sábado, 14 de marzo de 2020

Hijos de luz








            Por las muchas luces que hay por aquí, cuesta más disfrutar de la luz de la luna, pero en el Chaco es impresionante el brillo de la luna en tiempos de luna llena. Ahora, ¿qué esfuerzo creen ustedes que debe realizar la luna para tener ese brillo? ¿Cuántas represas de Itaipú se necesitará para darle a la luna esa potencia de iluminación? ¿Sabían que en cierto sentido nosotros como cristianos, como hijos de Dios, nos parecemos a la luna? Debemos tener un brillo parecido al de la luna. ¿Cómo se puede lograr eso? ¿Qué debemos hacer de extraordinario para poder lograr esto? Nuestro texto de hoy nos enseñará acerca de esto.
            Entramos hoy en las cartas de Juan. Estas cartas son atribuidas al apóstol Juan, que también escribió el evangelio de Juan y el Apocalipsis. Más que cartas, son en realidad tratados teológicos. Este primer escrito, por ejemplo, no cuenta con los saludos tradicionales ni menciona al autor ni al destinatario, como era común en una carta. Más bien desarrolla conceptos profundos acerca de la persona e identidad de Cristo. Las iglesias del primer siglo fueron asediadas constantemente por falsos maestros. Varias de las cartas del Nuevo Testamento hacen referencia a ellos. Como no existía todavía el Nuevo Testamento con la colección de escritos como lo conocemos hoy, los apóstoles tuvieron que redactar varios documentos para dejar constancia de la verdadera doctrina. Este es el caso también de esta primera carta de Juan. Vamos a leer entonces el texto de hoy.

