¿Qué importancia tiene en
un juego mecánico, como una calesita, por ejemplo, el eje central? Sostiene toda
la estructura del juego. ¿Qué sucedería si una silla, góndola o como se llame
en cada juego donde se sienta la gente, decidiera no querer estar más fijado al
eje y buscar su propio camino? Sería un caos absoluto. Saldría despedido y
podría causar un accidente muy grave, dependiendo de la altura del suelo que
está y a qué velocidad gira la máquina. En la vida cristiana, también hay un
eje alrededor gira toda nuestra vida. ¿Cuál es este eje? ¿Alrededor de qué o
quién gira todo? Esto es lo que nos mostrará el texto de hoy.
F1 Jn 5.1-21
En la primera predicación
sobre las cartas de Juan vimos que Jesucristo ocupa un lugar central en las
mismas. Esto sale a relucir también de manera especial en este capítulo. Juan
empieza diciendo que la fe en Jesús es la base para llegar a ser un hijo de
Dios: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha llegado a ser hijo de
Dios…” (v. 1 – PDT). Con “creer”, Juan no se refiere a una actividad
mental, es decir, a tener cierto conocimiento, sino a una aceptación de corazón,
una convicción, una actividad de la fe. Y esa aceptación por fe de que Jesús es
el Mesías nos convierte en hijos de Dios. Con aceptar a Jesús, Dios llegó a ser
nuestro Padre. Pero Cristo es la puerta para poder llegar a Dios, o en palabras
de Jesús mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar
hasta el Padre si no es por mí” (Jn 14.6 – BLPH). Cristo es el centro de
todo.
Esta experiencia de llegar
a ser hijo de Dios al aceptar a Cristo como centro de su vida no es exclusiva
de una sola persona. Todos los que tienen esa fe, llegan a ser hijos de Dios.
Como hijos, naturalmente amamos a nuestro Padre celestial. Esto probablemente
no nos resulte tan difícil. Pero si amamos al Padre, necesariamente tenemos que
amar también a todos sus hijos (v. 1). Esto sí que a veces es un desafío mucho
mayor. Estamos dispuestos a amar a un buen grupo de sus hijos, pero a ciertos otros
hijos de él nos cuesta aceptar que sean nuestros hermanos. ¡Cuánta falta nos
hace a veces darnos cuenta de cuán indignos del amor de Dios somos nosotros
mismos! La falta de amor a los otros hijos de Dios pone en duda la autenticidad
de nuestro amor a Dios. Así lo expresa una versión de la Biblia: “…no es
posible amar al padre sin amar también al que es hijo del mismo padre” (v.
1 – BLPH).
Quizás ya me han escuchado
mencionar el caso de algunas hermanas de cierta iglesia que vivían en contante
roce y rencillas. Todo esfuerzo por producir reconciliación y unidad era en
vano. En un momento, una hermana me dijo: “Pero con Dios estoy bien.” El
apóstol Juan le diría: “Estimada hermana, lo dudo. No puedes estar bien con
Dios si te niegas a reconciliarte con una de sus hijas.” Si Cristo es el centro
para ambos, vamos a amarnos unos a otros. Así que, ¿quieren “medir” su amor a
Dios? ¿Quisieran saber cuánto lo aman? Entonces, fíjense en cuánto aman a los
hermanos en Cristo, y lo sabrán.
