús llama “prudente” a este constructor (Mt 7.24).
            El constructor de la segunda ilustración también llegó a escuchar y conocer la Palabra de Dios. Pero le pareció más cómodo no hacer gran cosa. Consideraba que calentar cada domingo su silla en la iglesia era ya suficiente esfuerzo. ¿Para qué gastar su valiosa energía, tratando de hacer algo en cuanto a la tarea del pastor para la semana? Más sabio consideraba su preocupación por “evitar la fatiga”, como diría cierto personaje televisivo. En un abrir y cerrar de ojos tenía una hermosa casa en un valle arenoso, rodeada por un hermoso jardín floreciente. Hace rato ya estaba disfrutando la cuarentena en su hamaca con su tereré al lado, mientras que el otro constructor ni siquiera había terminado todavía el fundamento. Este segundo hermanito lo observaba, y con pesar dijo del primero: “¡Qué tonto!” Sin embargo, a los ojos de Jesús, este segundo constructor era el tonto.
            ¿Por qué? Porque la calidad de su trabajo iba a ser puesta a prueba. Se armó una tormenta de aquellos, con vientos huracanados y lluvias torrenciales. Ambas casas se enfrentaron a la misma tormenta. Ambos constructores estaban tranquilos – al principio. De tanta lluvia se formó un raudal nunca antes visto en la zona. Como la tierra en ciertas regiones era arenosa, se produjo una zanja cada vez más honda y más ancha. El agua fue comiendo la tierra cada vez más cerca a la segunda casa, mientras hacía un rodeo alrededor de la primera, porque estaba sobre suelo rocoso. Del segundo constructor se apoderó la desesperación, y luego el pánico. Se dio cuenta del gravísimo error que había cometido al construir su casa, pero ya era tarde y, encima, estaba rodeado de agua sin posibilidad de refugiarse en una zona más elevada. Así que, tuvo que ver en primera fila cómo su obra de la vida fue tragada por el raudal, no quedando nada.
            ¿Y el otro constructor? Tras verificar varias veces la situación, vio que su casa estaba muy segura y que nada le podía suceder. Así que, estaba alegre en su casa con su familia, tomando mate y jugando con los hijos. Recién al amanecer del siguiente día, cuando el sol espantaba las últimas lluvias, se enteró de lo que le había pasado a su vecino. La obra de ambos había sido sometida a un control de calidad. Las dos tenían una pinta espectacular, pero una tenía fundamento seguro, la otra —¡había sido!— no tenía cimiento alguno – desde afuera imperceptible. Una obra fue aprobada, la otra rechazada.
            Pablo escribe a los corintios: “…nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto, que es Jesucristo. Sobre este fundamento, uno puede construir con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, paja y cañas; pero el trabajo de cada cual se verá claramente en el día del juicio; porque ese día vendrá con fuego, y el fuego probará la clase de trabajo que cada uno haya hecho” (1 Co 3.11-13 – DHH). La vida se encargará de hacerle un control de calidad a tu vida espiritual. No será necesario que nadie se levante como abogado acusador contra ti ni que Dios te mande algún juicio. Tú mismo sabrás de qué está hecha tu vida espiritual y con qué material has edificado sobre el fundamento que es Cristo. Tú verás si has construido sobre roca o si te conformaste con pinta, pero sin preocuparte por cimiento.
            ¿Quién tenía la culpa en esta parábola? ¿La tenía Jesús con su enseñanza? No, estaba perfecta. ¿Alguien sedujo al constructor con cálculos tentadores? ¿Alguien le proveyó de materiales de mala calidad? No, tampoco. No se registran otros personajes que hayan intervenido en el proceso. Era el constructor mismo que decidió deliberadamente no seguir las instrucciones recibidas por el Maestro de maestros. ¿Podía echarle la culpa a alguien? Podía, si quería, pero no le sirvió de nada. El daño estaba hecho, y en el control de calidad salió reprobado.
