sábado, 14 de marzo de 2020

Sal y luz










            Un sargento cuenta un episodio de su vida militar:
            En nuestra compañía teníamos un soldado que daba testimonio de su fe cristiana. Le hacíamos la vida muy dura. Una noche, cuando volvíamos después de haber caminado bajo una tremenda lluvia y estábamos empapados hasta los huesos y muy cansados, nuestro único pensamiento era irnos a la cama. Sin embargo, el creyente se tomó el tiempo de arrodillarse para hacer su oración. Esto me puso tan furioso que tomé mis botas cubiertas de barro y se las arrojé una tras otra a la cabeza. A la mañana siguiente hallé al lado de mi cama mi calzado magníficamente lustrado. Ese gesto me partió el corazón y comprendí lo que significa el cristianismo.
            Esta historia es un ejemplo de lo que significa ser sal y luz. El texto en el que está basado este tema se encuentra en Mateo 5.13-16, parte del Sermón del Monte.

            FMt 5.13-16

            Jesús empieza esta enseñanza con una declaración muy simple: “Ustedes son la sal de este mundo” (v. 13 – DHH). Pero a pesar de ser simple, está cargada de dinamita. ¿Qué significa “ser sal”?
            En tiempos de Jesús, la sal se relacionaba con varias cualidades, de las cuales mencionaremos las siguientes: a) La idea de la pureza. Uno piensa en la pureza fácilmente al observar el color blanco tan brillante de la sal. Imaginate que alguien te invita para un asado, pero para tu gusto, le falta bastante sal. Hay en la mesa un recipiente con sal, pero encuentras que está totalmente sucia y contaminada. ¿La usarías? Quizás escarbarías como gallina para buscar algunos granitos de sal rescatables, pero no sería algo muy agradable.
            Imaginate entonces que Dios le pasa al mundo un cristiano para sazonar la vida de los demás, pero ese cristiano está lleno de impurezas, contaminado por el pecado, manchado por la ira, por el engaño, por una vida doble. ¿Serías tú un don agradable de parte de Dios a este mundo? ¿Estarían tus vecinos agradecidos a Dios por habérteles enviado como salero a su vecindario?
            Cuando los creyentes son sal de la tierra, son ejemplos de pureza. En la sociedad encontramos generalmente todo lo contrario a pureza: a demasiado mucha gente no le importa más la sinceridad o la dedicación al trabajo. La pureza sexual y la fidelidad entre los cónyuges parece ser un cuento de viejas. Los medios de comunicación propagan los antivalores a cada segundo. Uno que cree todavía en lo que enseña la Biblia es considerado anticuado. Entonces, fiestas, sexo, alcohol, drogas, engaños, coimas, etc., es considerado como moderno, necesario para adaptarse a la sociedad, para no caer de aguafiestas o anticuado. ¿Y qué diferencias hay entonces entre un “cristiano” así y una persona cualquiera del mundo? ¿Coincide este punto de vista con lo que enseña Pablo en su carta a los romanos? “No se amolden al mundo actual… No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto” (Ro 12.2 – NVI/VP). Cambiar su manera de pensar, no vivir según los criterios de una sociedad que no conoce a Cristo. Por el contrario, vivir en pureza, vivir en santidad. Eso es “ser sal”. Fíjense que la sal nunca absorbe el sabor de la comida con la que es mezclada. Más bien la sal impregna a todo el resto de la comida con sus cualidades salinas. En otras palabras, un cristiano nunca absorbe el “sabor” —la mentalidad, el comportamiento, el vocabulario— del mundo, sino impregna el ambiente a su alrededor con el aroma de Cristo. Cristo y el mundo son incompatibles. No se puede agradar a ambos. O agradas a Cristo o agradas al mundo. Es cierto, nunca seremos perfectos, pero usar esa imperfección como excusa para justificar nuestro coqueteo con el mundo no es buscar agradar a nuestro Salvador.
            b) La sal como elemento conservador. Hasta hoy en día se usa la sal para conservar alimentos, como la carne —la cecina— por ejemplo. Como hijos de Dios, debemos ejercer una influencia desinfectante en nuestro entorno. Debemos evitar que los otros se “pudran” en el pecado. Y no solamente sanar a personas ya metidas en lío, sino hacer un trabajo de prevención. Si tú ves a una persona que está a punto de pisar una víbora venenosa, ¿no le advertirías a gritos? ¿Por qué no hacerlo con los que están en peligro de caer en algún ilícito?
            Dios dice al profeta Ezequiel algunas palabras bastante duras: “A ti, hombre, yo te he puesto de centinela para el pueblo de Israel. Cuando yo te comunique algún mensaje, deberás anunciárselo de mi parte, para que estén advertidos. Puede darse el caso de que yo pronuncie sentencia de muerte contra un malvado; pues bien, si tú no le hablas a ese malvado y le adviertes que deje su mala conducta para que pueda seguir viviendo, él morirá por su pecado, pero yo te pediré a ti cuentas de su muerte. Si tú, en cambio, adviertes al malvado y él no deja su maldad ni su mala conducta, él morirá por su pecado, pero tú salvarás tu vida. También puede darse el caso de que un hombre recto deje su vida de rectitud y haga lo malo, y que yo lo ponga en peligro de caer; si tú no se lo adviertes, morirá. Yo no tomaré en cuenta el bien que haya hecho, y morirá por su pecado, pero a ti te pediré cuentas de su muerte. Si tú, en cambio, adviertes a ese hombre que no peque, y él no peca, seguirá viviendo, porque hizo caso de la advertencia, y tú salvarás tu vida” (Ez 3.17-21 – VP). Eso es ser sal.
            c) Dar sabor. La función más evidente y más aprovechada por nosotros es la de dar sabor a las comidas. Prueben comida sin sal, a ver si la sal no es importante. Nuestra vida debe dar sabor a las personas a nuestro alrededor. Si miran la cara de las personas que se les cruzan, verán demasiadas veces rasgos de desesperación, de amargura, rencor, odio, falta de sentido para su vida. No le hallan gracia, sabor, a la vida y por eso están con pensamientos de suicidio. ¡Quién mejor entonces que nosotros los cristianos para darles a ellos una pequeña chispa de esperanza, de alegría, de aliento, una pizca de sal! Nosotros que tenemos la seguridad de nuestra salvación, seguridad de la vida eterna, ¿no podemos darles a ellos algo de esperanza también? ¿No podemos contagiarlos también con nuestro gozo que tenemos? Cuando todo el mundo está deprimido, los cristianos deberíamos hacer la diferencia en su vida.
            Pero para poder hacerlo, primero nuestra propia vida debe tener sabor. Y ese sabor lo puede producir únicamente la fe cristiana. El cristianismo es una relación personal, viva, íntima con Jesucristo. Solamente así puedes ser la sal del mundo.
            Así que, una primera declaración de Jesús en nuestro texto base es: “Ustedes son la sal de la tierra…” (v. 13 – RVC). Pero esta expresión de Jesús tiene también una advertencia: Somos la sal. No es un deseo o la expresión de esperanza para el futuro, sino una declaración: somos sal. Pero, aunque somos sal, corremos el riesgo de perder nuestra salinidad, como sigue diciendo el versículo 13: “…si la sal pierde su sabor” (RVC). La sal en tiempos de Jesús no era tan refinada y químicamente pura como hoy en día. Podía suceder que al humedecerse pierda su salinidad, dejando a otros minerales parecidos a la sal. También el creyente puede guardar las apariencias, pero ser insípido, sin sabor, y no cumplir su propósito. Y el que no cumple su propósito como cristiano, causa mucho daño a la iglesia y al testimonio cristiano. Los demás dirán: “¿Acaso este no es cristiano? Y miren lo que está haciendo. Escuchen las palabrotas que usa. Fíjense cómo engaña a los demás.” Parece cristiano, pero no lo es. Sal insípida, según las declaraciones de Jesús en este texto, ya no tiene ninguna utilidad, así como un cristiano insípido sólo es molestia y carga. La sal no puede recuperar su salinidad, pero —y aquí hay una nota de esperanza— el cristiano sí lo puede, por la gracia y misericordia de Dios. ¿Cómo puede “purificar” su sal para que no esté más contaminada? Humillándose ante Dios, pidiéndole perdón, y pidiéndole que él restaure lo que nosotros hemos echado a perder.
            Algo parecido sucede también con la segunda imagen que Jesús utiliza en este texto: “Ustedes son la luz de este mundo” (v. 14 – DHH). ¿Qué significa ser la “luz del mundo”? Al igual que la sal, la luz tiene varios efectos o funciones. Veamos algunas:
            a) Una luz es en primer lugar algo que se puede ver. Las casas en Palestina estaban muy oscuras. Como luces servían pequeñas lámparas de aceite que normalmente estaban puestas sobre un candelero. Mientras alguien estaba en casa, estas lamparitas tenían que estar en lo alto para alumbrar la casa. Sería absurdo encender una luz y esconderla debajo de un recipiente. Sería absurdo encender aquí todas las luces, y luego taparlas con telas gruesas para que nadie vea que están encendidas. ¿Para qué las encenderíamos entonces? La función de la luz no es estar encendida, sino alumbrar, esparcir su luz, iluminar el ambiente.
