martes, 17 de septiembre de 2019

Dejemos de juzgarnos unos a otros








            Hay muchas cosas que no entiendo. Y una de ellas es cómo puede ser posible que todavía ninguna universidad de las más renombradas del mundo se haya fijado en mí para otorgarme el doctorado en derecho. ¡Es inconcebible! Porque lo que sé hacer demasiado bien es juzgar a los demás. ¿Será porque no lo sé hacer demasiado bien, sino demasiado mal? ¿Será que en vez de otorgarme el título de doctorado en derecho deberían otorgarme el doctorado en torcido?
            Pero también llego a sospechar que yo no sería el único candidato a este “reconocimiento”. Cuanto más conozco al ser humano, más me doy cuenta que somos varios que luchamos con esta “habilidad” de juzgar a los demás. Los que estuvieron el domingo pasado en el retiro familiar, ya han recibido una excelente introducción a este tema. ¿Qué es lo que dice la Biblia al respecto? El versículo central del cual es extraído el tema de hoy está en Romanos 14.13 y dice: “Por tanto, no sigamos juzgándonos unos a otros. Más bien, propongámonos no poner tropiezo al hermano, ni hacerlo caer” (RVC). Ya la simple lectura de este un versículo contiene todo el mensaje de esta prédica. Pero me llamó la atención el “por tanto” con que empieza este versículo. Esto me indica que este versículo 13 es la conclusión y resumen de lo que Pablo ha expuesto en los versículos anteriores: “Por lo tanto, en vista de lo que vine explicando, no nos juzguemos más.” Leí el pasaje anterior y dije: “¡Socorro!” Así que, vamos a analizar hoy una porción bastante más extensa a sólo el versículo 13.

            Ro 14.1-15.7

            En este capítulo Pablo llega a tocar varios problemas dentro de la comunidad cristiana. Esta comunidad en Roma estaba compuesta por diversos grupos culturales, cada uno con su punto de vista y grado de madurez. Había personas que se aferraban a la tradición antigua, generalmente la judía. También había los que decían que la nueva libertad en Cristo los había liberado de tal obligación. Que ya no habría más prescripciones especiales en cuanto a alimentos o días festivos. Ante este cuadro, Pablo enfatiza especialmente la aceptación y tolerancia mutuas y el amor, especialmente en aquellas cuestiones a las que la Biblia no da permisos o prohibiciones expresas.
            Al empezar no más, él llama a los cristianos a aceptar a los débiles en la fe (v. 1). Con esto, Pablo se refiere a personas con convicciones débiles e inmaduras. La Biblia Latinoamericana traduce: “Sean comprensivos con el que no tiene segura su fe…” (BLA). Precisamente los que tienen todavía muchas dudas y preguntas acerca de la vida cristiana y la enseñanza de la Biblia necesitan encontrar en nuestras iglesias un hogar. La iglesia no puede ser un lugar exclusivo para los santos iluminados, sino debe ser mucho más un refugio para los pecadores desesperados. “Recibir” significa más que sólo aguantarlos. Se refiere a transmitirles la sensación de ser parte de la iglesia; darles sentido de pertenencia. Por eso Pablo enfatiza tanto el no discutir acerca de cuestiones secundarias: “Reciban al que es débil en la fe, pero no para entrar en discusiones” (v. 1 – RVC). Demasiado tiempo y energía se gasta en discutir acerca de temas irrelevantes. Y mientras esto sucede, el que busca a Dios y tiene hambre espiritual queda a un costado sin ser atendido. ¡Esto jamás ha sido el plan de Dios para su iglesia! Por eso debemos recibirlo sin ridiculizarlo ni despreciarlo por sus creencias. Es una tentación grande preferir sólo a personas que “encajan” con nosotros. ¿Pero qué hay de los que son medio raros, los que son conflictivos, los que están muy metidos en el pecado, los patoteros del barrio? ¿Acaso no son precisamente ellos los que necesitan de Cristo y de su iglesia? ¿Estamos preparados para recibirlos en nuestra iglesia con los brazos abiertos?
