Por las muchas luces que hay por
aquí, cuesta más disfrutar de la luz de la luna, pero en el Chaco es
impresionante el brillo de la luna en tiempos de luna llena. Ahora, ¿qué
esfuerzo creen ustedes que debe realizar la luna para tener ese brillo?
¿Cuántas represas de Itaipú se necesitará para darle a la luna esa potencia de
iluminación? ¿Sabían que en cierto sentido nosotros como cristianos, como hijos
de Dios, nos parecemos a la luna? Debemos tener un brillo parecido al de la
luna. ¿Cómo se puede lograr eso? ¿Qué debemos hacer de extraordinario para
poder lograr esto? Nuestro texto de hoy nos enseñará acerca de esto.
Entramos hoy en las cartas de Juan.
Estas cartas son atribuidas al apóstol Juan, que también escribió el evangelio
de Juan y el Apocalipsis. Más que cartas, son en realidad tratados teológicos.
Este primer escrito, por ejemplo, no cuenta con los saludos tradicionales ni
menciona al autor ni al destinatario, como era común en una carta. Más bien
desarrolla conceptos profundos acerca de la persona e identidad de Cristo. Las
iglesias del primer siglo fueron asediadas constantemente por falsos maestros.
Varias de las cartas del Nuevo Testamento hacen referencia a ellos. Como no
existía todavía el Nuevo Testamento con la colección de escritos como lo
conocemos hoy, los apóstoles tuvieron que redactar varios documentos para dejar
constancia de la verdadera doctrina. Este es el caso también de esta primera
carta de Juan. Vamos a leer entonces el texto de hoy.
F1 Jn 1
De entrada, sin preámbulo, Juan
presenta el tema central de su carta: “Les escribimos a ustedes acerca de
aquello que ya existía desde el principio…” (v. 1 – DHH). ¿A qué principio
se refiere? Bueno, pues, al principio, ese que la Biblia describe en
estas palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn
1.1 – RV95). De lo que Juan escribirá en esta carta existe ya desde aquel
principio de Génesis o, como lo describe la Traducción en Lenguaje Actual, lo
que “…ya existía desde antes de que Dios creara el mundo” (v. 1 – TLA).
Al leer esto, pensamos inmediatamente en el inicio muy parecido del evangelio
de Juan: “En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios,
y Dios mismo era la Palabra” (Jn 1.1 – RVC). Este ser que existe desde
antes del principio será el tema central de esta primera carta de Juan. En su evangelio,
este ser recibe el nombre de “Verbo” o “Palabra”. En su carta, Juan lo llama “Verbo
de vida” (NBLH), “la Palabra que da vida” (PDT) o “Palabra de
vida” (DHH). Esto también coincide con lo que Juan describe en su
Evangelio, que ese Verbo o esa Palabra dio vida y existencia a todo lo que
existe: “Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no
se hizo nada de todo lo que existe” (Jn 1.3 – BPD). Es más: en el versículo
2 de su carta él la describe incluso como “…la vida eterna, la cual
estaba con el Padre, y se nos ha manifestado” (1 Jn 1.2 – RVC). Podemos ver
entonces claramente que él se refiere a Jesús Salvador, dador de vida eterna a todos
los que creen en él. Acerca de él escribirá en esta carta. Pero él se apresura
en aclarar que no es un concepto filosófico, teórico, sino que es experiencia
vivida que lo lleva a describir a Jesús como lo hará: “lo que hemos oído, lo
que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon
nuestras manos” (v. 1 – RVC). Es decir, nadie le podrá discutir y objetar,
porque él es testigo vivencial de todo. Esa Palabra de vida no es una idea no
más, sino algo que ellos han visto oído y tocado – algo de carne y hueso. Esto
le da a Juan una autoridad sin igual para decir lo que está a punto de expresar.
En el versículo 3, Juan da a conocer
el propósito de su carta: “…para que también ustedes tengan comunión con
nosotros. Porque nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo”
(RVC). El deseo de Juan es que todos los lectores puedan compartir con él esa
comunión íntima con Dios. Es decir, su propósito es evangelístico: describir a
Cristo de tal forma que todos los que lean su escrito sean atraídos hacia él.