            Si Jesús dice que somos luz, significa que nuestra vida espiritual también debe ser visible. Alguien dijo que “no existe tal cosa como un 'cristiano clandestino'. O la clandestinidad pondrá en peligro al cristianismo, o el cristianismo hará imposible la clandestinidad.” No estamos hablando de situaciones extremas de la iglesia perseguida como sucede en ciertos países, sino de un cristiano aquí en Paraguay. Si quieres esconder que eres cristiano, con el tiempo dejarás de serlo. Pero si eres cristiano verdadero, no podrás —¡ni querrás!— esconderlo. Así como es absurdo esconder una luz, así es absurdo esconder mi relación con Cristo, o tapar mi cristianismo con un manto de mal testimonio.
            Un pastor visitó en el cuartel a uno de los jóvenes de la iglesia que hacía su servicio militar. Cuando el pastor mencionó una vez a Dios, el joven se acercó más y le dijo en voz baja: “Por favor, pastor, hable más despacio. Aquí nadie sabe todavía que yo soy cristiano.” Evidentemente no había entendido lo que significa ser luz.
            La gente nos debe reconocer como cristianos al observar nuestro comportamiento con los vendedores del mercado, con los empleados o con los jefes; al observar nuestra conducta en el juego, al manejar el coche; al observar nuestra manera de hablar, lo que vemos en la tele o lo que leemos. “Si la luz está presente en nosotros, la verán los demás aun en los detalles menos importantes, aunque nosotros no consideremos estos detalles como ‘espirituales’. Pueden ser actividades tan rutinarias como contestar el teléfono, realizar un trámite en una oficina pública o manejar el automóvil. Quien anda en la luz verá que estas actividades son afectadas por la presencia de la luz en su vida.
            Es por esto que Jesús señaló, de modo enfático, que una ciudad asentada sobre un monte no puede ser escondida. Resulta literalmente imposible que pase inadvertida por otros” (Christopher Shaw: “Dios en sandalias”).
            Un profesor en un seminario preguntó a sus alumnos, por qué los vecinos de él le llamarían “cristiano”. Después de algún tiempo, uno de los alumnos le contestó: “Seguramente porque sus vecinos no lo conocen muy bien todavía.”
            b) En segundo lugar, luces son indicadores o guías en el camino correcto. Las luces nos ayudan a no tropezarnos con cualquier cosa y encontrar el camino por donde andar. Si ustedes pasan de noche por la punta del aeropuerto, van a ver las luces que bordean toda la pista de aterrizaje. Los pilotos los pueden ver desde muy lejos. Junto con la ayuda de sus instrumentos en la cabina, pueden aterrizar de modo totalmente seguro incluso de noche.
            O la ruta de Roque Alonso a Limpio. Cuando recién se había asfaltado, era a veces difícil de noche encontrar su carril correcto, porque todo estaba uniformemente negro y con muy poco alumbrado público. Pero cuando pintaron las rayas y señalizaciones en el asfalto, todo cambió. Si bien no tienen luz propia, reflejan la luz del auto y son guías muy buenos para saber por dónde uno tiene que andar.
            De igual forma, los cristianos debemos mostrar claramente el camino al Padre. La gente, en su desesperación busca en cualquier lugar algo que les solucione su vacío interior. Ellos necesitan a algún cristiano que les diga: “No señor. Esto no te va a ayudar. Vení, por acá va el camino.” O sea, necesitan a personas que pueden ser indicadores de lo bueno.
            c) Luces también pueden ser luces de advertencia. La luz roja del semáforo, por ejemplo, es una luz que nos advierte ante los peligros que corremos cuando seguimos la marcha y cruzamos la calle en rojo. O la luz roja en el tablero que indica que el aceite está demasiado bajo o que el auto levantó demasiada temperatura. Como cristianos, también necesitamos ser luces de advertencia. Muchas personas se metieron en grandes líos porque no hubo nadie quien los advierta de esto.
            Pero ojo: los cristianos que son luces de advertencia, frecuentemente no son muy queridos entre los que quieren cruzar la luz roja. Una canción dice: “Alguna gente encuentra a los cristianos en lugares donde no quisiera encontrarlos. Pero ellos están ahí para cumplir la función que Dios les encargó.” Y esa función es justamente la de advertir a la gente. La reacción de las personas a nuestra advertencia ya es responsabilidad exclusiva de ellas, pero la nuestra es la de haberle mostrado las consecuencias que puede tener una mala decisión.
            ¿Y cuál es el propósito que menciona Cristo acá de ser sal y luz (v.16)? Debemos serlo para que la gente vea nuestras buenas obras y diga: “¡Qué buen tipo que eres!” – ¿o no? No, el texto no dice nada de gloriarse. Es como si la luna se jactara de su brillo en una noche de luna llena. Nosotros no nos merecemos ninguna alabanza por ser sal y luz, porque simplemente cumplimos lo que sí o sí es nuestro deber. Lo hacemos para que Dios sea glorificado. Debemos estar tan llenos de Cristo, que cuando un mosquito nos pica, salga cantando: “Hay poder en la sangre de Cristo…”
            Nuestro gato había cazado una vez una cigarra. La tenía en su boca, pero no la había matado todavía. Cada vez que el gato abría su boca como para masticarla, se escuchaba su sonido de la cigarra. Así debería escucharse la voz de Cristo cada vez que nosotros abrimos nuestra boca, no porque lo estamos comiendo, sino porque él vive en nosotros. Esto llevará a que la gente admire a Cristo dentro de nosotros, no a nosotros como sus simples portadores.
            Somos la sal y la luz del mundo. Déjenme decirlo con un énfasis diferente: somos la sal y la luz del mundo, no de la iglesia. Ambas imágenes, la sal y la luz, sólo tienen sentido en el mundo podrido y oscuro. Es ahí que se necesita de estos elementos. Es ahí que se necesita de tu presencia como cristiano. Ponerle sal a una comida ya salada hace que sea desagradable o incluso incomible. Encender una luz donde ya hay luz, es un gasto innecesario. Durante el día, cuando hay un sol radiante, a nadie se le ocurriría buscarse una linterna para ir a la despensa. Pero sí cuando vamos de noche por una calle sin alumbrado público, ¡cuánto uno llega a desear tener consigo alguna fuente de luz! En la iglesia están todos los cristianos con sus luces juntos y es fácil ser luz ahí. Pero donde realmente se necesita de una luz, es en la oscuridad del pecado, en el mundo. La iglesia reunida en un lugar no es tan efectiva que la iglesia esparcida en todo el barrio o sociedad. Tenemos esta responsabilidad para con nuestra sociedad de brillar con nuestro testimonio en la vida de los demás. Y verdaderamente no hay nada más opuesto y radicalmente diferente que la luz y la oscuridad. Así el cristiano debe ser diferente a la sociedad no cristiana que le rodea.
            Pero fíjense que tanto la sal como la luz no tienen que hacer ningún esfuerzo adicional para serlo. Cuando la sal se mezcla con la comida, no sucede ningún proceso químico que le da el sabor salado. Ya tenía ese sabor antes de ser echado a la olla donde se cocina la comida. Quiere decir, que como cristianos, por el simple hecho de tener al Espíritu Santo en nosotros, ya ejercemos una influencia sobre nuestro entorno. En lo espiritual suceden cosas que ni nosotros podemos notar. Claro, si se nos presenta la oportunidad de hablar de Cristo o de hacer algo especial, lo debemos hacer. Pero nuestra influencia positiva en la sociedad no depende únicamente de actos o programas especiales. Somos sal, somos luz por el simple hecho de tener a Cristo viviendo en nosotros.
            Estaba viendo un experimento con la electricidad. Parte del circuito forma un recipiente con agua, en el cual se fija un cable en cada extremo. Al enchufar el circuito, no se prende el foco porque el cable ahí en el agua está cortado, a cierta distancia una punta de la otra. Pero cuando se agrega sal al agua en ese recipiente, de pronto alumbra el foco, porque la sal aumenta la conductividad del agua y resulta como una especia de cable que une una punta con la otra, cerrando así el circuito.
            Pensé que esto era una buena ilustración también para nuestro tema de ser sal y luz. Al estar conectado a Dios —“enchufado” en él—, la fuente de todo poder, y ser la sal del mundo, nuestra luz brillará en la oscuridad del pecado humano. Un foco, por más potente o de diseño llamativo que sea, si no está conectado a la fuente, no alumbrará. El foco no produce luz por sí mismo. Tampoco un cristiano produce luz por sí mismo. Necesitamos estar conectado a la fuente de todo poder, a la fuente de energía, para poder brillar para honra y gloria de nuestro Dios.
            Jesús dijo una vez: “Yo soy la luz del mundo…” (Jn 8.12). Si ahora nos da el encargo de también ser la luz del mundo, nos está diciendo que debemos llegar a ser como él; y que podemos serlo solamente en la medida que él gobierna nuestras vidas. Admití que no puedes salar y brillar por ti mismo, sino que necesitas de la gracia y misericordia de Dios.
            Pero, por otro lado, ¿qué puedes hacer para aumentar tu “salinidad” o tu “conductividad” de la energía divina? Te desafío a que anotes uno o dos cosas prácticas que vas a hacer esta semana para limpiar tu “agua” de suciedad que inhiben la conducción de energía eléctrica, y reemplazarla por sal para que tu luz —o mejor dicho, la luz de Cristo— pueda brillar ante la gente para que alaben a nuestro Dios. Te dejo esto como tarea para la semana, a ver si el próximo domingo el siguiente predicador se acuerda de repasar la lección y revisar la tarea…

