lunes, 2 de diciembre de 2024

Adulterio y divorcio

 






            ¡Qué temón el que nos toca hoy! El domingo pasado escuchamos que Jesús no había venido para anular la ley del Antiguo Testamento sino a cumplir su demanda y a enseñar la verdadera interpretación de ella. Los fariseos enseñaban una observación fría y legalista de la letra de la ley. Pero Jesús le dio un significado mucho más profundo, yéndose al corazón mismo del ser humano. Todas las leyes del Antiguo Testamento tenían como objetivo la santidad del pueblo delante de Dios. Esto no se logra con la mera obediencia fría, legalista y con actos externos, sino con un corazón enfocado en Dios y entregado a él. Las leyes no tenían el propósito de esclavizar al ser humano, como lo enseñaban los fariseos, sino a ayudarle a vivir según la voluntad de Dios. En este Sermón del Monte, Jesús cita 6 mandamientos de la ley del Antiguo Testamento, para luego mostrar su verdadero significado y darle su interpretación correcta. Todos estos ejemplos emplean la fórmula: “Oyeron que se les dijo a los antepasados…, …pero yo les digo…” Lo que fue dicho a los antepasados se refiere a la ley que se enseñaba al pueblo desde el tiempo de Moisés. Y lo que Jesús vino a enseñar ahora no era que esto ya no valía más, sino, más bien, qué tenía Dios en mente al dar estos mandamientos. Ya vimos el domingo pasado el primer ejemplo: la prohibición de matar a alguien. Y lo que Jesús indicó es que esto no es meramente el acto mismo de quitarle la vida a otra persona. Esto es, más bien, el último paso irreversible de un proceso que se inició mucho antes ya en el corazón del ser humano al permitir que se alojen en él pensamientos de enojo y de odio.

            Así es también con los dos ejemplos que veremos hoy. Llegamos ahora a un texto muy desafiante y de mucha controversia entre los cristianos. Nos sujetamos a la gracia de Dios para que, a través de su Espíritu Santo, pueda abrirnos la mente y el corazón para entender algo más de su voluntad para sus hijos.

 

            F Mt 5.27-32

 

            El siguiente ejemplo de una justicia superior a la enseñada por los fariseos se refiere al adulterio. Jesús cita una parte de los 10 Mandamientos que prohíbe precisamente el adulterio. Como él había dicho que no venía para anular la ley, él no desactiva este mandamiento. Más bien lo refuerza mucho más todavía, como veremos en seguida.

            Toda la Biblia pone mucho énfasis en la santidad de las relaciones en pareja. Aquí habla del adulterio, que se refiere a actos sexuales entre dos personas, de las cuales por lo menos una es casada. Pero podríamos agregar aquí también la fornicación, que se refiere a actos sexuales entre solteros. Aunque Jesús no lo mencione aquí, la Biblia condena la fornicación de la misma manera que el adulterio. Sean encuentros sexuales casuales o vivir en concubinato, todas son situaciones que prohíbe la Biblia. Sobre estas relaciones no está la bendición de Dios. Más bien, la Biblia exhorta a tales personas a arrepentirse, a apartarse de este comportamiento y a ordenar su vida. La única intimidad aprobada por Dios y que cuenta con su total bendición es la que ocurre dentro del matrimonio. Nada más.

            Hasta este punto, la enseñanza de Jesús no se diferenciaba en nada de la de los fariseos. Ellos también rechazaban el adulterio. Pero luego Jesús va mucho más profundo e indica dónde se origina todo esto. Cuando dos personas no casadas ya están “entrando en calor” con claras intenciones de consumar un acto sexual es casi imposible ya ponerle un freno. Pero si uno presta atención a todo el proceso previo que empieza en el corazón humano y con señales claras de estar en un camino peligroso cuesta abajo, sí tiene todavía la posibilidad de reaccionar y salirse a tiempo de este camino a la destrucción. En el caso del hombre, este proceso fácilmente puede iniciarse al mirar lo que no debe mirar: “…cualquiera que mira con deseo a una mujer” [“con pasión sexual” – NTV; de “acostarse con ella” – NBD; “excitando su deseo por ella” – NBE], “ya cometió adulterio con ella en su corazón” (v. 28 – DHH). Esto no se refiere a ver a una mujer, sino a mirarla con intenciones muy claras y específicas. Si a esto se agregan otros factores como problemas en el matrimonio propio; necesidades emocionales y/o sexuales no satisfechas; publicidad sugestiva; programas, revistas o páginas pornográficas, entonces el camino al desastre se vuelve cada vez más empinado. El adulterio empieza mucho antes de la cama ajena. Sin embargo, en este punto es posible todavía —con la ayuda de Dios— obtener nuevamente el control sobre su mente y alcanzar la victoria. Pero si uno les deja espacio a pensamientos lujuriosos, quizás la infidelidad sea cuestión de oportunidad no más ya. Por eso hay que poner un candado férreo a sus propios pensamientos y fantasías. Jesús lo expresa en términos de extirpar ojo o mano si estos llegaran a ser instrumentos del pecado. Por supuesto que no significa hacerlo en forma literal, sino Jesús ilustra de esta manera la necesidad de una firme decisión de llegar hasta los sacrificios más extremos, si fuese necesario, con tal de no manchar nuestra integridad y santidad. ¿Identificas algo en tu vida que debes sacrificar radicalmente para que no te siga llevando a pecar una y otra vez? ¿Hay algo que es un peligro o una amenaza constante a tu deseo de vivir consagrado al Señor? En este caso, huir no es cobardía, sino, más bien, valentía por el propósito de resguardar la santidad. Lucha con todas tus fuerzas y con todo el poder de Dios por tu integridad y santidad.

            Claramente Jesús habla aquí de los hombres que incentivan su fantasía sexual con observar a una mujer provocativa, porque los hombres se excitan por medio de la vista. La mayor cantidad de la inmensa industria de la pornografía es consumida por hombres. Gran parte de la publicidad visual está dirigida a los hombres para estimular su vista y conducirlos a un gasto impulsivo y descontrolado. Y, por favor, hermanas, no nos metan en tentación vistiendo escotes pronunciados o faldas muy cortas. Por más que seamos pecadores redimidos, seguimos siendo hombres que hemos sido programados por Dios para que la vista nos estimule. Si quieres estimular a tu esposo, tienes un recurso poderosísimo en tu cuerpo. Pero es para tu esposo, no para los demás hermanos de la iglesia. Ten mucho cuidado con eso.

            Si el camino a la infidelidad puede iniciarse en el hombre con mirar lo que no debería mirar, en el caso de las mujeres quizás es oír lo que no debería oír, como palabras seductoras de otro hombre con sus elogios exagerados o lisonjas, promesas del oro y del moro, etc. En fin, tener ojos y oídos exclusivamente para el cónyuge y, a la inversa, brindar generosamente lo que necesitan los ojos y oídos del cónyuge son las maneras más efectivas de protegerse del adulterio. Quien tiene todo lo que necesita en su propio matrimonio, no pensará en buscar algo fuera de él.