            ¿Con qué constructor te identificas más? Con toda seguridad no somos ninguno de los dos en todo tiempo. Hay muchas cosas que sí acertamos y otras no. ¿Pero cuál es nuestra inclinación? ¿Hacia dónde va nuestro máximo anhelo? Si buscamos con toda el alma obedecer a nuestro Señor, él verá ese esfuerzo. De todos modos, no podemos hacer nada por nosotros mismos, pero nuestra vida será diferente. Vamos a estar tranquilos y seguros. Quizás el control de calidad no se presentará como una tormenta violenta. Quizás son comentarios negativos de otros, quizás una tentación de llevarse algún objeto que no le pertenece, quizás nuestro vocabulario no se quiere quedar en los límites aceptables, etc. Cada uno es probado de una manera diferente. Pero son estos momentos de prueba que mostrarán si tenemos un cimiento o no. Aunque a veces nos resbalemos y quizás recibamos una marca de desaprobación en algún aspecto del control de calidad, el Señor nos fortalecerá más y más y nos pondrá firme sobre una roca.
            ¿Querés vivir de manera segura? Entonces obedece las instrucciones del Señor. Así no tendrás nada que esconder y podrás recibir con una sonrisa relajada a los que llegan a tu vida a hacerte un control de calidad.


Una luz escondida




            Si han tenido la oportunidad de entrar alguna vez a un estudio de televisión habrán visto que un elemento crucial del mismo es la iluminación potentísima. Sin eso es imposible hacer televisión de calidad. Incluso yo aquí, que estoy muy lejos de tener un estudio de televisión, tengo varias fuentes de luz para hacer una filmación mínimamente aceptable.
            Luz es fuente de vida. La vida en nuestro planeta sería imposible sin la luz del sol. Si se pudiera apagar el sol por una semana, casi toda nuestra vegetación habría muerto. Y nosotros también nos veríamos muy afectados. Esa misma importancia de la luz física, tenemos nosotros los cristianos en lo espiritual en nuestro entorno. Jesús dijo que somos la luz del mundo (Mt 5.14). Pero también usó una parábola para señalar un peligro de lo que puede pasar con la luz. Lo encontramos en varios pasajes de los Evangelios, pero nos vamos a limitar hoy al Evangelio de Mateo. Mateo 5.14-16 dice: “Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Tampoco se enciende una lámpara y se pone debajo de un cajón, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en casa. De la misma manera, que la luz de ustedes alumbre delante de todos, para que todos vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre, que está en los cielos” (RVC).
            Jesús compara aquí a un cristiano con una luz. Oscuridad —y mucho más todavía tinieblas— son términos usados en la Biblia para indicar destrucción, muerte, pecado, ausencia de Dios. En cambio, luz es siempre sinónimo de vida, de esperanza, de presencia de Dios. Y eso es lo que somos llamados a ser para el mundo a nuestro alrededor.
            Una luz siempre es atractiva. Si hay dos caminos para llegar a cierto lugar, uno con alumbrado público, y el otro sin ninguna iluminación, siempre vamos a elegir el camino con luz si tenemos que caminar de noche a nuestro destino. Y si de repente pasamos por un lugar que es más iluminado que el resto de la zona, se nos despierta la curiosidad para saber qué hay ahí o qué ocurre. ¿Será que la gente siente esa misma curiosidad al pasar por la iglesia? No en sentido físico, ni con una iluminación visible para el ojo humano, sino en lo espiritual. Si nos reunimos los domingos, o si en nuestras casas oramos, cantamos, estudiamos la Biblia, ¿percibirán los demás la luz espiritual que mana de nosotros?
            ¿Qué tiene que hacer un foco para emitir luz? Nada. Sólo ser lo que es. Sólo cumplir su función para la cual fue hecho. El único requisito es que esté conectado a la energía eléctrica. Por más extraordinaria, llamativa y costosa que sea una lámpara, sin conexión a la energía eléctrica sólo sirve para juntar telaraña. Un foco o una lámpara es incapaz de producir luz por sí misma. Necesariamente tiene que estar conectada a la fuente de energía. Pero si lo está, no hace nada más que alumbrar. No realiza ningún esfuerzo extra.