Cristo es el centro










            ¿Qué importancia tiene en un juego mecánico, como una calesita, por ejemplo, el eje central? Sostiene toda la estructura del juego. ¿Qué sucedería si una silla, góndola o como se llame en cada juego donde se sienta la gente, decidiera no querer estar más fijado al eje y buscar su propio camino? Sería un caos absoluto. Saldría despedido y podría causar un accidente muy grave, dependiendo de la altura del suelo que está y a qué velocidad gira la máquina. En la vida cristiana, también hay un eje alrededor gira toda nuestra vida. ¿Cuál es este eje? ¿Alrededor de qué o quién gira todo? Esto es lo que nos mostrará el texto de hoy.

            F1 Jn 5.1-21

            En la primera predicación sobre las cartas de Juan vimos que Jesucristo ocupa un lugar central en las mismas. Esto sale a relucir también de manera especial en este capítulo. Juan empieza diciendo que la fe en Jesús es la base para llegar a ser un hijo de Dios: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha llegado a ser hijo de Dios…” (v. 1 – PDT). Con “creer”, Juan no se refiere a una actividad mental, es decir, a tener cierto conocimiento, sino a una aceptación de corazón, una convicción, una actividad de la fe. Y esa aceptación por fe de que Jesús es el Mesías nos convierte en hijos de Dios. Con aceptar a Jesús, Dios llegó a ser nuestro Padre. Pero Cristo es la puerta para poder llegar a Dios, o en palabras de Jesús mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre si no es por mí” (Jn 14.6 – BLPH). Cristo es el centro de todo.
            Esta experiencia de llegar a ser hijo de Dios al aceptar a Cristo como centro de su vida no es exclusiva de una sola persona. Todos los que tienen esa fe, llegan a ser hijos de Dios. Como hijos, naturalmente amamos a nuestro Padre celestial. Esto probablemente no nos resulte tan difícil. Pero si amamos al Padre, necesariamente tenemos que amar también a todos sus hijos (v. 1). Esto sí que a veces es un desafío mucho mayor. Estamos dispuestos a amar a un buen grupo de sus hijos, pero a ciertos otros hijos de él nos cuesta aceptar que sean nuestros hermanos. ¡Cuánta falta nos hace a veces darnos cuenta de cuán indignos del amor de Dios somos nosotros mismos! La falta de amor a los otros hijos de Dios pone en duda la autenticidad de nuestro amor a Dios. Así lo expresa una versión de la Biblia: “…no es posible amar al padre sin amar también al que es hijo del mismo padre” (v. 1 – BLPH).
            Quizás ya me han escuchado mencionar el caso de algunas hermanas de cierta iglesia que vivían en contante roce y rencillas. Todo esfuerzo por producir reconciliación y unidad era en vano. En un momento, una hermana me dijo: “Pero con Dios estoy bien.” El apóstol Juan le diría: “Estimada hermana, lo dudo. No puedes estar bien con Dios si te niegas a reconciliarte con una de sus hijas.” Si Cristo es el centro para ambos, vamos a amarnos unos a otros. Así que, ¿quieren “medir” su amor a Dios? ¿Quisieran saber cuánto lo aman? Entonces, fíjense en cuánto aman a los hermanos en Cristo, y lo sabrán.
            En los siguientes 2 versículos, Juan nos da todavía una segunda señal o medida: nuestra obediencia a Dios. Ya el hermano Francisco lo había dicho el domingo pasado que el amor siempre se muestra en la obediencia. Y la verdad es que ambas cosas son imposibles de separar. Si su hijo le dice que lo ama mucho, pero no le hace caso en absoluto a las instrucciones que le da, simplemente porque no le da la gana, ¿acaso usted se sentirá muy amado? Decirle a alguien que lo ama es muy fácil, pero hacer un sacrificio que lo demuestre a veces no estamos dispuestos a hacer. Somos con Dios como ese joven que, muy enamorado, le mandó una tarjetita a su adorada en que le escribió: “Por ti cruzaría el desierto más extenso, superaría la montaña más alta, atravesaría el lago más hondo o caminaría descalzo entre espinas, con tal de estar contigo.” Y como despedida agregó: “Nos vemos el sábado, siempre y cuando no llueva.” Ya Jesús lo había dicho: “Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos” (Jn 14.15 – NVI). El amor siempre busca complacer a la otra persona. Por lo tanto, cuánto yo obedezco a Dios mostrará cuánto lo amo. Este tema del amor será abordado más detenidamente el próximo domingo por el pastor Roberto.
            ¿Creen que es difícil obedecer a Dios? Bueno, depende. Cuando nuestra voluntad y nuestros deseos son muy fuertes y se oponen a lo que entendemos que es la voluntad de Dios, entonces sí nos cuesta bastante. Pero Juan dice que los mandamientos de Dios “no son difíciles de cumplir” (v. 3 – NVI). ¿Por qué? Cuando realmente amamos a Dios, cuando somos sus hijos, él mismo nos dará la fuerza para obedecerlas. No luchamos con nuestras propias armas, “ya que los hijos de Dios están equipados para vencer al mundo. Nuestra fe, en efecto, es la que vence al mundo” (v. 4 – BLPH). ¿Dice el texto que un hijo de Dios no tendrá luchas? ¿Que toda su vida será color de rosas? No, en absoluto. La Biblia nunca nos promete una vida fácil. Todo lo contrario: Jesús dijo que en este mundo tendríamos aflicciones (Jn 16.33). Pero sí la Biblia nos promete la victoria, y no puede haber victoria sin antes haya habido luchas. Y cuánto más cruenta es la lucha, más grande la victoria. Jesús animó a sus discípulos: “…tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16.33 – DHH), y Juan dice: “Nuestra fe nos ha dado la victoria sobre el mundo” (v. 4 – PDT). Si somos hijos de Dios, si estamos “en Cristo” o firmemente unido a él, si él es el centro de nuestra vida, entonces su victoria es también la nuestra: “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios” (v. 5 – RVC)? No son nuestras fuerzas y destrezas, no son nuestras estrategias de guerra los que nos dan la victoria sobre los problemas y el pecado, sino la victoria obrada por Jesús con su muerte y resurrección.
            Todavía alguien podría preguntarse por qué todo debe partir y terminar en Cristo. ¿Por qué él es tan céntrico en todo? Juan presenta tres señales que testifican de que Jesús es el Hijo de Dios, y que alrededor de su persona gira todo lo demás. Esos tres testigos son el agua, la sangre y el Espíritu Santo. Con el agua, Juan se refiere muy probablemente al bautismo de Jesús. Muchas versiones lo traducen incluso así, hablando de “su bautismo en agua” (v. 6 – NTV). Fue cuando Jesús fue bautizado que el Padre mismo dio testimonio de que Jesús era su Hijo: “Se oyó … una voz del cielo, que decía: ‘Este es mi Hijo amado, a quien he elegido’” (Mt 3.17 – DHH).
            La sangre en este versículo de Juan se refiere a la muerte de Jesús. Sólo el Hijo de Dios podía dar salvación a todo el mundo al morir en nuestro lugar. Entre el bautismo de Jesús al inicio de su ministerio y su muerte al final del mismo, quedó encerrada toda la obra de Jesús en esta tierra. Es por eso que el agua y la sangre, el bautismo y la muerte, son testimonio de que con Cristo se levanta y se cae todo, según si creemos o no creemos en él.