En los siguientes 2
versículos, Juan nos da todavía una segunda señal o medida: nuestra obediencia
a Dios. Ya el hermano Francisco lo había dicho el domingo pasado que el amor
siempre se muestra en la obediencia. Y la verdad es que ambas cosas son
imposibles de separar. Si su hijo le dice que lo ama mucho, pero no le hace
caso en absoluto a las instrucciones que le da, simplemente porque no le da la
gana, ¿acaso usted se sentirá muy amado? Decirle a alguien que lo ama es muy
fácil, pero hacer un sacrificio que lo demuestre a veces no estamos dispuestos
a hacer. Somos con Dios como ese joven que, muy enamorado, le mandó una
tarjetita a su adorada en que le escribió: “Por ti cruzaría el desierto más
extenso, superaría la montaña más alta, atravesaría el lago más hondo o
caminaría descalzo entre espinas, con tal de estar contigo.” Y como despedida
agregó: “Nos vemos el sábado, siempre y cuando no llueva.” Ya Jesús lo había
dicho: “Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos” (Jn 14.15 –
NVI). El amor siempre busca complacer a la otra persona. Por lo tanto, cuánto
yo obedezco a Dios mostrará cuánto lo amo. Este tema del amor será abordado más
detenidamente el próximo domingo por el pastor Roberto.
¿Creen que es difícil
obedecer a Dios? Bueno, depende. Cuando nuestra voluntad y nuestros
deseos son muy fuertes y se oponen a lo que entendemos que es la voluntad de Dios,
entonces sí nos cuesta bastante. Pero Juan dice que los mandamientos de Dios “no
son difíciles de cumplir” (v. 3 – NVI). ¿Por qué? Cuando realmente amamos a
Dios, cuando somos sus hijos, él mismo nos dará la fuerza para obedecerlas. No
luchamos con nuestras propias armas, “ya que los hijos de Dios están
equipados para vencer al mundo. Nuestra fe, en efecto, es la que vence al mundo”
(v. 4 – BLPH). ¿Dice el texto que un hijo de Dios no tendrá luchas? ¿Que toda
su vida será color de rosas? No, en absoluto. La Biblia nunca nos promete una
vida fácil. Todo lo contrario: Jesús dijo que en este mundo tendríamos
aflicciones (Jn 16.33). Pero sí la Biblia nos promete la victoria, y no puede
haber victoria sin antes haya habido luchas. Y cuánto más cruenta es la lucha,
más grande la victoria. Jesús animó a sus discípulos: “…tengan valor: yo he
vencido al mundo” (Jn 16.33 – DHH), y Juan dice: “Nuestra fe nos ha dado
la victoria sobre el mundo” (v. 4 – PDT). Si somos hijos de Dios, si
estamos “en Cristo” o firmemente unido a él, si él es el centro de nuestra
vida, entonces su victoria es también la nuestra: “¿Quién es el que vence al
mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios” (v. 5 – RVC)? No son
nuestras fuerzas y destrezas, no son nuestras estrategias de guerra los que nos
dan la victoria sobre los problemas y el pecado, sino la victoria obrada por
Jesús con su muerte y resurrección.
Todavía alguien podría
preguntarse por qué todo debe partir y terminar en Cristo. ¿Por qué él es tan
céntrico en todo? Juan presenta tres señales que testifican de que Jesús es el
Hijo de Dios, y que alrededor de su persona gira todo lo demás. Esos tres testigos
son el agua, la sangre y el Espíritu Santo. Con el agua, Juan se refiere muy
probablemente al bautismo de Jesús. Muchas versiones lo traducen incluso así,
hablando de “su bautismo en agua” (v. 6 – NTV). Fue cuando Jesús fue
bautizado que el Padre mismo dio testimonio de que Jesús era su Hijo: “Se
oyó … una voz del cielo, que decía: ‘Este es mi Hijo amado, a quien he elegido’”
(Mt 3.17 – DHH).
La sangre en este
versículo de Juan se refiere a la muerte de Jesús. Sólo el Hijo de Dios podía
dar salvación a todo el mundo al morir en nuestro lugar. Entre el bautismo de
Jesús al inicio de su ministerio y su muerte al final del mismo, quedó
encerrada toda la obra de Jesús en esta tierra. Es por eso que el agua y la
sangre, el bautismo y la muerte, son testimonio de que con Cristo se levanta y
se cae todo, según si creemos o no creemos en él.