            Luego, Jesús pasa a hablar del divorcio. Él cita parte de la ley del Antiguo Testamento en la que Moisés ordena al hombre entregar un acta de divorcio a su esposa en caso de una separación. Encontramos esta indicación en Deuteronomio 24.1: “Cuando alguien tome una mujer y se case con ella, si después no le agrada por haber hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá una carta de divorcio, se la entregará personalmente, y la despedirá de su casa” (RVC). Entre los fariseos se había producido una división en dos bandos respecto a qué significaba en este versículo “alguna cosa indecente”. Había entre los fariseos seguidores del rabino Shammay que interpretaba esta frase como refiriéndose única y exclusivamente al adulterio. El divorcio podría darse en el único caso en que la mujer había sido descubierta en infidelidad. Por otro lado, había el bando mucho mayor del rabino Hillel que interpretaban que esta indicación de “alguna cosa indecente” se refería a cualquier cosa. Según ellos, bastaba que la mujer quemara la comida para que el hombre pueda divorciarse de ella. Este es el contexto de la consulta de los fariseos a Jesús respecto a este tema (Mateo 19). Ellos plantearon esta situación con una intensión evidente de ponerle una trampa a Jesús (Mt 19.3). Pero también era una pregunta seria para ellos con la que se enfrentaban una y otra vez.

            Tanto en nuestro texto en el capítulo 5 como en su respuesta a los fariseos en el capítulo 19, Jesús establece el ideal de Dios. La voluntad de Dios nunca fue ni será el divorcio. Su único plan y voluntad para el ser humano es, en caso de vivir en pareja, el matrimonio entre un hombre y una mujer de por vida. Ninguna otra opción es válida ante él. La única excepción que Jesús parece admitir es en caso de fornicación. Y aquí se dividen las interpretaciones de los teólogos en cuanto a qué significa “fornicación” en este texto. Muchos lo interpretan en sentido físico de infidelidad o adulterio. Otros lo entienden como una infidelidad en el tiempo previo al matrimonio cuando ya estaban comprometidos para casarse, pero cuando no se había celebrado todavía la boda. Es en este tiempo que se podría hablar todavía de “fornicación”, porque la infidelidad después de la boda ya sería adulterio, y el adulterio era castigado en el Antiguo Testamento con la muerte de ambos adúlteros (Lv 20.10). Y una tercera interpretación es que Jesús se refiere a matrimonios prohibidos por la ley. Sería una especie de adulterio espiritual. O sea, nos movemos aquí en un terreno que no es tan claro como muchas veces suponemos. Sea como sea, el texto no nos faculta como iglesia de sugerir el divorcio a alguien que haya sido engañado por su cónyuge. Nuestros esfuerzos como iglesia siempre serán buscando la restauración de la relación, no promoviendo el divorcio. Pero de que suceden divorcios, suceden, ¡y demasiadas veces! También en la iglesia. Y es nuestro deber como iglesia acompañar a personas que pasan por esta situación, darles contención y buscar juntos la voluntad de Dios para su vida.

            Lo que podemos ver muy claramente en estos textos es que nada, ni siquiera un divorcio, anula el pacto que se estableció entre el hombre y la mujer en el momento de su boda. Jesús indica “que el hombre no debe separar lo que Dios ha unido” (Mt 19.6 – DHH), lo que vendría a ser sinónimo de la fórmula “hasta que la muerte los separe” que hoy usamos en las bodas. Y, efectivamente, la Biblia enseña —aunque sin decirlo en estas palabras— que únicamente la muerte puede disolver el pacto matrimonial. Nada más. Ni siquiera el divorcio. Pablo escribe a los corintios: “La mujer casada está ligada a su esposo mientras éste vive; pero si el esposo muere, ella queda libre para casarse con quien quiera, con tal de que sea un creyente” (1 Co 7.39 – DHH). Es por esta razón que Jesús, ante la pregunta de los fariseos, dirige la mirada de ellos hacia el ideal original de Dios: “…el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y los dos serán como una sola persona. … De modo que el hombre no debe separar lo que Dios ha unido” (Mt 19.5-6 – DHH).

            Esta respuesta perturbó más todavía a los fariseos. No entendían por qué entonces Moisés haya ordenado el divorcio y el darle a la esposa el certificado correspondiente (Mt 19.7). Y ahí Jesús les respondió: “No, no. No me cambien las palabras. Moisés jamás lo ordenó. “Moisés permitió el divorcio sólo como una concesión ante la dureza del corazón de ustedes, pero no fue la intención original de Dios” (Mt 19.8 – NTV). Como el pecado destruye todo —también el matrimonio— el divorcio era una realidad también en el pueblo de Dios, así como la mentira, el robo o el asesinato eran una realidad, que también nunca han sido la intención original de Dios. Entonces, Moisés tuvo que buscar una forma de cómo poder lidiar lo mejor posible con esa realidad, indeseada pero presente. La “Nueva Biblia al Día” traduce este versículo: “Moisés se vio obligado a reglamentar el divorcio por la dureza y la perversidad de su pueblo, pero Dios nunca ha querido que sea así.”

            ¿Qué implicó esta reglamentación? En el pueblo judío, la mujer en todo tiempo dependía de un hombre. En su infancia y juventud dependía de su padre, y como mujer casada de su esposo. Por la forma en que estaba organizada la sociedad hebrea del Antiguo Testamento eran muy escasas las posibilidades de supervivencia de una mujer sin un hombre que velaba por ella. Si entonces un hombre echaba a su esposa de la casa y se divorciaba de ella, la condenaba prácticamente a la muerte. La quizás única opción de supervivencia que ella tenía era volverse prostituta. Entonces, para proteger a la mujer divorciada, Moisés ordenó que el marido le entregara un certificado de divorcio. Con este documento en mano, ella podía casarse con otro hombre sin ser acusada de adulterio. La obligación del acta de divorcio era la salvación de la mujer en el caso de que su marido anulaba su matrimonio. Era el mal menor en una situación que seguía no siendo la voluntad de Dios.

            Quizás, dentro de las diferentes interpretaciones de los pastores y teólogos de los textos bíblicos que hablan de este asunto, la oposición de Dios al divorcio es todavía una postura unánimemente aceptada y reconocida por todos. No hay mucha vuelta que se le pueda dar. Sin embargo, si el adulterio de uno de los dos habilita a la parte “inocente” de iniciar el proceso de divorcio, y si, en caso del divorcio a pesar de todo intento de restaurar la relación matrimonial, se admite el recasamiento, no hay unanimidad de opiniones porque la Biblia no es específica en cuanto a esto. La Biblia no lo reglamenta porque es imposible establecer una “fórmula” válida para todos los casos. Cada situación es tan diferente uno del otro que es imposible ponerlos a todas bajo un mismo modo de proceder. Se requiere en cada caso la intensa búsqueda de la guía de Dios. Él consideró a su iglesia lo suficientemente capaz de encontrar un camino en cada caso, bajo la guía y orientación de su Espíritu Santo. Ningún pecado es su voluntad, pero él nos enseña a enfrentar el pecado y a buscar para el futuro una vida conforme a sus principios. Incluso, él se puede valer hasta de nuestro pecado para producir en nosotros algo hermoso para honra y gloria de él. Si bien no hay una indicación clara y específica para cada caso, tengo mis propias convicciones basadas sobre cómo yo interpreto en este momento la enseñanza de la Biblia sobre este tema. Es muy posible que alguien de ustedes tenga otra interpretación, y es admisible tenerla ya que la Biblia —vuelvo a decir— no es muy específica en ciertos detalles. Pero, lo que compartiré en seguida, es lo que en este momento yo creo al respecto. Y habrá otros entre ustedes que quizás no tengan todavía una opinión clara al respecto. Quizás les sirve mi postura para poder encontrar la suya. Yo creo lo siguiente:

            1.) Como ya dijimos, la Biblia nos enseña el ideal de Dios, que es el matrimonio. Todos nuestros esfuerzos como iglesia estarán dirigidos a fomentar ese ideal.