            Y todo esto queda confirmado por el Espíritu Santo mismo. Al creer en Jesús y convertirnos en hijos de Dios, “el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Ro 8.16 – RVC). Por eso vuelve a insistir Juan que hay tres testigos: “el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo en su testimonio” (v. 8 – PDT). Entre paréntesis: los que tienen Reina-Valera encontrarán entre los versículos 7 y 8 un agregado que habla de tres testigos más en el cielo. Este agregado no está en ningún manuscrito antiguo. Recién entre el siglo 14 y 18 aparece en cuatro copias, como una traducción del latín. O sea, recién 1.400 años después de que Juan haya escrito sus cartas, aparece este agregado. Podemos afirmar entonces con certeza que este texto no formó parte de la carta de Juan. Por eso también la gran mayoría de las traducciones no lo incluye.
            Volviendo al testimonio acerca de la importancia de Cristo para nuestra vida, Juan dice que, si le creemos a algún ser humano, con cuánta más razón debemos creerle a Dios mismo y lo que él dice acerca de Jesús. El ser humano puede fallar, pero el testimonio de Dios es de absoluta confianza y verdad. En varias oportunidades durante la vida de Jesús en esta tierra, Dios indicó claramente que Jesús era su Hijo. Y más todavía ahora que creemos en Cristo, Dios da testimonio a través de su Espíritu, como ya lo habíamos leído en la carta a los romanos. Por eso dice Juan que “el que cree en el Hijo de Dios, lleva este testimonio en su propio corazón” (v. 10 – DHH). Tenemos ahí profundo esta absoluta certeza de que Jesús es el Mesías, y que nosotros por la fe en él hemos llegado a ser hijos de Dios. Pero el que no cree en Jesús, no acepta ese testimonio de Dios y “está acusando a Dios de mentiroso” (v. 10 – BLPH). ¿Qué tiene que ver el no creer con hacerle a Dios pasar de mentiroso? La persona que no cree en lo que Dios dice, se establece a sí misma como fuente de la verdad. Entonces, todo lo que no coincide con esta su propia verdad es mentira para él. Si Dios entonces dice algo que es diferente a lo que él dice, ese Dios debe ser mentiroso. ¿Se dan cuenta hasta dónde nos puede llevar nuestra incredulidad? Lo mismo vale para cualquier otra cosa que dice la Biblia y que no aceptamos o no cumplimos. La verdad absoluta es lo que está en la Palabra de Dios, no lo que opina el ser humano. Pero gracias a Dios que nosotros hemos creído y aceptado el testimonio que Dios dio: “que Dios nos ha dado vida eterna, y que esta vida está en su Hijo” (v. 11 – DHH). Al aceptar esta verdad, accedemos a la vida eterna. En palabras de Juan: “El que tiene al Hijo, tiene la vida, el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (v. 12 – RVC). ¿Así o más claro? Cristo es el centro. Con Cristo se levanta o se cae todo. Creer en Jesús es entonces lo más inteligente que el ser humano puede hacer.
            A Juan le interesa mucho que tengamos absoluta certeza en cuanto a nuestro estado espiritual: “Les he escrito estas cosas a ustedes, los que creen en el nombre del Hijo de Dios, para que sepan que tienen vida eterna” (v. 13 – RVC). ¿Tú crees que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador del mundo? Entonces, ¿qué tienes? Vida eterna. ¿Tú no lo crees? Entonces ocupate pronto de este asunto, porque hasta que no creas en Jesús, sólo tienes muerte eterna.
            Pero los que tenemos claro este asunto, los que hemos aceptado por fe a Jesús en nuestras vidas y los que somos hijos de Dios, tenemos ahora comunión íntima con él. Esto se nota, por ejemplo, en nuestra comunicación con él: “Tenemos plena confianza de que Dios nos escucha si le pedimos algo conforme a su voluntad” (v. 14 – BPD). ¿El Dios perfecto, omnipotente, tres veces santo nos escucha? Sí, así es. Tanto él desea comunicarse con nosotros que presta atención a lo que nosotros tenemos para decirle a él. ¿Sientes a veces que tus oraciones llegan sólo hasta el techo? No es así. Ese sentimiento es un engaño. Si eres su hijo, él desea escucharte, así como deseas disfrutar de la comunión y comunicación con tus hijos.
            Pero Dios no solamente nos escucha, sino él responde a nuestras oraciones: “…así como sabemos que Dios oye nuestras oraciones, también sabemos que ya tenemos lo que le hemos pedido” (v. 15 – DHH). Eso es fe: orar, pedirle algo, y considerarlo ya recibido – aunque no lo podamos ver todavía con nuestros ojos físicos. Por supuesto, tenemos que tener en cuenta lo que dice el versículo anterior: lo que le pedimos tiene que ser “conforme a su voluntad” (v. 14 – DHH). Nuestra comunión con Dios tiene que ser tan íntima, que su voluntad se vuelve la nuestra. Así nos alejaremos cada vez más de peticiones egoístas y mezquinas, y nos concentraremos en lo que Dios quiere. Entonces nuestras oraciones serán de tal agrado para el Padre, que con gusto nos concederá lo que le pedimos. Por ejemplo: si vemos a otro hijo de Dios hacer algo que no es de agrado para el Padre, nuestra intercesión por él hará que Dios lo perdone (v. 16). Sin embargo, hay quienes consciente y obstinadamente rechazan a Cristo. Este pecado los lleva a la muerte eterna. Juan considera que no hace falta orar por ellos, ya que han elegido ya su destino eterno. El problema es que no somos Dios para ver los corazones de las personas y poder clasificarlas en personas con vida (o con posibilidades todavía de obtener la vida eterna) y los que están en camino a la muerte. Así que, más vale que sigamos orando por las personas que no conocen todavía a Dios, porque aun el más perdido —según criterios humanos— es objeto de la gracia y misericordia de Dios. Y no dejemos tampoco de orar los unos por los otros para que podamos mantenernos firmes en el camino de la vida. Según Juan, tenemos la protección especial de Jesús que ni el diablo no la puede romper (v. 18), pero necesitamos cubrirnos mutuamente con este manto de protección a través de la intercesión. Somos ciudadanos de otro reino, pero vivimos en este mundo dominado por Satanás (v. 19). Por eso siempre estamos en peligro de desviarnos del camino correcto detrás de lo que Juan llama “ídolos” o “dioses falsos” (v. 21).
            Cristo es el centro. ¿Qué harás con él? ¿Es él el centro absoluto de tu vida? ¿Seguro? No estoy preguntando si alguna vez lo aceptaste como tu Señor y Salvador, sino si él es el centro de todas tus actividades diarias; si él es el centro de todos tus pensamientos; si él es el centro de todas tus decisiones. Él tiene que ser el centro de cada área de tu vida. Todo lo que no gira alrededor de él, está destinado al caos como si una silla de la calesita decidiera soltarse del eje. ¿Trajiste algo para hacer apuntes? Entonces anotate ahora por lo menos una cosa que harás en esta semana que te pueda aferrar más firmemente al eje de todo, Cristo. El próximo domingo veremos qué resulta de esto.
            Y si nunca todavía has establecido a Cristo como el centro de tu vida, quisiera hablar contigo al final del culto para ayudarte a creer en él y llegar a ser hijo de Dios.
            Y ahora cumpliremos a lo que nos exhortó este texto: nos reuniremos de a 2 para orar uno por el otro. Compartan sus cargas y motivos de oración y oren uno por el otro.


La iglesia, tu lugar de trabajo








            Este es un culto diferente a los del resto del año. Hoy es una sesión de trabajo o de negocios – los negocios del Señor de la iglesia. En este negocio, todos los que somos hijos del Dueño, tenemos nuestra responsabilidad y nuestro lugar. ¿Cómo puede ser esto? Dios ha dispuesto un lugar de trabajo dentro de su iglesia para cada uno de sus hijos. Ese lugar es determinado por el/los don/es que él ha dado a cada uno. Así lo dice su Palabra:

