La
felicidad es un tema muy grande para mucha gente. Muy a menudo me llegan al
teléfono sugerencias de artículos acerca de la fórmula de la felicidad, según
los psiquiatras. Muchos jóvenes se casan para ser felices – y descubren que es
una motivación pésima. Y así la gente prueba esto y aquello en una incesante
búsqueda de la felicidad. (¿Ustedes son felices? Claro, suponen que yo quiero
escuchar que sí y así me responden, ¿no?) Pero esta búsqueda de la fórmula de
la felicidad es absurda porque la gente suele buscar en el lado totalmente
equivocado. Como un amigo mío que estudió en Buenos Aires y muy a menudo se
paraba por largo tiempo frente a una determinada ventana. Y un día un compañero
de estudio le preguntó por qué él se iba tan a menudo a esa ventana. Y mi amigo
le dijo: “Es que allá queda Paraguay, y allá está mi novia, y yo vengo aquí a
mirar en dirección a mi novia.” Entonces su compañero lo tomó del brazo y lo
llevó a la ventana del lado opuesto y le dijo: “Allá queda Paraguay…” Bueno, así mucha gente mira por la ventana
equivocada, esperando encontrar la felicidad.
Dije que esa búsqueda es absurda
porque esa fórmula está claramente definida y descrita y está al alcance de
todo el que la quiera conocer. La encontramos en el Evangelio de Mateo. Es precisamente
con esta fórmula que Jesús empezó el así conocido Sermón del Monte. Hoy
empezamos un recorrido por este fascinante pasaje de la Palabra de Dios. El
Sermón del Monte es un texto muy práctico que describe muchas áreas de la vida
cristiana del día a día. Veamos entonces ahora la fórmula de la felicidad,
descrita por Jesús mismo.
Mt 5.1-12
¿Ya descubrieron la fórmula de la
felicidad? En seguida llegamos a ella.
Los primeros dos versículos nos
presentan el contexto en el cual Jesús dio este Sermón del Monte. En realidad,
empieza ya en el último versículo del capítulo 4 donde dice que una gran
multitud de gente de todas partes del país acudía a él. Al verla llegar, Jesús
se subió a un cerro. No se sabe con exactitud cuál monte era, pero, al parecer,
era uno cerca de Capernaúm, junto al Mar de Galilea. Ahí en esta elevación,
Jesús se sentó. Esta era la postura típica de los maestros judíos que
acostumbraban sentarse para dar sus enseñanzas. Una vez sentado, sus discípulos
lo rodeaban para escucharlo. Probablemente ellos eran los destinatarios
principales de este sermón, pero la multitud, que estaba un poco más allá,
también oía lo que Jesús hablaba, porque al final de este sermón dice que la
multitud se quedaba asombrada de estas enseñanzas porque contenían mucho poder,
diferente a como ellos estaban acostumbrados de los fariseos.
Y una vez que todos estaban
ubicados, Jesús empezó a desarrollar la fórmula de la felicidad. ¿Por qué la
llamo así, ya que Jesús en ningún lugar habla de felicidad? Sí, lo hace. Lo que
Reina-Valera traduce como “bienaventurados” es una felicitación a determinadas
personas. Otras versiones traducen: “dichosos” o “felices”. Así que, Jesús
explica aquí cómo se comportan personas felices. Y lo que Jesús describe aquí
como una persona feliz no tiene lógica para nosotros. Hasta podríamos decir:
“Si esta es una persona supuestamente feliz, entonces yo no quiero ser feliz.”
Es que estamos mirando por la ventana opuesta, y ahí cualquier otra cosa nos
puede parecer como atractivo, prometiendo felicidad. Pero al cambiarnos a la
ventana de Jesús, llegamos a entender su punto de vista.
El primer ingrediente de esta
fórmula de la felicidad es ser pobre en espíritu: “Bienaventurados los pobres en espíritu…” (v. 3 – RVC). Esto ya lo
hemos escuchado tantas veces que ni entendemos siquiera qué significa. Empieza
a sonar diferente cuando lo leemos en otra versión: “los que tienen espíritu de pobres” (DHH). Esto no tiene nada que
ver con una actitud pesimista o fatalista que considera que uno no puede hacer
absolutamente nada para cambiar su destino, porque nació pobre y morirá pobre.
