sábado, 14 de marzo de 2020

Sal y luz










            Un sargento cuenta un episodio de su vida militar:
            En nuestra compañía teníamos un soldado que daba testimonio de su fe cristiana. Le hacíamos la vida muy dura. Una noche, cuando volvíamos después de haber caminado bajo una tremenda lluvia y estábamos empapados hasta los huesos y muy cansados, nuestro único pensamiento era irnos a la cama. Sin embargo, el creyente se tomó el tiempo de arrodillarse para hacer su oración. Esto me puso tan furioso que tomé mis botas cubiertas de barro y se las arrojé una tras otra a la cabeza. A la mañana siguiente hallé al lado de mi cama mi calzado magníficamente lustrado. Ese gesto me partió el corazón y comprendí lo que significa el cristianismo.
            Esta historia es un ejemplo de lo que significa ser sal y luz. El texto en el que está basado este tema se encuentra en Mateo 5.13-16, parte del Sermón del Monte.

            FMt 5.13-16

            Jesús empieza esta enseñanza con una declaración muy simple: “Ustedes son la sal de este mundo” (v. 13 – DHH). Pero a pesar de ser simple, está cargada de dinamita. ¿Qué significa “ser sal”?
            En tiempos de Jesús, la sal se relacionaba con varias cualidades, de las cuales mencionaremos las siguientes: a) La idea de la pureza. Uno piensa en la pureza fácilmente al observar el color blanco tan brillante de la sal. Imaginate que alguien te invita para un asado, pero para tu gusto, le falta bastante sal. Hay en la mesa un recipiente con sal, pero encuentras que está totalmente sucia y contaminada. ¿La usarías? Quizás escarbarías como gallina para buscar algunos granitos de sal rescatables, pero no sería algo muy agradable.
            Imaginate entonces que Dios le pasa al mundo un cristiano para sazonar la vida de los demás, pero ese cristiano está lleno de impurezas, contaminado por el pecado, manchado por la ira, por el engaño, por una vida doble. ¿Serías tú un don agradable de parte de Dios a este mundo? ¿Estarían tus vecinos agradecidos a Dios por habérteles enviado como salero a su vecindario?
            Cuando los creyentes son sal de la tierra, son ejemplos de pureza. En la sociedad encontramos generalmente todo lo contrario a pureza: a demasiado mucha gente no le importa más la sinceridad o la dedicación al trabajo. La pureza sexual y la fidelidad entre los cónyuges parece ser un cuento de viejas. Los medios de comunicación propagan los antivalores a cada segundo. Uno que cree todavía en lo que enseña la Biblia es considerado anticuado. Entonces, fiestas, sexo, alcohol, drogas, engaños, coimas, etc., es considerado como moderno, necesario para adaptarse a la sociedad, para no caer de aguafiestas o anticuado. ¿Y qué diferencias hay entonces entre un “cristiano” así y una persona cualquiera del mundo? ¿Coincide este punto de vista con lo que enseña Pablo en su carta a los romanos? “No se amolden al mundo actual… No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto” (Ro 12.2 – NVI/VP). Cambiar su manera de pensar, no vivir según los criterios de una sociedad que no conoce a Cristo. Por el contrario, vivir en pureza, vivir en santidad. Eso es “ser sal”. Fíjense que la sal nunca absorbe el sabor de la comida con la que es mezclada. Más bien la sal impregna a todo el resto de la comida con sus cualidades salinas. En otras palabras, un cristiano nunca absorbe el “sabor” —la mentalidad, el comportamiento, el vocabulario— del mundo, sino impregna el ambiente a su alrededor con el aroma de Cristo. Cristo y el mundo son incompatibles. No se puede agradar a ambos. O agradas a Cristo o agradas al mundo. Es cierto, nunca seremos perfectos, pero usar esa imperfección como excusa para justificar nuestro coqueteo con el mundo no es buscar agradar a nuestro Salvador.
            b) La sal como elemento conservador. Hasta hoy en día se usa la sal para conservar alimentos, como la carne —la cecina— por ejemplo. Como hijos de Dios, debemos ejercer una influencia desinfectante en nuestro entorno. Debemos evitar que los otros se “pudran” en el pecado. Y no solamente sanar a personas ya metidas en lío, sino hacer un trabajo de prevención. Si tú ves a una persona que está a punto de pisar una víbora venenosa, ¿no le advertirías a gritos? ¿Por qué no hacerlo con los que están en peligro de caer en algún ilícito?
