martes, 3 de diciembre de 2019

Altas exigencias








            Hace algunos años atrás nos comentaron el caso de una iglesia que mi esposa y yo conocemos bien, y su pastor, al que también lo conocemos bien. En un momento, la frustración de este pastor llegó hasta tal punto, que en pleno culto dominical dijo: “¡Renuncio!”, se subió a su auto y se fue. Desde ese día, la iglesia estaba sin pastor.
            Yo no soy quién para evaluar el proceder del pastor, porque no dispongo de más detalles del caso. Sí que nos resultó muy llamativo, casi anecdótico. Si ustedes fueran parte de esa iglesia, teniendo que buscar ahora otro pastor, ¿en qué se fijarían? ¿Qué requisitos debería cumplir una persona para que pueda ser pastor de una iglesia? ¿Qué características buscarían en un posible candidato? Por cierto, ¿alguien de ustedes quisiera ser pastor? A lo mejor no les preocupa mucho este tema porque dicen que igual la iglesia madre pone el pastor para cada una de las IEBs. Sí, es cierto – por el momento. Pero esto no siempre será así. El objetivo es que las iglesias lleguen a ser tan maduras e independientes que puedan resolver estos casos por sí solas.
            El hermano Tito estaba ante esta difícil tarea de encontrar un pastor. Pero su situación era mucho más complicada todavía. Él no sólo tenía que elegir un pastor para una iglesia, sino para varias congregaciones en la isla Creta, donde su amigo y mentor Pablo lo había dejado con ese fin. Para que él tenga de qué guiarse, Pablo le escribió una breve carta en la cual, entre otras cosas, le orientó en cuanto a esta tarea delicada. Con esto arrancamos esta serie de predicaciones que nos llevará a través de varias de las cartas cortitas al final del Nuevo Testamento. Les invito entonces a buscar la carta de Pablo a Tito, y vamos a leer el capítulo 1.

            F Tito 1.1-16

            Este capítulo consta de tres secciones. La primera es la introducción típica de la época a todas las cartas. Pablo se presenta aquí como el remitente de esta carta, y se describe como “siervo de Dios y apóstol de Jesucristo” (v. 1 – DHH). Y también describe en breves palabras la misión de su vida: ayudar a otros a incrementar su fe y a crecer en su conocimiento de la verdad. Es decir, Pablo no se veía llamado a hacer sólo convertidos, sino seguidores, discípulos de Cristo; personas que reproducen en su día a día la persona y el ser de Cristo.
            Este saludo inicial típico incluye también el nombre del receptor, en este caso Tito, a quién él llama su “verdadero hijo en nuestra fe común” (v. 4 – RVC). Es que Tito era un cristiano griego que se había convertido por la predicación de Pablo en Antioquía de Siria. Desde entonces ha sido amigo, discípulo y fiel colaborador de Pablo. Recibió de su maestro varios encargos delicados, como este ahora de nombrar pastores para las iglesias de la isla de Creta (v. 5).
            Y con esto ya llegamos a la segunda sección de este capítulo: los requisitos para los ancianos, presbíteros u obispos, tres diferentes nombres que el Nuevo Testamento usa para el cargo de líder espiritual de una iglesia, lo que hoy llamamos “pastor”. Pablo dice que le dejó a Tito en Creta con esta misión: nombrar líderes en las iglesias de cada pueblo. Creta es una isla del mar Mediterráneo, al sudeste de Grecia. El libro de los Hechos no registra el trabajo que Pablo llevó a cabo en esta isla. Pero al seguir su viaje, él dejó a un colaborador muy cercano, a Tito, para que resolviera los problemas pendientes y busque líderes para las iglesias.
            Tratándose de la iglesia de Dios, y no de cualquier emprendimiento humano, el elegir líderes es cosa seria. Por eso, Pablo le dejó algunas instrucciones claras a Tito de cómo poder identificar a una persona idónea para ocupar esta función. Y los requisitos son elevados. En el versículo 6, Pablo dice que “un anciano debe llevar una vida irreprochable” (DHH). Otras versiones dicen: “que no se le pueda acusar de nada malo” (TLA); que debe tener “una reputación sin mancha” (PDT). Pablo no está hablando de perfección, porque esto no es posible. Pero sí está hablando de un testimonio intacto, que no se le pueda señalar con el dedo y poner en duda su vida cristiana. Debilidades todo ser humano las tiene, también los pastores. Si no lo creen, pregúntenle a mi esposa… Pero no debe haber nada tan grave que ponga en duda su amor y consagración al Señor.
            En segundo lugar, el pastor “debe ser esposo de una sola mujer” (v. 6 – DHH). Sobre esto se ha discutido mucho, tratando de identificar qué quiso decir Pablo con esto. Una explicación en la Biblia “Dios Habla Hoy” dice: “Esta expresión … probablemente debe entenderse en el sentido de no haberse casado por segunda vez, lo que supone una especial fidelidad al cónyuge.” Según esta explicación, se le podría dar a este texto también una interpretación menos probable, que sería no tener más que una esposa a la vez. En el Antiguo Testamento esto era común. Leemos de Abraham, Jacob, David, Salomón y otros que tenían varias esposas y concubinas. Pero en el Nuevo Testamento esto ya no era aprobado. En el caso de esta instrucción a Tito y otra muy parecida a Timoteo vemos que de los pastores se exige un nivel de vida y de pureza muy por encima de lo que se esperaría de otras personas. La razón de estas exigencias altas encontramos en el siguiente versículo: “el que preside la comunidad está encargado de las cosas de Dios, y por eso es necesario que lleve una vida irreprochable” (v. 7 – DHH). Es decir, no es una empresa humana, como ya dije, sino la propiedad de Dios. Por eso debe llevar una vida santa en todo aspecto de la vida, también en su vida matrimonial, para que ningún malintencionado tenga dónde agarrarle.
            Pero no es sólo la vida matrimonial que debe estar a este nivel, sino toda su vida familiar: “sus hijos deben ser creyentes y no estar acusados de mala conducta o de ser rebeldes” (v 6 – DHH). Está muy claro esto. SIN EMBARGO, quiero decir dos cosas al respecto de este punto. Primero, los hijos de pastores, de diáconos o de cualquier líder dentro de la iglesia son tan seres humanos como cualquier otro. Hay muchos casos de hijos de pastores que se fueron al mundo, pero con todo, porque no soportaron la presión a la cual se les sometió por ser hijos de personas en estos puestos. A veces son los propios padres que ejercen esa presión, otras veces viene de la iglesia. Los líderes son los padres, no sus hijos. Todos los hijos son iguales, sin importar qué cargo ocupan sus padres. Pero, ¿por qué entonces pone Pablo este requisito en cuanto a los hijos? Si los hijos son creyentes y muestran una buena conducta, aportan una gran ventaja al ministerio de los padres. Si un pastor y su esposa constantemente tuvieran que luchar y sufrir con el mal testimonio de sus hijos, estarían tremendamente limitados en su ministerio. Su mente y corazón estarían más enfocados en los hijos que en la iglesia, y no se sentirían con autoridad para llamar la atención a alguna otra familia de la iglesia, si fuere necesario. Pero si los hijos colaboran, estiran el carro, interceden por la iglesia, entonces hay sinergia, y la gracia de Dios fluye a través del ministerio de toda la familia.
            Y lo segundo que quiero decir es que los hijos, especialmente cuando son jóvenes —y mucho más cuando ya son mayores de edad— toman sus propias decisiones. Y esto es válido para cualquier familia cristiana: no se puede (¡y no se debe!) juzgar a los padres por el comportamiento de sus hijos. Conozco familias, en que los hijos han recibido el evangelio desde la cuna, pero que luego en su juventud se deciden por una vida lejos de Dios. ¿Fallaron los padres? No me animaría a afirmar esto. También conozco familias en que los padres no han sido un muy buen ejemplo que digamos, pero cuyos hijos son modelo de rectitud y de amor al Señor. ¿Logro de los padres? Probablemente no. Entonces, si bien Pablo llama la atención aquí sobre la vida familiar de los pastores, debemos entender que es un asunto muy amplio en el cual se deben considerar muchos factores. No es que cualquier metida de pata de los hijos ya inmediatamente anula el ministerio de los padres.
            Luego dice Pablo que un pastor o anciano no debe ser “soberbio ni iracundo” (v. 7 – RVC). Otras versiones dicen que “no debe ser autoritario ni de mal genio” (BLA), o que no debe ser egoísta. Bueno, creo que es hora que empaque mis maletas y me vaya del pastorado, porque ¿qué ser humano no es egoísta al por mayor? Pero es como yo dije al principio, que Pablo aquí no exige perfección. Por supuesto que cada pastor que hay en el mundo es también en algún momento egoísta, o se enoja alguna vez. Pero de que de vez en cuando le pase esto, a que sea una característica predominante de su personalidad son dos cosas muy diferentes. Alguien que es candidato a pastor debe ser consciente de sus debilidades y luchar contra ellas.
            Las siguientes características nos suenan muy creíbles, y estaríamos de acuerdo: “no debe ser borracho, ni amigo de peleas…” (v. 7 – DHH). Cualquier persona con problemas con la borrachera, o que es muy peleón, mostraría tener un problema grave de autodisciplina, y ya no calificaría para un cargo tan delicado como ser responsable por el pueblo de Dios.