            Pablo presenta en el versículo siguiente un ejemplo de un tema acerca del cual se puede tener puntos de vista muy dispares. Se trata de lo que está permitido comer y lo que no (v. 2). Había muchas sectas y religiones que tenían leyes muy estrictas en cuanto a los alimentos. Entre ellos estaban también los judíos. En Levítico 11, por ejemplo, encontramos listas de animales cuya carne se podía o no comer. Además, probablemente toda la carne que se podía comprar en el mercado había sido dedicada a los dioses. ¿Cuáles de estas prescripciones valían ahora para los creyentes en Cristo? En la iglesia de Roma había personas que no veían ningún problema en disfrutar de todo lo que encontraban. Pero para otros, este era un asunto muy delicado, y por las dudas, preferían no comer nada de carne por miedo a que podrían hacer algo indebido.
            Pablo dice que, en vez de burlarse de ellos, se debe aceptar a estas personas con su opinión y no discutir acerca de esto (v. 3). En algún momento, el Espíritu Santo les abrirá el entendimiento y les mostrará la verdad a ellos – ¡o a mí! Porque, ¿quién dice que yo soy dueño de toda la verdad?
            Por otro lado, el que no come ciertas cosas, no debe tampoco condenar al que sí come de todo. A veces creemos que por el solo hecho de que alguien es más liberal en algunos aspectos que nosotros está casi ya en peligro de perder su salvación. Juzgamos y condenamos su estado espiritual según su apariencia, su ropa, su comportamiento, etc. Y en todos los casos, la regla que aplicamos para “medir” si alguien está aprobado o aplazado, somos nosotros mismos y nuestras propias opiniones y convicciones. Entonces, donde hay 10 personas juntas, hay 11 diferentes reglas de medir, y cada una con la pretensión de ser el estándar para todo el resto del mundo. Pero bien podría ser que alguien que se aplaza en su vida espiritual —según nuestra opinión— tenga una relación mucho más íntima con Dios que nosotros mismos, y que el aplazado no es él, sino yo. Quizás lo juzgamos de manera tan severa precisamente porque nosotros no tenemos una relación tan cercana con Dios. Porque si fuera así, si estuviéramos tan cerca de Dios como creemos, mucho más amor de Dios fluiría a través de nosotros hacia esa persona. Por eso dice Pablo: “Y tú, ¿quién te crees? ¿Piensas que estarías en un nivel tan elevado como para juzgar a todos los demás (v. 4)?” Únicamente Dios puede y debe evaluar el estado espiritual de una persona. Así como nosotros mismos necesitamos diariamente de su gracia para mantenernos en pie, así Dios también puede proveerles a todos los demás de suficiente gracia como para permanecer ante él. Y de esa manera todos estamos en el mismo nivel ante Dios. ¿Quién podría mirar entonces con desprecio a otros?
            ¡Cuántas divisiones ha habido en las iglesias sólo por opiniones dispares acerca de ciertos temas! Y todo por falta de tolerancia hacia el punto de vista de otros. En esta semana participamos como colaboradores en un retiro. Una sesión trataba acerca de 9 sendas diferentes para acercarse a Dios. Algunos se encuentran con Dios especialmente en la naturaleza. Estar en contacto con la naturaleza es estar en contacto con Dios automáticamente. Otros necesitan de soledad y silencio para entrar en sintonía con Dios. Un tercer grupo vive su intimidad con Dios especialmente a través del arte, otros más bien en la reflexión intelectual. Así hay 9 diferentes formas, casi como “temperamentos espirituales”. Ninguna forma o senda es mejor o peor que la otra. Varía de una persona a otra según Dios ha creado a cada uno. Por lo tanto, si el otro vive su cristianismo y su comunión con Dios de una manera diferente a la mía, no tengo absolutamente ningún derecho a juzgarlo, ya que muy probablemente está en una senda diferente a la mía, pero a todos nos une nuestro anhelo por la presencia de Dios, y nos debe unir también el amor el uno por el otro, sin importar cómo es la otra persona.