            F1 Jn 1

            De entrada, sin preámbulo, Juan presenta el tema central de su carta: “Les escribimos a ustedes acerca de aquello que ya existía desde el principio…” (v. 1 – DHH). ¿A qué principio se refiere? Bueno, pues, al principio, ese que la Biblia describe en estas palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn 1.1 – RV95). De lo que Juan escribirá en esta carta existe ya desde aquel principio de Génesis o, como lo describe la Traducción en Lenguaje Actual, lo que “…ya existía desde antes de que Dios creara el mundo” (v. 1 – TLA). Al leer esto, pensamos inmediatamente en el inicio muy parecido del evangelio de Juan: “En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra” (Jn 1.1 – RVC). Este ser que existe desde antes del principio será el tema central de esta primera carta de Juan. En su evangelio, este ser recibe el nombre de “Verbo” o “Palabra”. En su carta, Juan lo llama “Verbo de vida” (NBLH), “la Palabra que da vida” (PDT) o “Palabra de vida” (DHH). Esto también coincide con lo que Juan describe en su Evangelio, que ese Verbo o esa Palabra dio vida y existencia a todo lo que existe: “Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe” (Jn 1.3 – BPD). Es más: en el versículo 2 de su carta él la describe incluso como “…la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos ha manifestado” (1 Jn 1.2 – RVC). Podemos ver entonces claramente que él se refiere a Jesús Salvador, dador de vida eterna a todos los que creen en él. Acerca de él escribirá en esta carta. Pero él se apresura en aclarar que no es un concepto filosófico, teórico, sino que es experiencia vivida que lo lleva a describir a Jesús como lo hará: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos” (v. 1 – RVC). Es decir, nadie le podrá discutir y objetar, porque él es testigo vivencial de todo. Esa Palabra de vida no es una idea no más, sino algo que ellos han visto oído y tocado – algo de carne y hueso. Esto le da a Juan una autoridad sin igual para decir lo que está a punto de expresar.
            En el versículo 3, Juan da a conocer el propósito de su carta: “…para que también ustedes tengan comunión con nosotros. Porque nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (RVC). El deseo de Juan es que todos los lectores puedan compartir con él esa comunión íntima con Dios. Es decir, su propósito es evangelístico: describir a Cristo de tal forma que todos los que lean su escrito sean atraídos hacia él. Este mismo objetivo él tuvo también con su Evangelio. Ahí dice que todos los hechos de Jesús “se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él” (Jn 20.30 – DHH). Para Juan sería la máxima alegría si se cumpliera este objetivo (v. 4).
            Con este preámbulo, Juan entra ya en su mensaje central. Primero él declara algo acerca de Dios. Pero esto no es fruto de su propia iluminación, sino él repite simplemente la enseñanza recibida de Jesús: “que Dios es luz y que en él no hay ninguna oscuridad” (v. 5 – DHH). Juan usa aquí un contraste entre la luz y la oscuridad (las tinieblas). La luz es símbolo de santidad, de verdad, de vida, de perfección. La oscuridad es símbolo de pecado, de mentira, de muerte. Con esta imagen, Juan describe la santidad absoluta de Dios, sin la menor imperfección. Es imposible que Dios cometa ni el mínimo error. Él es luz; él es la fuente de luz. Nosotros simplemente reflejamos su luz. No tenemos brillo propio, como tampoco la tiene la luna. Si estamos en íntima comunión con Dios, nuestro ser reflejará la luz de Dios. Quizás no brillará nuestro rostro en un resplandor especial como sucedió con Moisés cuando bajó del monte Sinaí, donde había visto la gloria de Dios, pero sí se podrá decir lo que tuvieron que admitir los perseguidores de los primeros discípulos: “reconocieron que habían estado con Jesús” (Hch 4.13 – NVI). Por eso, Pablo nos llama “hijos de luz”: …ustedes, hermanos, no viven en tinieblas, … sino que todos ustedes son hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de la oscuridad” (1 Ts 5.4-5 – RVC). Como esos hijos de luz, hijos del que es la luz, es nuestro deber reflejar la luz de Dios. Pero si nos descuidamos, podemos llegar a opacar esa luz. Es cuando permitimos que la oscuridad (el pecado, la mentira, la muerte) invada nuestra vida. En vez de iluminar nuestro entorno con la luz divina que da esperanza y vida eterna, seremos parte de las tinieblas que dominan las mentes y corazones de la gente a nuestro alrededor. ¿Somos conscientes de la gravedad de esta situación? Pero como hijos de Dios, nuestra identidad no son las tinieblas. Pablo escribe a los Efesios: “En otro tiempo, ustedes eran oscuridad; pero ahora son luz en el Señor. Por tanto, vivan como hijos de luz” (Ef 5.8 – RVC). Si Cristo nos rescató del dominio del pecado, vivamos, pues, consecuentes con ese llamado. Por eso dice Juan: “Si decimos que estamos bien con Dios pero seguimos viviendo en el pecado, estamos mintiendo pues no seguimos la verdad” (v. 6 – PDT). Llamarse