            También la siguiente característica: “…ni desear ganancias mal habidas” (v. 7 – DHH) nos suena muy lógico. Pero cuántas personas, también pastores, sucumben ante esta tentación del dinero. Hay personas que dicen que el evangelio es gratis y que no se debería cobrar por predicarlo. No estoy de acuerdo con esta postura, ni encuentro indicios de ella en la Biblia. Más bien, la Biblia dice claramente que el obrero es digno de su salario. Pero lo que inhabilita a una persona para el pastorado es una sed desmedida por dinero, considerando válido cualquier medio con tal de saciar esa sed. Esto también revela un problema de personalidad, quizás también un problema de fe y confianza. Su enfoque no está en el reino de Dios, sino en el dinero; su vida no está controlada por el Dios del cielo, sino por el dios Mamón.
            En el siguiente versículo, Pablo destaca algunas cualidades positivas que un pastor sí debería tener en su vida. En primer lugar, debe tener la cualidad de la que hablamos el domingo pasado: ser hospitalario: “siempre debe estar dispuesto a hospedar gente en su casa” (v. 8 – DHH). Es decir, un pastor debe tener una casa y una mesa grande para recibir y atender a la gente que llega junto a él. Pero, por sobre todas las cosas, debe tener un corazón grande para brindar el amor que necesitan las personas que llegan en su casa.
            También dice Pablo que un líder de iglesia “debe … amar lo que es bueno. Debe vivir sabiamente y ser justo. Tiene que llevar una vida de devoción y disciplina” (v. 8 – NTV). Realmente las exigencias son altas, porque los desafíos en el pastorado son altos. Además, vuelvo a decir, se trata de administrar los asuntos de un Dios perfecto y tres veces santo.
            La siguiente característica es típica de las “cartas pastorales” (1 y 2 Timoteo, Tito): la sana doctrina. Pablo dice que un candidato a pastor debe estar fuertemente aferrada a la doctrina bíblica como se le enseñó (v. 9). No debe ser alguien que recorre YouTube para buscar la revelación más reciente que alguien pueda haber tenido. Un líder espiritual de nuestro país llamó esto hace poco una “prostitución teológica”: alguien que va detrás de cualquier corriente que encuentra en el Internet. Pablo lo llama “niño”: “Dejemos, pues, de ser niños … arrastrados a la deriva por cualquier doctrina seductora…” (Ef 4.14 – BLPH). Alguien que se alimenta espiritualmente de esa manera, no debería aspirar a querer alimentar a una congregación. Más bien debe ser estricto amante de toda la doctrina bíblica. El versículo 9 dice que el anciano “debe estar firmemente anclado en la verdadera doctrina…” (BLPH). Una versión diferente incluso lo ilustra muy gráficamente: “debe ser adicto a la doctrina auténtica…” (NBE) – por si quedaba todavía alguna duda de qué es lo que Pablo quiso decir. Así estará capacitado para poder enseñar a los demás las verdades bíblicas y poder señalar el error y corregir a los que no lo hacen. Quiero aclarar no más que no estoy en contra de mirar prédicas en YouTube o buscar material bíblico en Internet. En absoluto. Yo también lo hago. Pero no debe ser la única ni principal fuente de alimento doctrinal de un candidato a pastor.
            Y como muestra, Pablo pasa a hablar precisamente de los falsos maestros. El versículo 9 es el puente al tercer tema que aparece en este capítulo. Pablo se refiere en los últimos versículos especialmente a los judaizantes con quienes se ha enfrentado varias veces de manera bastante dura. Ellos iban detrás de él, confundiendo otra vez a los nuevos creyentes. Mientras que Pablo predicaba la fe en Cristo como único requisito para obtener la salvación, ellos enseñaban que debían cumplir primero la tradición judía antes de poder ser cristianos. Personas que no estaban todavía muy firmes en la fe quedaron tremendamente perturbados por estos maestros, sin saber a qué atenerse. Por eso dice Pablo que han trastornado a familias enteras (v. 11). Su instrucción es clara y contundente: “A esos hay que taparles la boca” (DHH); “es preciso reducirlos al silencio” (BLPH). No contentos todavía con enseñar errores y causar todo tipo de confusión en la gente, encima lucraban con eso. No sabemos de qué manera lo hacían, pero incumplían descaradamente dos requisitos que Pablo acaba de presentar para un anciano de la iglesia: no se atenían a la sana doctrina, y segundo, eran amantes de ganancias deshonestas. Así que, ¡aplazados! Incluso, uno de los mismos compueblanos cretenses, el poeta Epiménides, al que Pablo llama aquí “profeta”, no había tenido palabras muy elogiosas para su gente. Él había dicho: “Los de Creta son unos mentirosos, unos animales y unos perezosos que no dejan de comer” (v. 12 – PDT). Y Pablo dice: “Es la pura verdad. Por eso repréndelos con firmeza para mantenerlos en una fe sana” (v. 13 – BLA). Fíjense el objetivo que Pablo presenta aquí por qué Tito tenía que reprenderlos tan duramente: “para que sean sanos en la fe” (RVC). La reprensión no era para destruirlos o para demostrar que Tito tenía razón o, peor, que él tenía poder sobre los demás, sino para que ellos puedan darse cuenta de su error y regresar a la sana doctrina. La reprensión tendría fines terapéuticos, de recuperar al hermano errado, como lo habíamos aprendido también hace un tiempo atrás en las explicaciones del pastor Roberto acerca de Mateo 18.
            Pero que la reprensión no va a tener en todos el mismo efecto, Pablo lo deja claro con una declaración bastante dura: “Para los puros todas las cosas son puras; pero para los que son impuros y no aceptan la fe, nada hay puro, pues tienen impuras la mente y la conciencia” (v. 15 – DHH). Es decir, algunos se dejarán corregir, otros no cambiarán de opinión ni aunque les golpees la cabeza con la verdad. Pueden estrellarse contra la verdad y seguir negando que ella existe. ¿Por qué alguien podría ser tan terco? Pablo da la explicación: “tienen impuras la mente y la conciencia.” Han elegido ponerse un anteojo de color, y todo lo que ven tiene para ellos ese color. Se habrán encontrado ustedes con personas que están tan convencidos de algo, que todo lo que ocurre lo interpretan en esa dirección, y todo parece confirmar su punto de vista. Si creen que los demás están en su contra, ni la palabra más tierna y amable de esas personas llegará a tocar su corazón. Más bien van a creer que es una táctica malvada de hacerles daño a sus espaldas. ¿Saben cómo se llama eso? Prejuicios. Psicológicamente se refiere al prejuicio como un proceso mental que distorsiona la percepción. Todo lo que ocurre, lo percibe de manera distorsionada, como a través de un anteojo de color que le da a todo un tono diferente de lo que es en realidad. Se le atribuye al famoso Albert Einstein la siguiente frase: “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.” Y yo diría como Pablo acerca del poeta cretense: ¡Es la pura verdad! Los que están casados habrán sufrido muchas veces ya por culpa de los prejuicios de uno hacia su cónyuge, o de su cónyuge hacia uno. Todo lo que la pareja hace, uno lo interpreta según los prejuicios que uno toma como la pura verdad. Lo mismo también en la iglesia y en la sociedad. ¡Y ay si alguien intenta convencerle de que está equivocado! Pero para quienes se han librado de estos prejuicios, quienes han tirado su anteojo que distorsiona la percepción de la realidad, todo lo que ocurre aporta luz y alegría a sus vidas. “Para los puros todas las cosas son puras; pero para los que son impuros y no aceptan la fe, nada hay puro…” Deja que el Espíritu Santo limpie la visión de tu corazón para poder ser puro y ver las cosas como son en realidad.
            ¿Alguien se ofrece para ser pastor? A Timoteo Pablo le escribió: “Si alguno anhela ser obispo, desea una buena obra” (1 Ti 3.1 – RVC). Ya sabe entonces qué le espera y qué características debe cultivar. Por eso, el pastorado depende únicamente del llamado. Sin un llamado claro de parte de Dios, es imposible ejercer esta función. Pero al que Dios llama, también lo capacita y lo sostiene y guía. Si alguien de ustedes sospecha de un llamado divino en esa dirección, le digo que está aspirando a algo muy noble, que se prepare, y que, si Dios y su iglesia confirman ese llamado, el Señor también lo va a sostener.
            Cuando revisé estos requisitos para un pastor, pensé: ‘¿Y no debería todo cristiano anhelar estas características? ¿O acaso los demás cristianos pueden tener varias esposas, pueden emborracharse o tener un hogar desastroso?’ La verdad que las características que hemos visto hoy se espera de todo cristiano. Ellas deben ser nuestra meta que buscamos alcanzar. Pero todavía estamos en el camino. Los que pueden guiar a los demás son los que ya avanzaron un poco más en este camino, y pueden mostrarles a los demás por dónde deben andar. Y estos son los que Pablo admite como líderes de una iglesia. Pero tanto ellos como todos los demás miembros seguimos avanzando. Nadie ha llegado todavía a la meta, ni remotamente, pero nos movemos hacia ella. Les voy a entregar un papelito con estos requisitos, y cada uno puede ponerse una nota del 1 al 10 para cada uno de ellos, a ver qué tal está: llevar una vida irreprochable; ser esposo de una sola mujer; una familia ordenada y respetada; no ser terco ni de mal genio; no ser borracho ni amigo de peleas, ni desear ganancias mal habidas; dispuesto a hospedar gente en su casa; ser una persona de bien, de buen juicio, justo, santo y disciplinado; estar aferrada a la verdad bíblica. Al revisar esta lista, ¿dónde te encuentras ahora mismo? ¿Qué nota te das a ti mismo en cada área? ¿Cuál de los puntos son tu fuerte? ¿En cuál estás más débil? ¿En cuál estás todavía aplazado? Estos puntos que quedan más atrás son los con que debes trabajar más duramente. ¿Qué decisión tomas ahora al respecto? ¿Qué vas a hacer para fortalecer estos puntos débiles? Son exigencias altas, pero nuestro Entrenador, el Espíritu Santo, nos quiere ayudar a poder poner nuestras marcas cada vez más altas. Pídele que él sea también tu entrenador.