            Un cristiano es luz por el simple hecho de ser cristiano. Es decir, por el hecho de tener a Cristo morando en su vida. Su luz no depende de su esfuerzo personal. No alumbrará más brillantemente a medida que aumenta su esfuerzo de lograrlo. No es él el que brilla, sino Cristo en él. Porque Jesús dijo de sí mismo que él era la luz del mundo (Jn 8.12; 9.5).
            Lo que el cristiano tiene que cuidar es su conexión a Dios. Es decir, de estar conectado lo está, porque Cristo vive dentro de él. Es imposible no estar conectado. Pero podemos opacar la luz por nuestro descuido. En tu casa necesitas limpiar cada tanto las luces que tienes ahí, porque si no, se llena de tanto polvo y suciedad que su fuerza lumínica disminuye. O si hay un problema en los bornes de la batería del auto, empiezan a sulfatarse. Con el tiempo, esto llega a obstaculizar el flujo de energía eléctrica, y el vehículo empieza a fallar. Ese es el problema cuando no limpiamos nuestra vida de pecado, o cuando descuidamos nuestra conexión con Dios. En vez de pasar tiempo en la oración y en la meditación en la Palabra de Dios, dejamos que otras actividades e intereses ocupen más y más ese tiempo, y se va acumulando el sulfato en mi conexión con Dios. Es mi gran deseo para mí mismo y para toda la iglesia que este tiempo de encierro pueda servir para limpiar nuevamente nuestros “bornes espirituales”. Deseo que la energía divina pueda fluir otra vez sin obstáculos hacia nuestra vida.
            Esto es lo que Jesús describe en nuestro texto con “poner una lámpara bajo del almud” (o cajón). No tiene ningún sentido encender una luz y esconderla o taparla. No sé qué les pasa por la mente cuando abren una pieza que estuvo totalmente cerrada y encuentran que la luz adentro se quedó prendida desde hace muchas horas. A mí me molesta sumamente, porque es un gasto totalmente en vano, un desperdicio. Todo el costo de la energía eléctrica que requirió esa luz durante todo el tiempo que estuvo encendida es plata tirada, porque nadie aprovechó esa luz. ¿Será que Dios mirará a veces a alguno de sus hijos que vive bajo un cajón de pecado y de mal testimonio y pensará también que es un desperdicio de energía? ¿Un desperdicio de la muerte de su Hijo? Podrá decir: “¡Tanto costó redimirla a esta persona, y ahora lo echa a perder todo!” Espero que no sea el caso de ninguno de nosotros.
            En el texto paralelo del evangelio de Marcos dice Jesús: “¿Acaso se trae una lámpara para ponerla bajo un cajón o debajo de la cama? No, una lámpara se pone en alto, para que alumbre” (Mc 4.21 – DHH). Podríamos adaptar este versículo de la siguiente forma: “¿Acaso se convierte una persona para vivir en la clandestinidad o tapado por el pecado? No, se convierte para que viva su fe delante de la gente.” ¿Te describe esto? Si no, ¿qué deberías hacer al respecto?
            Jesús también dice en el versículo 16 de Mateo 5 que debemos vivir nuestro cristianismo a los ojos de todo el mundo. Sólo así nuestra luz tendrá sentido. Y el resultado de esto será que Dios es glorificado. La gente, cuando reciba los beneficios de nuestra luz espiritual, exaltará a Dios. ¿Nos parece injusto no recibir algo de alabanza también? Decime, cuando enciendes una luz, ¿te quedas mirándola? Normalmente no. El foco no está para ser mirado, sino para alumbrar. Si lo miras, sólo te llega a molestar. Su función no es captar la atención de la gente, sino iluminar el ambiente. También, la función del cristiano no es ser admirado, sino brindar luz y esperanza a la gente a su alrededor que vive en las tinieblas del pecado. Debe iluminar, no un estudio de televisión, sino el lugar en que vive, trabaja o estudia. ¿De qué manera práctica lo puedes hacer? Anotate dos o tres ideas que puedes llevar a cabo en esta semana. ¿Te animas a compartir con los demás tu decisión?


