lunes, 2 de diciembre de 2024

La fórmula de la felicidad


 





            La felicidad es un tema muy grande para mucha gente. Muy a menudo me llegan al teléfono sugerencias de artículos acerca de la fórmula de la felicidad, según los psiquiatras. Muchos jóvenes se casan para ser felices – y descubren que es una motivación pésima. Y así la gente prueba esto y aquello en una incesante búsqueda de la felicidad. (¿Ustedes son felices? Claro, suponen que yo quiero escuchar que sí y así me responden, ¿no?) Pero esta búsqueda de la fórmula de la felicidad es absurda porque la gente suele buscar en el lado totalmente equivocado. Como un amigo mío que estudió en Buenos Aires y muy a menudo se paraba por largo tiempo frente a una determinada ventana. Y un día un compañero de estudio le preguntó por qué él se iba tan a menudo a esa ventana. Y mi amigo le dijo: “Es que allá queda Paraguay, y allá está mi novia, y yo vengo aquí a mirar en dirección a mi novia.” Entonces su compañero lo tomó del brazo y lo llevó a la ventana del lado opuesto y le dijo: “Allá queda Paraguay…” Bueno, así mucha gente mira por la ventana equivocada, esperando encontrar la felicidad.

            Dije que esa búsqueda es absurda porque esa fórmula está claramente definida y descrita y está al alcance de todo el que la quiera conocer. La encontramos en el Evangelio de Mateo. Es precisamente con esta fórmula que Jesús empezó el así conocido Sermón del Monte. Hoy empezamos un recorrido por este fascinante pasaje de la Palabra de Dios. El Sermón del Monte es un texto muy práctico que describe muchas áreas de la vida cristiana del día a día. Veamos entonces ahora la fórmula de la felicidad, descrita por Jesús mismo.

 

            Mt 5.1-12

 

            ¿Ya descubrieron la fórmula de la felicidad? En seguida llegamos a ella.

            Los primeros dos versículos nos presentan el contexto en el cual Jesús dio este Sermón del Monte. En realidad, empieza ya en el último versículo del capítulo 4 donde dice que una gran multitud de gente de todas partes del país acudía a él. Al verla llegar, Jesús se subió a un cerro. No se sabe con exactitud cuál monte era, pero, al parecer, era uno cerca de Capernaúm, junto al Mar de Galilea. Ahí en esta elevación, Jesús se sentó. Esta era la postura típica de los maestros judíos que acostumbraban sentarse para dar sus enseñanzas. Una vez sentado, sus discípulos lo rodeaban para escucharlo. Probablemente ellos eran los destinatarios principales de este sermón, pero la multitud, que estaba un poco más allá, también oía lo que Jesús hablaba, porque al final de este sermón dice que la multitud se quedaba asombrada de estas enseñanzas porque contenían mucho poder, diferente a como ellos estaban acostumbrados de los fariseos.

            Y una vez que todos estaban ubicados, Jesús empezó a desarrollar la fórmula de la felicidad. ¿Por qué la llamo así, ya que Jesús en ningún lugar habla de felicidad? Sí, lo hace. Lo que Reina-Valera traduce como “bienaventurados” es una felicitación a determinadas personas. Otras versiones traducen: “dichosos” o “felices”. Así que, Jesús explica aquí cómo se comportan personas felices. Y lo que Jesús describe aquí como una persona feliz no tiene lógica para nosotros. Hasta podríamos decir: “Si esta es una persona supuestamente feliz, entonces yo no quiero ser feliz.” Es que estamos mirando por la ventana opuesta, y ahí cualquier otra cosa nos puede parecer como atractivo, prometiendo felicidad. Pero al cambiarnos a la ventana de Jesús, llegamos a entender su punto de vista.