            Dios dice al profeta Ezequiel algunas palabras bastante duras: “A ti, hombre, yo te he puesto de centinela para el pueblo de Israel. Cuando yo te comunique algún mensaje, deberás anunciárselo de mi parte, para que estén advertidos. Puede darse el caso de que yo pronuncie sentencia de muerte contra un malvado; pues bien, si tú no le hablas a ese malvado y le adviertes que deje su mala conducta para que pueda seguir viviendo, él morirá por su pecado, pero yo te pediré a ti cuentas de su muerte. Si tú, en cambio, adviertes al malvado y él no deja su maldad ni su mala conducta, él morirá por su pecado, pero tú salvarás tu vida. También puede darse el caso de que un hombre recto deje su vida de rectitud y haga lo malo, y que yo lo ponga en peligro de caer; si tú no se lo adviertes, morirá. Yo no tomaré en cuenta el bien que haya hecho, y morirá por su pecado, pero a ti te pediré cuentas de su muerte. Si tú, en cambio, adviertes a ese hombre que no peque, y él no peca, seguirá viviendo, porque hizo caso de la advertencia, y tú salvarás tu vida” (Ez 3.17-21 – VP). Eso es ser sal.
            c) Dar sabor. La función más evidente y más aprovechada por nosotros es la de dar sabor a las comidas. Prueben comida sin sal, a ver si la sal no es importante. Nuestra vida debe dar sabor a las personas a nuestro alrededor. Si miran la cara de las personas que se les cruzan, verán demasiadas veces rasgos de desesperación, de amargura, rencor, odio, falta de sentido para su vida. No le hallan gracia, sabor, a la vida y por eso están con pensamientos de suicidio. ¡Quién mejor entonces que nosotros los cristianos para darles a ellos una pequeña chispa de esperanza, de alegría, de aliento, una pizca de sal! Nosotros que tenemos la seguridad de nuestra salvación, seguridad de la vida eterna, ¿no podemos darles a ellos algo de esperanza también? ¿No podemos contagiarlos también con nuestro gozo que tenemos? Cuando todo el mundo está deprimido, los cristianos deberíamos hacer la diferencia en su vida.
            Pero para poder hacerlo, primero nuestra propia vida debe tener sabor. Y ese sabor lo puede producir únicamente la fe cristiana. El cristianismo es una relación personal, viva, íntima con Jesucristo. Solamente así puedes ser la sal del mundo.
            Así que, una primera declaración de Jesús en nuestro texto base es: “Ustedes son la sal de la tierra…” (v. 13 – RVC). Pero esta expresión de Jesús tiene también una advertencia: Somos la sal. No es un deseo o la expresión de esperanza para el futuro, sino una declaración: somos sal. Pero, aunque somos sal, corremos el riesgo de perder nuestra salinidad, como sigue diciendo el versículo 13: “…si la sal pierde su sabor” (RVC). La sal en tiempos de Jesús no era tan refinada y químicamente pura como hoy en día. Podía suceder que al humedecerse pierda su salinidad, dejando a otros minerales parecidos a la sal. También el creyente puede guardar las apariencias, pero ser insípido, sin sabor, y no cumplir su propósito. Y el que no cumple su propósito como cristiano, causa mucho daño a la iglesia y al testimonio cristiano. Los demás dirán: “¿Acaso este no es cristiano? Y miren lo que está haciendo. Escuchen las palabrotas que usa. Fíjense cómo engaña a los demás.” Parece cristiano, pero no lo es. Sal insípida, según las declaraciones de Jesús en este texto, ya no tiene ninguna utilidad, así como un cristiano insípido sólo es molestia y carga. La sal no puede recuperar su salinidad, pero —y aquí hay una nota de esperanza— el cristiano sí lo puede, por la gracia y misericordia de Dios. ¿Cómo puede “purificar” su sal para que no esté más contaminada? Humillándose ante Dios, pidiéndole perdón, y pidiéndole que él restaure lo que nosotros hemos echado a perder.
            Algo parecido sucede también con la segunda imagen que Jesús utiliza en este texto: “Ustedes son la luz de este mundo” (v. 14 – DHH). ¿Qué significa ser la “luz del mundo”? Al igual que la sal, la luz tiene varios efectos o funciones. Veamos algunas:
            a) Una luz es en primer lugar algo que se puede ver. Las casas en Palestina estaban muy oscuras. Como luces servían pequeñas lámparas de aceite que normalmente estaban puestas sobre un candelero. Mientras alguien estaba en casa, estas lamparitas tenían que estar en lo alto para alumbrar la casa. Sería absurdo encender una luz y esconderla debajo de un recipiente. Sería absurdo encender aquí todas las luces, y luego taparlas con telas gruesas para que nadie vea que están encendidas. ¿Para qué las encenderíamos entonces? La función de la luz no es estar encendida, sino alumbrar, esparcir su luz, iluminar el ambiente.