            2.) El divorcio y recasamiento no corresponden a la voluntad de Dios.

            3.) A pesar de esto, el divorcio es admitido como mal menor y última medida en caso de fornicación (relación sexual ilícita de uno de los cónyuges). Pero aun en caso de fornicación, el esfuerzo primordial siempre será el perdón y la restauración del matrimonio.

            4.) En mi interpretación de la Biblia no encuentro en ningún lugar una aprobación clara de segundas nupcias para los divorciados. Por lo tanto, basándome en la Palabra de Dios, no puedo alentar el recasamiento de una persona divorciada.

            5.) Sin embargo, a causa del pecado, la realidad de la vida humana no coincide con el ideal. Tristemente, el divorcio y también el recasamiento suceden demasiado frecuentemente a nuestro alrededor. Pero la Biblia no los identifica como pecados imperdonables. La gracia de Dios cubre también estas acciones. Y esto debe ser un enorme aliento para personas que están en esta condición.

            6.) Como iglesia debemos esforzarnos por tratar a personas divorciadas o vueltos a casar con amor, ternura y contención. Rechazamos toda manifestación de juicio contra ellos. Jamás debemos aumentar el sufrimiento que estas personas de por sí experimentan, sino, más bien, contenerlos con amor.

            7.) Nuestro compromiso de amor con las personas divorciadas nos lleva a acompañarlos en la búsqueda de la voluntad de Dios para su futuro. Dios tiene pensamientos de bienestar para ellos. Queremos ayudarles a dejar atrás el pecado y extenderse a alcanzar estos planes maravillosos de Dios, quien es capaz de convertir aun el pecado del pasado en una bendición para el futuro.

            8.) Entendemos que la Biblia no nos habilita a apoyar el recasamiento, pero tampoco lo prohíbe expresamente. Por lo tanto, si personas divorciadas han tomado ante el Señor la decisión de casarse, entendiendo que así él los está guiando, entonces no podemos oponernos a este paso. Es decir, la iglesia no tiene la facultad de ser juez y dictaminar si una pareja de divorciados puede casarse o no, sino su papel es el acompañamiento de la pareja en la búsqueda de la voluntad de Dios para su vida de aquí para delante.

            9.) Sin embargo, considerando que la Biblia no apoya expresamente el recasamiento, yo como pastor no realizaré bodas de parejas en la que uno o ambos sean personas divorciadas. Tampoco recomiendo que tales ceremonias se realicen dentro de la propiedad de la iglesia. No podemos enseñar la oposición de Dios al divorcio y recasamiento, pero celebrar segundas nupcias de personas divorciadas. Sería una contradicción y una pérdida de testimonio como iglesia.

            Lo que nos enseña nuestro texto de hoy, entonces, es que Dios desea para sus hijos una vida en santidad también en el área sexual. Por lo tanto, él rechaza la fornicación, el concubinato, el divorcio o cualquier otra desviación sexual como la homosexualidad, por ejemplo. Si él rechaza estas prácticas, nosotros también debemos hacerlo. Pero, ¡gracias a Dios que él mandó a su hijo a morir por todos nuestros pecados, incluyendo los desórdenes sexuales! Por lo tanto, todos debemos relacionarnos con amor con los que viven en prácticas sexuales fuera de la voluntad de Dios, como también esperamos ser tratados con amor por los demás en nuestras prácticas fuera de la voluntad de Dios. Mutuamente nos alentaremos a buscar a Dios, a honrarlo con nuestras vidas y a buscar traer la luz de su verdad a nuestras vidas para ordenarlas según los principios de la Palabra de Dios. Y su poder obrará una transformación de la vida de todo aquel que se entrega incondicionalmente a él. Si nunca lo has hecho, o si te das cuenta que te desviaste del ideal de Dios y necesitas volver a consagrarte a él, haz conmigo esta oración: “Señor Jesús, reconozco que me he desviado de tu voluntad. Necesito de tu perdón y tu restauración. Entra a mi vida y empieza a ordenar el caos que he producido por mi desobediencia. Confío que, por más enredada que esté mi situación, tú podrás resolver todo paso a paso. Te doy el control de mi vida para que tú hagas de ella algo para tu honra y gloria. Gracias por tu infinito amor y misericordia. Te quiero servir y adorar por el resto de mi vida.”

 


La fórmula de la felicidad


 





            La felicidad es un tema muy grande para mucha gente. Muy a menudo me llegan al teléfono sugerencias de artículos acerca de la fórmula de la felicidad, según los psiquiatras. Muchos jóvenes se casan para ser felices – y descubren que es una motivación pésima. Y así la gente prueba esto y aquello en una incesante búsqueda de la felicidad. (¿Ustedes son felices? Claro, suponen que yo quiero escuchar que sí y así me responden, ¿no?) Pero esta búsqueda de la fórmula de la felicidad es absurda porque la gente suele buscar en el lado totalmente equivocado. Como un amigo mío que estudió en Buenos Aires y muy a menudo se paraba por largo tiempo frente a una determinada ventana. Y un día un compañero de estudio le preguntó por qué él se iba tan a menudo a esa ventana. Y mi amigo le dijo: “Es que allá queda Paraguay, y allá está mi novia, y yo vengo aquí a mirar en dirección a mi novia.” Entonces su compañero lo tomó del brazo y lo llevó a la ventana del lado opuesto y le dijo: “Allá queda Paraguay…” Bueno, así mucha gente mira por la ventana equivocada, esperando encontrar la felicidad.

            Dije que esa búsqueda es absurda porque esa fórmula está claramente definida y descrita y está al alcance de todo el que la quiera conocer. La encontramos en el Evangelio de Mateo. Es precisamente con esta fórmula que Jesús empezó el así conocido Sermón del Monte. Hoy empezamos un recorrido por este fascinante pasaje de la Palabra de Dios. El Sermón del Monte es un texto muy práctico que describe muchas áreas de la vida cristiana del día a día. Veamos entonces ahora la fórmula de la felicidad, descrita por Jesús mismo.

 

            Mt 5.1-12

 

            ¿Ya descubrieron la fórmula de la felicidad? En seguida llegamos a ella.

            Los primeros dos versículos nos presentan el contexto en el cual Jesús dio este Sermón del Monte. En realidad, empieza ya en el último versículo del capítulo 4 donde dice que una gran multitud de gente de todas partes del país acudía a él. Al verla llegar, Jesús se subió a un cerro. No se sabe con exactitud cuál monte era, pero, al parecer, era uno cerca de Capernaúm, junto al Mar de Galilea. Ahí en esta elevación, Jesús se sentó. Esta era la postura típica de los maestros judíos que acostumbraban sentarse para dar sus enseñanzas. Una vez sentado, sus discípulos lo rodeaban para escucharlo. Probablemente ellos eran los destinatarios principales de este sermón, pero la multitud, que estaba un poco más allá, también oía lo que Jesús hablaba, porque al final de este sermón dice que la multitud se quedaba asombrada de estas enseñanzas porque contenían mucho poder, diferente a como ellos estaban acostumbrados de los fariseos.