            El primer ingrediente de esta fórmula de la felicidad es ser pobre en espíritu: “Bienaventurados los pobres en espíritu…” (v. 3 – RVC). Esto ya lo hemos escuchado tantas veces que ni entendemos siquiera qué significa. Empieza a sonar diferente cuando lo leemos en otra versión: “los que tienen espíritu de pobres” (DHH). Esto no tiene nada que ver con una actitud pesimista o fatalista que considera que uno no puede hacer absolutamente nada para cambiar su destino, porque nació pobre y morirá pobre. No es esto lo que Jesús indicó. Una persona pobre no tiene absolutamente nada en qué basar su confianza o su seguridad. Carece absolutamente de recursos y es totalmente dependiente de otros. No tiene méritos propios que mostrar. En lo económico, esto nos parece ser una desgracia sin comparación. Pero en lo espiritual es precisamente esto lo que nos salva. No podemos presentar ante Dios ningún mérito por el cual obtener la salvación. Quien quiere presentar sus propios logros para mejorar su puntaje delante de Dios, no entendió nada todavía. Pablo escribe a los efesios que por gracia somos salvos por medio de la fe, no por obras (Ef 2.8-9). Así que, nuestros propios recursos no solamente no nos sirven de nada, sino son más bien un obstáculo para que Dios pueda hacer su obra. Son como una pajita que flota en el agua y de la cual en su desesperación se agarra alguien que se está ahogando, esperando que esta le mantenga a flote. Esta paja no solamente no lo puede salvar, sino que, mientras que él está luchando para mantenerse con vida gracias a la ayuda de una pajita, el guardacostas no puede hacer nada. Si él se acercara al que se está hundiendo, el otro lo agarraría tan fuertemente en su desesperación que se hundirían los dos. Recién cuando el otro se rinde y deja de luchar, puede ser salvado. Cuán cierto es esto también en lo espiritual. Mientras que nuestra seguridad se basa sobre nuestros aparentes recursos, Dios no nos puede salvar. Necesitamos rendirnos y confiar total y absolutamente en él. Recién ahí él puede entrar en acción.

            Y esto no se aplica solamente a la salvación, sino a toda la vida espiritual. Por muchos años he dicho que yo no podría o no debería ser pastor por no contar ni mínimamente con las cualidades y recursos que considero favorable para alguien en este cargo. Y muchas veces le he dicho a Dios —medio en broma, pero medio no más…— que yo sé que él jamás se equivoca, pero que sí se equivocó al llamarme al pastorado. Hasta que entendí hace muy poco recién que probablemente me haya llamado precisamente por no tener cualidades ni recursos que mostrar. Así queda en absoluta evidencia que, si algo sucede en la iglesia y en las personas, no ha sido fruto de la obra de Marvin Dück sino de la obra del Espíritu Santo. Si sientes que Dios te llama a algo para lo cual crees no estar capacitado ni remotamente, considerate dichoso. Eres candidato a estar en primera fila para ver la mano de Dios desplegando todo su poder ante tus ojos. Capacítate todo lo que puedas, pero nunca dejes de ser un “pobre en espíritu”, alguien que no se confía de sí mismo, o no se vale de sus propios recursos. Muy correctamente lo traducen otras versiones: “Dichosos los que reconocen su pobreza espiritual…” (NBD).

            ¿Y qué sucede cuando reconocemos nuestra absoluta insuficiencia espiritual, cuando creemos que no tenemos nada? De repente nos damos cuenta que lo tenemos todo: “de ellos es el reino de los cielos” (v. 3 – RVC). Para ganar, tenemos que perder primero. Para recibir los recursos de Dios, tenemos que vaciar nuestras manos de los “recursos” propios. Para ser salvado, tenemos que soltar primero la pajita de nuestra salvación de la que nos aferramos. El que reconoce su pobreza espiritual experimenta que todo el reino de Dios obra a su favor. ¿Puede haber una persona más rica que esta?

            Charles Spurgeon, el “príncipe de los predicadores”, como fue conocido en la Gran Bretaña en el siglo XVIV, dijo: “Si algún hombre piensa mal de ti, no te enojes con él, porque eres peor de lo que él piensa.” Esto es ser consciente de su propia pobreza espiritual. Sin embargo, verse de golpe tan despojado de todo lo que era su orgullo antes y darse cuenta que nada de eso cuenta ante Dios puede llevarnos a una desesperación y llanto. Pero pueden considerarse felices los que lloran sobre su propia pobreza espiritual, por contradictorio que esto parezca. Ya nos damos cuenta que “felicidad”, en el concepto de Jesús, no es en primer lugar una emoción, sino un estado mental equilibrado, sincero y consciente de sus propias insuficiencias, pero también consciente de la gracia omnipotente de Dios. Y la promesa de Dios es que serán consolados. El que llora porque perdió todo supuesto recurso personal, será consolado al darse cuenta que todo el reino de Dios le pertenece.

