sábado, 14 de marzo de 2020

Cristo es el centro










            ¿Qué importancia tiene en un juego mecánico, como una calesita, por ejemplo, el eje central? Sostiene toda la estructura del juego. ¿Qué sucedería si una silla, góndola o como se llame en cada juego donde se sienta la gente, decidiera no querer estar más fijado al eje y buscar su propio camino? Sería un caos absoluto. Saldría despedido y podría causar un accidente muy grave, dependiendo de la altura del suelo que está y a qué velocidad gira la máquina. En la vida cristiana, también hay un eje alrededor gira toda nuestra vida. ¿Cuál es este eje? ¿Alrededor de qué o quién gira todo? Esto es lo que nos mostrará el texto de hoy.

            F1 Jn 5.1-21

            En la primera predicación sobre las cartas de Juan vimos que Jesucristo ocupa un lugar central en las mismas. Esto sale a relucir también de manera especial en este capítulo. Juan empieza diciendo que la fe en Jesús es la base para llegar a ser un hijo de Dios: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha llegado a ser hijo de Dios…” (v. 1 – PDT). Con “creer”, Juan no se refiere a una actividad mental, es decir, a tener cierto conocimiento, sino a una aceptación de corazón, una convicción, una actividad de la fe. Y esa aceptación por fe de que Jesús es el Mesías nos convierte en hijos de Dios. Con aceptar a Jesús, Dios llegó a ser nuestro Padre. Pero Cristo es la puerta para poder llegar a Dios, o en palabras de Jesús mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre si no es por mí” (Jn 14.6 – BLPH). Cristo es el centro de todo.
            Esta experiencia de llegar a ser hijo de Dios al aceptar a Cristo como centro de su vida no es exclusiva de una sola persona. Todos los que tienen esa fe, llegan a ser hijos de Dios. Como hijos, naturalmente amamos a nuestro Padre celestial. Esto probablemente no nos resulte tan difícil. Pero si amamos al Padre, necesariamente tenemos que amar también a todos sus hijos (v. 1). Esto sí que a veces es un desafío mucho mayor. Estamos dispuestos a amar a un buen grupo de sus hijos, pero a ciertos otros hijos de él nos cuesta aceptar que sean nuestros hermanos. ¡Cuánta falta nos hace a veces darnos cuenta de cuán indignos del amor de Dios somos nosotros mismos! La falta de amor a los otros hijos de Dios pone en duda la autenticidad de nuestro amor a Dios. Así lo expresa una versión de la Biblia: “…no es posible amar al padre sin amar también al que es hijo del mismo padre” (v. 1 – BLPH).
            Quizás ya me han escuchado mencionar el caso de algunas hermanas de cierta iglesia que vivían en contante roce y rencillas. Todo esfuerzo por producir reconciliación y unidad era en vano. En un momento, una hermana me dijo: “Pero con Dios estoy bien.” El apóstol Juan le diría: “Estimada hermana, lo dudo. No puedes estar bien con Dios si te niegas a reconciliarte con una de sus hijas.” Si Cristo es el centro para ambos, vamos a amarnos unos a otros. Así que, ¿quieren “medir” su amor a Dios? ¿Quisieran saber cuánto lo aman? Entonces, fíjense en cuánto aman a los hermanos en Cristo, y lo sabrán.
            En los siguientes 2 versículos, Juan nos da todavía una segunda señal o medida: nuestra obediencia a Dios. Ya el hermano Francisco lo había dicho el domingo pasado que el amor siempre se muestra en la obediencia. Y la verdad es que ambas cosas son imposibles de separar. Si su hijo le dice que lo ama mucho, pero no le hace caso en absoluto a las instrucciones que le da, simplemente porque no le da la gana, ¿acaso usted se sentirá muy amado? Decirle a alguien que lo ama es muy fácil, pero hacer un sacrificio que lo demuestre a veces no estamos dispuestos a hacer. Somos con Dios como ese joven que, muy enamorado, le mandó una tarjetita a su adorada en que le escribió: “Por ti cruzaría el desierto más extenso, superaría la montaña más alta, atravesaría el lago más hondo o caminaría descalzo entre espinas, con tal de estar contigo.” Y como despedida agregó: “Nos vemos el sábado, siempre y cuando no llueva.” Ya Jesús lo había dicho: “Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos” (Jn 14.15 – NVI). El amor siempre busca complacer a la otra persona. Por lo tanto, cuánto yo obedezco a Dios mostrará cuánto lo amo. Este tema del amor será abordado más detenidamente el próximo domingo por el pastor Roberto.