No es esto lo que Jesús indicó. Una persona pobre no tiene absolutamente nada
en qué basar su confianza o su seguridad. Carece absolutamente de recursos y es
totalmente dependiente de otros. No tiene méritos propios que mostrar. En lo
económico, esto nos parece ser una desgracia sin comparación. Pero en lo
espiritual es precisamente esto lo que nos salva. No podemos presentar ante
Dios ningún mérito por el cual obtener la salvación. Quien quiere presentar sus
propios logros para mejorar su puntaje delante de Dios, no entendió nada
todavía. Pablo escribe a los efesios que por gracia somos salvos por medio de
la fe, no por obras (Ef 2.8-9). Así que, nuestros propios recursos no solamente
no nos sirven de nada, sino son más bien un obstáculo para que Dios pueda hacer
su obra. Son como una pajita que flota en el agua y de la cual en su
desesperación se agarra alguien que se está ahogando, esperando que esta le
mantenga a flote. Esta paja no solamente no lo puede salvar, sino que, mientras
que él está luchando para mantenerse con vida gracias a la ayuda de una pajita,
el guardacostas no puede hacer nada. Si él se acercara al que se está hundiendo,
el otro lo agarraría tan fuertemente en su desesperación que se hundirían los
dos. Recién cuando el otro se rinde y deja de luchar, puede ser salvado. Cuán
cierto es esto también en lo espiritual. Mientras que nuestra seguridad se basa
sobre nuestros aparentes recursos, Dios no nos puede salvar. Necesitamos
rendirnos y confiar total y absolutamente en él. Recién ahí él puede entrar en
acción.
Y esto no se aplica solamente a la
salvación, sino a toda la vida espiritual. Por muchos años he dicho que yo no
podría o no debería ser pastor por no contar ni mínimamente con las cualidades
y recursos que considero favorable para alguien en este cargo. Y muchas veces
le he dicho a Dios —medio en broma, pero medio no más…— que yo sé que él jamás
se equivoca, pero que sí se equivocó al llamarme al pastorado. Hasta que
entendí hace muy poco recién que probablemente me haya llamado precisamente por no tener cualidades ni
recursos que mostrar. Así queda en absoluta evidencia que, si algo sucede en la
iglesia y en las personas, no ha sido fruto de la obra de Marvin Dück sino de
la obra del Espíritu Santo. Si sientes que Dios te llama a algo para lo cual crees
no estar capacitado ni remotamente, considerate dichoso. Eres candidato a estar
en primera fila para ver la mano de Dios desplegando todo su poder ante tus
ojos. Capacítate todo lo que puedas, pero nunca dejes de ser un “pobre en
espíritu”, alguien que no se confía de sí mismo, o no se vale de sus propios
recursos. Muy correctamente lo traducen otras versiones: “Dichosos los que reconocen su pobreza espiritual…” (NBD).
¿Y qué sucede cuando reconocemos
nuestra absoluta insuficiencia espiritual, cuando creemos que no tenemos nada?
De repente nos damos cuenta que lo tenemos todo: “de ellos es el reino de los cielos” (v. 3 – RVC). Para ganar,
tenemos que perder primero. Para recibir los recursos de Dios, tenemos que
vaciar nuestras manos de los “recursos” propios. Para ser salvado, tenemos que
soltar primero la pajita de nuestra salvación de la que nos aferramos. El que
reconoce su pobreza espiritual experimenta que todo el reino de Dios obra a su
favor. ¿Puede haber una persona más rica que esta?
Charles Spurgeon, el “príncipe de
los predicadores”, como fue conocido en la Gran Bretaña en el siglo XVIV, dijo:
“Si algún hombre piensa mal de ti, no te enojes con él, porque eres peor de lo
que él piensa.” Esto es ser consciente de su propia pobreza espiritual. Sin
embargo, verse de golpe tan despojado de todo lo que era su orgullo antes y
darse cuenta que nada de eso cuenta ante Dios puede llevarnos a una
desesperación y llanto. Pero pueden considerarse felices los que lloran sobre
su propia pobreza espiritual, por contradictorio que esto parezca. Ya nos damos
cuenta que “felicidad”, en el concepto de Jesús, no es en primer lugar una
emoción, sino un estado mental equilibrado, sincero y consciente de sus propias
insuficiencias, pero también consciente de la gracia omnipotente de Dios. Y la
promesa de Dios es que serán consolados. El que llora porque perdió todo
supuesto recurso personal, será consolado al darse cuenta que todo el reino de
Dios le pertenece.