La hospitalidad









“La hospitalidad”

#405
Lugar: IEB Costa Azul
Fecha: 17/11/2019
Texto: 1 Pedro 4.9 y otros
Objetivos:    Œ Que los oyentes sepan justificar la hospitalidad.
 Que sean hospitalarios.


            Si usted iría de visita a Bolivia —y más concretamente a Santa Cruz—, muy pronto encontraría en algún lado esta frase: “Es ley del cruceño la hospitalidad”. Esta frase proviene de un escrito del poeta cruceño Rómulo Gómez, publicado en 1928. “Es ley del cruceño la hospitalidad” se ha convertido en algo mucho más que sólo un poema. Ha llegado a ser casi parte de la identidad de un cruceño. Se lee y se escucha esta frase por todos lados. Y no es sólo una frase; es un estilo de vida. Ese trato hospitalario uno percibe en todo el departamento de Santa Cruz (que, dicho sea de paso, es casi tan grande que todo Paraguay). Por ejemplo, en el pueblo de mi suegra, en cualquier casa que uno llega, siempre, sin excepción, será invitado con alguna bebida típica o lo que la gente tenga a mano. Y si uno llega a la hora de la comida, no cabe la menor duda de que uno será invitado a sentarse a la mesa con la familia. Siempre hay para todos.
            Seguro que ustedes han conocido personas que, al llegar a su casa, les hacen sentir como si ellos los hayan estado esperando ansiosamente, aunque llegue sin avisar o, incluso, aunque nunca antes se hayan conocido. Son esas personas que parece que no se sienten bien si no tienen a alguien en su casa. Y si realmente sucede, quizás después de mucho tiempo, que realmente no tienen en casa a nadie ajeno a su familia, quizás respiren aliviados – por un día, pero al día siguiente ya estarán pensando otra vez a quién invitar para que los visite. Estas son las personas con el don de hospitalidad. Ese don, según el teólogo C. Peter Wagner, «es la habilidad especial dada por Dios a ciertos miembros del cuerpo de Cristo para proveer una casa abierta y una bienvenida cálida a aquellos que están en necesidad de alimento y alojamiento.»
            Como dice esta definición, es una habilidad que tienen “ciertos miembros del cuerpo de Cristo”, pero no todos. Pero igual, según la Biblia, todos los cristianos somos llamados a ser hospitalarios cuando se nos dé la oportunidad. En obediencia al espíritu de la Palabra de Dios, fácilmente podríamos adaptar la frase del poeta boliviano y decir: “Es ley del cristiano la hospitalidad.” La Biblia nos exhorta a esto en varios pasajes. Por ejemplo, busquemos 1 Pedro 4.9, donde dice: “Sean hospitalarios los unos para con los otros, sin murmuraciones” (NBLH). Otras versiones dicen: “Recíbanse el uno al otro en sus casas…” (Kadosh); “Abran las puertas de su hogar con alegría al que necesite un plato de comida o un lugar donde dormir” (NTV); “Bríndense mutuo hospedaje…” (RVC). Es decir, mutuamente, unos a otros, debemos recibirnos en nuestras casas con amabilidad y generosidad. ¿Fácil? No siempre. Me consuela que Pedro agrega aquí una frase: “sin murmuraciones”, “sin quejarse”, “no a regañadientes”. Es decir, Pedro es muy sincero al admitir que no siempre nos va a nacer una sonrisa desde lo profundo del alma al ver llegar a alguien, pero si no nace la sonrisa por sí sola, debemos producirla – y callarnos la boca (“sin quejarse”).
            ¿Por qué esta exhortación? La respuesta está en el versículo anterior: “Por sobre todas las cosas, ámense intensamente los unos a los otros, porque el amor cubre infinidad de pecados” (v. 8 – RVC). Si hay ese amor intenso, vamos a recibir a quien llegue a nuestra casa de buena gana, aunque por el momento quizás no sintamos ninguna gran emoción. La hospitalidad no es cuestión de sentimientos, sino de decisión, de un estilo de vida. El amor siempre busca lo mejor para la otra persona, y si esa otra persona necesita hospedaje, alimento o cualquier otra cosa, se lo vamos a dar si está en nuestras posibilidades.
            ¿Por qué a veces nos cuesta tanto ayudar al prójimo? Generalmente es por egoísmo. No estamos dispuestos a sacrificar nuestra privacidad, nuestra comodidad, nuestra comida, nuestro dinero, etc. Por eso nos cuesta tanto recibir a alguien en casa, a no ser que sea una persona muy querida y por un corto tiempo no más. Claro, también necesitamos de privacidad, de comodidad, etc. Ser hospitalario no significa que vamos a transformar nuestra casa en un albergue transitorio de quien pase en frente – y encima gratuito. Tenemos que evaluar si nuestra necesidad de descanso, de privacidad, de fortalecer los lazos en la familia, etc., no son mayores que las necesidades de la gente. Porque si nosotros nos desgastamos hasta lo último, tampoco seremos de bendición y ayuda al necesitado de afuera. Y no somos llamados a satisfacer todas las necesidades que hay a nuestro alrededor. ¡Es imposible! Pero estas ya son situaciones extremas. Si nunca quiero recibir a nadie, posiblemente sea más egoísmo que necesidad de privacidad. Y el antídoto perfecto para el egoísmo es el amor. El egoísmo se centra siempre en uno mismo: en sus beneficios, en sus deseos, en sus necesidades, etc. El amor se centra siempre primordialmente en el otro, en las necesidades de esa otra persona, y busca por todos los medios posibles satisfacer esas sus necesidades. Por eso es el versículo 8 tan básico para el tema de la hospitalidad, como también para cualquier otro servicio o don espiritual que podamos tener. Porque este tema continúa en los siguientes dos versículos: “Como buenos administradores de los diferentes dones de Dios, cada uno de ustedes sirva a los demás según lo que haya recibido. Cuando alguien hable, sean sus palabras como palabras de Dios. Cuando alguien preste algún servicio, préstelo con las fuerzas que Dios le da. Todo lo que hagan, háganlo para que Dios sea alabado por medio de Jesucristo, a quien pertenece la gloria y el poder para siempre. Amén” (vv. 10-11 – DHH). Si hay en nosotros ese amor intenso del versículo 8 que nos impulsa, cualquier don o habilidad que tengamos lo vamos a poner al servicio de los demás, y será de gran bendición para otros, así como nosotros seremos bendecidos por los dones y habilidades de los demás. No se trata de compararnos unos con otros, para ver quién le da más al otro, ni que unos les sirvan constantemente a los demás que sólo disfrutan, sino que interactuamos, cada uno con sus puntos fuertes y sus puntos débiles, y así los puntos fuertes de uno suplen las falencias del otro. Y juntos construimos iglesia.
            Este tema de la hospitalidad era un asunto muy importante entre los judíos. Por esto aparece en varios lugares de la Biblia. Por ejemplo, Pablo les escribe a los romanos: “Solidarícense con las necesidades de los creyentes; practiquen la hospitalidad” (Ro 12.13 – BLPH). Una nota explicativa de la Biblia Dios Habla Hoy dice: “La hospitalidad, considerada en todo el mundo antiguo como un deber sagrado, llegó a ser especialmente importante como vínculo entre los cristianos, tanto por la protección que ofrecía al viajero como por las oportunidades de compañerismo y estímulo mutuo” (DHH). En ese entonces, los viajes no eran tan rápidos y programados como hoy. Una distancia que hoy haríamos en menos de una hora podría durar a lo mejor días. Tampoco había teléfono o Internet como para reservar ya de antemano un lugar en un alojamiento en la ciudad a la que uno quería llegar. Así que, el viajero estaba totalmente pendiente de que alguien lo recoja en su casa. Si esto no se daba, él tendría que quedar en la calle a la intemperie, expuesto a todos los peligros que esto conllevaba. La hospitalidad era entonces un asunto casi de vida o muerte y uno de los deberes primordiales para el hijo de Dios; una manera de manifestar el amor de Dios que vivía en él. Por eso: “es ley del cristiano la hospitalidad”.
            Aun así, no siempre salía tan fluidamente del corazón de las personas el acoger a otros. Por eso Pedro advierte que uno lo tiene que hacer sin murmurar, como ya habíamos visto. Y el autor de la carta a los hebreos dice: “No se olviden de practicar la hospitalidad, pues gracias a ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (He 13.2 – NVI). Esto de hospedar a ángeles le pasó a Abraham cuando Dios lo visitó para anunciarle el nacimiento de un hijo y también del juicio sobre Sodoma y Gomorra.
            Estos mismos ángeles también le visitaron a Lot, y él los hospedó. Muestra de cuán importante era la hospitalidad para la gente y cuán alta la responsabilidad del que recibía a visitas en su casa es que Lot protegía a sus invitados con uñas y dientes, prefiriendo poner en peligro a su propia familia antes que ver amenazada la seguridad de sus huéspedes. Algo parecido ocurrió también con Rahab que protegía los espías de Josué que exploraron Jericó. Por eso dice el Salmo 23: “Me has preparado un banquete ante los ojos de mis enemigos…” (v. 5 – DHH). El hospedador estaba tan completamente comprometido con la seguridad de su invitado, que su casa se convertía casi en una burbuja impenetrable para los peligros. Podríamos compararlo con una embajada extranjera en la cual alguien encontró asilo político. Aunque las tropas del país en que se encuentren rodeen la embajada, no le pueden hacer nada porque él cuenta con la protección del gobierno representado por la embajada. Aunque los enemigos del salmista lo estén mirando con furia, él estaba totalmente despreocupado, disfrutando del banquete de su anfitrión, como si un muro invisible gigantesco lo separe de los enemigos. Y en verdad había un muro – que se llama hospitalidad.
            Otros de los tantos ejemplos de la hospitalidad que encontramos en la Biblia es Labán que recibió al siervo de Abraham (Gn 24); Reuel o Jetro que recibió a Moisés (Éx 2); Jesús que frecuentaba la casa de María, Martha y Lázaro; Pablo que se quedaba en la casa de quien lo recibiera en sus viajes misioneros. Se quedó, por ejemplo, en la casa de Aquila y Priscila y también en la casa de Lidia que casi llegó a obligarlos a Pablo, Silas y acompañantes a quedarse en su casa (Hch 16.15). Al recibir a un misionero en su casa, estas personas se convirtieron en colaboradores del Evangelio, porque su hospitalidad hacía posible que ellos desarrollen su ministerio de predicar la Palabra sin contratiempos.
            Hoy en día la situación es bastante diferente. El mundo con sus desarrollos se ha vuelto cada vez más individualista, y anímicamente nos estamos distanciando cada vez más unos de otros. También las necesidades hoy son diferentes, y el ritmo alocado que marca nuestra vida casi no nos permite concentrarnos en las necesidades de los demás. Estamos demasiado concentrados en cumplir con nuestra agenda. Pero si permitimos que el amor de Dios nos llene, y que este amor nos impulse a poner nuestros dones al servicio de los demás, entonces encontraremos muchas maneras de ser una bendición para otros. Si la hospitalidad servía como medio de protección para los demás, ¿qué puedes hacer hoy para proteger física, anímica o espiritualmente a otros? Andá reflexionando sobre esta pregunta en los próximos días. Y dirigí esta pregunta a Dios, pidiendo que él te revele momentos y maneras de poder proteger a otros. ¿Qué puedes hacer hoy para proteger física, anímica o espiritualmente a otros?
            Pero la hospitalidad también servía para la comunión, el compañerismo y la mutua edificación. Me darán la razón al decir que muchas de las conversaciones más profundas y edificantes que ustedes han tenido fueron alrededor de la mesa de alguien o con alguien, o con un tereré de por medio. Así que, aprovechemos estas oportunidades para visitarnos y edificarnos mutuamente. Pero ojo, no vayan ahora a la casa de cualquiera de los hermanos, diciendo: “El pastor dijo que debemos ser hospitalarios, así que ¿dónde está tu comida para invitarme?” No, no funciona así la cosa. La hospitalidad se disfruta, se regala; no se exige. Y doy gracias a Dios por varias familias de esta iglesia que yo podría señalar fácilmente que tienen ese tipo de corazón hospitalario para con otras personas.
            Es la ley del hijo de Dios la hospitalidad. Que el Señor nos ayude a cumplir esa ley, y de buena gana sin murmurar. ¡Quién sabe cuántos ángeles llegaremos a tener así en nuestra casa!