            F 1 Pedro 4.10-11

            En primer lugar dice Pedro aquí: “cada uno”. ¿Quién es “cada uno”? Pues, cada uno de los receptores de esta carta. En el inicio de esta carta, Pedro los identifica claramente: “Yo, Pedro, apóstol de Jesucristo, saludo a los que … fueron elegidos, según el propósito de Dios Padre y mediante la santificación del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser limpiados con su sangre…” (1 P 1.1-2 – RVC). Es decir, él escribe muy específicamente a personas que han aceptado a Cristo como su Señor y Salvador. Así que, esta exhortación en el capítulo 4 va para cada uno de nosotros que somos creyentes en Cristo, hijos de Dios. Cada uno. No hace excepciones. No dice: “a la mayoría”, o: “a unos cuantos elegidos o privilegiados”. ¡Cada uno que es hijo de Dios! Nadie se queda afuera. ¿Te consideras un hijo de Dios? ¿Has aceptado alguna vez a Cristo como tu Señor y Salvador? Entonces esta enseñanza es para ti, sin distinción de edad, género, clase social, raza, etc. Nadie se queda afuera. Cada uno.
            ¿Qué debe hacer “cada uno”? Lo dice a continuación: “Ponga … al servicio de los demás el don que haya recibido…” (v. 10 – RVC). Pedro no pone en duda si alguien tiene un don o no. No anima a poner en ejecución el don, por si haya recibido uno. “El don que haya recibido.” Cada cristiano tiene sí o sí un don espiritual, una capacidad sobrenatural, diferente a la habilidad natural, que el Espíritu Santo le ha dado en el momento de recibir a Cristo. En algunos es más notorio o más fácil saber cuál es su don, a otros les cuesta más descubrirlo. Pero de estar, está. Este texto no deja dudas en cuanto a esto.
            Podríamos sentirnos muy privilegiados, en una posición diferente a los que no son hijos de Dios - ¡y lo somos! En verdad somos privilegiados, porque Dios nos ha considerado dignos de recibir de él una habilidad especial que otros no tienen. Pero en vez de enmarcar mi don y colgarlo en la pared para que todos puedan admirar mi tesoro que tengo, Pedro nos exhorta a ponerlos al servicio de los demás. Un don no sirve si no es usado para bendecir a otros. Dios jamás tuvo la intensión de promover en nosotros el egoísmo e individualismo. Él nos creó seres sociales, en constante interrelación unos con otros. Por eso, también estas herramientas que son los dones son pensadas para bendecirnos unos a otros. Si no lo ponemos al servicio de los demás, fallamos el propósito de Dios con ese don. Él a lo mejor piensa: ‘¿Para qué le he dado ese don a este hijo o esta hija mía, si jamás piensa en usarlo?’
            Si usted ve en su hijo cierta habilidad y le compra algo que le sirva para desarrollar esa habilidad, su voluntad, obviamente, es que el hijo utilice lo que ustedes le han comprado, ¿no es cierto? Así que, ni siquiera deben preguntar si es la voluntad de Dios que usted use su don o no. ¿Para qué más le podría haber dado ese don? Tu don es al mismo tiempo también tu llamado. ¿Quieres saber cuál es la voluntad de Dios para tu vida? Fijate en qué don tienes, y sabes cuál es la voluntad de Dios. Además, Pedro aquí lo dice muy enfáticamente: “póngalo al servicio de los demás.” No hacerlo es fallar el propósito de Dios para tu vida. No hacerlo es desobediencia. En lo que sí le debes preguntar a Dios es en qué momento, en qué lugar y de qué manera él quiere que uses tu don. Cada don puede ser usado de muchas diferentes maneras. El lugar específico sí te lo debe indicar el que te dio tu don. Pero mientras esperas alguna indicación específica de parte de Dios, haz lo que esté a tu alcance. No te quedes tirado en la hamaca, esperando recibir alguna señal sobrenatural. Esta prédica ya es suficiente “señal sobrenatural” que necesitas en este momento. El don necesita ser desarrollado, y se desarrolla únicamente mediante el ejercicio. En la hamaca, el don sólo se pudre, pero no se desarrolla. Encontramos en la Biblia varias listas de dones diferentes, pero en ninguna de ellas figura el don de calentar sillas de la iglesia. Con el clima que tenemos aquí, se calientan solas. Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido.
            Haciéndolo, sigue diciendo Pedro, serás un “buen administrador de la gracia de Dios en sus diferentes manifestaciones” (v. 10 – RVC). Un don es una expresión de la gracia de Dios. No hemos merecido ningún regalo de ese tipo de parte de Dios. Que él de todas maneras nos lo ha dado, es por su pura gracia. Esta gracia tiene “diferentes manifestaciones”, dice Pedro. En el siguiente versículo él menciona dos de estas manifestaciones, pero Pablo menciona varias otra más. Es decir, los dones se muestran de muy variadas formas y expresiones. Y de esas manifestaciones variadas, Dios nos ha puesto como administradores. Si los ejecutamos, sirviendo a otros, somos buenos administradores. ¿Y si no lo hacemos? Pues, no seremos buenos administradores. ¿Y qué hará el gerente de una empresa con un mal administrador? No esperemos a que Dios tenga que hacer con nosotros la misma cosa.
            En el versículo 11, como ya dije, Pedro menciona dos de estas manifestaciones. En primer lugar, habla del don de enseñanza o de predicación: “Cuando hable alguno, hágalo ciñéndose a las palabras de Dios…” (v. 11 – RVC); “si alguno sabe hablar bien, que anuncie el mensaje de Dios” (TLA); “¿Has recibido el don de hablar en público? Entonces, habla como si Dios mismo estuviera hablando por medio de ti” (NTV); “Quien predica, hable como quien entrega palabras de Dios” (BNP). Pedro no pregunta aquí por quién tiene ese don, sino exhorta a quien sea que lo tenga a que lo ejerza bien, con responsabilidad, con excelencia. Una vez más, Pedro no hace distinción, si es hombre o mujer, por ejemplo. El tener el don es al mismo tiempo también el llamado, habíamos dicho. Si tienes el don, debes ejercerlo, sea quien fueres – claro, con la madurez y la capacitación correspondiente a esta gran responsabilidad. Pablo enseña claramente: “Es el mismo y único Espíritu quien distribuye todos esos dones. Sólo él decide qué don cada uno debe tener” (1 Co 12.11 – NTV). Si él decide dar el don de la Palabra o el don de predicar a una mujer, ¿quién soy yo para indicarle que se equivocó? Para mí, la discusión si una mujer puede predicar o no es una pérdida de tiempo. Más bien deberíamos usar esa energía y tiempo en hacer lo que nos corresponde hacer con nuestro don, en vez de querer prescribirle al Espíritu Santo a quién darle cierto don y a quién no. Si a él se le ocurrió darle ese don a una mujer, pues ¡que predique! Y lo mismo también para cualquier otro don que pueda tener.
            El segundo ejemplo que pone Pedro es el del servicio: “cuando alguno sirva, hágalo según el poder que Dios le haya dado” (v. 11 – RVC); “Cuando alguien preste algún servicio, préstelo con las fuerzas que Dios le da” (DHH). Nada podemos hacer por nuestras propias fuerzas. Dependemos de las fuerzas que Dios nos da. Pero si él nos ha dado un don, nos va a dar también el poder y la fuerza para ejercerlo.
            En este don del servicio están incluidos todos los del ministerio de ujieres, porque se trata de un ministerio de servicio. Pero en sentido más amplio, caben en este todos los demás dones, porque todos los dones son para servir a los demás, como ya Pedro nos había indicado en el versículo anterior. Así que, tengas el don que tengas, hazlo en nombre del Señor y según las fuerzas e indicaciones que provienen de él. El tener un don no te habilita para hacer lo que te canten las ganas, sino debes seguir sus indicaciones y aprovechar las oportunidades que Dios te da. O, en palabras de Pedro al final de este versículo: “Todo lo que hagan, háganlo para que Dios sea alabado por medio de Jesucristo, a quien pertenece la gloria y el poder para siempre” (DHH). Lo que hacemos, no es para que los demás nos admiren y aplaudan, sino para que Dios sea alabado, porque él es el único digno de aplausos y, además, esos dones no son míos, sino de él. Así que, no puedo pedir aplausos por algo que no he hecho yo, sino la habilidad y la fuerza que él me ha prestado con un fin muy específico.
            La iglesia es tu lugar de trabajo. Es el ámbito en el cual puedes y debes ejercer tus dones. Hay muchos dones que se ejerce hacia la gente que no conoce a Dios, pero es en nombre de la iglesia y con el propósito de llevarla a la iglesia, y, en definitiva, llevarla a Dios. Quizás hoy nos enfocamos más que nada en el equipo pastoral y sus servicios, pero esta enseñanza es para todos. Cada miembro del equipo pastoral es líder de uno de los ministerios de la iglesia. Ponete a su disposición para poder servir según el don que tengas.
            En la invitación para hoy decía: “Todos diferentes, pero unidos, sujetos a Cristo, poniendo el hombro para construir su iglesia.” Cada uno tiene un don diferente, y cada uno necesita al otro. Entre todos juntos, unidos por el amor de Dios, construimos la iglesia de Cristo. Este es tu lugar de construcción. Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido.