            Y una vez que todos estaban ubicados, Jesús empezó a desarrollar la fórmula de la felicidad. ¿Por qué la llamo así, ya que Jesús en ningún lugar habla de felicidad? Sí, lo hace. Lo que Reina-Valera traduce como “bienaventurados” es una felicitación a determinadas personas. Otras versiones traducen: “dichosos” o “felices”. Así que, Jesús explica aquí cómo se comportan personas felices. Y lo que Jesús describe aquí como una persona feliz no tiene lógica para nosotros. Hasta podríamos decir: “Si esta es una persona supuestamente feliz, entonces yo no quiero ser feliz.” Es que estamos mirando por la ventana opuesta, y ahí cualquier otra cosa nos puede parecer como atractivo, prometiendo felicidad. Pero al cambiarnos a la ventana de Jesús, llegamos a entender su punto de vista.

            El primer ingrediente de esta fórmula de la felicidad es ser pobre en espíritu: “Bienaventurados los pobres en espíritu…” (v. 3 – RVC). Esto ya lo hemos escuchado tantas veces que ni entendemos siquiera qué significa. Empieza a sonar diferente cuando lo leemos en otra versión: “los que tienen espíritu de pobres” (DHH). Esto no tiene nada que ver con una actitud pesimista o fatalista que considera que uno no puede hacer absolutamente nada para cambiar su destino, porque nació pobre y morirá pobre. No es esto lo que Jesús indicó. Una persona pobre no tiene absolutamente nada en qué basar su confianza o su seguridad. Carece absolutamente de recursos y es totalmente dependiente de otros. No tiene méritos propios que mostrar. En lo económico, esto nos parece ser una desgracia sin comparación. Pero en lo espiritual es precisamente esto lo que nos salva. No podemos presentar ante Dios ningún mérito por el cual obtener la salvación. Quien quiere presentar sus propios logros para mejorar su puntaje delante de Dios, no entendió nada todavía. Pablo escribe a los efesios que por gracia somos salvos por medio de la fe, no por obras (Ef 2.8-9). Así que, nuestros propios recursos no solamente no nos sirven de nada, sino son más bien un obstáculo para que Dios pueda hacer su obra. Son como una pajita que flota en el agua y de la cual en su desesperación se agarra alguien que se está ahogando, esperando que esta le mantenga a flote. Esta paja no solamente no lo puede salvar, sino que, mientras que él está luchando para mantenerse con vida gracias a la ayuda de una pajita, el guardacostas no puede hacer nada. Si él se acercara al que se está hundiendo, el otro lo agarraría tan fuertemente en su desesperación que se hundirían los dos. Recién cuando el otro se rinde y deja de luchar, puede ser salvado. Cuán cierto es esto también en lo espiritual. Mientras que nuestra seguridad se basa sobre nuestros aparentes recursos, Dios no nos puede salvar. Necesitamos rendirnos y confiar total y absolutamente en él. Recién ahí él puede entrar en acción.

            Y esto no se aplica solamente a la salvación, sino a toda la vida espiritual. Por muchos años he dicho que yo no podría o no debería ser pastor por no contar ni mínimamente con las cualidades y recursos que considero favorable para alguien en este cargo. Y muchas veces le he dicho a Dios —medio en broma, pero medio no más…— que yo sé que él jamás se equivoca, pero que sí se equivocó al llamarme al pastorado. Hasta que entendí hace muy poco recién que probablemente me haya llamado precisamente por no tener cualidades ni recursos que mostrar. Así queda en absoluta evidencia que, si algo sucede en la iglesia y en las personas, no ha sido fruto de la obra de Marvin Dück sino de la obra del Espíritu Santo. Si sientes que Dios te llama a algo para lo cual crees no estar capacitado ni remotamente, considerate dichoso. Eres candidato a estar en primera fila para ver la mano de Dios desplegando todo su poder ante tus ojos. Capacítate todo lo que puedas, pero nunca dejes de ser un “pobre en espíritu”, alguien que no se confía de sí mismo, o no se vale de sus propios recursos. Muy correctamente lo traducen otras versiones: “Dichosos los que reconocen su pobreza espiritual…” (NBD).

            ¿Y qué sucede cuando reconocemos nuestra absoluta insuficiencia espiritual, cuando creemos que no tenemos nada? De repente nos damos cuenta que lo tenemos todo: “de ellos es el reino de los cielos” (v. 3 – RVC). Para ganar, tenemos que perder primero. Para recibir los recursos de Dios, tenemos que vaciar nuestras manos de los “recursos” propios. Para ser salvado, tenemos que soltar primero la pajita de nuestra salvación de la que nos aferramos. El que reconoce su pobreza espiritual experimenta que todo el reino de Dios obra a su favor. ¿Puede haber una persona más rica que esta?

            Charles Spurgeon, el “príncipe de los predicadores”, como fue conocido en la Gran Bretaña en el siglo XVIV, dijo: “Si algún hombre piensa mal de ti, no te enojes con él, porque eres peor de lo que él piensa.” Esto es ser consciente de su propia pobreza espiritual. Sin embargo, verse de golpe tan despojado de todo lo que era su orgullo antes y darse cuenta que nada de eso cuenta ante Dios puede llevarnos a una desesperación y llanto. Pero pueden considerarse felices los que lloran sobre su propia pobreza espiritual, por contradictorio que esto parezca. Ya nos damos cuenta que “felicidad”, en el concepto de Jesús, no es en primer lugar una emoción, sino un estado mental equilibrado, sincero y consciente de sus propias insuficiencias, pero también consciente de la gracia omnipotente de Dios. Y la promesa de Dios es que serán consolados. El que llora porque perdió todo supuesto recurso personal, será consolado al darse cuenta que todo el reino de Dios le pertenece.

            Pero esta bienaventuranza no se aplica automáticamente a toda persona, ni bien derrame la primera lágrima o que experimenta algún sufrimiento. Dios no dará su reino a todo el mundo solo por el hecho de que llora o sufre. Lo que nos salva es el arrepentimiento, no el llanto. Pedro lloró amargamente cuando cayó en cuentas que había cometido precisamente aquello que en su orgullo había afirmado no hacer jamás. Esto lo salvó. Judas también experimentó un sufrimiento fuerte porque por el remordimiento intenso que sintió quiso volver atrás en su acto, pero esto no fue posible. Por el sufrimiento de él no le llegó la salvación, sino más bien él se lanzó a la eterna perdición, como lo describe la Biblia. La diferencia entre el sufrimiento de Pedro y el de Judas la entendemos al leer lo que Pablo les escribe a los corintios: “La tristeza que Dios busca es la que produce un cambio de corazón y de vida. Ese cambio lleva a la salvación y por ello no hay que lamentarse. En cambio, la tristeza del mundo lleva a la muerte” (2 Co 7.10 – PDT). Pedro tuvo la tristeza según Dios, Judas la tristeza según el mundo.