            Con esto llegamos al final de nuestra serie sobre el carácter y las relaciones interpersonales que empezamos en abril de este año con el fruto del Espíritu. El próximo domingo empezaremos un recorrido por algunos libros que poco se tiene en cuenta. Al final del Nuevo Testamento encontramos varias cartas muy cortitas, a veces de un solo capítulo. Con ellos nos ocuparemos en las próximas semanas y meses.


jueves, 24 de octubre de 2019

Respeto a las autoridades nacionales (Estudio sobre Romanos 13)





            Luego de que Pablo diera instrucciones prácticas en cuanto a las relaciones dentro de la iglesia, llega a hablar ahora del comportamiento del cristiano hacia fuera, hacia el gobierno y luego también en cuanto al resto de la sociedad.
            Pablo llama a los cristianos a ser ciudadanos ejemplares. Esto implica brindar obediencia al gobierno (v. 1). En este texto hallamos una imagen casi exageradamente positiva de un gobierno. Se lo podríamos considerar el ideal, porque también en tiempos de Pablo no todos los gobiernos eran tan ejemplares como se los presenta aquí. En el Apocalipsis, por ejemplo, encontramos ya un cuadro muy diferente del gobierno terrenal.
            Pero debemos partir del hecho de que Dios ha establecido un cierto orden social. Donde hay personas juntas, no se puede sin una cierta estructura de autoridad y de personas que asuman responsabilidad, tomen decisiones y den órdenes. Por eso dice Pablo que les debemos nuestra obediencia a las autoridades, porque ¿de qué servirían los esfuerzos de los líderes si nadie les hiciera caso? Por eso Dios instituyó los principios de la autoridad y la responsabilidad. Esto ya es así desde la creación. Adán y Eva tenían que asumir cierto poder administrativo sobre el resto de la creación (Gn 1.28). Lo que Pablo muestra aquí claramente es que un cristiano no puede aislarse del resto de la sociedad nacional. Somos ciudadanos de una nación y tenemos nuestra responsabilidad hacia la misma.
            Que el gobierno haya sido instalado por Dios, no significa todavía que cada uno de los presidentes de república que hay en esta tierra sean puestos por Dios. Más bien se puede entender que la autoridad y el poder de un gobierno son principios establecidos por Dios. Dios es la fuente de la autoridad. Todos los que ejercen autoridad en este mundo, la recibieron de parte de Dios. Por eso dice la Traducción en Lenguaje Actual: “Sólo Dios puede darle autoridad a una persona, y es él quien les ha dado poder a los gobernantes que tenemos” (v. 1 – TLA). Al obedecerlos, le obedecemos también a Dios que ha establecido ese orden. O, dicho de otra manera, el que se opone a las leyes y decretos del gobierno, desobedece a Dios y se hace culpable (v. 2). En vez de enojarnos con el gobierno de turno y hablar mal de todos los políticos, deberíamos seguir las instrucciones de Pablo: “Que se ore por los reyes y todas las autoridades para que tengamos un ambiente de paz y tranquilidad, donde sea posible adorar y respetar a Dios” (1 Ti 2.2 – PDT). Si no hacemos esto, tampoco podemos quejarnos.
            Sin embargo, hay excepciones a esta obediencia a las autoridades. Los apóstoles les dijeron a las autoridades religiosas de su tiempo: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5.29 – RVC). Cuando las órdenes del gobierno contradigan las de Dios, le debemos nuestra obediencia a Dios y no al gobierno. Pablo escribió a los efesios: “Ahora Cristo está muy por encima de todo, sean gobernantes o autoridades o poderes o dominios o cualquier otra cosa, no sólo en este mundo sino también en el mundo que vendrá” (Ef 1.21 – NTV). Es decir, la autoridad de Jesús está lejos por encima de la autoridad de cualquier gobernante de este mundo.
            Tenemos que tener en cuenta que este capítulo no es un desarrollo acabado del tema de la relación entre iglesia y estado. Tampoco se especifica el comportamiento de un cristiano en todas las situaciones posibles. La intención de Pablo es que haya paz y orden social, para que el evangelio pueda extenderse más rápido y sin obstáculos. Y para eso es necesario que los cristianos se subordinen al gobierno. Aunque haya cosas que consideramos erróneas, no aportamos a su solución con tirar peste contra el gobierno y oponernos al mismo.
            Entonces, si la autoridad ha sido puesta por Dios, es con un objetivo muy específico: buscar el bien de la población. El que se orienta en las directrices del gobierno y vive de acuerdo a ellas no tiene nada que temer (v. 3). Más bien deben cuidarse aquellos que transgreden las leyes. Claro que esto otra vez es lo ideal. Nuestra realidad y la de todo el mundo se ve bastante diferente en muchos casos. Por un lado, las personas que están en el gobierno, también son seres humanos falibles. Por otro lado, no todas las personas en puestos de eminencia preguntan por la voluntad de Dios para la humanidad, sino aprovechan más bien su posición para beneficiarse a sí mismos. El poder siempre contiene también la tentación al abuso de poder – también dentro de la iglesia.
            La función que una persona de autoridad debe cumplir, según la voluntad de Dios, va en dos direcciones: por un lado, debe hacer el bien y ayudarnos a nosotros a hacerlo (v. 4). Por otro lado, debe castigar el mal. Pablo dice que las autoridades no llevan la espada de adorno. La espada es símbolo del poder disciplinario del gobierno. La versión Dios Habla Hoy dice: “…no en vano la autoridad lleva la espada…” (DHH). Si entonces un agente de tránsito nos extiende una boleta de multa, no tenemos por qué enojarnos con él. Simplemente cumple la función que Dios mismo le atribuyó, aun si él no fuese consciente de ello. Tenemos entonces dos razones importantes para someternos a las instrucciones de las autoridades: por un lado, para evitar el castigo (en condiciones normales), y segundo, para tener una consciencia tranquila (v. 5) – aunque surjan sensaciones incómodas al encontrarse de golpe en un control policial.
            Ya que el gobierno ejerce la función impuesta por Dios, y en este mundo nada funciona sin dinero, la población debe pagar impuestos que deben ser usados para el bien de todos (v. 6). Evasores de impuestos no se hacen culpables sólo ante la ley, sino también ante Dios. Muchos lo justifican diciendo que los impuestos de todos modos terminan en bolsillos privados. Es cierto, pero yo no soy llamado a elevarme como juez encima de las autoridades. Cada persona tendrá que rendir cuentas ante Dios y quizás también ante el juez. No obstante, en algunos casos de corrupción evidente, la evasión fiscal es usada conscientemente como medida de presión. Pero para lograr algo por esa vía es necesaria la unidad de la mayor parte de la población.
            Resumiendo, Pablo dice que debemos pagarle a cada uno lo que le corresponde, sean impuestos, tarifas de importación, o respeto y honra (v. 7). Con la inclusión del respeto y la honra, Pablo abre el margen prácticamente a cada ser humano. Hasta ahora él habló sólo del gobierno, pero ahora él indica que le debemos algo a prácticamente cada ser humano: la honra y el respeto por ser creación según la imagen de Dios. Con esto él apoya lo que dijo Jesús: “Pues den al emperador lo que es del emperador, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22.21 – BLPH).
            Si cumplimos con esta exhortación de pagar todo lo que es nuestro deber, también cumplimos con la siguiente de no tener deudas (v. 8). Este versículo no se refiere tanto a deudas económicas, aunque hacemos bien en aplicar esta exhortación también al área de las finanzas. Más bien, Pablo habla de las cosas que él mencionó en el versículo anterior: impuestos, gravámenes, respeto y honra. A esto él agrega ahora también el amor. Pero se apresura en decir que el amor no se puede pagar. Lo tenemos que entregar cada día de nuevo. Con esto llegamos a cumplir al mismo tiempo toda la ley de Dios, ya que el amor nunca le causará ningún daño al otro (v. 10). Esto sería una contradicción en sí mismo. Toda la ley se resume en esta una: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (v. 9 – NVI). Por eso dijo Agustino de Hipona, el padre de la iglesia: “Ama, y haz lo que quieras.”
            Esta demostración de amor no debe ser postergada por mucho tiempo. No podemos darnos el lujo de perder tiempo dormitando (v. 11). El tiempo que cada uno tiene en este mundo está limitado. Por eso, cada día en que no se demuestra el amor es un día perdido.
            Pero no pasa sólo el tiempo, sino toda la historia de la salvación está muy avanzada. Pablo dice que pronto vendría el día (v. 12). Con esto, Pablo se refiere al último día, o el día de la segunda venida de Cristo que Pablo consideraba ya muy cercano. Por eso, es tiempo de prepararse para ese día y no seguir jugando con el pecado. Sólo una vida en santidad es la única preparación adecuada para encontrarse con su Señor. Para dejar a un lado “las obras de las tinieblas” (RVC), es decir, el pecado, debemos ponernos “la armadura de la luz” (NVI). Una descripción detallada de esta armadura encontramos en la carta a los efesios[1]. Toda nuestra vida debe ser vivida a plena luz del día (v. 13). La vida en la luz es una lucha constante, para la cual necesitamos precisamente estas armas. Lo malo surge especialmente bajo el manto de la oscuridad. Pero Pablo dice que constantemente debemos comportarnos como si estuviéramos en la luz potente. Él menciona el desenfreno en diferentes áreas que debemos evitar a toda costa: “Vivamos correctamente como gente que pertenece al día: no asistamos a parrandas ni borracheras. No usemos nuestro cuerpo para inmoralidades ni pecados sexuales. No debemos causar problemas ni tener celos” (v. 13 – PDT). En vez de eso, debemos vestirnos de Cristo como si fuera un vestido y no ocuparnos tanto de los asuntos meramente físicos para no despertar los deseos de la carne: “…no se dejen arrastrar por la carne para satisfacer sus deseos” (v. 14 – BLA). En esta vida siempre tendremos que luchar por no dejarnos dominar por nuestra carne, es decir el pecado.

            Preguntas para reflexionar: ¿Qué actitud tengo hacia las ordenanzas municipales, departamentales y nacionales? ¿Hay alguna regla a la que me opongo conscientemente? ¿Hay leyes que no tomo tan en serio? No buscamos un legalismo frío, sino una actitud respetuosa a las autoridades en la iglesia, el municipio, gobierno, etc.
            ¿Cumplo con mi responsabilidad de orar por el gobierno?
            ¿Noto algún mal manejo a nivel local o nacional que yo debería denunciar, basado en la Biblia? ¿Debería llamar a los responsables a un cambio de actitud? ¿Hay algo con lo cual yo pudiera aportar para una solución de ciertos problemas?
            ¿Le debo algo todavía a alguien?




[1] Efesios 6.10-20

martes, 15 de octubre de 2019

Sométanse unos a otros









            ¿Qué sensación les produce cuando alguien les dice: “¡Sométanse!”? Probablemente la mayoría no estaría bailando de una pata, porque el término hace pensar en denigración, humillación, quizás incluso esclavitud. En Efesios 5.21, Pablo nos exhorta a someternos unos a otros. ¿Será que él quiere que esclavicemos a los demás? ¡Por supuesto que no! ¿Podríamos entonces convertir esta palabra en un concepto positivo? Bueno, no depende de nosotros, sino de lo que la Biblia entiende con este concepto.
            Quisiera leer con ustedes un pasaje anterior a este versículo 21 hasta pasar unos versículos más delante de este versículo. En realidad, sería bueno leer todo el capítulo 5, ya que es un capítulo sumamente práctico respecto a la vida cotidiana en comunidad. Pero voy a empezar a leer recién en el versículo 15.