Falsos maestros




            Desde la aparición del coronavirus en Paraguay, nos vemos inundados por una avalancha de todo tipo de informaciones. Con el tiempo nos dimos cuenta que muchas de estas supuestas informaciones eran puros inventos, incluso informaciones malévolas. Su único objetivo era acrecentar el caos y crear pánico en la sociedad. Llegó hasta tal punto que incluso el gobierno tuvo que anunciar medidas sumamente drásticas para quienes esparcen este tipo de falsedades.
            Nuestro texto de hoy habla también de falsos maestros. En este caso no eran personas que desinformaban intencionalmente acerca del coronavirus, sino que se habían infiltrado en una iglesia y que estaban causando estragos con su doctrina totalmente equivocada. Judas también tuvo que hablar en tono muy drástico contra estas personas. Leamos ahora el texto, la carta de Judas, penúltimo libro de la Biblia.

            FJudas 1-25

            El primer versículo de esta carta menciona al autor: Judas. Él se conforma con presentarse como el “hermano de Jacobo” (v. 1 – RVC), ya que probablemente se conocía a Jacobo más que a Judas. No se aplica ningún título sino el de ser “siervo [o: esclavo] de Jesucristo” (v. 1 – RVC). Muchos suponen que su hermano Jacobo (o: Santiago) era el que escribió la carta de Santiago. Si eso es así, Judas era entonces hermano de Jesús. Pero si él no vio necesidad de aclarar más su identidad, a nosotros tampoco nos debe preocupar en demasía saber quién era él.
            Después de un breve saludo, Judas pasa inmediatamente a presentar el motivo de su carta. Percibo en el versículo 3 una cierta urgencia. Según sus propias palabras, él había tenido la intensión de escribirles acerca de la salvación. No sabemos si ya empezó a redactar un cierto documento teológico acerca de este tema, pero por lo menos, en su cabeza aparentemente ya estuvo ordenando las ideas como para ponerlas por escrito en algún momento no muy lejano. Pero de repente se ha dado una tendencia muy peligrosa en las iglesias que lo ha obligado a dejar el tema de la salvación a un lado para mandarles un mensaje de alerta acerca de esta tendencia muy peligrosa dentro de las iglesias. No se especifica ningún receptor de la carta, pero es alguna iglesia o grupo de iglesias. La severidad del lenguaje empleado por Judas muestra cuán grande era su preocupación por esa iglesia.
            En el versículo 4, Judas empieza a dar alguna descripción de esta amenaza. ¿Qué datos puedes encontrar? Anótalos en tu cuaderno.
            En primer lugar, son personas infiltradas en la iglesia. Han entrado encubiertamente, de contrabando. Jesús diría de ellos que son ladrones y bandidos que no han entrado al redil por la puerta, sino que se han saltado el cerco, metiéndose como un asaltante que sólo quiere “robar, matar y destruir” (Jn 10.10 – DHH). Personas de este tipo es que Judas pudo identificar en la iglesia a la que él dirigió esta carta. Y desde que estos aparecieron en la iglesia, fueron sembrando el caos.
            En segundo lugar, estas personas “convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios” (v. 4 – RV95). Su lema era: “haz lo que te dé la gana, disfruta sin restricción alguna las inclinaciones de tu carne, ya que Dios en su amor te perdonará de todos modos.” En otras palabras: “peca todo lo que quieras, y después le pides perdón a Dios. Él no puede sin perdonarte.” ¿Nos es tan desconocida esta actitud? ¿No nos hemos visto tentados también a veces a actuar de la misma manera? Es cierto que por su gracia y misericordia Dios nos perdona si le pedimos, pero esto no es en absoluto un cheque en blanco para cometer cualquier tipo de desenfreno. Esto sería despreciar la gracia de Dios. Somos llamados a una vida en santidad, no a una vida en pecado. Es más, según Pablo en muchas de sus cartas ya hemos muerto al pecado (comp. Ro 6.11). El pecado ya no tiene ningún poder sobre nosotros. Así que, la enseñanza y el estilo de vida de estas personas de quienes escribe Judas se iba totalmente en contra de lo que enseña la Biblia.