            Pero esta bienaventuranza no se aplica automáticamente a toda persona, ni bien derrame la primera lágrima o que experimenta algún sufrimiento. Dios no dará su reino a todo el mundo solo por el hecho de que llora o sufre. Lo que nos salva es el arrepentimiento, no el llanto. Pedro lloró amargamente cuando cayó en cuentas que había cometido precisamente aquello que en su orgullo había afirmado no hacer jamás. Esto lo salvó. Judas también experimentó un sufrimiento fuerte porque por el remordimiento intenso que sintió quiso volver atrás en su acto, pero esto no fue posible. Por el sufrimiento de él no le llegó la salvación, sino más bien él se lanzó a la eterna perdición, como lo describe la Biblia. La diferencia entre el sufrimiento de Pedro y el de Judas la entendemos al leer lo que Pablo les escribe a los corintios: “La tristeza que Dios busca es la que produce un cambio de corazón y de vida. Ese cambio lleva a la salvación y por ello no hay que lamentarse. En cambio, la tristeza del mundo lleva a la muerte” (2 Co 7.10 – PDT). Pedro tuvo la tristeza según Dios, Judas la tristeza según el mundo.

            El reconocer que uno no tiene nada que ofrecerle a Dios no solamente nos abre el camino a recibir la salvación, sino que nos hace verdaderamente humildes. El que no tiene nada que ofrecer, no tiene nada de qué jactarse. El que es consciente de que todo es por gracia de Dios, dará la honra y gloria al Padre, no a sí mismo. Por eso, el tercer ingrediente de la fórmula de la felicidad es la humildad (o mansedumbre, como traducen algunas versiones). La humildad es fuente de felicidad, porque puedo estar totalmente tranquilo y confiado en la provisión de mi Padre celestial, así como Jesús lo destacó de los pájaros que no siembran ni cosechan, pero que son alimentados por el Padre (Mt 6.26), felices de la vida. Esto hay que aprender. A muchos nos causaría más bien ansiedad en alto grado ver que no podemos aportar nada para nuestras necesidades y vernos en total y absoluta dependencia del Padre. Está tan profundo en nosotros el querer ser nuestro propio salvador, ser autosuficientes, que nos genera una angustia sin igual cuando nos vemos con manos y pies atados por nuestra insuficiencia. Pero cuánta tranquilidad reina en la vida de quien se siente totalmente entregado y dependiente de Dios. Se cuenta de Jorge Müller, pastor y misionero inglés del siglo XVIV, quien administró varios orfanatorios para más de 10.000 niños, fue informado una mañana que no había nada para el desayuno de más de 1.000 huérfanos. La desesperación se apoderó de todo el personal, pero Müller los tranquilizó y se fue a su pieza a orar. Dijo: “Padre de los huérfanos, falta pan. En el nombre de Jesús. Amén.” Minutos más tarde, varios carros con pan llegaron al orfanato. El que había encargado el pan lo había rechazado porque estaba demasiado horneado. Entonces el panadero decidió donarlo al orfanato. En esta actitud de Müller radica la felicidad que resulta de una humilde confianza en Dios. Y es el ejemplo también de lo que significa la segunda parte de este versículo: “…ellos heredarán la tierra” (v. 5 – RVC). Esto se tiene que entender en el contexto del pueblo a quien fueron dichas estas palabras. Por un lado, el término “tierra prometida” llegó a ser algo de profundo valor histórico para siempre para este pueblo. Entonces, que Jesús les prometa la tierra por heredad significaba para ellos mantener la identidad del pueblo de Dios y estar dentro de la voluntad de Dios. Por otro lado, Israel era un pueblo dedicado casi exclusivamente a la agricultura y ganadería. Para ambas actividades, la tierra era el elemento básico. La agricultura dependía de la tierra para producir el fruto esperado, y la ganadería se basa sobre una correcta alimentación para los animales, provista por la tierra. Jesús les asegura entonces que sus necesidades siempre serían satisfechas – así como la confianza de Müller produjo la llegada de los alimentos que necesitaba para los niños. Tener los elementos básicos para recibir la provisión divina y tener la paz y confianza en la provisión de Dios no significa que uno puede estar durmiendo todo el día. Los israelitas tenían que trabajar duro para cultivar la tierra o para criar a los animales. Los pájaros a quienes Jesús puso como ejemplo para esa confianza absoluta en la provisión de Dios tenían que volar durante todo el día, buscando el alimento. Pero tener esa confianza ciega en el Señor significa realizar con responsabilidad sus actividades diarias, estando plenamente convencido de que el Señor hará aparecer lo que uno necesita para poder vivir dignamente. Ese estado de quietud y confianza reduce enormemente la ansiedad histérica que manifiesta casi todo el mundo hoy en día. Realmente, feliz es la persona que puede vivir así.