            El reconocer que uno no tiene nada que ofrecerle a Dios no solamente nos abre el camino a recibir la salvación, sino que nos hace verdaderamente humildes. El que no tiene nada que ofrecer, no tiene nada de qué jactarse. El que es consciente de que todo es por gracia de Dios, dará la honra y gloria al Padre, no a sí mismo. Por eso, el tercer ingrediente de la fórmula de la felicidad es la humildad (o mansedumbre, como traducen algunas versiones). La humildad es fuente de felicidad, porque puedo estar totalmente tranquilo y confiado en la provisión de mi Padre celestial, así como Jesús lo destacó de los pájaros que no siembran ni cosechan, pero que son alimentados por el Padre (Mt 6.26), felices de la vida. Esto hay que aprender. A muchos nos causaría más bien ansiedad en alto grado ver que no podemos aportar nada para nuestras necesidades y vernos en total y absoluta dependencia del Padre. Está tan profundo en nosotros el querer ser nuestro propio salvador, ser autosuficientes, que nos genera una angustia sin igual cuando nos vemos con manos y pies atados por nuestra insuficiencia. Pero cuánta tranquilidad reina en la vida de quien se siente totalmente entregado y dependiente de Dios. Se cuenta de Jorge Müller, pastor y misionero inglés del siglo XVIV, quien administró varios orfanatorios para más de 10.000 niños, fue informado una mañana que no había nada para el desayuno de más de 1.000 huérfanos. La desesperación se apoderó de todo el personal, pero Müller los tranquilizó y se fue a su pieza a orar. Dijo: “Padre de los huérfanos, falta pan. En el nombre de Jesús. Amén.” Minutos más tarde, varios carros con pan llegaron al orfanato. El que había encargado el pan lo había rechazado porque estaba demasiado horneado. Entonces el panadero decidió donarlo al orfanato. En esta actitud de Müller radica la felicidad que resulta de una humilde confianza en Dios. Y es el ejemplo también de lo que significa la segunda parte de este versículo: “…ellos heredarán la tierra” (v. 5 – RVC). Esto se tiene que entender en el contexto del pueblo a quien fueron dichas estas palabras. Por un lado, el término “tierra prometida” llegó a ser algo de profundo valor histórico para siempre para este pueblo. Entonces, que Jesús les prometa la tierra por heredad significaba para ellos mantener la identidad del pueblo de Dios y estar dentro de la voluntad de Dios. Por otro lado, Israel era un pueblo dedicado casi exclusivamente a la agricultura y ganadería. Para ambas actividades, la tierra era el elemento básico. La agricultura dependía de la tierra para producir el fruto esperado, y la ganadería se basa sobre una correcta alimentación para los animales, provista por la tierra. Jesús les asegura entonces que sus necesidades siempre serían satisfechas – así como la confianza de Müller produjo la llegada de los alimentos que necesitaba para los niños. Tener los elementos básicos para recibir la provisión divina y tener la paz y confianza en la provisión de Dios no significa que uno puede estar durmiendo todo el día. Los israelitas tenían que trabajar duro para cultivar la tierra o para criar a los animales. Los pájaros a quienes Jesús puso como ejemplo para esa confianza absoluta en la provisión de Dios tenían que volar durante todo el día, buscando el alimento. Pero tener esa confianza ciega en el Señor significa realizar con responsabilidad sus actividades diarias, estando plenamente convencido de que el Señor hará aparecer lo que uno necesita para poder vivir dignamente. Ese estado de quietud y confianza reduce enormemente la ansiedad histérica que manifiesta casi todo el mundo hoy en día. Realmente, feliz es la persona que puede vivir así.

            El que vive así totalmente entregado a Dios, sin nada propio que lucir, estará buscando únicamente hacer la voluntad de Dios por sobre todas las cosas. En esto radica el cuarto elemento de la fórmula de la felicidad: buscar hacer únicamente lo que es recto delante de Dios. Jesús lo expresa como tener “hambre y sed de justicia” (v. 6 – RVC). No es una búsqueda de que a se me haga justicia, sino que todo en este mundo esté sujeto a la justicia y el gobierno de Dios. Jesús repetirá este concepto todavía dos veces más en este sermón. Primero en el Padrenuestro: “Venga tu reino y cúmplase en la tierra tu voluntad como se cumple en el cielo” (Mt 6.10 – (NBV), y unos versículos más tarde el también muy conocido versículo: “Busquen el reino de Dios por encima de todo lo demás y lleven una vida justa, y él les dará todo lo que necesiten” (Mt 6.33 – NTV). Esto es desear por sobre todas las cosas hacer la voluntad de Dios, hacer lo que es justo, y que la presencia y la justicia de Dios gobiernen en este mundo. Es en ese sentido que algunas versiones traducen esta bienaventuranza de la siguiente manera: “Afortunados los que desean hacer la voluntad de Dios aun más que comer y beber, porque ellos serán completamente satisfechos por Dios” (PDT); “Felices los que desean de todo corazón que se cumpla la voluntad de Dios, porque Dios atenderá su deseo” (BLPH). Dios es el más interesado en que se cumpla su voluntad en todo lugar. Él es, pues, el Rey de todo el universo, y su voluntad es la ley que rige en todos lados. Pero los seres humanos tenemos la libertad de decidir si acatar su voluntad o no, sabiendo que acatar su voluntad implica bendición y no acatarla acarrea maldición sobre su vida. Pero lo que rige, lo que es ley universal, es la voluntad de Dios. Entonces, si alguien desea por sobre todas las cosas que se cumpla la voluntad de Dios, está en sintonía con lo que Dios también desea, y en su vida se cumplirá esa voluntad divina. Por eso dice Jesús que su hambre y sed por la justicia divina serán satisfechos. Él prometió: “Todo lo que ustedes pidan en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14.13 – NBV), porque lo que pedimos como si fuese él, en su nombre, es según su voluntad. De otro modo no sería en su nombre, porque él nunca pedirá algo que no sea su voluntad. Pero lo que coincide con su plan y voluntad tiene la firme promesa de que será cumplido.

            Los que se han confrontado muy de cerca con sus propias fallas e insuficiencias y que han llorado sobre el cuadro tan pobre que han visto de sí mismos en la presencia de Dios, llegarán a ser mucho más compasivos con los errores de los demás. Este es el quinto ingrediente de la fórmula de la felicidad: mostrar compasión hacia los demás. El que es un juez muy duro de los errores de los demás no se ha visto todavía a sí mismo en el espejo divino. Pero el que es misericordioso, recibirá el mismo trato también de parte de Dios. Una vez más se cumple la indicación de Pablo: “Cada uno cosechará lo que haya sembrado” (Gl 6.7 – TLA). Si no te gusta lo que cosechas, cambia lo que siembras.

            Como ya dijimos, ver su verdadero estado espiritual calamitoso puede hacernos llorar, pero que esa “tristeza según Dios” (2 Co 7.10) nos lleva al arrepentimiento. Así somos perdonados por Dios y limpiados de toda maldad (1 Jn 1.9). Esta es la única forma de obtener un corazón limpio (v. 8). Pero el que experimenta esto puede considerarse profundamente privilegiado y dichoso, porque en él se cumple el sexto ingrediente de la fórmula de la felicidad: tener un corazón limpio. Y la promesa es que verá a Dios. Ya el salmista se había preguntado: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en su lugar santo? Solo los de manos limpias y corazón puro” (Sal 24.3-4 – NTV). El pecado no puede prevalecer ante la santidad de nuestro Dios. Por lo tanto, es imposible que alguien con pecado en su vida, es decir, con un corazón impuro, pueda ver a Dios.

            Y ese corazón limpio, que no anhela nada más que el gobierno absoluto de la voluntad de Dios en este mundo, va a colaborar con Dios procurando que todo ser humano viva en paz con Dios y con el prójimo. Y haciéndolo, experimentará un aumento en su felicidad, como lo promete el séptimo ingrediente de esta fórmula. Pero no basta con desear la paz, sino hay que trabajar por obtenerla. Y si Dios es un Dios de paz (1 Co 14.33), los que procuran la paz serán reconocidos como hijos de él.