            En tercer lugar, estas personas “niegan a Jesucristo, nuestro único Soberano y Señor” (v. 4 – RVC). Esto es a la vez la corona y también la explicación de sus anteriores desviaciones de la verdad. Ya que no reconocían a Jesús como Dios soberano, no tomaban en serio sus enseñanzas y podía vivir según sus propios malos deseos. Con esto caían totalmente fuera de la enseñanza bíblica. El apóstol Juan en sus cartas incluso llega a tildar a este tipo de personas como teniendo el espíritu del Anticristo (1 Jn 4.1-3). Así que, cualquiera que enseña un montón de cosas buenas, pero niega a Jesús como Hijo de Dios está descartado de plano.
            ¡Y esto sí que es cosa seria! Judas pasa a mencionar unos cuantos casos de la historia hebrea que muestran la severidad con que Dios reacciona contra el pecado. El primer ejemplo son los rebeldes del pueblo de Israel en tiempos del éxodo (v. 5). Por más que Dios los había sacado con brazo fuerte, muchos no supieron valorar esta obra tremenda de parte de Dios a su favor. Aunque Dios había hecho lo que ellos por sí mismos jamás pudieron hacer en 400 años, que era liberarse de la esclavitud, ellos querían seguir sus propios caprichos y rehusaron obedecer a Dios. En consecuencia, hallaron la muerte muchos del pueblo. Y si leen las historias del éxodo, es tremenda la terquedad de muchos del pueblo.
            Pero, según Judas, ni los ángeles se salvaron. Cuando algunos de ellos se rebelaron contra el orden fijado por Dios, también se enfrentaron con el juicio divino. No tenemos más detalles para saber a qué se refirió Judas con este ejemplo. Algunos creen que se refiere a un hecho narrado en Génesis 6. No vamos a entrar ahora en muchos detalles respecto a esto, porque no viene al caso. También sabemos que cuando Satanás se rebeló contra Dios, arrastró con él a un gran número de ángeles. Lo que quiere indicar Judas, es que nadie que se rebela contra Dios saldrá impune, ni siendo un ángel. Esto coincide con lo que Dios mismo dijo a Moisés de que él “de ningún modo tendrá por inocente al malvado” (Éx 34.7 – RVC).
            Otro ejemplo de personas que cayeron bajo el juicio de Dios son los habitantes de las ciudades de Sodoma y Gomorra. Ellos habían caído en semejante perversión que Dios los castigó con fuego del cielo, cosa que Judas usa aquí como un símbolo del infierno.
            Judas dice que estos falsos maestros que se infiltraron en la iglesia estaban haciendo exactamente lo mismo que todos estos ejemplos mencionados: “contaminan su cuerpo, rechazan la autoridad y blasfeman de los poderes superiores” (v. 8 – RVC). Esto último, ni el arcángel Miguel se atrevió a hacerlo. Judas dice que Miguel peleó con Satanás por el cuerpo de Moisés. Se refiere a una tradición judía, según la cual el arcángel Miguel vino a llevarse el cuerpo de Moisés cuando éste murió, y que el diablo trató de reclamarlo para sí mismo, con el pretexto de que Moisés había sido un asesino. En esa pelea, el arcángel no se animó a insultarle a Satanás, teniendo toda la autoridad para hacerlo. Pero él dejó el juicio en manos de Dios. Pero los falsos maestros que se habían infiltrado en la iglesia se creían con derecho y autoridad de proferir contra quien ellos querían: “Pero esa gente se burla de cosas que no entiende. Como animales irracionales, hacen todo lo que les dictan sus instintos y de esta manera provocan su propia destrucción” (v. 10 – NTV).