Pero esta bienaventuranza no se
aplica automáticamente a toda persona, ni bien derrame la primera lágrima o que
experimenta algún sufrimiento. Dios no dará su reino a todo el mundo solo por
el hecho de que llora o sufre. Lo que nos salva es el arrepentimiento, no el
llanto. Pedro lloró amargamente cuando cayó en cuentas que había cometido
precisamente aquello que en su orgullo había afirmado no hacer jamás. Esto lo
salvó. Judas también experimentó un sufrimiento fuerte porque por el
remordimiento intenso que sintió quiso volver atrás en su acto, pero esto no
fue posible. Por el sufrimiento de él no le llegó la salvación, sino más bien él
se lanzó a la eterna perdición, como lo describe la Biblia. La diferencia entre
el sufrimiento de Pedro y el de Judas la entendemos al leer lo que Pablo les
escribe a los corintios: “La tristeza que
Dios busca es la que produce un cambio de corazón y de vida. Ese cambio lleva a
la salvación y por ello no hay que lamentarse. En cambio, la tristeza del mundo
lleva a la muerte” (2 Co 7.10 – PDT). Pedro tuvo la tristeza según Dios,
Judas la tristeza según el mundo.
El reconocer que uno no tiene nada
que ofrecerle a Dios no solamente nos abre el camino a recibir la salvación,
sino que nos hace verdaderamente humildes. El que no tiene nada que ofrecer, no
tiene nada de qué jactarse. El que es consciente de que todo es por gracia de
Dios, dará la honra y gloria al Padre, no a sí mismo. Por eso, el tercer
ingrediente de la fórmula de la felicidad es la humildad (o mansedumbre, como
traducen algunas versiones). La humildad es fuente de felicidad, porque puedo
estar totalmente tranquilo y confiado en la provisión de mi Padre celestial,
así como Jesús lo destacó de los pájaros que no siembran ni cosechan, pero que
son alimentados por el Padre (Mt 6.26), felices de la vida. Esto hay que
aprender. A muchos nos causaría más bien ansiedad en alto grado ver que no podemos
aportar nada para nuestras necesidades y vernos en total y absoluta dependencia
del Padre. Está tan profundo en nosotros el querer ser nuestro propio salvador,
ser autosuficientes, que nos genera una angustia sin igual cuando nos vemos con
manos y pies atados por nuestra insuficiencia.
Pero cuánta tranquilidad reina en la vida de quien se siente totalmente
entregado y dependiente de Dios. Se cuenta de Jorge Müller, pastor y misionero
inglés del siglo XVIV, quien administró varios orfanatorios para más de 10.000
niños, fue informado una mañana que no había nada para el desayuno de más de
1.000 huérfanos. La desesperación se apoderó de todo el personal, pero Müller
los tranquilizó y se fue a su pieza a orar. Dijo: “Padre de los huérfanos,
falta pan. En el nombre de Jesús. Amén.” Minutos más tarde, varios carros con
pan llegaron al orfanato. El que había encargado el pan lo había rechazado
porque estaba demasiado horneado. Entonces el panadero decidió donarlo al
orfanato. En esta actitud de Müller radica la felicidad que resulta de una humilde
confianza en Dios. Y es el ejemplo también de lo que significa la segunda parte
de este versículo: “…ellos heredarán la
tierra” (v. 5 – RVC). Esto se tiene que entender en el contexto del pueblo
a quien fueron dichas estas palabras. Por un lado, el término “tierra
prometida” llegó a ser algo de profundo valor histórico para siempre para este
pueblo. Entonces, que Jesús les prometa la tierra por heredad significaba para
ellos mantener la identidad del pueblo de Dios y estar dentro de la voluntad de
Dios. Por otro lado, Israel era un pueblo dedicado casi exclusivamente a la
agricultura y ganadería. Para ambas actividades, la tierra era el elemento
básico. La agricultura dependía de la tierra para producir el fruto esperado, y
la ganadería se basa sobre una correcta alimentación para los animales,
provista por la tierra. Jesús les asegura entonces que sus necesidades siempre
serían satisfechas – así como la confianza de Müller produjo la llegada de los
alimentos que necesitaba para los niños. Tener los elementos básicos para
recibir la provisión divina y tener la paz y confianza en la provisión de Dios
no significa que uno puede estar durmiendo todo el día. Los israelitas tenían
que trabajar duro para cultivar la tierra o para criar a los animales. Los
pájaros a quienes Jesús puso como ejemplo para esa confianza absoluta en la
provisión de Dios tenían que volar durante todo el día, buscando el alimento.