Hijos de luz








            Por las muchas luces que hay por aquí, cuesta más disfrutar de la luz de la luna, pero en el Chaco es impresionante el brillo de la luna en tiempos de luna llena. Ahora, ¿qué esfuerzo creen ustedes que debe realizar la luna para tener ese brillo? ¿Cuántas represas de Itaipú se necesitará para darle a la luna esa potencia de iluminación? ¿Sabían que en cierto sentido nosotros como cristianos, como hijos de Dios, nos parecemos a la luna? Debemos tener un brillo parecido al de la luna. ¿Cómo se puede lograr eso? ¿Qué debemos hacer de extraordinario para poder lograr esto? Nuestro texto de hoy nos enseñará acerca de esto.
            Entramos hoy en las cartas de Juan. Estas cartas son atribuidas al apóstol Juan, que también escribió el evangelio de Juan y el Apocalipsis. Más que cartas, son en realidad tratados teológicos. Este primer escrito, por ejemplo, no cuenta con los saludos tradicionales ni menciona al autor ni al destinatario, como era común en una carta. Más bien desarrolla conceptos profundos acerca de la persona e identidad de Cristo. Las iglesias del primer siglo fueron asediadas constantemente por falsos maestros. Varias de las cartas del Nuevo Testamento hacen referencia a ellos. Como no existía todavía el Nuevo Testamento con la colección de escritos como lo conocemos hoy, los apóstoles tuvieron que redactar varios documentos para dejar constancia de la verdadera doctrina. Este es el caso también de esta primera carta de Juan. Vamos a leer entonces el texto de hoy.

            F1 Jn 1

            De entrada, sin preámbulo, Juan presenta el tema central de su carta: “Les escribimos a ustedes acerca de aquello que ya existía desde el principio…” (v. 1 – DHH). ¿A qué principio se refiere? Bueno, pues, al principio, ese que la Biblia describe en estas palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn 1.1 – RV95). De lo que Juan escribirá en esta carta existe ya desde aquel principio de Génesis o, como lo describe la Traducción en Lenguaje Actual, lo que “…ya existía desde antes de que Dios creara el mundo” (v. 1 – TLA). Al leer esto, pensamos inmediatamente en el inicio muy parecido del evangelio de Juan: “En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra” (Jn 1.1 – RVC). Este ser que existe desde antes del principio será el tema central de esta primera carta de Juan. En su evangelio, este ser recibe el nombre de “Verbo” o “Palabra”. En su carta, Juan lo llama “Verbo de vida” (NBLH), “la Palabra que da vida” (PDT) o “Palabra de vida” (DHH). Esto también coincide con lo que Juan describe en su Evangelio, que ese Verbo o esa Palabra dio vida y existencia a todo lo que existe: “Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe” (Jn 1.3 – BPD). Es más: en el versículo 2 de su carta él la describe incluso como “…la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos ha manifestado” (1 Jn 1.2 – RVC). Podemos ver entonces claramente que él se refiere a Jesús Salvador, dador de vida eterna a todos los que creen en él. Acerca de él escribirá en esta carta. Pero él se apresura en aclarar que no es un concepto filosófico, teórico, sino que es experiencia vivida que lo lleva a describir a Jesús como lo hará: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos” (v. 1 – RVC). Es decir, nadie le podrá discutir y objetar, porque él es testigo vivencial de todo. Esa Palabra de vida no es una idea no más, sino algo que ellos han visto oído y tocado – algo de carne y hueso. Esto le da a Juan una autoridad sin igual para decir lo que está a punto de expresar.
            En el versículo 3, Juan da a conocer el propósito de su carta: “…para que también ustedes tengan comunión con nosotros. Porque nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (RVC). El deseo de Juan es que todos los lectores puedan compartir con él esa comunión íntima con Dios. Es decir, su propósito es evangelístico: describir a Cristo de tal forma que todos los que lean su escrito sean atraídos hacia él. Este mismo objetivo él tuvo también con su Evangelio. Ahí dice que todos los hechos de Jesús “se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él” (Jn 20.30 – DHH). Para Juan sería la máxima alegría si se cumpliera este objetivo (v. 4).
            Con este preámbulo, Juan entra ya en su mensaje central. Primero él declara algo acerca de Dios. Pero esto no es fruto de su propia iluminación, sino él repite simplemente la enseñanza recibida de Jesús: “que Dios es luz y que en él no hay ninguna oscuridad” (v. 5 – DHH). Juan usa aquí un contraste entre la luz y la oscuridad (las tinieblas). La luz es símbolo de santidad, de verdad, de vida, de perfección. La oscuridad es símbolo de pecado, de mentira, de muerte. Con esta imagen, Juan describe la santidad absoluta de Dios, sin la menor imperfección. Es imposible que Dios cometa ni el mínimo error. Él es luz; él es la fuente de luz. Nosotros simplemente reflejamos su luz. No tenemos brillo propio, como tampoco la tiene la luna. Si estamos en íntima comunión con Dios, nuestro ser reflejará la luz de Dios. Quizás no brillará nuestro rostro en un resplandor especial como sucedió con Moisés cuando bajó del monte Sinaí, donde había visto la gloria de Dios, pero sí se podrá decir lo que tuvieron que admitir los perseguidores de los primeros discípulos: “reconocieron que habían estado con Jesús” (Hch 4.13 – NVI). Por eso, Pablo nos llama “hijos de luz”: …ustedes, hermanos, no viven en tinieblas, … sino que todos ustedes son hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de la oscuridad” (1 Ts 5.4-5 – RVC). Como esos hijos de luz, hijos del que es la luz, es nuestro deber reflejar la luz de Dios. Pero si nos descuidamos, podemos llegar a opacar esa luz. Es cuando permitimos que la oscuridad (el pecado, la mentira, la muerte) invada nuestra vida. En vez de iluminar nuestro entorno con la luz divina que da esperanza y vida eterna, seremos parte de las tinieblas que dominan las mentes y corazones de la gente a nuestro alrededor. ¿Somos conscientes de la gravedad de esta situación? Pero como hijos de Dios, nuestra identidad no son las tinieblas. Pablo escribe a los Efesios: “En otro tiempo, ustedes eran oscuridad; pero ahora son luz en el Señor. Por tanto, vivan como hijos de luz” (Ef 5.8 – RVC). Si Cristo nos rescató del dominio del pecado, vivamos, pues, consecuentes con ese llamado. Por eso dice Juan: “Si decimos que estamos bien con Dios pero seguimos viviendo en el pecado, estamos mintiendo pues no seguimos la verdad” (v. 6 – PDT). Llamarse hijo de Dios y permitir pecado en su vida es una incongruencia; es una contradicción en sí mismo. “Pero pastor, ¿acaso podemos ser perfectos? ¿Acaso usted nunca peca?” Sí, ¡demasiadas veces! Dios no exige perfección, sino no seguir viviendo en pecado. Sin Cristo, el revolcarnos en el fango del pecado era nuestra característica, nuestra condición, nuestra identidad. Cuando él entró a nuestra vida, nos sacó de este barro, nos limpió y nos colocó aparte (nos “santificó”) para servirle a él de ahora en adelante. Pero como seguimos viviendo en este mundo caído en que el pecado sigue presente, es imposible no volver a salpicarnos de vez en cuando. Pero son momentos aislados, no una condición constante de vida. Cada vez que nos salpicamos del pecado, nos dejamos limpiar nuevamente por el Señor. Pero el que empieza a tolerar las manchas en su vida, va sumando mancha sobre mancha, hasta no haber más diferencia con el que vive todavía en el pecado. Y si sigue llamándose hijo de Dios, Juan lo declara un mentiroso.
            Fíjense en la experiencia del rey David. Era una persona apasionada por Dios que no se cansaba de alabarlo y que no tenía la menor vergüenza de danzar y bailar alocadamente ante todo el público por amor a Dios. Pero ese hombre, que la Biblia califica como una persona con un corazón conforme a Dios, falló de lo más grave, cayendo en un abismo tras otro, cada vez más profundo. Se salpicó bien grave de pecado. Pero bastó una reprensión del profeta Natán, para que él se arrepintiera también tan profundamente como de profundo había sido su caída. Y Dios no solamente lo perdonó, sino extendió el reinado de David precisamente a través de esta unión con Betsabé que había empezado tan caóticamente. David cayó, sí, pero no vivió en la oscuridad. Su caída fue un hecho aislado, no una condición constante, un estilo de vida. Esa es la diferencia entre un hijo de Dios y un hijo de las tinieblas.
            Pero, en cambio, vivir en la luz, vivir una vida en santidad, vivir en comunión con Dios, tendrá dos consecuencias (v. 7): por un lado, estaremos también en comunión con todos los demás hermanos, hijos del mismo Padre celestial. Nuestra experiencia común nos unirá entre nosotros.
            La segunda consecuencia será que experimentaremos la limpieza espiritual por parte de Jesús. Esta es, en realidad, la condición para siquiera poder acceder a la luz. Sin la purificación por parte de Jesucristo es imposible acceder a la luz. El pecado es una barrera entre nosotros y Dios. El que cree que ese no es su problema, tiene un serio problema. Juan dice claramente que “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (v. 8 – RVC). Otra versión dice: “Si alardeamos de no cometer pecado, somos unos ilusos y no poseemos la verdad” (BLPH). Ya el apóstol Pablo había declarado sin dejar lugar a dudas: “¡No hay ni uno solo que sea justo! … Todos han pecado y están lejos de la presencia gloriosa de Dios” (Ro 3.10, 23 – DHH). Esto es lo que Dios ha declarado. Si nosotros ahora le contradecimos, está su palabra contra la nuestra. Por eso dice Juan: “Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso…” (v. 10 – BNP). Ya sabemos que lo que Dios determina es la verdad, diga el hombre lo que diga. Así que, nos guste o no, todos somos pecadores sin remedio. ¿Deprimente? Si la carta terminara aquí, ¡sí que lo sería! Pero por la gracia y misericordia de Dios Juan agrega la bendita esperanza del versículo 9: “Pero, si confesamos nuestros pecados a Dios, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (NTV). ¡Aleluya! La justicia de Dios requiere castigo del pecado. Pero como Cristo asumió ese castigo en nuestro lugar, muriendo por nuestros pecados, la fidelidad de Dios reconoce que la demanda de su justicia ya se cumplió y, por lo tanto, nos perdona si confesamos nuestros pecados y aceptamos la muerte sustitutiva de Cristo. Suena demasiado sencillo, ¿no? Sí, para nosotros lo es, porque Cristo ya ligó terriblemente en nuestro lugar. Para él no fue para nada sencillo. Pero gloria a Dios que tenemos ahora esta posibilidad de restablecer la comunión con él y llegar a ser hijos de luz.
            El ser hijos de luz no es un privilegio que hemos alcanzado como si fuera un premio. Tampoco es un fin en sí mismo. El ser hijos de luz conlleva automáticamente una responsabilidad: dejar brillar esa luz. Es algo automático, porque es imposible que no se note una luz que brilla. Si somos hijos de luz, no necesitamos hacer ningún esfuerzo sobrenatural adicional para intentar ser luz. La luna no hace ningún esfuerzo por reflejar la luz del sol. Simplemente está ahí, exponiéndose a los rayos del sol. Nosotros simplemente debemos vivir en la presencia de Dios, y su luz brillará automáticamente a través de nosotros. Lo que sí tenemos que cuidar es nuestra comunión y obediencia al Señor y que el pecado no opaque nuestra luz. ¿Se nota que eres hijo de luz? ¿Qué tal tu brillo?