            Pero no a todos les gustará que haya paz. Como Satanás solo procura “robar, matar y destruir” (Jn 10.10), todos los que están bajo su dominio también querrán hacer eso. Trabajar entonces a favor de la paz nos pone en oposición directa con Satanás y sus objetivos. Esto por lógica traerá para nosotros persecución y sufrimiento.

            Si voy de Limpio a Roque Alonso y llego a la rotonda del Abasto Norte, lo correcto es, según las leyes de tránsito, que yo dé un giro alrededor de la rotonda para llegar después al viaducto, porque así es la disposición de los carriles. Lastimosamente se borró ya casi por completo toda indicación de los carriles. Pero mientras que yo quiera dar la vuelta, quizás a mi derecha haya otro vehículo que quiera ir derecho hacia el viaducto, cruzando todos los carriles. O a mi izquierda hay alguien que también cruza todos los carriles y me quiera pasar para llegar al viaducto antes que yo, mientras que yo voy fielmente por mi carril. Si yo sigo, o le voy a chocar de costado o voy a tener que frenar bruscamente para que esto no suceda. Tanto el de mi izquierda como de mi derecha se enojan conmigo y me dicen un montón de “cariños”, solo porque quiero hacer las cosas como es debido, como es correcto. Este es un ejemplo quizás poco espiritual de lo que Jesús expresa en esta bienaventuranza, pero sirve como ilustración. Si se dan estos casos de conflicto por ser fiel al reino de Dios, debemos considerarnos dichosos también, porque hemos dado señales claras al mundo de cuál es la rectitud de Dios, y eso es lo que Dios valora y por lo que él nos felicita.

            ¿Quieres vivir una vida feliz? Aquí tienes la fórmula para obtenerlo: reconoce tu pobreza espiritual, arrepiéntete, sé humilde, busca la voluntad de Dios por sobre todas las cosas, sé compasivo, vive en santidad e integridad, busca poner en paz a otros con Dios y con el prójimo y soporta las agresiones de quienes no están interesados en la paz. Como ven, no es una fórmula mágica que automáticamente dará como fruto el producto deseado, sino requiere de mi colaboración decidida. Pero nada sucederá si antes no te has humillado ante Dios, admitiendo que no tienes nada bueno que ofrecerle. Ríndete a él, reconoce tu pecado y pide por su misericordia. Y ahí se iniciará un proceso bello que te llevará a través de cada una de estas estaciones en el camino a la felicidad.

 


Guerra espiritual


            Recuerdo todavía cuando escuché por primera vez el término “guerra espiritual”. Sonaba un poco raro para mí, como alguna expresión de moda en ciertos círculos evangélicos, como algunas otras que habían aparecido, como “unción” en los años 90. Era como si a alguien se le hubiera revelado la fórmula secreta de llegar a ser un cristiano a la estatura de Cristo de la noche a la mañana. Otras expresiones más recientes son “profeta” o “apóstol”, etc. De todos modos, “guerra espiritual” era un término totalmente desconocido en el círculo en que yo me movía. Generalmente lo asociamos con un ministerio de liberación de posesiones demoníacas. Y es cierto, es parte de esto. Pero todos nosotros, desde que recibimos a Jesús en nuestras vidas, estamos inmersos en un conflicto entre el reino de Dios y el reino de las tinieblas. Las pruebas, las tentaciones, la lucha por la santidad, todo esto forma parte de esa guerra espiritual. Y necesitamos entender esa guerra para poder luchar de manera correcta.

            Pablo cierra su carta a los efesios con este tema único en sus cartas, pero tan importante para nosotros los hijos de Dios.

 

            F Ef 6.10-24

 

            Antes de siquiera entrar al tema, Pablo adelanta una advertencia fundamental para este tema: “…recuerden que su fortaleza debe venir del gran poder del Señor” (v. 10 – NBD); “busquen su fuerza en el Señor, en su poder irresistible” (DHH). Necesitamos saber que, al enfrentarnos con el mundo de las tinieblas, estamos en total y absoluta desventaja si queremos irnos en nuestras propias fuerzas. Antes que movamos un solo dedo siquiera, los poderes de las tinieblas ya nos han puesto fuera de combate. Por eso dijo Jesús: “…sin mí no pueden ustedes hacer nada” (Jn 15.5 – DHH), pero “con mi Dios puedo escalar cualquier muro” (Sal 18.29 – NTV). Así que, si en esta guerra espiritual queremos tener alguna esperanza de salir con vida, necesariamente tenemos que conectarnos a la fuente de verdadero poder y autoridad. A lo que nos enfrentamos no es juguete. Es algo bien serio, como veremos en un rato. Por eso es vital ponernos “toda la armadura de Dios para poder mantenerse firmes contra todas las estrategias del diablo” (v. 11 – NTV).

            Hemos estudiado aquí los martes un pasaje del libro de los Hechos en que unas personas querían imitar a Pablo y echar fuera demonios. Les ordenaron a estos espíritus: “¡En el nombre de Jesús, a quien Pablo predica, les ordeno que salgan” (Hch 19.13 – NVI)! Pero el demonio les dijo: “Yo conozco a Jesús y sé quién es Pablo, pero ¿quiénes son ustedes” (Hch 19.15 – PDT)? Ni una bomba atómica podría haber hecho un impacto tan fuerte como estas palabras. ¿Saben los demonios quién eres tú? ¿Quién es ese Cristo dentro de ti en cuya presencia vives?

            Este martes que pasó estudiamos aquí la parábola de las 10 vírgenes. 5 de ellas eran necias, dice la Biblia, porque tenían sus lámparas, pero no tenían aceite. Es decir, tenían la intensión de ser la luz del mundo, pero no tenían al Espíritu Santo dentro de sí quien es el único que puede hacer brillar esa luz. Sin su presencia, nuestra lámpara llega a ser un artefacto vacío, apagado, inútil. No podrás prevalecer ni un minuto en esta guerra espiritual sin la continua búsqueda de la llenura del Espíritu Santo. Y ser lleno del Espíritu Santo no significa sentir un poder sobrenatural descender como fuego sobre ti hasta llenarte hasta la última célula, sino es buscar su presencia, cultivar la comunión con el Padre y vivir en obediencia a su Palabra. Si haces esto, el mundo de las tinieblas tiembla porque ve llegar a alguien lleno de dinamita divina que causará estragos entre sus filas demoníacas.