Y todo esto queda confirmado
por el Espíritu Santo mismo. Al creer en Jesús y convertirnos en hijos de Dios,
“el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de
Dios” (Ro 8.16 – RVC). Por eso vuelve a insistir Juan que hay tres
testigos: “el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo en
su testimonio” (v. 8 – PDT). Entre paréntesis: los que tienen Reina-Valera
encontrarán entre los versículos 7 y 8 un agregado que habla de tres testigos más
en el cielo. Este agregado no está en ningún manuscrito antiguo. Recién entre
el siglo 14 y 18 aparece en cuatro copias, como una traducción del latín. O
sea, recién 1.400 años después de que Juan haya escrito sus cartas, aparece
este agregado. Podemos afirmar entonces con certeza que este texto no formó
parte de la carta de Juan. Por eso también la gran mayoría de las traducciones
no lo incluye.
Volviendo al testimonio
acerca de la importancia de Cristo para nuestra vida, Juan dice que, si le
creemos a algún ser humano, con cuánta más razón debemos creerle a Dios mismo y
lo que él dice acerca de Jesús. El ser humano puede fallar, pero el testimonio
de Dios es de absoluta confianza y verdad. En varias oportunidades durante la
vida de Jesús en esta tierra, Dios indicó claramente que Jesús era su Hijo. Y
más todavía ahora que creemos en Cristo, Dios da testimonio a través de su
Espíritu, como ya lo habíamos leído en la carta a los romanos. Por eso dice
Juan que “el que cree en el Hijo de Dios, lleva este testimonio en su propio
corazón” (v. 10 – DHH). Tenemos ahí profundo esta absoluta certeza de que
Jesús es el Mesías, y que nosotros por la fe en él hemos llegado a ser hijos de
Dios. Pero el que no cree en Jesús, no acepta ese testimonio de Dios y “está
acusando a Dios de mentiroso” (v. 10 – BLPH). ¿Qué tiene que ver el no
creer con hacerle a Dios pasar de mentiroso? La persona que no cree en lo que
Dios dice, se establece a sí misma como fuente de la verdad. Entonces, todo lo
que no coincide con esta su propia verdad es mentira para él. Si Dios entonces
dice algo que es diferente a lo que él dice, ese Dios debe ser mentiroso. ¿Se
dan cuenta hasta dónde nos puede llevar nuestra incredulidad? Lo mismo vale
para cualquier otra cosa que dice la Biblia y que no aceptamos o no cumplimos. La
verdad absoluta es lo que está en la Palabra de Dios, no lo que opina el ser
humano. Pero gracias a Dios que nosotros hemos creído y aceptado el testimonio
que Dios dio: “que Dios nos ha dado vida eterna, y que esta vida está en su
Hijo” (v. 11 – DHH). Al aceptar esta verdad, accedemos a la vida eterna. En
palabras de Juan: “El que tiene al Hijo, tiene la vida, el que no tiene al
Hijo de Dios no tiene la vida” (v. 12 – RVC). ¿Así o más claro? Cristo es
el centro. Con Cristo se levanta o se cae todo. Creer en Jesús es entonces lo
más inteligente que el ser humano puede hacer.
A Juan le interesa mucho
que tengamos absoluta certeza en cuanto a nuestro estado espiritual: “Les he
escrito estas cosas a ustedes, los que creen en el nombre del Hijo de Dios,
para que sepan que tienen vida eterna” (v. 13 – RVC). ¿Tú crees que Jesús
es el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador del mundo? Entonces, ¿qué tienes?
Vida eterna. ¿Tú no lo crees? Entonces ocupate pronto de este asunto, porque
hasta que no creas en Jesús, sólo tienes muerte eterna.
Pero los que tenemos claro
este asunto, los que hemos aceptado por fe a Jesús en nuestras vidas y los que
somos hijos de Dios, tenemos ahora comunión íntima con él. Esto se nota, por
ejemplo, en nuestra comunicación con él: “Tenemos plena confianza de que
Dios nos escucha si le pedimos algo conforme a su voluntad” (v. 14 – BPD).