            El que vive así totalmente entregado a Dios, sin nada propio que lucir, estará buscando únicamente hacer la voluntad de Dios por sobre todas las cosas. En esto radica el cuarto elemento de la fórmula de la felicidad: buscar hacer únicamente lo que es recto delante de Dios. Jesús lo expresa como tener “hambre y sed de justicia” (v. 6 – RVC). No es una búsqueda de que a se me haga justicia, sino que todo en este mundo esté sujeto a la justicia y el gobierno de Dios. Jesús repetirá este concepto todavía dos veces más en este sermón. Primero en el Padrenuestro: “Venga tu reino y cúmplase en la tierra tu voluntad como se cumple en el cielo” (Mt 6.10 – (NBV), y unos versículos más tarde el también muy conocido versículo: “Busquen el reino de Dios por encima de todo lo demás y lleven una vida justa, y él les dará todo lo que necesiten” (Mt 6.33 – NTV). Esto es desear por sobre todas las cosas hacer la voluntad de Dios, hacer lo que es justo, y que la presencia y la justicia de Dios gobiernen en este mundo. Es en ese sentido que algunas versiones traducen esta bienaventuranza de la siguiente manera: “Afortunados los que desean hacer la voluntad de Dios aun más que comer y beber, porque ellos serán completamente satisfechos por Dios” (PDT); “Felices los que desean de todo corazón que se cumpla la voluntad de Dios, porque Dios atenderá su deseo” (BLPH). Dios es el más interesado en que se cumpla su voluntad en todo lugar. Él es, pues, el Rey de todo el universo, y su voluntad es la ley que rige en todos lados. Pero los seres humanos tenemos la libertad de decidir si acatar su voluntad o no, sabiendo que acatar su voluntad implica bendición y no acatarla acarrea maldición sobre su vida. Pero lo que rige, lo que es ley universal, es la voluntad de Dios. Entonces, si alguien desea por sobre todas las cosas que se cumpla la voluntad de Dios, está en sintonía con lo que Dios también desea, y en su vida se cumplirá esa voluntad divina. Por eso dice Jesús que su hambre y sed por la justicia divina serán satisfechos. Él prometió: “Todo lo que ustedes pidan en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14.13 – NBV), porque lo que pedimos como si fuese él, en su nombre, es según su voluntad. De otro modo no sería en su nombre, porque él nunca pedirá algo que no sea su voluntad. Pero lo que coincide con su plan y voluntad tiene la firme promesa de que será cumplido.

            Los que se han confrontado muy de cerca con sus propias fallas e insuficiencias y que han llorado sobre el cuadro tan pobre que han visto de sí mismos en la presencia de Dios, llegarán a ser mucho más compasivos con los errores de los demás. Este es el quinto ingrediente de la fórmula de la felicidad: mostrar compasión hacia los demás. El que es un juez muy duro de los errores de los demás no se ha visto todavía a sí mismo en el espejo divino. Pero el que es misericordioso, recibirá el mismo trato también de parte de Dios. Una vez más se cumple la indicación de Pablo: “Cada uno cosechará lo que haya sembrado” (Gl 6.7 – TLA). Si no te gusta lo que cosechas, cambia lo que siembras.