            Después de haber dado esta advertencia de cubrirnos con la armadura del poder de Dios, Pablo pasa a explicar por qué es necesario hacerlo. Él lo explica, describiendo al enemigo: “…no luchamos contra enemigos de carne y hueso, sino contra gobernadores malignos y autoridades del mundo invisible, contra fuerzas poderosas de este mundo tenebroso y contra espíritus malignos de los lugares celestiales” (v. 12 – NTV). Yo encuentro en este versículo dos indicaciones muy importantes: la primera tiene que ver con lo peligroso del enemigo. Es un ejército demoníaco de tremendo poder. Pablo lo describe como gobernadores malignos, autoridades, fuerzas poderosas y espíritus malignos. Son todos términos que contienen una alta carga de poder, contra la que ningún ser humano puede prevalecer. Es un poder lejos por encima de las fuerzas de la persona más poderosa de este mundo, pero también un poder lejos por debajo del Rey de reyes y Señor de señores, nuestro Salvador Jesucristo. En la cruz él le dio la estocada mortal a Satanás, quien fue vencido y condenado por toda la eternidad. Pero todavía no ha llegado el tiempo de la ejecución de su condena, y él “anda al acecho como un león rugiente, buscando a quién devorar” (1 P 5.8 – NTV). Está lleno de furia contra Dios y contra todo lo que tiene que ver con Dios, y sabe que le queda poco tiempo. Por lo cual, él ataca con tanta ira a los hijos de Dios y a la iglesia de Dios. Y no hay que subestimar su poder. Pedro en este mismo versículo dice: “¡Estén alerta! Cuídense de su gran enemigo, el diablo…” (1 P 5.8 – NTV). Cuidarnos, sí, porque él es sumamente astuto y lleno de malicia, con el único objetivo de “robar, matar y destruir” (Jn 10.10 – DHH). Cuidarnos, sí, pero no tenerle miedo. Al tenerle miedo, él ya ganó porque nos desactivó. Más bien, debemos seguir la recomendación de Santiago: en primer lugar, “Sométanse … a Dios. [Luego, así sometido a Dios,] resistan al diablo, y éste huirá de ustedes” (Stg 4.7 – DHH). ¡Aleluya! ¡Gloria sea a nuestro Dios! Satanás tendrá que huir, pero lo hará solo si nosotros estamos sometidos a Dios, fortalecidos con su poder y revestidos de su armadura.

            La segunda indicación de este versículo 12 de Efesios 6 es que nuestro enemigo no es el prójimo. Pablo lo dice claramente: “…nuestra lucha no es contra seres humanos” (v. 12 – NBD). Así que, cada vez que hay un conflicto con alguna persona, el enemigo, el culpable y que debe ser atacado no es el cónyuge, no son los padres, no son los hijos, no es el jefe, no es el presidente. El enemigo que está detrás de todo conflicto es Satanás y sus secuaces, y ellos deben ser desenmascarados y resistidos en el nombre de Jesús. No causes más daño del que ya ocurrió, atacando al que no tiene la culpa. Sí, es cierto, muchas veces son nuestras debilidades que dañan terriblemente a los que más amamos, y necesitamos responsabilizarnos por los daños que hemos causado y pedir perdón. Pero también es cierto que Satanás se aprovecha de nuestras debilidades y nos usa como instrumentos de destrucción, especialmente cuando no tenemos el aceite del Espíritu Santo en nuestras vidas. Sométanse, pues, a Dios, “vístanse de toda la armadura de Dios para que puedan resistir en el día malo y así, al terminar la batalla, [estar] todavía en pie” (v. 13 – NBD).

            En los siguientes versículos, Pablo pasa a describir pieza por pieza esta armadura, valiéndose del ejemplo de la armadura del soldado romano. Claro, Pablo escribió la carta desde la prisión, por lo cual tenía suficientes soldados a su alrededor las 24 horas que le podían servir de modelo. En primer lugar, Pablo nos indica estar firmes, usando la verdad como cinturón. Los soldados usaron un ancho cinturón de cuero para protegerse. El cinturón también sirve para mantener todo el resto de la vestimenta o armadura en su lugar. Así se evita que esta se desacomoda, haciendo al soldado mucho más vulnerable. La vestimenta suelta también hubiera sido un tremendo obstáculo a la hora de entrar en combate o de movilizarse con rapidez y agilidad.

            Es fácil ver la asociación de este cinturón con el tema de la verdad. La verdad hace que todo en la vida permanezca en su sitio. Uno tiene una sola versión de los hechos, y no necesita recordar qué le dijo a fulano, qué al otro, etc. Cuando la mentira entra a nuestra vida, podemos ser acusados de cualquier cosa y no tener cómo defendernos o demostrar nuestra inocencia. Las mentiras tienen patas cortas y tarde o temprano nos harán caer.

            Algo muy parecido sucede también con la coraza de justicia. La coraza era una especie de chaleco de cuero o de metal que protegía el tronco del cuerpo. Evitaba que las flechas y lanzas disparadas por el enemigo no puedan alcanzar los órganos internos del cuerpo. Así nos debe proteger la rectitud. El que se envuelve en la justicia, es decir, en una vida justa, recta, que no tiene nada de qué ser acusado, anda libremente ante la gente, sin temer nada. Ninguna flecha del enemigo lo podrá tocar porque está totalmente blindado por la vida en rectitud. Acuérdense cómo era el caso de Daniel. Dice la Biblia que “los supervisores y gobernadores buscaron … un motivo para acusarlo de mala administración del reino, pero como Daniel era un hombre honrado, no le encontraron ninguna falta; por lo tanto no pudieron presentar ningún cargo contra él” (Dn 6.4 – DHH). Nadie te puede tocar si eres honrado y justo. Sí, en este mundo caído te pueden acusar falsamente, como también lo hicieron con Jesús mismo, provocando así una condena a muerte, pero no podrán prevalecer ante Dios con sus acusaciones. Jesús dijo: “Bienaventurados son cuando … digan toda clase de mal contra ustedes por mi causa, mintiendo” (Mt 5.11 – RVA2015). Pero si es verdad lo que dicen de ti, estás indefenso ante sus malas intenciones. No tienes autoridad moral alguna para llamarle la atención a tu prójimo. Si lo hicieres, en seguida te va a echar en cara: “Ah, ¿el burro hablando de orejas? ¿Qué vas a reclamarme? ¿Quieres que les cuente a los demás la macanada que hiciste la vez pasada?” Y con esto te han cerrado la boca por completo. Verdaderamente, la honradez y vida justa es una protección vital para nosotros.

            Luego, Pablo habla de “los pies calzados con la disposición de predicar el evangelio de la paz” (v. 15 – RVC). Un soldado tiene que estar preparado para desplazarse por cualquier tipo de terreno. Si no tiene un calzado apropiado, fácilmente podría lastimarse o torcerse el tobillo y quedar fuera de combate. El calzado del soldado romano estaba hecho de tal forma que proporcionaba seguridad al caminar.

            Por otro lado, tener el calzado puesto significaba estar listo al instante para ponerse en marcha. Si sonaba la señal de entrar en acción y alguien tuviera que ponerse todavía primero los zapatos, puede que se meta en serios problemas con sus superiores. Cuando Nehemías se dedicó a reconstruir la muralla de Jerusalén que los babilonios habían destruido al conquistar a Judá, se vio ante amenazas muy fuertes de parte de los enemigos que querían evitar que Jerusalén se levante nuevamente de las cenizas. Y Nehemías supo organizar a su gente de tal forma que estuvieran armados y protegidos, pero siguiendo con las labores de reconstrucción a pesar de todo. Y dice él: “…ninguno de nosotros … nos quitábamos la ropa para dormir. Y siempre teníamos las armas a la mano” (Neh 4.23 – NBV). Esto ilustra exactamente lo que Pablo dice aquí en el sentido espiritual. El enemigo nos amenaza y quiere evitar la extensión del reino de Dios en este mundo, pero debemos estar alerta, pero al mismo tiempo dispuestos a proclamar el Evangelio a como dé lugar. Que la lucha espiritual no nos detenga de proclamar el Evangelio, y que la proclamación del Evangelio no nos impida estar protegidos contra el enemigo. Por eso necesitamos estar rodeados de otros soldados de Cristo para cubrirnos mutuamente la espalda mientras avanzamos conjuntamente a empujar los límites del reino de Dios cada vez más allá.