            Si Jesús dice que somos luz, significa que nuestra vida espiritual también debe ser visible. Alguien dijo que “no existe tal cosa como un 'cristiano clandestino'. O la clandestinidad pondrá en peligro al cristianismo, o el cristianismo hará imposible la clandestinidad.” No estamos hablando de situaciones extremas de la iglesia perseguida como sucede en ciertos países, sino de un cristiano aquí en Paraguay. Si quieres esconder que eres cristiano, con el tiempo dejarás de serlo. Pero si eres cristiano verdadero, no podrás —¡ni querrás!— esconderlo. Así como es absurdo esconder una luz, así es absurdo esconder mi relación con Cristo, o tapar mi cristianismo con un manto de mal testimonio.
            Un pastor visitó en el cuartel a uno de los jóvenes de la iglesia que hacía su servicio militar. Cuando el pastor mencionó una vez a Dios, el joven se acercó más y le dijo en voz baja: “Por favor, pastor, hable más despacio. Aquí nadie sabe todavía que yo soy cristiano.” Evidentemente no había entendido lo que significa ser luz.
            La gente nos debe reconocer como cristianos al observar nuestro comportamiento con los vendedores del mercado, con los empleados o con los jefes; al observar nuestra conducta en el juego, al manejar el coche; al observar nuestra manera de hablar, lo que vemos en la tele o lo que leemos. “Si la luz está presente en nosotros, la verán los demás aun en los detalles menos importantes, aunque nosotros no consideremos estos detalles como ‘espirituales’. Pueden ser actividades tan rutinarias como contestar el teléfono, realizar un trámite en una oficina pública o manejar el automóvil. Quien anda en la luz verá que estas actividades son afectadas por la presencia de la luz en su vida.
            Es por esto que Jesús señaló, de modo enfático, que una ciudad asentada sobre un monte no puede ser escondida. Resulta literalmente imposible que pase inadvertida por otros” (Christopher Shaw: “Dios en sandalias”).
            Un profesor en un seminario preguntó a sus alumnos, por qué los vecinos de él le llamarían “cristiano”. Después de algún tiempo, uno de los alumnos le contestó: “Seguramente porque sus vecinos no lo conocen muy bien todavía.”
            b) En segundo lugar, luces son indicadores o guías en el camino correcto. Las luces nos ayudan a no tropezarnos con cualquier cosa y encontrar el camino por donde andar. Si ustedes pasan de noche por la punta del aeropuerto, van a ver las luces que bordean toda la pista de aterrizaje. Los pilotos los pueden ver desde muy lejos. Junto con la ayuda de sus instrumentos en la cabina, pueden aterrizar de modo totalmente seguro incluso de noche.
            O la ruta de Roque Alonso a Limpio. Cuando recién se había asfaltado, era a veces difícil de noche encontrar su carril correcto, porque todo estaba uniformemente negro y con muy poco alumbrado público. Pero cuando pintaron las rayas y señalizaciones en el asfalto, todo cambió. Si bien no tienen luz propia, reflejan la luz del auto y son guías muy buenos para saber por dónde uno tiene que andar.
            De igual forma, los cristianos debemos mostrar claramente el camino al Padre. La gente, en su desesperación busca en cualquier lugar algo que les solucione su vacío interior. Ellos necesitan a algún cristiano que les diga: “No señor. Esto no te va a ayudar. Vení, por acá va el camino.” O sea, necesitan a personas que pueden ser indicadores de lo bueno.
            c) Luces también pueden ser luces de advertencia. La luz roja del semáforo, por ejemplo, es una luz que nos advierte ante los peligros que corremos cuando seguimos la marcha y cruzamos la calle en rojo. O la luz roja en el tablero que indica que el aceite está demasiado bajo o que el auto levantó demasiada temperatura. Como cristianos, también necesitamos ser luces de advertencia. Muchas personas se metieron en grandes líos porque no hubo nadie quien los advierta de esto.
            Pero ojo: los cristianos que son luces de advertencia, frecuentemente no son muy queridos entre los que quieren cruzar la luz roja. Una canción dice: “Alguna gente encuentra a los cristianos en lugares donde no quisiera encontrarlos. Pero ellos están ahí para cumplir la función que Dios les encargó.” Y esa función es justamente la de advertir a la gente. La reacción de las personas a nuestra advertencia ya es responsabilidad exclusiva de ellas, pero la nuestra es la de haberle mostrado las consecuencias que puede tener una mala decisión.