            Ahora Pablo llega a otro ejemplo en el cual la tolerancia amorosa necesita ser empleada: en la observancia de ciertos días festivos (v. 5). Él dice que, para algunos, todos los días son iguales. Otros hacen una diferencia entre ciertos días y el resto del año. Pablo no dictamina quién de ambos tiene razón. Se trata nuevamente de un asunto que no es fundamental, es decir, en el que todos pueden tener su propia opinión. Importante sólo es, que cada uno deba estar convencido de su postura y vivir consecuentemente a ella. Y nadie debe imponer su propia convicción a otros, como si fuese la única verdad válida para todo ser humano. Siempre creemos que nuestra manera de ver y de hacer las cosas es la correcta. Pero vez tras vez descubrimos que nos hemos equivocado y que otros están mucho más cerca de la verdad que nosotros mismos, o que su punto de vista es tan válido como el mío. Algunos parecen tener el complejo de ombligo, creyendo que son el centro alrededor del cual gira todo el resto del mundo. Pero nadie es una isla. Nuestra vida tiene un objetivo mucho mayor que esto. Vivimos en una relación con muchas otras personas, y necesitamos de ellas. Por eso, con todo lo que somos y hacemos, también con nuestra consideración del prójimo, debemos darle honra a Dios. Nuestra existencia gira alrededor de Cristo, no de nosotros mismos (v. 8). A él le pertenecemos, estemos vivos o muertos. Él tiene derecho sobre nosotros y nadie más – ni nosotros sobre otros. Él juzgará a todos y dirá quién está en lo correcto y quién en lo falso (v. 10). Dios tampoco me va a pedir cuentas de lo que ha hecho otra persona, sino de lo que yo he hecho y dicho. Por eso no necesitamos ahora ocuparnos tanto de los detalles de la vida de otros y emitir algún juicio acerca de su obrar. Por eso Jesús dijo en el Sermón del Monte: “No juzguen a otros, para que Dios no los juzgue a ustedes” (Mt 7.1 – DHH).
            Pablo entonces llama a todos a dejar de criticarse constantemente, como lo dice nuestro versículo central de hoy (v. 13). Más bien deberíamos tener esta actitud crítica hacia nosotros mismos. Es tan fácil saber supuestamente qué es lo que el otro está haciendo bien o mal, pero no tener ni idea de nuestra propia conducta. Es fácil pretender buscar la paja en el ojo ajeno con feroz tronco en el nuestro (Mt 7.3-5). Y podría darse que nos descubramos haciendo precisamente lo que tanto criticamos de otros. Haríamos bien en apropiarnos de la advertencia de Pablo a los corintios: “…si alguien piensa que está firme, tenga cuidado de no caer” (1 Co 10.12 – NVI).
            Recién ahora Pablo emite su opinión acerca de lo que está bien y lo que está mal en relación a estos ejemplos. Él dice que por sí solo nada está ni bien ni mal (v. 14). Depende de la actitud de cada uno. Si alguien considera algo como correcto, él lo puede disfrutar de corazón y sin remordimiento. Pero quien considera a ciertos alimentos como no adecuados, debe vivir también de acuerdo a lo que cree. Y Pablo se apresura a agregar una advertencia: mi libertad de disfrutar de todo no puede acometer contra la conciencia del prójimo (v. 15). Mi libertad termina en el momento en que alguien llega a tener problemas con mi punto de vista. No puedo entonces cuidar sólo mis propios puntos de vista, sino debo considerar también los de mi prójimo. Pablo dice inclusive que podemos llegar a destruir la obra de Cristo en la cruz con insistir tanto en nuestros derechos egoístas (comp. v. 20). Para alguien con consciencia sensible puedo llegar a ser de mal testimonio al disfrutar mi libertad, y terminar empujándolo a malos caminos. Y eso ya no es más amor. El amor tiene consideración de los demás. Por eso debemos estar dispuestos a sacrificar cosas que para nosotros son válidas e inofensivas, para proteger así al prójimo. La madurez espiritual no se manifiesta en vivir mi libertad, gústele o no al prójimo. Más bien se muestra al tener consideración de los más débiles. Deberíamos seguir el ejemplo de Pablo cuando escribió a los corintios: “…si la comida es motivo de que mi hermano caiga, jamás comeré carne, para no poner a mi hermano en peligro de caer” (1 Co 8.13 – RVC). Y un poco más allá él agrega: “Se dice: “Uno es libre de hacer lo que quiera.” Es cierto, pero no todo conviene. Sí, uno es libre de hacer lo que quiera, pero no todo edifica la comunidad. No hay que buscar el bien de uno mismo, sino el bien de los demás” (1 Co 10.23-24 – DHH). Así que, no podemos decir: “¿Qué me importa lo que cree y piensa el otro? Es problema de él.” No, no es sólo su problema. Ya habíamos dicho que no somos islas en la sociedad. Todo lo que somos y hacemos tiene una influencia sobre otros. Cuidemos entonces que esta influencia sea positiva. De otro modo, mi libertad en Cristo llegará a ser una piedra de tropiezo para otros (v. 16). Claro, no debemos hacernos esclavos de la opinión de los demás. Además, hay muchos temas que son básicos y que requieren de una postura personal clara de cada uno. Pero debemos considerar al prójimo y encontrarnos con él en amor y respeto. Creo que Pablo coincidiría con Agustín de Hipona cuando decía: “En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo amor”. Lo esencial en el reino de Dios no es lo que cada uno come o bebe, sino la actitud del corazón.