Ver para creer









            Si hoy viniera alguien totalmente desconocido para todos, se presentara delante de nosotros y diría: “Yo soy cristiano.”, ¿le creerían? Si no, ¿qué debería suceder para que estén completamente seguros? Probablemente tendríamos que conocerlo más, observar su conducta, escuchar su testimonio, etc. Es decir, deberíamos poder ver para creer.
            Esta frase —ver para creer— viene del discípulo Tomás que dijo que, si no veía las marcas de la crucifixión en el cuerpo del Jesús supuestamente resucitado, no creería que sea él (Jn 20.25). Es la expresión de la incredulidad, de la falta de fe. Sin embargo, Jesús nos animó a algo similar. Él nos instruyó en el Sermón del Monte a examinar los frutos de una persona, las huellas que va dejando, para hacerse una imagen de si se trata de un cristiano verdadero o de un falso profeta (Mt 7.15-20). Ver para creer.
            El apóstol Juan nos dio indicaciones muy similares. Él escribió en una carta que analizaremos próximamente: “Amados, no crean a todo espíritu, sino pongan a prueba los espíritus, para ver si son de Dios. Porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Jn 4.1 – RVC). Necesariamente necesitamos ver para poder creerle a alguien que se presenta como cristiano.
            Hasta ahí creo que todos estaríamos de acuerdo. Es más, reforzaría nuestra desconfianza ya casi natural que solemos tener a todo(s) lo(s) desconocido(s). Pero hay todavía otro aspecto incluido en este “ver para creer”. Y ese aspecto nos ilustrará Pablo en el segundo capítulo de su carta a su colaborador Tito.