            ¿Creen que es difícil obedecer a Dios? Bueno, depende. Cuando nuestra voluntad y nuestros deseos son muy fuertes y se oponen a lo que entendemos que es la voluntad de Dios, entonces sí nos cuesta bastante. Pero Juan dice que los mandamientos de Dios “no son difíciles de cumplir” (v. 3 – NVI). ¿Por qué? Cuando realmente amamos a Dios, cuando somos sus hijos, él mismo nos dará la fuerza para obedecerlas. No luchamos con nuestras propias armas, “ya que los hijos de Dios están equipados para vencer al mundo. Nuestra fe, en efecto, es la que vence al mundo” (v. 4 – BLPH). ¿Dice el texto que un hijo de Dios no tendrá luchas? ¿Que toda su vida será color de rosas? No, en absoluto. La Biblia nunca nos promete una vida fácil. Todo lo contrario: Jesús dijo que en este mundo tendríamos aflicciones (Jn 16.33). Pero sí la Biblia nos promete la victoria, y no puede haber victoria sin antes haya habido luchas. Y cuánto más cruenta es la lucha, más grande la victoria. Jesús animó a sus discípulos: “…tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16.33 – DHH), y Juan dice: “Nuestra fe nos ha dado la victoria sobre el mundo” (v. 4 – PDT). Si somos hijos de Dios, si estamos “en Cristo” o firmemente unido a él, si él es el centro de nuestra vida, entonces su victoria es también la nuestra: “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios” (v. 5 – RVC)? No son nuestras fuerzas y destrezas, no son nuestras estrategias de guerra los que nos dan la victoria sobre los problemas y el pecado, sino la victoria obrada por Jesús con su muerte y resurrección.
            Todavía alguien podría preguntarse por qué todo debe partir y terminar en Cristo. ¿Por qué él es tan céntrico en todo? Juan presenta tres señales que testifican de que Jesús es el Hijo de Dios, y que alrededor de su persona gira todo lo demás. Esos tres testigos son el agua, la sangre y el Espíritu Santo. Con el agua, Juan se refiere muy probablemente al bautismo de Jesús. Muchas versiones lo traducen incluso así, hablando de “su bautismo en agua” (v. 6 – NTV). Fue cuando Jesús fue bautizado que el Padre mismo dio testimonio de que Jesús era su Hijo: “Se oyó … una voz del cielo, que decía: ‘Este es mi Hijo amado, a quien he elegido’” (Mt 3.17 – DHH).
            La sangre en este versículo de Juan se refiere a la muerte de Jesús. Sólo el Hijo de Dios podía dar salvación a todo el mundo al morir en nuestro lugar. Entre el bautismo de Jesús al inicio de su ministerio y su muerte al final del mismo, quedó encerrada toda la obra de Jesús en esta tierra. Es por eso que el agua y la sangre, el bautismo y la muerte, son testimonio de que con Cristo se levanta y se cae todo, según si creemos o no creemos en él.
            Y todo esto queda confirmado por el Espíritu Santo mismo. Al creer en Jesús y convertirnos en hijos de Dios, “el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Ro 8.16 – RVC). Por eso vuelve a insistir Juan que hay tres testigos: “el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo en su testimonio” (v. 8 – PDT). Entre paréntesis: los que tienen Reina-Valera encontrarán entre los versículos 7 y 8 un agregado que habla de tres testigos más en el cielo. Este agregado no está en ningún manuscrito antiguo. Recién entre el siglo 14 y 18 aparece en cuatro copias, como una traducción del latín. O sea, recién 1.400 años después de que Juan haya escrito sus cartas, aparece este agregado. Podemos afirmar entonces con certeza que este texto no formó parte de la carta de Juan. Por eso también la gran mayoría de las traducciones no lo incluye.
            Volviendo al testimonio acerca de la importancia de Cristo para nuestra vida, Juan dice que, si le creemos a algún ser humano, con cuánta más razón debemos creerle a Dios mismo y lo que él dice acerca de Jesús. El ser humano puede fallar, pero el testimonio de Dios es de absoluta confianza y verdad. En varias oportunidades durante la vida de Jesús en esta tierra, Dios indicó claramente que Jesús era su Hijo. Y más todavía ahora que creemos en Cristo, Dios da testimonio a través de su Espíritu, como ya lo habíamos leído en la carta a los romanos. Por eso dice Juan que “el que cree en el Hijo de Dios, lleva este testimonio en su propio corazón” (v. 10 – DHH). Tenemos ahí profundo esta absoluta certeza de que Jesús es el Mesías, y que nosotros por la fe en él hemos llegado a ser hijos de Dios. Pero el que no cree en Jesús, no acepta ese testimonio de Dios y “está acusando a Dios de mentiroso” (v. 10 – BLPH). ¿Qué tiene que ver el no creer con hacerle a Dios pasar de mentiroso? La persona que no cree en lo que Dios dice, se establece a sí misma como fuente de la verdad. Entonces, todo lo que no coincide con esta su propia verdad es mentira para él. Si Dios entonces dice algo que es diferente a lo que él dice, ese Dios debe ser mentiroso. ¿Se dan cuenta hasta dónde nos puede llevar nuestra incredulidad? Lo mismo vale para cualquier otra cosa que dice la Biblia y que no aceptamos o no cumplimos. La verdad absoluta es lo que está en la Palabra de Dios, no lo que opina el ser humano. Pero gracias a Dios que nosotros hemos creído y aceptado el testimonio que Dios dio: “que Dios nos ha dado vida eterna, y que esta vida está en su Hijo” (v. 11 – DHH). Al aceptar esta verdad, accedemos a la vida eterna. En palabras de Juan: “El que tiene al Hijo, tiene la vida, el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (v. 12 – RVC). ¿Así o más claro? Cristo es el centro. Con Cristo se levanta o se cae todo. Creer en Jesús es entonces lo más inteligente que el ser humano puede hacer.