            Luego, Judas compara a estas personas con otros tres ejemplos de la historia del Antiguo Testamento: con Caín, con Balaam y con Coré. Caín no tenía un corazón recto ante Dios, y por envidia mató a su hermano Abel. Balaam se dejó seducir por el dinero y se prestó a maldecir al pueblo de Dios, cosa que al final no lo pudo realizar por intervención de Dios. Y Coré fue uno de los levitas del pueblo de Israel en el tiempo del éxodo. Pero se rebeló contra Moisés, y como castigo, se abrió la tierra y tragó a Coré y todos sus seguidores. Según Judas, los falsos maestros que ahora se habían infiltrado en la iglesia tenían las características negativas de todos estos personajes juntos. Su descripción de ellos no suena muy amigable que digamos: “Estos hombres son manchas asquerosas que en sus reuniones festivas dirigidas a promover el amor; comparten sus cenas con ustedes sin remordimiento mientras sólo se complacen a sí mismos. Son nubes sin agua llevadas por el viento; árboles sin fruto aún en otoño, y doblemente muertos porque han sido desarraigados. Olas de mar salvaje que muestran sus obras vergonzosas como espuma; estrellas errantes, para las que está reservada la oscuridad más negra para siempre” (vv. 12-13 – Kadosh). Para Judas, algunas profecías atribuidas a Enoc, uno de los primeros habitantes de la tierra, anuncian el juicio de Dios sobre estas personas (vv. 14-15). En el versículo 16, Judas hace un redondeo de su opinión acerca de estos falsos maestros: “De todo se quejan, todo lo critican y solo buscan satisfacer sus propios deseos. Hablan con jactancia, y adulan a los demás para aprovecharse de ellos” (DHH).
            Viendo este panorama, entendemos ahora la urgencia con que Judas escribió esta carta. Estas personas amenazaban seriamente a la iglesia, causando una confusión y un daño terrible. Percibimos ahora la gran preocupación de Judas al verse “en la necesidad de escribirles para rogarles que luchen ardientemente por la fe que una vez fue dada a los santos” (v. 3 – RVC). Por eso, después de hacer esta descripción del peligro que significaban estos hombres para la iglesia, él llega a hacer algunas recomendaciones para los creyentes. En primer lugar, él les hace acuerdo de que los apóstoles ya habían anunciado que vendrían estas situaciones (vv. 17-19). Nosotros hoy no hemos sido testigos personales de las enseñanzas de los apóstoles, pero las tenemos registradas en la Biblia. Siempre tenemos que regresar a la Palabra de Dios para encontrar en ella orientación para la situación que nos toca vivir. En este tiempo de la amenaza del coronavirus, encontramos en las redes sociales muchos textos bíblicos que se citan. Si bien algunos versículos son sacados fuera de su contexto, esta situación revela la búsqueda de un mensaje de la Palabra de Dios a nuestra situación hoy. Y gracias a Dios, que junto con su Palabra él nos ha dado también al Espíritu Santo que nos guiará a las verdades contenidas en la Biblia. Jesús dijo: “…el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho” (Jn 14.26 – NVI). La Palabra de Dios siempre tiene una palabra fresca para nosotros en nuestra situación, y debemos acudir a ella en todo momento. Por eso alguien dijo: “La Biblia es más actual que el diario de mañana.”
            La segunda recomendación de Judas es anclarse bien firmemente al fundamento que es la fe: “manténganse firmes en su santísima fe” (v. 20 – DHH). En la vida nos enfrentamos con muchas cosas que nos quieren hacer tambalear. Puede ser el coronavirus, pueden ser falsas doctrinas como en el caso de esta carta, pueden ser tormentas en la vida personal, todo nos quiere robar la paz y dirigir toda nuestra atención a estas circunstancias. Ahí es sumamente importante que no nos dejemos arrastrar por esa riada que nos quiere hundir, sino que nos detengamos, que busquemos la Palabra de Dios y que nos fijemos en Cristo que está por encima de todas estas circunstancias. Si nos fijamos en Cristo, en sus promesas, en su poder, en su amor, las circunstancias no necesariamente cambiarán. El coronavirus no se esfumará en el aire, la pérdida de trabajo no dejará de ser una realidad, el familiar enfermo no se sanará sobrenaturalmente, pero todas estas circunstancias perderán su poder. Cuanto más fijamos la mirada en las circunstancias, más crecerán y más aterradores parecerán. Cuanto más fijamos la mirada en Cristo, más crecerá él, venciendo todo miedo y toda preocupación.