            F Efesios 5.15-24

            En este pasaje —y más visiblemente todavía si uno lee todo el capítulo— encontramos varios tipos de relaciones interpersonales. En la primera parte del capítulo se tocan varios aspectos que tienen que ver con nuestras relaciones con personas de la sociedad – con los vecinos que nos rodean. Después habla de nuestras relaciones dentro de la iglesia, entre hermanos en Cristo. Y finalmente habla de las relaciones en el matrimonio, de la pareja. Y en medio de todas estas relaciones, como algo que une todas ellas, está este versículo 21: “Sométanse unos a otros, por reverencia a Cristo” (NVI). El mutuo sometimiento es la clave para que todas estas relaciones puedan funcionar. Donde no hay este sometimiento, hay subyugación, tiranía, y las relaciones se destruyen.
            ¿Pero en qué consiste este sometimiento? Esta palabra probablemente a la mayoría nos causa cierto malestar o, por lo menos, consideramos que hay que disfrutarla con moderación y precaución: “No se acerquen demasiado, uno nunca puede saber si no muerde de repente.” Este temor viene de experiencias propias o de personas cercanas de humillaciones sufridas a manos de otros. Pero de eso no se habla aquí. La orden de Pablo es: “sométanse”, y no: “sean sometidos”. ¿Empezamos a entender de qué se trata? El sometimiento del que habla Pablo es una decisión mía de ponerme voluntariamente debajo de la cobertura de otro. Y esto siempre es algo que trae bendición, que trae crecimiento, que eleva. El ser sometido, el ser humillado, el ser esclavizado es una acción violenta de manos de otros hacia nosotros que trae dolor, destrucción, amargura, rencor, etc. Esto es así en la sociedad, en la iglesia y en el matrimonio. ¡Cuántas mujeres sufren toda su vida siendo subyugadas por un marido machista que tiene este concepto torcido y diabólico de que esclavizar a la esposa, tratarla casi como un animal, es ser verdadero hombre! ¡Y encima se jacta de eso! Pero en verdad ahí mismo, al instante, dejó de ser hombre. Dios le dio al varón la misión de proteger a su esposa, no de enseñorearse de ella. Nadie puede exigir a los demás que se sometan a uno. Esto sólo funciona cuando la persona decide por sí misma someterse.
            Quiero desarrollar este concepto todavía un poco más. Pero antes, analicemos algunos sinónimos, que nos arrojan mucha luz sobre este asunto. Otra palabra para el someterse es la que aparece en varias versiones en el versículo siguiente: “Las casadas estén sujetas a sus propios maridos…” (v. 22 – RV95). La sujeción y el sometimiento implican lo mismo: ponerse voluntariamente debajo de algo o alguien. Pero también conlleva la idea de aferrarse a algo o alguien. Por ejemplo, si tú te subes a un árbol, en caso de resbalarte y caerte, vas a estar muy agradecido si hay una rama cercana de la que puedes sujetarte. Y vas a rogar a Dios que esa rama te aguante hasta que encuentres la manera de subirte otra vez o hasta que alguien ponga una escalera debajo. No se te va a ocurrir considerar a esa rama como una maldición, porque estás obligado a sujetarte a ella; porque ella limita tu libertad. No le vas a decir: “¿Y qué te crees por ponerte encima de mí? ¿Quién te dio la autoridad de controlarme?” Tú le diste la autoridad al sujetarte de ella. Y no es algo que limita tu libertad. Tenés toda la libertad de soltarla y seguir tu viaje en caída libre rumbo al suelo. Más bien, esa rama es tu protección, tu salvación. El estar sujeto a ella te libera de consecuencias muy dolorosas.
            El sometimiento o la sujeción, si sucede en el sentido en que Pablo lo explica aquí, no es algo denigrante ni algo que tienes que acatar a regañadientes porque ¡ni modo!, sino es tu protección. Es exactamente lo que expresa el sabio cuando dice: “Dos son mejor que uno… Si uno de ellos se tropieza, el otro lo levanta…” (Ec 4.0-10 – RVC). Así funciona la sujeción. Y repito: es una actitud voluntaria. Si no quieres, no necesitas sujetarte a nada ni nadie, pero no llores después por las consecuencias que sufres.
            Otra palabra, que no aparece en este texto, pero sí es sinónimo, es la palabra “subordinación”. El prefijo “sub” significa “por debajo de…”. Por eso, un submarino es una embarcación que va por debajo de la superficie del agua. Un subterráneo es un tren que se mueve debajo de la tierra. Subordinación, por lo tanto, es algo que está debajo de un orden establecido. Esto no tiene nada que ver con el valor de la persona o con una baja autoestima. Es precisamente lo contrario: como me siento seguro de mí mismo, no necesito pelear por mi reconocimiento por parte de los demás, sino puedo ceder tranquilamente la preferencia a otros, como Pablo lo escribe a los filipenses cuando dice: “…que cada uno considere a los demás como mejores que él mismo” (Flp 2.3 – DHH). Subordinarse la actitud de reconocer y aceptar la autoridad de alguien o del orden establecido para algo. En el tránsito, por ejemplo, reconozco el orden establecido que solemos llamar “reglas o leyes de tránsito”, y me sujeto a esto, me pongo debajo de su autoridad y me subordino. Y otra vez: siempre se me da la opción de hacerlo voluntariamente primero. Y así trae beneficio y bienestar. Si no lo hago voluntariamente, ahí ya cambian las cosas y se me obliga a hacerlo. Si considero a un semáforo simplemente como una decoración navideña de las calles con sus luces de todo color y manejo mi vehículo como me dé la gana, puedo sufrir graves consecuencias. La insubordinación puede traer mucho dolor, sea físico por las lesiones sufridas en un accidente; puede ser emocional por el cargo de conciencia de haber matado a alguien al cruzar en rojo; puede ser económico al tener que pagar una multa jugosa, etc. Pero si te sucede esto, no despotriques contra la policía de tránsito o contra cualquier autoridad que te confronta. Se te dio la opción de subordinarte voluntariamente. Si no la aprovechaste, otros tendrán el deber de obligarte a respetar el orden. Esto es así en el tránsito, en la sociedad, en la iglesia, en todos los ámbitos.
            ¿Ya entienden por qué el sometimiento, la sujeción y la subordinación son tan importantes en cualquier relación interpersonal? Únicamente si hay este elemento voluntario, la relación puede prosperar. Porque, ¿qué sucede al someterme yo a otro? Me pongo debajo de él y le ayudo a subir. Me pongo debajo de él con su carga y le ayudo a llevarla. A los gálatas escribió Pablo: “Lleven las cargas unos de otros, y así cumplirán la ley de Cristo” (Gl 6.2 – BLA). Así que, al someterme, el otro es elevado, y yo recibo su protección al sujetarme.
            Pero volvamos a nuestro versículo 21 de Efesios 5. Pablo nos ordena de someternos “unos a otros”. Es decir, mientras que yo me someto al otro para elevarlo, él hace lo mismo conmigo. ¿Pueden percibir ese dinamismo y el poder que se mueve en esto? Los dos como compitiendo entre sí de quién puede empoderar más al otro. Somos personas que están comprometidas unos con otros a que el otro pueda surgir, que buscamos lo mejor para el otro, mientras que el otro trabaja intensamente también en nosotros. Es una relación íntima, de hermandad, de amor. Así debe ser nuestra relación con todos a nuestro alrededor. Claro, tenemos diferentes grados de cercanía. Los que conozco así de cerca y con quienes estoy profundamente comprometido es una cantidad menor de personas. Por otro lado, está la sociedad en general con quienes tengo una relación mucho más distante. Pero nuestra actitud siempre debe ser la de elevación del prójimo, de servicio, de bendición al prójimo, aunque sea una persona totalmente extraña. Pero mucho más en la familia de Dios, como hermanos en Cristo, debemos tener ese profundo compromiso unos con otros.
            La mayoría de ustedes habrá visto la invitación para el culto de hoy. En los extremos hay dos personas, y entre ellos el símbolo de infinito, un 8 acostado. Esto quiere decir que mientras que la persona de un lado baja hacia la otra persona, se somete a ella, la empuja para arriba y la eleva, la otra persona hace lo mismo: baja, se somete a la primera, para elevarla y empujarla hacia arriba. Esto a veces es simultáneo, a veces se da en un momento en una dirección, en otro momento al revés.
            Pero someternos para elevar al otro no significa ponerlo sobre un pedestal elevado y aplaudir todo lo que hace. A veces también significa bajarme al pozo de su debilidad, al pozo del pecado en que cayó, en el pozo de su limitación, para empujarlo hacia arriba para que pueda salir de ese pozo. Eso es lo que el pastor Roberto nos explicó hace dos domingos atrás. Y a veces esto requiere de muchísimo esfuerzo para empujar al hermano o la hermana, porque puede estar muy metido en el barro, o enredado en el fondo del pozo, o ni saber que está en un pozo, creyéndose estar en la cima de su gloria. A veces incluso se requiere de todo un equipo de hermanos llenos de amor y comprometidos con este hermano / esta hermana para poder sacar a la persona del pozo. Y si la persona no quiere ser ayudada, ahí sí que es en vano nuestro esfuerzo – pero no el esfuerzo de Dios. En estos casos, elevar al prójimo significa elevarlo en intercesión al trono de Dios para que él haga esa transformación en el corazón de la persona caída para que pueda volver otra vez al orden establecido y sujetarse al Señor.
            Pero cuando mi prójimo se somete a mí y me quiere elevar a mí, también requiere de mí la humildad necesaria para dejarme elevar por el otro, a recibir corrección o reprensión cuando no me sujeté voluntariamente al orden establecido por Dios, etc. A veces somos muy buenos para exhortar a otros, pero muy malos para recibir reprensión. Pero ambas cosas son necesarias para que pueda haber una mutua sumisión. Si hay un bloqueo en algún lado, por ejemplo, cuando alguien bloquea la exhortación del otro, el círculo no se cierra y no fluye ese dinamismo. Si en las venas de tu cuerpo hay alguna obstrucción que no permite la circulación de la sangre, estarás en graves problemas. Si en un circuito eléctrico no se cierra el círculo, el foco no enciende. Si en una relación interpersonal uno no permite ser elevado, no puede fluir la unción de Dios. Y cuánto más tiempo perdura esta situación, más peligro existe de sufrir un infarto espiritual. Así que, lo que estamos hablando aquí es de vida o muerte.
            Si el versículo 21 terminara aquí, ya habríamos aprendido un montón. Pero agrega una frase muy importante todavía: “en el temor de Dios” (RVC), “por reverencia a Cristo” (DHH). Es decir, la presencia y el amor de Dios deben ser el motivo y la razón del sometimiento. Me sujeto a mi prójimo porque Dios me lo pide. Me someto y trato de elevar al otro no por lo que él es o no es, sino por lo que Dios es. Y porque el amor y la presencia de Dios viven en mí. Dios haría esto con él/ella, ¿por qué no lo haría yo también si Dios vive en mí? Al hacerlo, Dios es glorificado. Damos una muestra clara al mundo de cómo es Dios, ya que actuamos como nuestro Padre actúa.

viernes, 11 de octubre de 2019

Estación de servicios








            Cuando el indicador de combustible de tu vehículo se acerca peligrosamente al cero absoluto, ¿a dónde deberías irte lo antes posible? Al surtidor o la estación de servicios. ¿Por qué ese tipo de establecimientos se llaman “surtidor” o “estación de servicios”? Porque ahí nos surtimos de muchas de las cosas que necesitamos para el auto o para un viaje. Es una estación en que se nos sirve según las necesidades que tengamos con nuestro vehículo.
            ¿Sabías que Dios te ha llamado a ser una estación de servicios? No estoy diciendo “tener” una, sino “ser” una. ¿Cómo es eso? Nuestro texto de partida está en Gálatas 5.13.