Este mismo objetivo él tuvo también con su Evangelio. Ahí dice que todos los
hechos de Jesús “se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el
Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él”
(Jn 20.30 – DHH). Para Juan sería la máxima alegría si se cumpliera este
objetivo (v. 4).
Con este preámbulo, Juan entra ya en
su mensaje central. Primero él declara algo acerca de Dios. Pero esto no es
fruto de su propia iluminación, sino él repite simplemente la enseñanza
recibida de Jesús: “que Dios es luz y que en él no hay ninguna oscuridad”
(v. 5 – DHH). Juan usa aquí un contraste entre la luz y la oscuridad (las
tinieblas). La luz es símbolo de santidad, de verdad, de vida, de perfección.
La oscuridad es símbolo de pecado, de mentira, de muerte. Con esta imagen, Juan
describe la santidad absoluta de Dios, sin la menor imperfección. Es imposible
que Dios cometa ni el mínimo error. Él es luz; él es la fuente de luz. Nosotros
simplemente reflejamos su luz. No tenemos brillo propio, como tampoco la tiene
la luna. Si estamos en íntima comunión con Dios, nuestro ser reflejará la luz
de Dios. Quizás no brillará nuestro rostro en un resplandor especial como
sucedió con Moisés cuando bajó del monte Sinaí, donde había visto la gloria de
Dios, pero sí se podrá decir lo que tuvieron que admitir los perseguidores de
los primeros discípulos: “reconocieron que habían estado con Jesús” (Hch
4.13 – NVI). Por eso, Pablo nos llama “hijos de luz”: …ustedes, hermanos, no
viven en tinieblas, … sino que todos ustedes son hijos de la luz e hijos del
día. No somos de la noche ni de la oscuridad” (1 Ts 5.4-5 – RVC). Como esos
hijos de luz, hijos del que es la luz, es nuestro deber reflejar la luz de
Dios. Pero si nos descuidamos, podemos llegar a opacar esa luz. Es cuando
permitimos que la oscuridad (el pecado, la mentira, la muerte) invada nuestra
vida. En vez de iluminar nuestro entorno con la luz divina que da esperanza y
vida eterna, seremos parte de las tinieblas que dominan las mentes y corazones
de la gente a nuestro alrededor. ¿Somos conscientes de la gravedad de esta
situación? Pero como hijos de Dios, nuestra identidad no son las tinieblas.
Pablo escribe a los Efesios: “En otro tiempo, ustedes eran oscuridad; pero
ahora son luz en el Señor. Por tanto, vivan como hijos de luz” (Ef
5.8 – RVC). Si Cristo nos rescató del dominio del pecado, vivamos, pues,
consecuentes con ese llamado. Por eso dice Juan: “Si decimos que estamos
bien con Dios pero seguimos viviendo en el pecado, estamos mintiendo pues no
seguimos la verdad” (v. 6 – PDT). Llamarse hijo de Dios y permitir pecado
en su vida es una incongruencia; es una contradicción en sí mismo. “Pero
pastor, ¿acaso podemos ser perfectos? ¿Acaso usted nunca peca?” Sí, ¡demasiadas
veces! Dios no exige perfección, sino no seguir viviendo en pecado. Sin Cristo,
el revolcarnos en el fango del pecado era nuestra característica, nuestra
condición, nuestra identidad. Cuando él entró a nuestra vida, nos sacó de este
barro, nos limpió y nos colocó aparte (nos “santificó”) para servirle a él de
ahora en adelante. Pero como seguimos viviendo en este mundo caído en que el
pecado sigue presente, es imposible no volver a salpicarnos de vez en cuando.
Pero son momentos aislados, no una condición constante de vida. Cada vez que
nos salpicamos del pecado, nos dejamos limpiar nuevamente por el Señor. Pero el
que empieza a tolerar las manchas en su vida, va sumando mancha sobre mancha,
hasta no haber más diferencia con el que vive todavía en el pecado. Y si sigue
llamándose hijo de Dios, Juan lo declara un mentiroso.