            Esta es una ventaja enorme que tenemos los cristianos frente a los que no conocen a Dios. Para ellos, lo único que pueden ver son sus circunstancias. Por eso se desesperan tanto ante esta amenaza del coronavirus. O, en todo caso, para no desesperarse se refugian en vicios o tratan de distraer la mente con otras cosas, pero es pasajero no más. Tarde o temprano vuelven a caer en el pozo de la desesperación, cada vez más hondo. Ahí es nuestra oportunidad de darles algo de esperanza a través de nuestra fe. Claro, nosotros tampoco estamos ajenos a esa amenaza de las circunstancias. Cuesta no echarles de vez en cuando una mirada y dejarnos influir por su apariencia feroz. Pero es un ejercicio de fe. No ignoramos las circunstancias, pero nuestro enfoque está en Cristo que nos dice: “tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16.33 – DHH). Y cada vez que nos estamos hundiendo a pesar de todo, nuestro Salvador está a un grito de auxilio de distancia para sacarnos del agua como lo hizo con Pedro.
            La tercera recomendación de Judas es orar en el Espíritu Santo; movidos o guiados por el Espíritu Santo (v. 20). La oración nos ayuda justamente con el punto anterior: fijarnos en Dios. Cuando oramos, no oramos a las circunstancias, sino nos dirigimos a Dios. Y automáticamente nuestra mirada se dirige a él y nuestra fe empieza a crecer. Así que, cada vez que te invade la duda, el temor o la desesperación, empieza a orar. Al hacerlo, tus ojos se abrirán al mover del poder de Dios en medio de tu situación.
            En cuarto lugar, Judas nos recomienda mantenernos en el amor de Dios (v. 21). Otras versiones hablan de “conservarse” en el amor de Dios. Si conservamos algún alimento, por ejemplo, está resguardado hasta cierto punto de los agentes que la quieren descomponer. O el alimento es sumergido en cierta sustancia líquida que la conserva de la descomposición. Así debemos sumergirnos en el amor de Dios para que las tentaciones, el relajo moral, el pecado, la soledad, etc., no nos descompongan espiritualmente. El que se sabe profundamente amado, está protegido de muchísimas cosas que lo desubicarían totalmente si no tuviera esa certeza. Uno puede estar totalmente relajado, confiado, disfrutando de la vida. Una persona no amada es tensa, ve a todos como sus enemigos, etc.