            A Juan le interesa mucho que tengamos absoluta certeza en cuanto a nuestro estado espiritual: “Les he escrito estas cosas a ustedes, los que creen en el nombre del Hijo de Dios, para que sepan que tienen vida eterna” (v. 13 – RVC). ¿Tú crees que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador del mundo? Entonces, ¿qué tienes? Vida eterna. ¿Tú no lo crees? Entonces ocupate pronto de este asunto, porque hasta que no creas en Jesús, sólo tienes muerte eterna.
            Pero los que tenemos claro este asunto, los que hemos aceptado por fe a Jesús en nuestras vidas y los que somos hijos de Dios, tenemos ahora comunión íntima con él. Esto se nota, por ejemplo, en nuestra comunicación con él: “Tenemos plena confianza de que Dios nos escucha si le pedimos algo conforme a su voluntad” (v. 14 – BPD). ¿El Dios perfecto, omnipotente, tres veces santo nos escucha? Sí, así es. Tanto él desea comunicarse con nosotros que presta atención a lo que nosotros tenemos para decirle a él. ¿Sientes a veces que tus oraciones llegan sólo hasta el techo? No es así. Ese sentimiento es un engaño. Si eres su hijo, él desea escucharte, así como deseas disfrutar de la comunión y comunicación con tus hijos.
            Pero Dios no solamente nos escucha, sino él responde a nuestras oraciones: “…así como sabemos que Dios oye nuestras oraciones, también sabemos que ya tenemos lo que le hemos pedido” (v. 15 – DHH). Eso es fe: orar, pedirle algo, y considerarlo ya recibido – aunque no lo podamos ver todavía con nuestros ojos físicos. Por supuesto, tenemos que tener en cuenta lo que dice el versículo anterior: lo que le pedimos tiene que ser “conforme a su voluntad” (v. 14 – DHH). Nuestra comunión con Dios tiene que ser tan íntima, que su voluntad se vuelve la nuestra. Así nos alejaremos cada vez más de peticiones egoístas y mezquinas, y nos concentraremos en lo que Dios quiere. Entonces nuestras oraciones serán de tal agrado para el Padre, que con gusto nos concederá lo que le pedimos. Por ejemplo: si vemos a otro hijo de Dios hacer algo que no es de agrado para el Padre, nuestra intercesión por él hará que Dios lo perdone (v. 16). Sin embargo, hay quienes consciente y obstinadamente rechazan a Cristo. Este pecado los lleva a la muerte eterna. Juan considera que no hace falta orar por ellos, ya que han elegido ya su destino eterno. El problema es que no somos Dios para ver los corazones de las personas y poder clasificarlas en personas con vida (o con posibilidades todavía de obtener la vida eterna) y los que están en camino a la muerte. Así que, más vale que sigamos orando por las personas que no conocen todavía a Dios, porque aun el más perdido —según criterios humanos— es objeto de la gracia y misericordia de Dios. Y no dejemos tampoco de orar los unos por los otros para que podamos mantenernos firmes en el camino de la vida. Según Juan, tenemos la protección especial de Jesús que ni el diablo no la puede romper (v. 18), pero necesitamos cubrirnos mutuamente con este manto de protección a través de la intercesión. Somos ciudadanos de otro reino, pero vivimos en este mundo dominado por Satanás (v. 19). Por eso siempre estamos en peligro de desviarnos del camino correcto detrás de lo que Juan llama “ídolos” o “dioses falsos” (v. 21).
            Cristo es el centro. ¿Qué harás con él? ¿Es él el centro absoluto de tu vida? ¿Seguro? No estoy preguntando si alguna vez lo aceptaste como tu Señor y Salvador, sino si él es el centro de todas tus actividades diarias; si él es el centro de todos tus pensamientos; si él es el centro de todas tus decisiones. Él tiene que ser el centro de cada área de tu vida. Todo lo que no gira alrededor de él, está destinado al caos como si una silla de la calesita decidiera soltarse del eje. ¿Trajiste algo para hacer apuntes? Entonces anotate ahora por lo menos una cosa que harás en esta semana que te pueda aferrar más firmemente al eje de todo, Cristo. El próximo domingo veremos qué resulta de esto.
            Y si nunca todavía has establecido a Cristo como el centro de tu vida, quisiera hablar contigo al final del culto para ayudarte a creer en él y llegar a ser hijo de Dios.
            Y ahora cumpliremos a lo que nos exhortó este texto: nos reuniremos de a 2 para orar uno por el otro. Compartan sus cargas y motivos de oración y oren uno por el otro.


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