            FGl 5.13

            Como el tema elegido para este domingo era “servir unos a otros”, y como texto de partida este versículo, yo ni lo leí bien, sino buscaba no más dónde en el versículo hablaba de servirse unos a otros. Y pensé qué se podría decir respecto al servicio. Incluso ya he predicado algunas veces sobre este tema, y pensé que quizás algo de estas prédicas me podría inspirar para la prédica de hoy. Pero después leí con más atención todo el versículo: “Hermanos, ustedes han sido llamados a la libertad, sólo que no usen la libertad como pretexto para pecar; más bien, sírvanse los unos a los otros por amor” (RVC). Esto me dejó bastante perplejo. ¿Qué tiene que ver la libertad con el servicio? O sea, me parecía que había dos temas totalmente diferentes uno del otro en este un solo versículo. Lo hubiera entendido perfectamente si hubiera dicho: “No se crean la gran cosa, sino sírvanse unos a otros.” ¿Pero “ser libres” y “servir”? Leí el texto desde el inicio del capítulo, pero al principio tampoco no me sirvió mucho para aclarar la situación, hasta que después de leerlo varias veces de repente se empezó a encender un foquito. Vamos a analizar juntos ahora este pasaje desde el versículo 1.

            FGl 5.1-15

            Pablo empieza a decir en este texto que Dios nos ha liberado para que seamos libres. Nosotros diríamos que esto es tan lógico que a nadie se le ocurriría decirlo siquiera. Por supuesto que alguien liberará a otra persona para que esté libre. Pero si leemos toda la carta desde el principio, nos damos cuenta que para muchos esto no era tan lógico. Resulta que Pablo había predicado a Cristo, mucha gente se había convertido, pero luego pasaron algunos judíos por la zona que querían obligar a los nuevos creyentes a observar todas las prescripciones del Antiguo Testamento. Querían que los gentiles convertidos a Cristo sean judíos primero, para luego poder ser cristianos. Por eso Pablo les dice que Cristo no los liberó del pecado para que ahora sean esclavos de la ley del Antiguo Testamento. Los liberó para que sean libres de la condenación.
            Por ejemplo, estos judíos —conocidos como “judaizantes” porque querían convertir a la gente al judaísmo antes de convertirlos a Cristo— decían a los nuevos creyentes que se tenían que circuncidar. Pero Pablo es bastante duro y categórico aquí. Él dice que si se dejan circuncidar, Cristo ya no les sirve de nada. ¿Por qué él dice eso? En toda la carta —y casi todas las demás de sus cartas—, Pablo ha explicado justamente estas dos vías para salvarse: la ley del Antiguo Testamento y Cristo. Ambos son mutuamente excluyentes: o te salvás por observar la ley o te salvás por fe en Cristo. No hay forma de combinar ambos caminos. El que quiere salvarse por la observancia de la ley, tiene que observar y cumplir absolutamente toda la ley, como Pablo lo dice en el versículo 3: “…cualquier hombre que se circuncida, … está obligado a cumplir toda la ley” (DHH). Si falla una sola vez, falla en todo. El que cumpliere toda y cada una de las leyes, se salvaría a sí mismo y no necesitaría a Cristo. Es más, habría rechazado a Cristo y su gracia: “…si ustedes pretenden hacerse justos ante Dios por cumplir la ley, ¡han quedado separados de Cristo! Han caído de la gracia de Dios” (v. 4 – NTV). Por eso dice Pablo que para el que quiere circuncidarse, Cristo no le sirve de nada porque eligió el camino de la ley. Y, como ya dije, es imposible combinar ambos caminos. Es que Cristo lo hace todo, y su salvación que nos ofrece requiere la total y absoluta confianza en él; la fe de que su obra es lo único que nos puede salvar y es todo lo que se necesita para salvarnos. O en palabras de Pablo: “…nosotros, por medio del Espíritu tenemos la esperanza de alcanzar la justicia basados en la fe” (v. 5 – DHH).
            Todo esto, los gálatas habían entendido muy bien en un principio, pero ahora estos judaizantes los habían hecho tambalear. Pablo no tiene palabras muy elogiosas para estos judíos que hacían desviar a los demás de la verdad. Él los entregó al juicio de Dios, pero expresó la fe de que los gálatas no terminarían yéndose detrás de estos perturbadores. Pero de que estuvieron confundidos, sí que lo estuvieron.
            Y ahí Pablo llega a nuestro versículo de arranque: “Hermanos, Dios los ha llamado para ser libres…” (v. 13 – PDT). Considerando lo que Pablo expuso hasta ahora, ¿qué entendemos por ser libres? ¿De qué Dios los/nos ha librado? Dios nos libró de la condenación por nuestro pecado, y también de la necesidad de cumplir la ley como vía para ser salvos. Somos libres del pecado, no por obedecer la ley del Antiguo Testamento, sino por la fe en Cristo. Ya no tenemos que cumplir con todos los ritos y sacrificios. Cristo los cumplió una vez por todas. Somos libres. ¿Pero qué significa o qué conlleva esta libertad? Ya sabemos de qué somos libres. Pero falta saber todavía para qué somos libres. Esto causó un problema en muchas iglesias. Había muchos que entendieron que eran libres, pero no prestaron atención a la segunda parte, de que su libertad tenía un objetivo. Por ejemplo, las mujeres de la iglesia de Corinto, a las que Pablo tuvo que pedir que guarden silencio en el culto, tenían justamente ese problema. Habían entendido lo de la libertad, y empezaron a discutir en pleno culto con el predicador y a armar tumultos en la iglesia, porque creían ser libres para hacer esto. Aquí, a los gálatas, Pablo ya les advierte de antemano que esa libertad no es para hacer lo que les venga a la mente: “…no permitan que la libertad sea una excusa para hacer todo lo que pide su naturaleza humana” (v. 13 – PDT); “no utilicen esa libertad como tapadera de apetencias puramente humanas” (BLPH); “no usen la libertad como pretexto para pecar” (RVC). La libertad conlleva responsabilidad. Libertad no es sinónimo de libertinaje. ¡Todo lo contrario! Bueno, ¿para qué entonces somos libres? ¿Cuál es el motivo de nuestra libertad? Ahí llegamos a lo que es en realidad el tema de esta prédica: el servicio. Somos libres para servir los unos a los otros. El motivo de nuestra libertad es el servicio al prójimo, y el motivo de nuestro servicio debe ser el amor. Servimos unos a otros porque tanto nos amamos y queremos el bien del prójimo. Ya no más una observancia fría y estricta de la ley, sino la libertad de expresar nuestro amor en servir al prójimo en sus necesidades; de ser una estación de servicios donde él pueda surtirse de lo que necesite para el viaje por esta vida. ¿Y por qué ya no más la ley? ¿Era mala al fin y al cabo? ¿Ha vivido el pueblo de Dios en error o engaño durante todo el Antiguo Testamento? ¡No, en absoluto! Dios nunca sería creador de algo malo, y la ley proviene de él. Pero esa ley nunca era algo definitivo, sino apuntaba a su perfecto cumplimiento en Cristo. Jesús mismo dijo: “No piensen que he venido a anular la ley o los profetas; no he venido a anularlos sino a darles cumplimiento” (Mt 5.17). En Cristo, la ley fue reemplazada por algo mucho mayor. Por eso escribe Pablo en el versículo 14: “…toda la ley se resume en este solo mandato: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’” (DHH). Jesús también contestó la pregunta acerca del mandamiento más importante con estas palabras: “—‘Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.’ Este es el más importante y el primero de los mandamientos. Pero hay un segundo, parecido a este; dice: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo.’ En estos dos mandamientos se basan toda la ley y los profetas” (Mt 22.37-40 – DHH). Es decir, al servir al prójimo en amor ya estás cumpliendo el espíritu de toda la ley del Antiguo Testamento.
            Y acerca del servicio no hay mucho que se puede decir, ya que es una palabra que no necesita de mayor explicación. Servir es estar enfocado en las necesidades del prójimo para satisfacerlos según nuestras posibilidades. Es tener ojos y corazón abiertos para el prójimo. Es ser una estación de servicios donde la persona pueda surtirse de abrazos, de palabras de aliento, de una roca donde apoyarse cuando todo tambalea, de un hombro donde descargar sus penas; en fin, donde pueda surtirse del amor que necesita. ¿Te parece difícil? Quizás lo sea en algún momento, pero no necesitas hacer nada extraordinario, sino aquello que tú sabes hacer. El apóstol Pedro escribe: “…cada uno de ustedes sirva a los demás según lo que haya recibido [el don que haya recibido – RVC]. Cuando alguien hable, sean sus palabras como palabras de Dios. Cuando alguien preste algún servicio, préstelo con las fuerzas que Dios le da. Todo lo que hagan, háganlo para que Dios sea alabado por medio de Jesucristo, a quien pertenece la gloria y el poder para siempre” (1 P 4.10-11 – DHH). No necesitas servir con algo que no es tu don. Para esto está el hermano a tu lado. Como pastor, soy bastante limitado, y jamás voy a poder satisfacer todas las necesidades de toda la iglesia. Pero ahí están otros que pueden suplir precisamente esta falencia mía. Y así formamos una red de servicios, de estaciones de servicios, en la que las necesidades de toda la familia espiritual que somos como iglesia hallan su lugar donde surtirse del apoyo que necesitan.
            Hace un tiempo atrás se hizo aquí en la iglesia una feria de servicios, en la que cada uno podía poner su don y sus habilidades al servicio del barrio. Y era impresionante cuán larga era la lista de servicios que podíamos ofrecer como iglesia. Y aún había muchas habilidades más que no cabían en ese tipo de ferias. Por ejemplo, si alguien tiene una habilidad especial para consolar y orientar a los demás, es difícil incluirlo en un medio día de servicios, porque acompañar a una persona en su dolor es algo que lleva bastante más tiempo que unos minutos o un medio día. Además, las necesidades que precisan de este tipo de servicio no surgen a la hora de abrir la feria de servicios en una iglesia. Estas necesidades aparecen sin previo aviso en cualquier momento del día – o de la noche. No se las puede programar. Pero en la convivencia continua como hermanos de esta familia de Costa Azul, sí estas personas tienen su lugar. Y si de repente estoy en una situación en que mi tanque emocional hace alumbrar la alarma en el tablero, voy a buscar a esas personas que puedan ser una estación de servicios para mí y llenar mi tanque otra vez del amor de Dios. Y mejor que los busque antes de que se prenda la alarma, porque si espero demasiado, puede que no llegue ya hasta este surtidor emocional y espiritual.
            Para que tú puedas ser una estación de servicios es necesario que tú mismo estés conectado a la fuente de todo suministro: Dios. No puedes surtir a otros lo que tú mismo no tienes. Tus recursos son excesivamente limitados. Quizás no puedas cargar al tanque emocional de tu hermano más de una gota de combustible, cuando en Dios está disponible todo el raudal interminable. No puedes ser la fuente, sino eres simplemente un reservorio intermedio que recibe de la fuente para pasarlo luego al que necesita.
            Quizás algunos habrán reconocido la imagen que puse en la invitación para el culto de hoy. Se ven dos personas abrazándose. Sucedió en estos días en los Estados Unidos. La mujer es una expolicía que fue condenada a 10 años de prisión por haber matado a un vecino negro – según ella por equivocación. En el juicio, antes que ella sea llevada a prisión, habló todavía el hermano menor de la víctima. Él expresó una y otra vez que él no quiere que ella se vaya a prisión, sino que se encuentre con Dios. Él le había perdonado, y si ella le pedía a Dios, Dios también la perdonaría. Al final de su discurso emotivo, él le pidió a la jueza permiso para abrazar a la acusada, cosa que le fue concedido. Esta es la imagen en la invitación. Él le pudo transmitir algo del amor de Cristo a esta mujer a la que le esperan 10 años encerrada en una celda; un amor que él mismo había experimentado y que ahora podía regalar a los que lo necesitaban. Él era un surtidor divino para esta mujer.
            Pero también es necesario que te pongas a disposición para servir al prójimo en lo que él necesite. A nadie le sirve un surtidor, por más grande y moderno que sea, si está cerrado. Todo hijo de Dios es una estación de servicios. Esta vocación está incluida en la salvación misma. Recuerden que nuestro texto dice que ahora somos libres (de la ley y también del pecado) precisamente para ser de ahora en adelante una estación de servicios. Pero muchos de estos surtidores permanecen cerrados. Puede ser por tener un corazón todavía en proceso de ablandarse y no estar dispuesto todavía a servir. Pero generalmente es por desconocimiento. No conocemos quizás que somos llamados a ser surtidores; quizás no conocemos cuál es nuestro don; quizás no sabemos de qué manera podemos servirle al prójimo. Pero si tienes ese deseo de obedecer tu llamado y le pides a Dios que te abra los ojos para ver lo que tú puedes aportar a la vida de tu hermano/a o a tu vecino o en tu casa a algún miembro de tu familia, entonces el Señor te va ir revelando de a poco su voluntad para tu vida. Así que, decide hoy prender todas las luces de tu surtidor para que sea visible desde lejos y a colocar un letrero enorme: “Habilitado”. Y si tienes esa inclinación por amor hacia el prójimo, muchas veces ni te darás cuenta que alguien se está surtiendo en tu estación, porque va a fluir tan naturalmente de ti que no lo consideras ni siquiera un servicio. Un apretón de manos, una sonrisa, un abrazo a veces son justo la carga que la otra persona necesitaba. Hay otras necesidades que sí requerirán de mayor concentración y esfuerzo, pero estamos disponibles para cualquiera que necesite lo que nosotros podemos dar.
            A la inversa, también es necesario que el que está con el tanque casi vacío admita su necesidad y se acerque a una estación de servicios para surtirse. El que hace caso omiso a la luz de advertencia que se prende en su tablero y que indica que está con el tanque en reserva no más ya y sigue adelante, esperando que su tanque se llene de algún modo por sí sólo, puede que se quede por el camino y en una emergencia grave. ¿Pero es culpa del surtidor? No, estaba ahí, pero no lo aprovechamos. Fuimos demasiado orgullosos, autosuficientes o descuidados que no nos acercamos a tiempo a una estación de servicios para llenar nuestro tanque del amor que nos hacía falta. Que esto no te suceda, hermano o hermana.
            Mira a tu alrededor. Lo que tú ves aquí es un montón de estaciones de servicios. ¿A cuál de ellas vas a acercarte para surtirte de lo que te haga falta para tu viaje en el camino del Señor? Todas estas estaciones de servicios están otra vez interconectadas. Si un surtidor no tiene el combustible que te haga falta, te puede dar la ubicación del que sí lo tiene.
            Y ahora, mira de nuevo a tu alrededor. Lo que tú ves es un montón de viajeros que necesitan surtirse en tu estación de servicios. ¿Qué es lo que tú puedes ofrecerles? La cuestión no es ¡en absoluto! de cuán surtido está tu estación de servicios. Esto es totalmente secundario. Lo importante es que esté abierta, que esté habilitada. Si yo paso por una estación de servicios que tiene un solo combustible para ofrecer, un surtidor muy, muy pequeño, pero que es justamente el combustible que yo necesito, no me importará si tiene muchas otras cosas por ofrecer, sino me importará que esté abierto a la hora que yo paso por ahí. Así que, no te preocupes en primer lugar por la cantidad de servicios a ofrecer, sino de permanecer abierto en todo momento, y a estar en condiciones de poder proveer lo que el viajero del momento necesita.
            “Sírvanse los unos a los otros por amor.”