hijo de Dios y permitir pecado en su vida es una incongruencia; es una contradicción en sí mismo. “Pero pastor, ¿acaso podemos ser perfectos? ¿Acaso usted nunca peca?” Sí, ¡demasiadas veces! Dios no exige perfección, sino no seguir viviendo en pecado. Sin Cristo, el revolcarnos en el fango del pecado era nuestra característica, nuestra condición, nuestra identidad. Cuando él entró a nuestra vida, nos sacó de este barro, nos limpió y nos colocó aparte (nos “santificó”) para servirle a él de ahora en adelante. Pero como seguimos viviendo en este mundo caído en que el pecado sigue presente, es imposible no volver a salpicarnos de vez en cuando. Pero son momentos aislados, no una condición constante de vida. Cada vez que nos salpicamos del pecado, nos dejamos limpiar nuevamente por el Señor. Pero el que empieza a tolerar las manchas en su vida, va sumando mancha sobre mancha, hasta no haber más diferencia con el que vive todavía en el pecado. Y si sigue llamándose hijo de Dios, Juan lo declara un mentiroso.
            Fíjense en la experiencia del rey David. Era una persona apasionada por Dios que no se cansaba de alabarlo y que no tenía la menor vergüenza de danzar y bailar alocadamente ante todo el público por amor a Dios. Pero ese hombre, que la Biblia califica como una persona con un corazón conforme a Dios, falló de lo más grave, cayendo en un abismo tras otro, cada vez más profundo. Se salpicó bien grave de pecado. Pero bastó una reprensión del profeta Natán, para que él se arrepintiera también tan profundamente como de profundo había sido su caída. Y Dios no solamente lo perdonó, sino extendió el reinado de David precisamente a través de esta unión con Betsabé que había empezado tan caóticamente. David cayó, sí, pero no vivió en la oscuridad. Su caída fue un hecho aislado, no una condición constante, un estilo de vida. Esa es la diferencia entre un hijo de Dios y un hijo de las tinieblas.
            Pero, en cambio, vivir en la luz, vivir una vida en santidad, vivir en comunión con Dios, tendrá dos consecuencias (v. 7): por un lado, estaremos también en comunión con todos los demás hermanos, hijos del mismo Padre celestial. Nuestra experiencia común nos unirá entre nosotros.
            La segunda consecuencia será que experimentaremos la limpieza espiritual por parte de Jesús. Esta es, en realidad, la condición para siquiera poder acceder a la luz. Sin la purificación por parte de Jesucristo es imposible acceder a la luz. El pecado es una barrera entre nosotros y Dios. El que cree que ese no es su problema, tiene un serio problema. Juan dice claramente que “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (v. 8 – RVC). Otra versión dice: “Si alardeamos de no cometer pecado, somos unos ilusos y no poseemos la verdad” (BLPH). Ya el apóstol Pablo había declarado sin dejar lugar a dudas: “¡No hay ni uno solo que sea justo! … Todos han pecado y están lejos de la presencia gloriosa de Dios” (Ro 3.10, 23 – DHH). Esto es lo que Dios ha declarado. Si nosotros ahora le contradecimos, está su palabra contra la nuestra. Por eso dice Juan: “Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso…” (v. 10 – BNP). Ya sabemos que lo que Dios determina es la verdad, diga el hombre lo que diga. Así que, nos guste o no, todos somos pecadores sin remedio. ¿Deprimente? Si la carta terminara aquí, ¡sí que lo sería! Pero por la gracia y misericordia de Dios Juan agrega la bendita esperanza del versículo 9: “Pero, si confesamos nuestros pecados a Dios, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (NTV). ¡Aleluya! La justicia de Dios requiere castigo del pecado. Pero como Cristo asumió ese castigo en nuestro lugar, muriendo por nuestros pecados, la fidelidad de Dios reconoce que la demanda de su justicia ya se cumplió y, por lo tanto, nos perdona si confesamos nuestros pecados y aceptamos la muerte sustitutiva de Cristo. Suena demasiado sencillo, ¿no? Sí, para nosotros lo es, porque Cristo ya ligó terriblemente en nuestro lugar. Para él no fue para nada sencillo. Pero gloria a Dios que tenemos ahora esta posibilidad de restablecer la comunión con él y llegar a ser hijos de luz.
            El ser hijos de luz no es un privilegio que hemos alcanzado como si fuera un premio. Tampoco es un fin en sí mismo. El ser hijos de luz conlleva automáticamente una responsabilidad: dejar brillar esa luz. Es algo automático, porque es imposible que no se note una luz que brilla. Si somos hijos de luz, no necesitamos hacer ningún esfuerzo sobrenatural adicional para intentar ser luz. La luna no hace ningún esfuerzo por reflejar la luz del sol. Simplemente está ahí, exponiéndose a los rayos del sol. Nosotros simplemente debemos vivir en la presencia de Dios, y su luz brillará automáticamente a través de nosotros. Lo que sí tenemos que cuidar es nuestra comunión y obediencia al Señor y que el pecado no opaque nuestra luz. ¿Se nota que eres hijo de luz? ¿Qué tal tu brillo?

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