            En quinto lugar, Judas nos indica estar esperando la misericordia de Dios para vida eterna, o que Jesús, en su misericordia, nos dé la vida eterna. Esto quizás suena como algo muy inseguro, como que no se puede saber si uno va a tener vida eterna o no. Pero a la luz del resto de la Biblia tenemos plena certeza de tener vida eterna. Jesús dijo: “El que cree en mí tiene vida eterna” (Jn 6.47 – RV95). Pablo escribe a los romanos: “…la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Ro 6.23 – RV95), para mencionar sólo dos de muchísimas referencias en el Nuevo Testamento en cuanto a la vida eterna. Entonces, Judas no pone en duda esto. Al contrario, manifiesta su confianza que la misericordia de Cristo nos dará vida eterna. Espiritualmente ya la tenemos, pero físicamente moriremos todavía. Recién después de la muerte la vida eterna será plena para nosotros. Ya la tenemos, pero todavía no en su total plenitud. Pero esta confianza o esta certeza también contribuirá a la paz y seguridad que disfrutamos en el amor de Dios. ¿Difícil de creer o aceptar? Para algunos sí. Por eso dice Judas que debemos tener consideración de aquellos que tienen todavía ciertas dudas y a quienes les cuesta llegar a la plena convicción y confianza (v. 21). Algunos están tan presos en sus pecados —o en su orgullo— que les cuesta aceptar que la salvación es así de barata para ellos. No pueden aceptar ser salvos sin habérselo ganado por sus propios esfuerzos. Judas nos anima a procurar por ellos con misericordia, a ver si logramos rescatarlos, aunque sea raspando; que a duras penas logramos estirarlos todavía por encima del borde del infierno mismo. Pero dice que debemos aborrecer “hasta la ropa que llevan contaminada por su mala vida” (v. 23 – DHH). Esta imagen nos resulta ahora muy comprensible al tener que cambiar de ropa por la infestación con el coronavirus. Así, la ropa infectada por el virus del pecado de estas personas no nos debe contagiar a nosotros. Judas no está hablando literalmente de la ropa de las personas, sino de cuidarnos de no ser arrastrados por la conducta pecaminosa de ellos. Una versión de la Biblia traduce este texto en una forma que nos resulta demasiado conocido hoy por el tema del coronavirus. Dice: “Cuídense mucho y eviten el contacto con ellos para no ser contagiados por sus pecados” (v. 23 – GNEU – traducción libre al castellano). ¿Ya escuchó alguna recomendación parecida en estos días? Es exactamente la misma exhortación que Pablo escribió a los gálatas: “Hermanos, si ven que alguien ha caído en algún pecado, ustedes que son espirituales deben ayudarlo a corregirse. Pero háganlo amablemente; y que cada cual tenga mucho cuidado, no suceda que él también sea puesto a prueba” (Gl 6.1 – DHH). Así que, si luchamos por la salvación de otros, no creamos que somos de hierro y que jamás nos puede pasar nada o que nunca caeremos en ninguna tentación. El que crea esto, probablemente ya cayó en una – la tentación del orgullo y de la vanagloria.
            Pero Judas no nos deja con ese temor que nos bloquea y no nos deja ayudar a otros “por precaución”, sino termina su carta con una hermosa alabanza al amor y el poder de Dios: “El Dios único, Salvador nuestro, tiene poder para cuidar de que ustedes no caigan, y para presentarlos sin mancha y llenos de alegría ante su gloriosa presencia. A él sea la gloria, la grandeza, el poder y la autoridad, por nuestro Señor Jesucristo, antes, ahora y siempre. Amén” (vv. 24-25 – DHH).
            Cinco recomendaciones para enfrentar a los falsos profetas.
1. Recordar la enseñanza de los apóstoles
2. Mantenerse firmes en la fe
3. Orar movido por el Espíritu Santo
4. Mantenerse en el amor de Dios
5. Esperar la vida eterna.
            Quizás tu falso maestro no sea una persona de carne y hueso que enseña cosas falsas en la iglesia. Puede ser la voz de un demonio que te quiere hacer creer algo que no es verdad. Quizás es el recuerdo de tu infancia de una voz que te decía constantemente: “Tú no sirves”, “tú no puedes”, “eres un inútil”. Quizás tu falso maestro consiste en una cantidad incontable de mensajes de terror en las redes que pintan al coronavirus como el fin del mundo. Quizás es la voz de la desesperación que te hace creer y proclamar que no llegarás a fin de mes. Puede haber miles y miles de falsos maestros. ¿Qué puedes hacer contra ellos? ¿De qué manera puedes aplicar estas 5 recomendaciones para contrarrestar su influencia destructiva?
1. Recordar la enseñanza de los apóstoles (la enseñanza de la Biblia)
2. Mantenerse firmes en la fe
3. Orar movido por el Espíritu Santo
4. Mantenerse en el amor de Dios
5. Esperar la vida eterna.
            Comprométete con algunos pasos concretos que ahora resuelves tomar. Anótalos para que no se te olviden. Y comparte con el grupo tu decisión para que quede más firme en ti, y para que otros puedan sentirse inspirados a seguir tu ejemplo.