            ¿Y cuál es el propósito que menciona Cristo acá de ser sal y luz (v.16)? Debemos serlo para que la gente vea nuestras buenas obras y diga: “¡Qué buen tipo que eres!” – ¿o no? No, el texto no dice nada de gloriarse. Es como si la luna se jactara de su brillo en una noche de luna llena. Nosotros no nos merecemos ninguna alabanza por ser sal y luz, porque simplemente cumplimos lo que sí o sí es nuestro deber. Lo hacemos para que Dios sea glorificado. Debemos estar tan llenos de Cristo, que cuando un mosquito nos pica, salga cantando: “Hay poder en la sangre de Cristo…”
            Nuestro gato había cazado una vez una cigarra. La tenía en su boca, pero no la había matado todavía. Cada vez que el gato abría su boca como para masticarla, se escuchaba su sonido de la cigarra. Así debería escucharse la voz de Cristo cada vez que nosotros abrimos nuestra boca, no porque lo estamos comiendo, sino porque él vive en nosotros. Esto llevará a que la gente admire a Cristo dentro de nosotros, no a nosotros como sus simples portadores.
            Somos la sal y la luz del mundo. Déjenme decirlo con un énfasis diferente: somos la sal y la luz del mundo, no de la iglesia. Ambas imágenes, la sal y la luz, sólo tienen sentido en el mundo podrido y oscuro. Es ahí que se necesita de estos elementos. Es ahí que se necesita de tu presencia como cristiano. Ponerle sal a una comida ya salada hace que sea desagradable o incluso incomible. Encender una luz donde ya hay luz, es un gasto innecesario. Durante el día, cuando hay un sol radiante, a nadie se le ocurriría buscarse una linterna para ir a la despensa. Pero sí cuando vamos de noche por una calle sin alumbrado público, ¡cuánto uno llega a desear tener consigo alguna fuente de luz! En la iglesia están todos los cristianos con sus luces juntos y es fácil ser luz ahí. Pero donde realmente se necesita de una luz, es en la oscuridad del pecado, en el mundo. La iglesia reunida en un lugar no es tan efectiva que la iglesia esparcida en todo el barrio o sociedad. Tenemos esta responsabilidad para con nuestra sociedad de brillar con nuestro testimonio en la vida de los demás. Y verdaderamente no hay nada más opuesto y radicalmente diferente que la luz y la oscuridad. Así el cristiano debe ser diferente a la sociedad no cristiana que le rodea.
            Pero fíjense que tanto la sal como la luz no tienen que hacer ningún esfuerzo adicional para serlo. Cuando la sal se mezcla con la comida, no sucede ningún proceso químico que le da el sabor salado. Ya tenía ese sabor antes de ser echado a la olla donde se cocina la comida. Quiere decir, que como cristianos, por el simple hecho de tener al Espíritu Santo en nosotros, ya ejercemos una influencia sobre nuestro entorno. En lo espiritual suceden cosas que ni nosotros podemos notar. Claro, si se nos presenta la oportunidad de hablar de Cristo o de hacer algo especial, lo debemos hacer. Pero nuestra influencia positiva en la sociedad no depende únicamente de actos o programas especiales. Somos sal, somos luz por el simple hecho de tener a Cristo viviendo en nosotros.
            Estaba viendo un experimento con la electricidad. Parte del circuito forma un recipiente con agua, en el cual se fija un cable en cada extremo. Al enchufar el circuito, no se prende el foco porque el cable ahí en el agua está cortado, a cierta distancia una punta de la otra. Pero cuando se agrega sal al agua en ese recipiente, de pronto alumbra el foco, porque la sal aumenta la conductividad del agua y resulta como una especia de cable que une una punta con la otra, cerrando así el circuito.
            Pensé que esto era una buena ilustración también para nuestro tema de ser sal y luz. Al estar conectado a Dios —“enchufado” en él—, la fuente de todo poder, y ser la sal del mundo, nuestra luz brillará en la oscuridad del pecado humano. Un foco, por más potente o de diseño llamativo que sea, si no está conectado a la fuente, no alumbrará. El foco no produce luz por sí mismo. Tampoco un cristiano produce luz por sí mismo. Necesitamos estar conectado a la fuente de todo poder, a la fuente de energía, para poder brillar para honra y gloria de nuestro Dios.
            Jesús dijo una vez: “Yo soy la luz del mundo…” (Jn 8.12). Si ahora nos da el encargo de también ser la luz del mundo, nos está diciendo que debemos llegar a ser como él; y que podemos serlo solamente en la medida que él gobierna nuestras vidas. Admití que no puedes salar y brillar por ti mismo, sino que necesitas de la gracia y misericordia de Dios.
            Pero, por otro lado, ¿qué puedes hacer para aumentar tu “salinidad” o tu “conductividad” de la energía divina? Te desafío a que anotes uno o dos cosas prácticas que vas a hacer esta semana para limpiar tu “agua” de suciedad que inhiben la conducción de energía eléctrica, y reemplazarla por sal para que tu luz —o mejor dicho, la luz de Cristo— pueda brillar ante la gente para que alaben a nuestro Dios. Te dejo esto como tarea para la semana, a ver si el próximo domingo el siguiente predicador se acuerda de repasar la lección y revisar la tarea…

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