¿El Dios perfecto, omnipotente, tres veces santo nos escucha? Sí, así es. Tanto
él desea comunicarse con nosotros que presta atención a lo que nosotros tenemos
para decirle a él. ¿Sientes a veces que tus oraciones llegan sólo hasta el
techo? No es así. Ese sentimiento es un engaño. Si eres su hijo, él desea
escucharte, así como deseas disfrutar de la comunión y comunicación con tus
hijos.
Pero Dios no solamente nos
escucha, sino él responde a nuestras oraciones: “…así como sabemos que Dios
oye nuestras oraciones, también sabemos que ya tenemos lo que le hemos pedido”
(v. 15 – DHH). Eso es fe: orar, pedirle algo, y considerarlo ya recibido –
aunque no lo podamos ver todavía con nuestros ojos físicos. Por supuesto,
tenemos que tener en cuenta lo que dice el versículo anterior: lo que le
pedimos tiene que ser “conforme a su voluntad” (v. 14 – DHH). Nuestra
comunión con Dios tiene que ser tan íntima, que su voluntad se vuelve la
nuestra. Así nos alejaremos cada vez más de peticiones egoístas y mezquinas, y
nos concentraremos en lo que Dios quiere. Entonces nuestras oraciones serán de
tal agrado para el Padre, que con gusto nos concederá lo que le pedimos. Por
ejemplo: si vemos a otro hijo de Dios hacer algo que no es de agrado para el Padre,
nuestra intercesión por él hará que Dios lo perdone (v. 16). Sin embargo, hay
quienes consciente y obstinadamente rechazan a Cristo. Este pecado los lleva a
la muerte eterna. Juan considera que no hace falta orar por ellos, ya que han
elegido ya su destino eterno. El problema es que no somos Dios para ver los
corazones de las personas y poder clasificarlas en personas con vida (o con
posibilidades todavía de obtener la vida eterna) y los que están en camino a la
muerte. Así que, más vale que sigamos orando por las personas que no conocen
todavía a Dios, porque aun el más perdido —según criterios humanos— es objeto
de la gracia y misericordia de Dios. Y no dejemos tampoco de orar los unos por
los otros para que podamos mantenernos firmes en el camino de la vida. Según
Juan, tenemos la protección especial de Jesús que ni el diablo no la puede
romper (v. 18), pero necesitamos cubrirnos mutuamente con este manto de
protección a través de la intercesión. Somos ciudadanos de otro reino, pero
vivimos en este mundo dominado por Satanás (v. 19). Por eso siempre estamos en
peligro de desviarnos del camino correcto detrás de lo que Juan llama “ídolos”
o “dioses falsos” (v. 21).
Cristo es el centro. ¿Qué
harás con él? ¿Es él el centro absoluto de tu vida? ¿Seguro? No estoy
preguntando si alguna vez lo aceptaste como tu Señor y Salvador, sino si él es
el centro de todas tus actividades diarias; si él es el centro de todos tus
pensamientos; si él es el centro de todas tus decisiones. Él tiene que ser el
centro de cada área de tu vida. Todo lo que no gira alrededor de él, está
destinado al caos como si una silla de la calesita decidiera soltarse del eje. ¿Trajiste
algo para hacer apuntes? Entonces anotate ahora por lo menos una cosa que harás
en esta semana que te pueda aferrar más firmemente al eje de todo, Cristo. El
próximo domingo veremos qué resulta de esto.
Y si nunca todavía has
establecido a Cristo como el centro de tu vida, quisiera hablar contigo al
final del culto para ayudarte a creer en él y llegar a ser hijo de Dios.
Y ahora cumpliremos a lo
que nos exhortó este texto: nos reuniremos de a 2 para orar uno por el otro.
Compartan sus cargas y motivos de oración y oren uno por el otro.
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