            Como ya dijimos, ver su verdadero estado espiritual calamitoso puede hacernos llorar, pero que esa “tristeza según Dios” (2 Co 7.10) nos lleva al arrepentimiento. Así somos perdonados por Dios y limpiados de toda maldad (1 Jn 1.9). Esta es la única forma de obtener un corazón limpio (v. 8). Pero el que experimenta esto puede considerarse profundamente privilegiado y dichoso, porque en él se cumple el sexto ingrediente de la fórmula de la felicidad: tener un corazón limpio. Y la promesa es que verá a Dios. Ya el salmista se había preguntado: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en su lugar santo? Solo los de manos limpias y corazón puro” (Sal 24.3-4 – NTV). El pecado no puede prevalecer ante la santidad de nuestro Dios. Por lo tanto, es imposible que alguien con pecado en su vida, es decir, con un corazón impuro, pueda ver a Dios.

            Y ese corazón limpio, que no anhela nada más que el gobierno absoluto de la voluntad de Dios en este mundo, va a colaborar con Dios procurando que todo ser humano viva en paz con Dios y con el prójimo. Y haciéndolo, experimentará un aumento en su felicidad, como lo promete el séptimo ingrediente de esta fórmula. Pero no basta con desear la paz, sino hay que trabajar por obtenerla. Y si Dios es un Dios de paz (1 Co 14.33), los que procuran la paz serán reconocidos como hijos de él.

            Pero no a todos les gustará que haya paz. Como Satanás solo procura “robar, matar y destruir” (Jn 10.10), todos los que están bajo su dominio también querrán hacer eso. Trabajar entonces a favor de la paz nos pone en oposición directa con Satanás y sus objetivos. Esto por lógica traerá para nosotros persecución y sufrimiento.

            Si voy de Limpio a Roque Alonso y llego a la rotonda del Abasto Norte, lo correcto es, según las leyes de tránsito, que yo dé un giro alrededor de la rotonda para llegar después al viaducto, porque así es la disposición de los carriles. Lastimosamente se borró ya casi por completo toda indicación de los carriles. Pero mientras que yo quiera dar la vuelta, quizás a mi derecha haya otro vehículo que quiera ir derecho hacia el viaducto, cruzando todos los carriles. O a mi izquierda hay alguien que también cruza todos los carriles y me quiera pasar para llegar al viaducto antes que yo, mientras que yo voy fielmente por mi carril. Si yo sigo, o le voy a chocar de costado o voy a tener que frenar bruscamente para que esto no suceda. Tanto el de mi izquierda como de mi derecha se enojan conmigo y me dicen un montón de “cariños”, solo porque quiero hacer las cosas como es debido, como es correcto. Este es un ejemplo quizás poco espiritual de lo que Jesús expresa en esta bienaventuranza, pero sirve como ilustración. Si se dan estos casos de conflicto por ser fiel al reino de Dios, debemos considerarnos dichosos también, porque hemos dado señales claras al mundo de cuál es la rectitud de Dios, y eso es lo que Dios valora y por lo que él nos felicita.

            ¿Quieres vivir una vida feliz? Aquí tienes la fórmula para obtenerlo: reconoce tu pobreza espiritual, arrepiéntete, sé humilde, busca la voluntad de Dios por sobre todas las cosas, sé compasivo, vive en santidad e integridad, busca poner en paz a otros con Dios y con el prójimo y soporta las agresiones de quienes no están interesados en la paz. Como ven, no es una fórmula mágica que automáticamente dará como fruto el producto deseado, sino requiere de mi colaboración decidida. Pero nada sucederá si antes no te has humillado ante Dios, admitiendo que no tienes nada bueno que ofrecerle. Ríndete a él, reconoce tu pecado y pide por su misericordia. Y ahí se iniciará un proceso bello que te llevará a través de cada una de estas estaciones en el camino a la felicidad.

 


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