Pero tener esa confianza ciega en el Señor significa realizar con
responsabilidad sus actividades diarias, estando plenamente convencido de que
el Señor hará aparecer lo que uno necesita para poder vivir dignamente. Ese
estado de quietud y confianza reduce enormemente la ansiedad histérica que
manifiesta casi todo el mundo hoy en día. Realmente, feliz es la persona que
puede vivir así.
El que vive así totalmente entregado
a Dios, sin nada propio que lucir, estará buscando únicamente hacer la voluntad
de Dios por sobre todas las cosas. En esto radica el cuarto elemento de la
fórmula de la felicidad: buscar hacer únicamente lo que es recto delante de
Dios. Jesús lo expresa como tener “hambre
y sed de justicia” (v. 6 – RVC). No es una búsqueda de que a mí se me haga justicia, sino que todo en
este mundo esté sujeto a la justicia y el gobierno de Dios. Jesús repetirá este
concepto todavía dos veces más en este sermón. Primero en el Padrenuestro: “Venga tu reino y cúmplase en la tierra tu
voluntad como se cumple en el cielo” (Mt 6.10 – (NBV), y unos versículos
más tarde el también muy conocido versículo: “Busquen el reino de Dios por encima de todo lo demás y lleven una vida
justa, y él les dará todo lo que necesiten” (Mt 6.33 – NTV). Esto es desear
por sobre todas las cosas hacer la voluntad de Dios, hacer lo que es justo, y
que la presencia y la justicia de Dios gobiernen en este mundo. Es en ese
sentido que algunas versiones traducen esta bienaventuranza de la siguiente
manera: “Afortunados los que desean hacer
la voluntad de Dios aun más que comer y beber, porque ellos serán completamente
satisfechos por Dios” (PDT); “Felices
los que desean de todo corazón que se cumpla la voluntad de Dios, porque Dios
atenderá su deseo” (BLPH). Dios es el más interesado en que se cumpla su
voluntad en todo lugar. Él es, pues, el Rey de todo el universo, y su voluntad
es la ley que rige en todos lados. Pero los seres humanos tenemos la libertad
de decidir si acatar su voluntad o no, sabiendo que acatar su voluntad implica
bendición y no acatarla acarrea maldición sobre su vida. Pero lo que rige, lo
que es ley universal, es la voluntad de Dios. Entonces, si alguien desea por
sobre todas las cosas que se cumpla la voluntad de Dios, está en sintonía con
lo que Dios también desea, y en su vida se cumplirá esa voluntad divina. Por
eso dice Jesús que su hambre y sed por la justicia divina serán satisfechos. Él
prometió: “Todo lo que ustedes pidan en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14.13
– NBV), porque lo que pedimos como si fuese él, en su nombre, es según su
voluntad. De otro modo no sería en su nombre, porque él nunca pedirá algo que
no sea su voluntad. Pero lo que coincide con su plan y voluntad tiene la firme
promesa de que será cumplido.
Los que se han confrontado muy de
cerca con sus propias fallas e insuficiencias y que han llorado sobre el cuadro
tan pobre que han visto de sí mismos en la presencia de Dios, llegarán a ser
mucho más compasivos con los errores de los demás. Este es el quinto
ingrediente de la fórmula de la felicidad: mostrar compasión hacia los demás.