            Y mientras vamos avanzando con el Evangelio, rompiendo las filas del ejército de demonios en el poder de Cristo, levantamos el escudo de la fe para bloquear toda flecha encendida que el diablo nos dispara. En esta guerra espiritual estamos expuestos a millones de flechas que nos pueden herir y ponernos fuera de combate. Están las flechas del desánimo, de los problemas en la familia, de la escasez financiera que nos quita el ánimo, de la enfermedad que nos sobreviene sin explicación, flechas de la injusticia que sufrimos, flechas del engaño y maltrato de las personas que considerábamos más cercanas a nosotros, las flechas de la pérdida repentina de empleo y una larga lista más que ustedes podrían nombrar según la experiencia propia de cada uno. Hay miles de razones por las que podríamos estar en el piso abatidos por los dardos del enemigo. Pero Pablo nos instruye a utilizar la fe como escudo para seguir avanzando a pesar de todo. ¿Por qué la imagen del escudo es usada como símbolo de la fe? Es que la fe no se concentra en las flechas, sino en el poder ilimitado y las promesas de Dios. Esta realidad sobrenatural no nos hace ciegos a las flechas incendiarias, pero sí les quita su aspecto atemorizante y nos blinda contra su poder destructor. Con la fe como escudo les decimos a las adversidades: “Con permiso. Aquí viene un hijo del Dios Altísimo, dispuesto y determinado de realizar la obra a la cual me ha llamado. No me detendré hasta que él me da la señal de haber cumplido mi misión.” Quizás no se puede medir nuestra fe, pero sí puedes tener un indicador muy poderoso en cuanto a la salud de tu fe. Fijate cómo reaccionas a las adversidades, y sabrás en qué estado está tu fe. Ahora, con fe no me estoy refiriendo a una autosugestión de creer lo que yo me imagino o lo que yo deseo. La fe se basa sobre la Palabra y el ser de Dios. Él da sustento a mi fe, no mi imaginación. Y con esa clase de fe podré avanzar en el camino que él me ha trazado.

            De esa manera, la Palabra de Dios no solamente es nuestro escudo protector, sino se convierte al mismo tiempo en la espada del Espíritu (v. 17). Es la única arma ofensiva que se menciona en este texto. La Palabra de Dios destroza todo poder que se opone a Dios. El ejemplo por excelencia de cómo usar la Palabra de Dios para vencer al enemigo es Jesús cuando fue tentado por Satanás: “Escrito está…” (Mt 4.4 – RVC). Y ante lo que está escrito en la Palabra de Dios, ni el poder de Satanás puede prevalecer.

            Ahora, hay una cosa. Esa espada no se activa sola. Por más que el poder no está en mi mano, sino en la espada, yo debo activar esa espada. Pero para eso es necesario saber usarla. Si a mí me dan una espada de esgrima deportiva y me lanzan al área de lucha, no llegaría a pisar esa área cuando ya habría sido derrotado. Eso es porque no sé usarla. Me temo que a muchos cristianos les pasaría igual en lo espiritual, porque no saben usar la Palabra de Dios porque no la conocen. No la leen, no la estudian, no la practican. ¿Y cómo van a poder prevalecer ante un enemigo infinitamente más poderoso y más astuto y que se sabe la Biblia de memoria, usándola en su contra de ellos? Hazte experto en manejar la Palabra de Dios en el poder y bajo la dirección del Espíritu Santo.

            Mientras que con la Palabra de Dios —la espada del Espíritu— vas anulando un enemigo tras otro, tu fe en esa misma Palabra de Dios te protege como un escudo contra las flechas del enemigo. Pero necesitas una protección adicional. Un inmenso porcentaje de estas flechas incendiarias del infierno están direccionadas hacia tu mente. Tu mente es el campo de batalla más sangriento que hay en el universo. Si Satanás logra herirte ahí, todo lo demás es pan comido para él. Las heridas causadas por las flechas del enemigo producen pensamientos de rencor, de venganza, de baja autoestima, de victimización, de violencia, de destrucción de relaciones y un sinfín de frutos podridos más. Y eso es una realidad incluso para los que tenemos el casco de la salvación. ¿Será que muchas veces tenemos ese casco también colgado del brazo como muchos motociclistas? Tenemos la salvación, pero no la utilizamos para proteger nuestros pensamientos. Saber quién eres en Cristo, saber que eres perdonado/a, concentrarte en las verdades de la Palabra de Dios, eso protegerá tu mente de los dardos del enemigo. Estamos hablando aquí de algo netamente espiritual. Otra cosa —aunque relacionada pero totalmente diferente— es lo que puede ocurrir en lo físico. Una cosa es la mente, otra cosa es el cerebro. A la mente se protege con la Palabra de Dios, con oración, con conversaciones positivas con otros hijos de Dios, etc. El cerebro puede necesitar, además de la oración y la Palabra de Dios, también de ciertos medicamentos que regulan nuevamente su composición química. No confundamos las dos cosas. La mente es espiritual y debe ser protegida espiritualmente, y el cerebro es físico y debe ser protegido físicamente.

            Llegado a este punto de la armadura espiritual, el modelo del soldado se queda corto. Hay un arma especialmente poderosa, pero que no tiene su par físico en la vestimenta del soldado. Y esa arma es la oración: “No dejen ustedes de orar: rueguen y pidan a Dios siempre, guiados por el Espíritu. Manténganse alerta, sin desanimarse, y oren por todo el pueblo santo” (v. 18 – DHH). La oración es algo que envuelve y potencia a toda la demás armadura. La conecta al suministro de energía divina para arrasar con todo el ejército de las tinieblas. Lo más poderoso y destructivo para las huestes de Satanás sucede cuando estás de rodillas. El mundo demoníaco tiembla de miedo cuando te ve de rodillas en tu cuarto de guerra. Y entre paréntesis: esa película, “Cuarto de guerra”, es una ilustración por excelencia de todo este pasaje que estamos considerando hoy. Si no la has visto aun, no demores en hacerlo. Y si la viste hace mucho tiempo, mírala de nuevo muy pronto.

            Cuando aquí dice que debemos estar alertas, se refiere a estar bien atentos espiritualmente a las amenazas y las trampas que nos puede tender el enemigo. Pero a veces, esa alerta incluso se vuelve física. Me llamó mucho la atención cómo cierta versión reproduce este versículo: “…todo esto háganlo orando y suplicando sin cesar bajo la guía del Espíritu; renuncien incluso al sueño, si es preciso, y oren con insistencia por todos los creyentes” (v. 18 – BLPH). ¿Cuándo has renunciado al sueño para orar con insistencia por algún hermano o hermana?

            El estar alerta ante los ataques del enemigo nos conecta otra vez a lo que dijimos al inicio de esta prédica: “Necesitamos entender esa guerra para poder luchar de manera correcta.” Necesitas estar alerta; necesitas estar sometido a Dios; necesitas estar conectado al poder irresistible de Dios; necesitas vestirte de toda la armadura de Dios para, al terminar la batalla, estar todavía en pie. ¿Qué medida necesitas tomar en tu vida para poder prevalecer ante los ataques del enemigo?