            FTito 2.1-15

            Ya en el capítulo anterior habíamos visto hace 15 días atrás que Pablo hace mucho énfasis en la sana doctrina. Él terminó el capítulo 1 hablando de personas que creían y enseñaban cualquier cosa, y para quienes todo era bien o era mal, según el anteojo con que miraban. Y concluyó diciendo: “Dicen conocer a Dios, pero con sus hechos lo niegan; son odiosos y rebeldes, incapaces de ninguna obra buena” (Tito 1.16 – DHH). No había congruencia entre lo que decían y lo que hacían. Por eso, al empezar el capítulo 2, Pablo señaló la diferencia que Tito debía marcar con su enseñanza: “Pero tú habla de lo que vaya de acuerdo con la sana doctrina” (Tito 2.1 – RVC). Los siguientes versículos, prácticamente el resto de la carta, serán una explicación de qué Pablo entiende por “sana doctrina”. Antes de entrar en esos detalles, ¿qué entenderíamos nosotros por “sana doctrina”? Si alguien me pidiera hacer una recopilación de la “sana doctrina”, quizás lo más breve y resumido que yo podría señalar o elaborar sería un tipo de credo: “Creemos que la Biblia es la Palabra de Dios … Creemos en un Dios, Creador de todas las cosas…” O si no, empezaría a revisar los libros de teología sistemática para elaborar un documento de 200 páginas de lo que me parecería ser las doctrinas más importantes de la Biblia. Pero, ¿es eso lo que está haciendo Pablo aquí? ¿Es esa su “sana doctrina”? Leemos en el versículo 2: “Enseña a los hombres mayores a ejercitar el control propio, a ser dignos de respeto y a vivir sabiamente. Deben tener una fe sólida y estar llenos de amor y paciencia” (NTV). ¿Encontramos aquí algo que se parezca a un credo o a un libraco de Teología Sistemática? ¡No, en absoluto! Para Pablo, la sana doctrina, la fe, la vida cristiana no es algo teórico, sino es un estilo de vida. La fe se debe evidenciar en la forma de vida de la persona. Claro, para que una persona pueda vivir correctamente, es necesario enseñarle los principios básicos. Por eso, Pablo le exhorta a Tito a enseñar correctamente. Pero la fe no es algo teórico que se puede captar con la mente, sino es algo práctico que se debe poder captar con el ojo. Santiago lo describe así: “…así como un cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe que no produce obras está muerta” (Stg 2.26 – BLA). Santiago no niega la salvación por la fe. Eso es categórico: no se puede salvar haciendo el bien. Pero si esa fe no resulta en un cambio de conducta, uno puede tener serias dudas acerca de la supuesta fe de esa persona. Si dices ser cristiano, pero sigues viviendo exactamente igual que antes, entonces algo anda mal.
            Dios no nos salva sólo por salvarnos. Porque en tal caso, a todo el que acepta a Cristo como Señor y Salvador, él podría matarlo al instante para llevarlo a su presencia y disfrutar de un hijo más en el cielo. Él nos salva con el propósito de que vivamos aquí en este mundo y seamos un testimonio ambulante del poder transformador de Dios. Porque los demás también deben poder ver para creer. Esto lo dijo Pablo claramente en el versículo 14 de este capítulo: “…él [Jesús] se entregó a la muerte por nosotros para liberarnos de toda maldad y limpiarnos de todo pecado … para que seamos su propio pueblo, ocupado siempre en hacer buenas obras” (PDT). También en su carta a los efesios, Pablo deja bien en claro que somos salvos por la fe y no por obras, pero también que “…Dios … nos ha creado en Cristo Jesús para que hagamos buenas obras” (Ef 2.10 – DHH). Si tú le presentas a los demás pura teoría acerca de un Dios todopoderoso, probablemente la mayoría no prestaría la menor atención. O podría contraargumentarte y refutar tus teorías con facilidad. Pero si tú les presentas una vida cambiada, nadie te lo puede negar porque es evidente. Las obras muestran hacia fuera lo que ha sucedido en nuestro interior. Así, los demás también pueden llegar a creer después de haber visto. No sólo tú necesitas ver para creer; los demás también necesitan poder ver en ti señales de la presencia de Dios para poder creer en ese Dios.
            ¿Qué es entonces lo que ellos deben poder ver? ¿De qué manera se expresará nuestra fe de manera correcta? Eso es lo que Pablo describe aquí. En el capítulo anterior, él puso exigencias muy altas para los pastores, ahora él habla de otros grupos de la iglesia, de modo que nadie “se salva”; nadie puede decir: “puedo vivir como me dé la gana, ya que a mí no me habló.”
            El primer grupo son los ancianos (por ahora todavía me salvé…). De ellos dice que demostrarán su fe siendo sobrios (v. 2). Esto no se refiere tanto a no estar borrachos, sino sobrio en su manera de pensar. Otras formas de traducir son: ser serios, juiciosos, moderados, estar alertas. Es decir, deben tener una mente fría y equilibrada. No les queda a los ancianos andar de una locura a la otra, como se podría ver por ejemplo en personas jóvenes. Deben ser emocional y mentalmente maduros, equilibrados. También dice que deben ser prudentes y respetables. Todo es expresión de una persona madura y equilibrada que controla bien sus reacciones.
            También deben ser sanos en la fe, en el amor y en la paciencia. Es decir, también espiritualmente deben ser personas maduras y equilibradas que no se dejan entusiasmar por cualquier nueva doctrina que aparezca por ahí. Saben lo que creen y son fieles a ello.
            Luego, Pablo da una descripción del estilo de vida de las ancianas. En esta iglesia no tenemos ancianos ni ancianas, sólo jóvenes con mayor acumulación de experiencia… Pero todos tenemos a nuestro lado a personas más jóvenes que nosotros, y debemos serles un ejemplo a los que nos siguen para que ellos puedan ver para creer.
            De las ancianas dice Pablo que deben ser reverentes. Eso quiere decir que sean respetuosas, dándole honor tanto a Dios como también al prójimo. No es alguien egoísta que quiere imponerse en todo momento, sino una persona que le da a cada uno su lugar debido.
            Además, deben ser personas que no son calumniadoras ni chismosas. Ambas descripciones tienen que ver con el uso de la lengua. Sabemos que las mujeres por naturaleza hablan más que los hombres. Dios las ha hecho así. Pero esa misma característica conlleva también un peligro si no es puesta bajo el control del Espíritu Santo. La calumnia y los chismes son comentarios de más que se hace acerca de otras personas y que pueden resultar ser sumamente dañinas. Así que, antes de abrir la boca para comentar algo acerca de una tercera persona, pregúntenle al Espíritu Santo si él aprueba que digan lo que están a punto de decir.
            Interesante es también que Pablo indica que las ancianas no deben ser “esclavas del vino” (v. 3). No creo que esto sea un problema o una tentación exclusiva de las mujeres mayores, sino para cualquier persona joven o adulta. A los efesios, Pablo escribió: “No se emborrachen con vino, que lleva al desenfreno…” (Ef 5.18 – NVI); “porque así echarán a perder su vida” (PDT); “los hace perder el control” (Kadosh); “el vino lleva al libertinaje” (BLA). Una vez más, Pablo busca una vida que demuestre estar bajo el control del Espíritu Santo. Eso hará que los demás vean y crean que efectivamente Dios obra en ellos.
            Estas mujeres mayores tienen también el deber de enseñar con su ejemplo a las más jóvenes a tener un estilo de vida acorde a los principios bíblicos. Por un lado, esta frase indica una responsabilidad de las mujeres ancianas. Pero por otro, señala lo que las mujeres más jóvenes deben hacer o deben poder incluir en su estilo de vida. Lo primero que deben aprender las mujeres más jóvenes es amar a los esposos y los hijos. Como las mujeres mayores ya han pasado por mil y una, ya han aprendido que el mundo no se acaba con la primera pelea conyugal o con la primera explosión de rebeldía del hijo adolescentes. Estos momentos, que son sumamente estresantes y desgastantes para las mujeres inexperimentadas, son oportunidades para las mujeres mayores para acompañar a las más jóvenes y fortalecer su fe para que puedan mirar más allá del aquí y el ahora. Así las más jóvenes no se hunden en la desesperación, haciendo que la desgracia final sea mayor que el problema original.
            También las mujeres jóvenes deben “…ser juiciosas, puras, cuidadosas del hogar, bondadosas y sujetas a sus esposos” (v. 5 – DHH). Todas son características de una persona que sabe ubicarse, que sabe pensar, y que sabe hacer lo correcto; es decir, una persona equilibrada, sujeta al Espíritu Santo, y un ejemplo en su conducta dentro y fuera de la casa.
            Luego les toca el turno a los varones jóvenes. Para ellos también encontramos un abanico de recomendaciones, según las diferentes traducciones de la Biblia: deben ser prudentes, tener buen juicio, tener dominio propio, ser responsables, ser equilibrados, ser moderados, pensar con sensatez, ser juiciosos, vivir sabiamente, ser respetuosos y controlar sus malos deseos. Todo esto encontramos en las diferentes traducciones del versículo 6. Por lo visto ha usado Pablo un verbo de difícil traducción o de un contenido muy rico en acepciones en el original. Pero todo apunta otra vez a un estilo de vida equilibrado, prudente, sin andar en macanas. Deben asentar cabeza y dejar atrás las locuras de la adolescencia. En todo esto, Tito debía serles un ejemplo. Y para lograrlo, su enseñanza debía ser íntegro. Es decir, lo que él enseñaba en palabras, ellos lo debían ver ejemplificado en su vida diaria. Algo parecido le había escrito Pablo también a su otro colaborador joven, Timoteo: “Que nadie te menosprecie por ser joven. Al contrario, que tu palabra, tu conducta, tu amor, tu fe y tu limpio proceder te conviertan en modelo para los creyentes” (1 Ti 4.12 – BLPH). ¿Te considerarías un ejemplo, un modelo, para los demás? ¿Desearías que lleguen a ser como tú? A esto te desafía este texto.
            Esta enseñanza de Tito, tanto en palabras como en estilo de vida, debía ser tan claro e irreprochable, para que ninguna persona malintencionada pueda tener de qué acusarle. Ya lo mencioné la vez pasada: esto fue precisamente lo que sucedió en la vida de Daniel. Dice la Biblia: “…como Daniel era un hombre honrado, no le encontraron ninguna falta; por lo tanto no pudieron presentar ningún cargo contra él. Sin embargo, siguieron pensando en el asunto, y dijeron: «No encontraremos ningún motivo para acusar a Daniel, a no ser algo que tenga que ver con su religión» (Dn 6.4-5 – DHH). Si los que desean tu mal tienen que inventarse cualquier historia para poder hablar mal de ti, entonces estás en buen camino, estás viviendo la “sana doctrina”. Entonces estás cumpliendo la última bienaventuranza de Jesús en el Sermón del Monto: “Dichosos ustedes, cuando la gente los insulte y los maltrate, y cuando por causa mía los ataquen con toda clase de mentiras” (Mt 5.11 – DHH).
            Y el último grupo al que se refiere Pablo en este capítulo es el de los empleados. Y ahí entramos prácticamente todos. La Biblia habla aquí de siervos o, incluso, de esclavos, pero su equivalente más cercano hoy en día serían los empleados. ¿De qué manera ellos pueden mostrar la “sana doctrina” que rige sus vidas? Lo mostrarán al ser sumisos y obedientes, al ser amables, al tratar de complacer a los jefes, al no ser respondones, al no robarles sino demostrar ser totalmente honesto y digno de confianza (vv. 9-10). Un empleado, y más todavía un esclavo, está en una posición inferior y de dependencia de su amo, y por lo tanto no debe alzarse más de la cuenta. También el apóstol Pedro había ordenado algo similar: “Los empleados sométanse a sus patrones con todo respeto, no sólo a los bondadosos y amables, sino también a los de mal genio” (1 P 2.18 – BNP). Creo que todos tendríamos muchas historias que contar de lo difícil que es esto. Pero así es como uno va a causar una buena impresión y vivir la “sana doctrina”. O en palabras de Pablo: “…para mostrar en todo qué hermosa es la enseñanza de Dios nuestro Salvador” (v. 10 – DHH); “…harán que la enseñanza acerca de Dios nuestro Salvador sea atractiva en todos los sentidos” (NTV). Su buen comportamiento en su lugar de trabajo y su buena relación con sus jefes será una forma de evangelismo: sus jefes y sus colegas de trabajo podrán ver para creer; ver su sentido de responsabilidad ante Dios, por sobre todas las cosas, para que esto los invite a creer también en esa clase de Dios. Porque eso es en definitiva la voluntad de Dios para nosotros en esta tierra. Estamos aquí para mostrarle al mundo qué clase de Dios de amor y de misericordia tenemos, para que ellos, viendo nuestro testimonio, crean también en ese Dios. Por eso sigue diciendo Pablo: “…la gracia salvadora de Dios fue manifestada a todos los hombres” (v. 11 – BTX3). Ellos deben poder ver para creer; vernos a nosotros para creer en nuestro Dios. ¿Qué es lo que deben poder ver en nosotros? En el versículo 12, Pablo lo explica nuevamente, y hace prácticamente un resumen de todas las recomendaciones que les ha dado a los diferentes grupos de este capítulo: “Esa bondad de Dios nos enseña a renunciar a la maldad y a los deseos mundanos, y a llevar en el tiempo presente una vida de buen juicio, rectitud y piedad” (DHH). Por un lado, rechazar la maldad; rechazar los deseos mundanos; y, por otro lado, vivir con buen juicio, con rectitud, con piedad. Si haces esto, los demás van a poder ver para creer.
            Jesús ya había dicho lo mismo en el Sermón del Monte: “…que la luz de ustedes alumbre delante de todos, para que todos vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre, que está en los cielos” (Mt 5.16 – RVC). Lo que los demás ven en ti, ¿les ayuda a creer en Dios y a glorificar el Padre?