El que es un juez muy duro de los errores de los demás no se ha visto todavía a
sí mismo en el espejo divino. Pero el que es misericordioso, recibirá el mismo
trato también de parte de Dios. Una vez más se cumple la indicación de Pablo: “Cada uno cosechará lo que haya sembrado”
(Gl 6.7 – TLA). Si no te gusta lo que cosechas, cambia lo que siembras.
Como ya dijimos, ver su verdadero
estado espiritual calamitoso puede hacernos llorar, pero que esa “tristeza
según Dios” (2 Co 7.10) nos lleva al arrepentimiento. Así somos perdonados por
Dios y limpiados de toda maldad (1 Jn 1.9). Esta es la única forma de obtener
un corazón limpio (v. 8). Pero el que experimenta esto puede considerarse
profundamente privilegiado y dichoso, porque en él se cumple el sexto
ingrediente de la fórmula de la felicidad: tener un corazón limpio. Y la
promesa es que verá a Dios. Ya el salmista se había preguntado: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién
puede estar en su lugar santo? Solo los de manos limpias y corazón puro”
(Sal 24.3-4 – NTV). El pecado no puede prevalecer ante la santidad de nuestro
Dios. Por lo tanto, es imposible que alguien con pecado en su vida, es decir,
con un corazón impuro, pueda ver a Dios.
Y ese corazón limpio, que no anhela
nada más que el gobierno absoluto de la voluntad de Dios en este mundo, va a
colaborar con Dios procurando que todo ser humano viva en paz con Dios y con el
prójimo. Y haciéndolo, experimentará un aumento en su felicidad, como lo
promete el séptimo ingrediente de esta fórmula. Pero no basta con desear la paz, sino hay que trabajar por obtenerla. Y si Dios es un
Dios de paz (1 Co 14.33), los que procuran la paz serán reconocidos como hijos
de él.
Pero no a todos les gustará que haya
paz. Como Satanás solo procura “robar, matar y destruir” (Jn 10.10), todos los
que están bajo su dominio también querrán hacer eso. Trabajar entonces a favor
de la paz nos pone en oposición directa con Satanás y sus objetivos. Esto por
lógica traerá para nosotros persecución y sufrimiento.
Si voy de Limpio a Roque Alonso y
llego a la rotonda del Abasto Norte, lo correcto es, según las leyes de
tránsito, que yo dé un giro alrededor de la rotonda para llegar después al
viaducto, porque así es la disposición de los carriles. Lastimosamente se borró
ya casi por completo toda indicación de los carriles. Pero mientras que yo
quiera dar la vuelta, quizás a mi derecha haya otro vehículo que quiera ir
derecho hacia el viaducto, cruzando todos los carriles. O a mi izquierda hay
alguien que también cruza todos los carriles y me quiera pasar para llegar al
viaducto antes que yo, mientras que yo voy fielmente por mi carril. Si yo sigo,
o le voy a chocar de costado o voy a tener que frenar bruscamente para que esto
no suceda. Tanto el de mi izquierda como de mi derecha se enojan conmigo y me
dicen un montón de “cariños”, solo porque quiero hacer las cosas como es
debido, como es correcto. Este es un ejemplo quizás poco espiritual de lo que
Jesús expresa en esta bienaventuranza, pero sirve como ilustración. Si se dan
estos casos de conflicto por ser fiel al reino de Dios, debemos considerarnos
dichosos también, porque hemos dado señales claras al mundo de cuál es la
rectitud de Dios, y eso es lo que Dios valora y por lo que él nos felicita.
¿Quieres vivir una vida feliz? Aquí
tienes la fórmula para obtenerlo: reconoce tu pobreza espiritual, arrepiéntete,
sé humilde, busca la voluntad de Dios por sobre todas las cosas, sé compasivo,
vive en santidad e integridad, busca poner en paz a otros con Dios y con el
prójimo y soporta las agresiones de quienes no están interesados en la paz.
Como ven, no es una fórmula mágica que automáticamente dará como fruto el
producto deseado, sino requiere de mi colaboración decidida. Pero nada sucederá
si antes no te has humillado ante Dios, admitiendo que no tienes nada bueno que
ofrecerle. Ríndete a él, reconoce tu pecado y pide por su misericordia. Y ahí
se iniciará un proceso bello que te llevará a través de cada una de estas
estaciones en el camino a la felicidad.
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