Fíjense en la experiencia del rey
David. Era una persona apasionada por Dios que no se cansaba de alabarlo y que
no tenía la menor vergüenza de danzar y bailar alocadamente ante todo el
público por amor a Dios. Pero ese hombre, que la Biblia califica como una
persona con un corazón conforme a Dios, falló de lo más grave, cayendo en un
abismo tras otro, cada vez más profundo. Se salpicó bien grave de pecado. Pero
bastó una reprensión del profeta Natán, para que él se arrepintiera también tan
profundamente como de profundo había sido su caída. Y Dios no solamente lo
perdonó, sino extendió el reinado de David precisamente a través de esta unión
con Betsabé que había empezado tan caóticamente. David cayó, sí, pero no vivió
en la oscuridad. Su caída fue un hecho aislado, no una condición constante, un
estilo de vida. Esa es la diferencia entre un hijo de Dios y un hijo de las
tinieblas.
Pero, en cambio, vivir en la luz,
vivir una vida en santidad, vivir en comunión con Dios, tendrá dos
consecuencias (v. 7): por un lado, estaremos también en comunión con todos los
demás hermanos, hijos del mismo Padre celestial. Nuestra experiencia común nos
unirá entre nosotros.
La segunda consecuencia será que
experimentaremos la limpieza espiritual por parte de Jesús. Esta es, en
realidad, la condición para siquiera poder acceder a la luz. Sin la
purificación por parte de Jesucristo es imposible acceder a la luz. El pecado
es una barrera entre nosotros y Dios. El que cree que ese no es su problema,
tiene un serio problema. Juan dice claramente que “si decimos que no tenemos
pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”
(v. 8 – RVC). Otra versión dice: “Si alardeamos de no cometer pecado, somos
unos ilusos y no poseemos la verdad” (BLPH). Ya el apóstol Pablo había
declarado sin dejar lugar a dudas: “¡No hay ni uno solo que sea justo! … Todos
han pecado y están lejos de la presencia gloriosa de Dios” (Ro 3.10, 23 –
DHH). Esto es lo que Dios ha declarado. Si nosotros ahora le contradecimos,
está su palabra contra la nuestra. Por eso dice Juan: “Si decimos que no
hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso…” (v. 10 – BNP). Ya sabemos
que lo que Dios determina es la verdad, diga el hombre lo que diga. Así que,
nos guste o no, todos somos pecadores sin remedio. ¿Deprimente? Si la carta
terminara aquí, ¡sí que lo sería! Pero por la gracia y misericordia de Dios
Juan agrega la bendita esperanza del versículo 9: “Pero, si
confesamos nuestros pecados a Dios, él es fiel y justo para perdonarnos
nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (NTV). ¡Aleluya! La justicia
de Dios requiere castigo del pecado. Pero como Cristo asumió ese castigo en
nuestro lugar, muriendo por nuestros pecados, la fidelidad de Dios reconoce que
la demanda de su justicia ya se cumplió y, por lo tanto, nos perdona si
confesamos nuestros pecados y aceptamos la muerte sustitutiva de Cristo. Suena
demasiado sencillo, ¿no? Sí, para nosotros lo es, porque Cristo ya ligó
terriblemente en nuestro lugar. Para él no fue para nada sencillo. Pero gloria
a Dios que tenemos ahora esta posibilidad de restablecer la comunión con él y
llegar a ser hijos de luz.
El ser hijos de luz no es un
privilegio que hemos alcanzado como si fuera un premio. Tampoco es un fin en sí
mismo. El ser hijos de luz conlleva automáticamente una responsabilidad: dejar
brillar esa luz. Es algo automático, porque es imposible que no se note una luz
que brilla. Si somos hijos de luz, no necesitamos hacer ningún esfuerzo
sobrenatural adicional para intentar ser luz. La luna no hace ningún esfuerzo
por reflejar la luz del sol. Simplemente está ahí, exponiéndose a los rayos del
sol. Nosotros simplemente debemos vivir en la presencia de Dios, y su luz
brillará automáticamente a través de nosotros. Lo que sí tenemos que cuidar es
nuestra comunión y obediencia al Señor y que el pecado no opaque nuestra luz.
¿Se nota que eres hijo de luz? ¿Qué tal tu brillo?
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