            Pablo llega entonces a la siguiente conclusión: ¿Para qué desperdiciar tiempo y energía en discusiones acerca de cosas insignificantes y que sólo nos dividen? Mucho más, pongamos la atención en lo que produce paz y que nos edifica a nosotros y a la iglesia (v. 19). Pablo reitera una vez más la advertencia de no destruir la obra de Dios por cuestiones alimenticios (v. 20). Lo que uno puede comer o no, no tiene ninguna importancia en comparación a la consciencia de mi prójimo. No puedo sacrificar el bienestar espiritual de los demás sólo para mantener la razón. Si yo le induzco a otro a comer algo que su consciencia no aprueba, esto se convierte en un pecado para él – ¡y para mí también! Una misma cosa puede ser un pecado para una persona, pero no para la otra. Depende de la comprensión y la consciencia de cada uno. Eso tenemos que tener en cuenta siempre. Verdadero amor muestra aquel, que por respeto a la comprensión de su prójimo reduce su propia libertad para no ser piedra de tropiezo (v. 21). La tendencia de juzgar a los demás se cura con el amor. El que juzga y critica en todo tiempo a los demás, no ama. El que ama, no insiste tanto en las diferencias de opinión.
            Por eso Pablo repite nuevamente la necesidad de aceptar y soportar a estos hermanos con mucha paciencia (Ro 15.1). Debemos identificarnos con ellos hasta tal punto que consideramos sus debilidades como si fueran nuestras propias. Si nos creemos muy fuertes, debemos mostrar esa fortaleza, cuidando a los más débiles. El que se molesta por la debilidad de otros, demuestra no más que él mismo no está tan maduro como siempre pensó.
            En vez de vivir para nosotros mismos, debemos ser conscientes de las debilidades y necesidades de los demás y hacer todo lo posible para sostenerlos y construir la iglesia (v. 2). La unidad y el crecimiento del cuerpo de Cristo están en primer lugar, no la libertad personal. Al considerarnos mutuamente, también se fortalecerá la fe de los más débiles. Es que así nos damos cuenta de que no estamos solos en ciertas situaciones de la vida, sino que ya otros han tenido luchas similares. Eso nos da ánimo, consuelo y esperanza.
            No deberíamos apuntarnos demasiado pronto en la categoría de los cristianos maduros – o inmaduros. La vida cristiana es un proceso de crecimiento dinámico, en el cual uno es fuerte en ciertas áreas, el otro en otras. Nadie puede considerarse a sí mismo o a otros como maduro en todas las áreas.
            ¿Pero sé yo de alguien que está débil e inseguro en un área en el que yo quizás esté algo más firme, de modo que le podría ayudar? En vez de criticar su debilidad, ¿no le podría mostrar amor sosteniéndolo?
            ¿Hay alguien a quien miro con desprecio? ¿Qué debería hacer yo con esto?
            ¿Disfruto yo de libertades que resultan ser un problema para otros? ¿Debo limitar ciertas cosas para no causar disturbios para otros?
            ¿Puedo aceptar a mis hermanos de la iglesia de forma tan incondicional como Cristo me ha aceptado a mí mismo?
            Dejemos de juzgarnos unos a otros y, más bien, amémonos unos a otros.

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