martes, 17 de septiembre de 2019

Dejemos de juzgarnos unos a otros








            Hay muchas cosas que no entiendo. Y una de ellas es cómo puede ser posible que todavía ninguna universidad de las más renombradas del mundo se haya fijado en mí para otorgarme el doctorado en derecho. ¡Es inconcebible! Porque lo que sé hacer demasiado bien es juzgar a los demás. ¿Será porque no lo sé hacer demasiado bien, sino demasiado mal? ¿Será que en vez de otorgarme el título de doctorado en derecho deberían otorgarme el doctorado en torcido?
            Pero también llego a sospechar que yo no sería el único candidato a este “reconocimiento”. Cuanto más conozco al ser humano, más me doy cuenta que somos varios que luchamos con esta “habilidad” de juzgar a los demás. Los que estuvieron el domingo pasado en el retiro familiar, ya han recibido una excelente introducción a este tema. ¿Qué es lo que dice la Biblia al respecto? El versículo central del cual es extraído el tema de hoy está en Romanos 14.13 y dice: “Por tanto, no sigamos juzgándonos unos a otros. Más bien, propongámonos no poner tropiezo al hermano, ni hacerlo caer” (RVC). Ya la simple lectura de este un versículo contiene todo el mensaje de esta prédica. Pero me llamó la atención el “por tanto” con que empieza este versículo. Esto me indica que este versículo 13 es la conclusión y resumen de lo que Pablo ha expuesto en los versículos anteriores: “Por lo tanto, en vista de lo que vine explicando, no nos juzguemos más.” Leí el pasaje anterior y dije: “¡Socorro!” Así que, vamos a analizar hoy una porción bastante más extensa a sólo el versículo 13.

            Ro 14.1-15.7

            En este capítulo Pablo llega a tocar varios problemas dentro de la comunidad cristiana. Esta comunidad en Roma estaba compuesta por diversos grupos culturales, cada uno con su punto de vista y grado de madurez. Había personas que se aferraban a la tradición antigua, generalmente la judía. También había los que decían que la nueva libertad en Cristo los había liberado de tal obligación. Que ya no habría más prescripciones especiales en cuanto a alimentos o días festivos. Ante este cuadro, Pablo enfatiza especialmente la aceptación y tolerancia mutuas y el amor, especialmente en aquellas cuestiones a las que la Biblia no da permisos o prohibiciones expresas.
            Al empezar no más, él llama a los cristianos a aceptar a los débiles en la fe (v. 1). Con esto, Pablo se refiere a personas con convicciones débiles e inmaduras. La Biblia Latinoamericana traduce: “Sean comprensivos con el que no tiene segura su fe…” (BLA). Precisamente los que tienen todavía muchas dudas y preguntas acerca de la vida cristiana y la enseñanza de la Biblia necesitan encontrar en nuestras iglesias un hogar. La iglesia no puede ser un lugar exclusivo para los santos iluminados, sino debe ser mucho más un refugio para los pecadores desesperados. “Recibir” significa más que sólo aguantarlos. Se refiere a transmitirles la sensación de ser parte de la iglesia; darles sentido de pertenencia. Por eso Pablo enfatiza tanto el no discutir acerca de cuestiones secundarias: “Reciban al que es débil en la fe, pero no para entrar en discusiones” (v. 1 – RVC). Demasiado tiempo y energía se gasta en discutir acerca de temas irrelevantes. Y mientras esto sucede, el que busca a Dios y tiene hambre espiritual queda a un costado sin ser atendido. ¡Esto jamás ha sido el plan de Dios para su iglesia! Por eso debemos recibirlo sin ridiculizarlo ni despreciarlo por sus creencias. Es una tentación grande preferir sólo a personas que “encajan” con nosotros. ¿Pero qué hay de los que son medio raros, los que son conflictivos, los que están muy metidos en el pecado, los patoteros del barrio? ¿Acaso no son precisamente ellos los que necesitan de Cristo y de su iglesia? ¿Estamos preparados para recibirlos en nuestra iglesia con los brazos abiertos?
            Pablo presenta en el versículo siguiente un ejemplo de un tema acerca del cual se puede tener puntos de vista muy dispares. Se trata de lo que está permitido comer y lo que no (v. 2). Había muchas sectas y religiones que tenían leyes muy estrictas en cuanto a los alimentos. Entre ellos estaban también los judíos. En Levítico 11, por ejemplo, encontramos listas de animales cuya carne se podía o no comer. Además, probablemente toda la carne que se podía comprar en el mercado había sido dedicada a los dioses. ¿Cuáles de estas prescripciones valían ahora para los creyentes en Cristo? En la iglesia de Roma había personas que no veían ningún problema en disfrutar de todo lo que encontraban. Pero para otros, este era un asunto muy delicado, y por las dudas, preferían no comer nada de carne por miedo a que podrían hacer algo indebido.
            Pablo dice que, en vez de burlarse de ellos, se debe aceptar a estas personas con su opinión y no discutir acerca de esto (v. 3). En algún momento, el Espíritu Santo les abrirá el entendimiento y les mostrará la verdad a ellos – ¡o a mí! Porque, ¿quién dice que yo soy dueño de toda la verdad?
            Por otro lado, el que no come ciertas cosas, no debe tampoco condenar al que sí come de todo. A veces creemos que por el solo hecho de que alguien es más liberal en algunos aspectos que nosotros está casi ya en peligro de perder su salvación. Juzgamos y condenamos su estado espiritual según su apariencia, su ropa, su comportamiento, etc. Y en todos los casos, la regla que aplicamos para “medir” si alguien está aprobado o aplazado, somos nosotros mismos y nuestras propias opiniones y convicciones. Entonces, donde hay 10 personas juntas, hay 11 diferentes reglas de medir, y cada una con la pretensión de ser el estándar para todo el resto del mundo. Pero bien podría ser que alguien que se aplaza en su vida espiritual —según nuestra opinión— tenga una relación mucho más íntima con Dios que nosotros mismos, y que el aplazado no es él, sino yo. Quizás lo juzgamos de manera tan severa precisamente porque nosotros no tenemos una relación tan cercana con Dios. Porque si fuera así, si estuviéramos tan cerca de Dios como creemos, mucho más amor de Dios fluiría a través de nosotros hacia esa persona. Por eso dice Pablo: “Y tú, ¿quién te crees? ¿Piensas que estarías en un nivel tan elevado como para juzgar a todos los demás (v. 4)?” Únicamente Dios puede y debe evaluar el estado espiritual de una persona. Así como nosotros mismos necesitamos diariamente de su gracia para mantenernos en pie, así Dios también puede proveerles a todos los demás de suficiente gracia como para permanecer ante él. Y de esa manera todos estamos en el mismo nivel ante Dios. ¿Quién podría mirar entonces con desprecio a otros?
            ¡Cuántas divisiones ha habido en las iglesias sólo por opiniones dispares acerca de ciertos temas! Y todo por falta de tolerancia hacia el punto de vista de otros. En esta semana participamos como colaboradores en un retiro. Una sesión trataba acerca de 9 sendas diferentes para acercarse a Dios. Algunos se encuentran con Dios especialmente en la naturaleza. Estar en contacto con la naturaleza es estar en contacto con Dios automáticamente. Otros necesitan de soledad y silencio para entrar en sintonía con Dios. Un tercer grupo vive su intimidad con Dios especialmente a través del arte, otros más bien en la reflexión intelectual. Así hay 9 diferentes formas, casi como “temperamentos espirituales”. Ninguna forma o senda es mejor o peor que la otra. Varía de una persona a otra según Dios ha creado a cada uno. Por lo tanto, si el otro vive su cristianismo y su comunión con Dios de una manera diferente a la mía, no tengo absolutamente ningún derecho a juzgarlo, ya que muy probablemente está en una senda diferente a la mía, pero a todos nos une nuestro anhelo por la presencia de Dios, y nos debe unir también el amor el uno por el otro, sin importar cómo es la otra persona.
            Ahora Pablo llega a otro ejemplo en el cual la tolerancia amorosa necesita ser empleada: en la observancia de ciertos días festivos (v. 5). Él dice que, para algunos, todos los días son iguales. Otros hacen una diferencia entre ciertos días y el resto del año. Pablo no dictamina quién de ambos tiene razón. Se trata nuevamente de un asunto que no es fundamental, es decir, en el que todos pueden tener su propia opinión. Importante sólo es, que cada uno deba estar convencido de su postura y vivir consecuentemente a ella. Y nadie debe imponer su propia convicción a otros, como si fuese la única verdad válida para todo ser humano. Siempre creemos que nuestra manera de ver y de hacer las cosas es la correcta. Pero vez tras vez descubrimos que nos hemos equivocado y que otros están mucho más cerca de la verdad que nosotros mismos, o que su punto de vista es tan válido como el mío. Algunos parecen tener el complejo de ombligo, creyendo que son el centro alrededor del cual gira todo el resto del mundo. Pero nadie es una isla. Nuestra vida tiene un objetivo mucho mayor que esto. Vivimos en una relación con muchas otras personas, y necesitamos de ellas. Por eso, con todo lo que somos y hacemos, también con nuestra consideración del prójimo, debemos darle honra a Dios. Nuestra existencia gira alrededor de Cristo, no de nosotros mismos (v. 8). A él le pertenecemos, estemos vivos o muertos. Él tiene derecho sobre nosotros y nadie más – ni nosotros sobre otros. Él juzgará a todos y dirá quién está en lo correcto y quién en lo falso (v. 10). Dios tampoco me va a pedir cuentas de lo que ha hecho otra persona, sino de lo que yo he hecho y dicho. Por eso no necesitamos ahora ocuparnos tanto de los detalles de la vida de otros y emitir algún juicio acerca de su obrar. Por eso Jesús dijo en el Sermón del Monte: “No juzguen a otros, para que Dios no los juzgue a ustedes” (Mt 7.1 – DHH).
            Pablo entonces llama a todos a dejar de criticarse constantemente, como lo dice nuestro versículo central de hoy (v. 13). Más bien deberíamos tener esta actitud crítica hacia nosotros mismos. Es tan fácil saber supuestamente qué es lo que el otro está haciendo bien o mal, pero no tener ni idea de nuestra propia conducta. Es fácil pretender buscar la paja en el ojo ajeno con feroz tronco en el nuestro (Mt 7.3-5). Y podría darse que nos descubramos haciendo precisamente lo que tanto criticamos de otros. Haríamos bien en apropiarnos de la advertencia de Pablo a los corintios: “…si alguien piensa que está firme, tenga cuidado de no caer” (1 Co 10.12 – NVI).
            Recién ahora Pablo emite su opinión acerca de lo que está bien y lo que está mal en relación a estos ejemplos. Él dice que por sí solo nada está ni bien ni mal (v. 14). Depende de la actitud de cada uno. Si alguien considera algo como correcto, él lo puede disfrutar de corazón y sin remordimiento. Pero quien considera a ciertos alimentos como no adecuados, debe vivir también de acuerdo a lo que cree. Y Pablo se apresura a agregar una advertencia: mi libertad de disfrutar de todo no puede acometer contra la conciencia del prójimo (v. 15). Mi libertad termina en el momento en que alguien llega a tener problemas con mi punto de vista. No puedo entonces cuidar sólo mis propios puntos de vista, sino debo considerar también los de mi prójimo. Pablo dice inclusive que podemos llegar a destruir la obra de Cristo en la cruz con insistir tanto en nuestros derechos egoístas (comp. v. 20). Para alguien con consciencia sensible puedo llegar a ser de mal testimonio al disfrutar mi libertad, y terminar empujándolo a malos caminos. Y eso ya no es más amor. El amor tiene consideración de los demás. Por eso debemos estar dispuestos a sacrificar cosas que para nosotros son válidas e inofensivas, para proteger así al prójimo. La madurez espiritual no se manifiesta en vivir mi libertad, gústele o no al prójimo. Más bien se muestra al tener consideración de los más débiles. Deberíamos seguir el ejemplo de Pablo cuando escribió a los corintios: “…si la comida es motivo de que mi hermano caiga, jamás comeré carne, para no poner a mi hermano en peligro de caer” (1 Co 8.13 – RVC). Y un poco más allá él agrega: “Se dice: “Uno es libre de hacer lo que quiera.” Es cierto, pero no todo conviene. Sí, uno es libre de hacer lo que quiera, pero no todo edifica la comunidad. No hay que buscar el bien de uno mismo, sino el bien de los demás” (1 Co 10.23-24 – DHH). Así que, no podemos decir: “¿Qué me importa lo que cree y piensa el otro? Es problema de él.” No, no es sólo su problema. Ya habíamos dicho que no somos islas en la sociedad. Todo lo que somos y hacemos tiene una influencia sobre otros. Cuidemos entonces que esta influencia sea positiva. De otro modo, mi libertad en Cristo llegará a ser una piedra de tropiezo para otros (v. 16). Claro, no debemos hacernos esclavos de la opinión de los demás. Además, hay muchos temas que son básicos y que requieren de una postura personal clara de cada uno. Pero debemos considerar al prójimo y encontrarnos con él en amor y respeto. Creo que Pablo coincidiría con Agustín de Hipona cuando decía: “En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo amor”. Lo esencial en el reino de Dios no es lo que cada uno come o bebe, sino la actitud del corazón.
            Pablo llega entonces a la siguiente conclusión: ¿Para qué desperdiciar tiempo y energía en discusiones acerca de cosas insignificantes y que sólo nos dividen? Mucho más, pongamos la atención en lo que produce paz y que nos edifica a nosotros y a la iglesia (v. 19). Pablo reitera una vez más la advertencia de no destruir la obra de Dios por cuestiones alimenticios (v. 20). Lo que uno puede comer o no, no tiene ninguna importancia en comparación a la consciencia de mi prójimo. No puedo sacrificar el bienestar espiritual de los demás sólo para mantener la razón. Si yo le induzco a otro a comer algo que su consciencia no aprueba, esto se convierte en un pecado para él – ¡y para mí también! Una misma cosa puede ser un pecado para una persona, pero no para la otra. Depende de la comprensión y la consciencia de cada uno. Eso tenemos que tener en cuenta siempre. Verdadero amor muestra aquel, que por respeto a la comprensión de su prójimo reduce su propia libertad para no ser piedra de tropiezo (v. 21). La tendencia de juzgar a los demás se cura con el amor. El que juzga y critica en todo tiempo a los demás, no ama. El que ama, no insiste tanto en las diferencias de opinión.
            Por eso Pablo repite nuevamente la necesidad de aceptar y soportar a estos hermanos con mucha paciencia (Ro 15.1). Debemos identificarnos con ellos hasta tal punto que consideramos sus debilidades como si fueran nuestras propias. Si nos creemos muy fuertes, debemos mostrar esa fortaleza, cuidando a los más débiles. El que se molesta por la debilidad de otros, demuestra no más que él mismo no está tan maduro como siempre pensó.
            En vez de vivir para nosotros mismos, debemos ser conscientes de las debilidades y necesidades de los demás y hacer todo lo posible para sostenerlos y construir la iglesia (v. 2). La unidad y el crecimiento del cuerpo de Cristo están en primer lugar, no la libertad personal. Al considerarnos mutuamente, también se fortalecerá la fe de los más débiles. Es que así nos damos cuenta de que no estamos solos en ciertas situaciones de la vida, sino que ya otros han tenido luchas similares. Eso nos da ánimo, consuelo y esperanza.
            No deberíamos apuntarnos demasiado pronto en la categoría de los cristianos maduros – o inmaduros. La vida cristiana es un proceso de crecimiento dinámico, en el cual uno es fuerte en ciertas áreas, el otro en otras. Nadie puede considerarse a sí mismo o a otros como maduro en todas las áreas.
            ¿Pero sé yo de alguien que está débil e inseguro en un área en el que yo quizás esté algo más firme, de modo que le podría ayudar? En vez de criticar su debilidad, ¿no le podría mostrar amor sosteniéndolo?
            ¿Hay alguien a quien miro con desprecio? ¿Qué debería hacer yo con esto?
            ¿Disfruto yo de libertades que resultan ser un problema para otros? ¿Debo limitar ciertas cosas para no causar disturbios para otros?
            ¿Puedo aceptar a mis hermanos de la iglesia de forma tan incondicional como Cristo me ha aceptado a mí mismo?
            Dejemos de juzgarnos unos a otros y, más bien, amémonos unos a otros.