domingo, 17 de junio de 2018

La ley de Dios

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            ¿Tú le obedeces a Dios? Si es así, ¿qué te motiva a obedecerle? Si el motor que te impulsa a obedecer los mandamientos de Dios no es el amor, olvídalo. ¿Y qué tienen que ver el amor y los mandamientos? Si las leyes únicamente son una carga, un mal necesario. ¿Acaso no te es una carga pagar cada mes tu IVA? Bueno, veremos hoy cómo es cuando el amor no es el motor para la obediencia. Y veremos también qué papel juega la ley de Dios en nuestras vidas.

            FMt 5.17-26

            Jesús empieza a asentar postura frente a lo que hoy conocemos como el Antiguo Testamento. Muchos creían que el Mesías iba a establecer un nuevo pacto, anulando al anterior con sus leyes. Pero Jesús niega esto enfáticamente. También hay algunos que hoy en día dicen que el Antiguo Testamento ya no sirve, no vale más, que Cristo estableció algo nuevo. Hoy en día ya no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. Es cierto, estamos bajo la gracia, pero Jesús aquí enseña que el Antiguo Testamento sí vale. Es más, él lo alzó para que valga mucho más todavía. Él había venido a darle pleno cumplimiento. Y en los pasajes siguientes veremos que él les dio una nueva y verdadera interpretación a algunos de los principios del Antiguo Testamento.
            Es más, Jesús asegura que “mientras existan el cielo y la tierra, la ley no perderá ni un punto ni una coma de su valor. Todo se cumplirá cabalmente” (v. 18 – BLPH). Con el “punto” y la “coma”, (“ni una letra ni una tilde” – NVI), Jesús se refería a los trazos más pequeños de la escritura hebrea. El hebreo antiguo escrito consistía sólo de consonantes. Los vocales y el sonido de una palabra se tenían que indicar mediante puntitos y rayitas encima o debajo de cada letra. Si falta una marca minúscula de estas, ya el sentido de la palabra cambia. Por eso no se sabe a ciencia cierta cómo se pronuncia uno de los nombres de Dios, si “Jehová” o si “Yahvé”. Y Jesús dice que todo el Antiguo Testamento y sus leyes se tienen que cumplir mientras exista este mundo. Ante esta declaración nos preguntamos: ¿Y qué entonces de todas las leyes interminables de los sacrificios, por ejemplo? Jesús dijo en este pasaje que no pasaría nada de la ley, “hasta que todo se haya cumplido” (RVC). Y precisamente Jesús cumplió todas estas leyes respecto a los sacrificios. Él fue el sacrificio perfecto que nos dio el verdadero perdón de pecados. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran nada más que símbolos que apuntaban a ese uno y verdadero sacrificio por toda la humanidad, que era Jesús. El autor de la carta a los hebreos dice: “Todo sacerdote judío oficia cada día y sigue ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, aunque estos nunca pueden quitar los pecados. Pero Jesucristo ofreció por los pecados un solo sacrificio para siempre, y luego se sentó a la derecha de Dios. Allí está esperando hasta que Dios haga de sus enemigos el estrado de sus pies, porque por medio de una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los que han sido consagrados a Dios” (He 10.11-14 – DHH). Entonces, estas leyes ya no tienen vigencia, porque Jesús ya cumplió con su exigencia. Es justamente por eso que Pablo tanto insistió en este tema en muchas de sus cartas, porque muchos querían alcanzar la salvación y la aprobación de Dios cumpliendo las leyes. Y nadie las puede cumplir todas, por más que se esfuerza. La salvación viene únicamente por medio de la muerte de Cristo y le fe en él.
            Después de manifestar su punto de vista elevado acerca de la ley y los profetas, Jesús pasa a reforzar su valor también para la vida y práctica de sus seguidores. No observar o declarar como obsoleto o insignificante a cualquier mandamiento es digno de una seria llamada de atención de parte de Jesús. Y peor todavía si uno arrastra también a otros a hacer lo mismo. Una cosa es fallar uno mismo, pero mucho peor es hacer fallar a otros. Por eso dijo Jesús: “A cualquiera que haga caer en pecado a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que lo hundieran en lo profundo del mar con una gran piedra de molino atada al cuello” (Mt 18.6 – DHH).
            Los fariseos y escribas luchaban por no caer en ese pecado de pasar por alto a cualquiera de las leyes. Pero se fueron con eso al otro extremo: al legalismo. Se fijaron en la letra, y no en el sentido de la ley. El único trabajo de los escribas consistía en desmenuzar la ley en miles de mandamientos. Por ejemplo, en la ley dice que hay que guardar el sábado y no trabajar. Ahora ellos tenían que resolver que significaba trabajar. Para ellos, llevar una carga era un trabajo, y por lo tanto prohibido hacerlo durante un día de reposo. Pero, ¿qué era una carga? Ellos lo interpretaban así: Una carga es comida con el peso de un higo seco, un trago de leche, miel tanto como se necesita para untar una pequeña herida, papel suficiente para anotar en ella una nota de la aduana, tinta para escribir dos letras, y así seguía sin terminar. Horas y horas se pasaban discutiendo si en el día de reposo se podía mover a una lámpara de su lugar, si mujeres podían llevar un prendedor o una peluca o si se podía cargar a su hijo un día sábado. Todas estas cosas eran para ellos contenidos esenciales de su religión. Se perdían en los minúsculos detalles de la ley, pasando por alto el verdadero sentido. Por eso les dijo Jesús: “¡Guías ciegos! Cuelan el mosquito pero se tragan el camello” (Mt 23.24 – NVI). Con todo afán de no pasar por alto ninguna ley, se pasaron de alto toda la ley. Una persona así “será considerado el más pequeño en el reino de los cielos” (v. 19 – DHH).
            En cambio, grande será llamado en el reino de los cielos el que procura agradar a Dios, y por eso obedece sus mandamientos. No es una obediencia legalista, sino el resultado de un amor profundo del ser humano hacia Dios. Y eso es lo que Dios busca en verdad: el amor.
            A la gente que escuchaba a Jesús debe haber resultado chocante que Jesús haya exigido de ellos una justicia superior a la de los escribas y fariseos: “…si no superan a los maestros de la ley y a los fariseos en hacer lo que es justo ante Dios, nunca entrarán en el reino de los cielos” (v. 20 – DHH). ¡Socorro!!! ¿Superar a los maestros de la ley? ¿Quién si no precisamente los escribas y fariseos eran observadores empedernidos de la ley de Dios? ¿Acaso se los puede superar? Sí, se puede. No en el legalismo. Ahí eran campeones absolutos. Pero sí en la observancia del espíritu de la ley. Y, sobre todo, en la búsqueda de la voluntad de Dios y de su presencia. El cumplimiento estricto de la ley no nos permite entrar al reino de los cielos, como Pablo tanto insistió en sus cartas, sino por cultivar una relación viva con Jesús. ¡Eso sí que es superior a lo que hacían los fariseos y escribas!
            Para ilustrar qué es lo que él quiere decir con “justicia superior”, Jesús presenta 6 extractos de la ley para explicar cuál había sido la voluntad de Dios con esa ley, en contraste con la interpretación y aplicación de los fariseos. Con estos ejemplos Jesús también indicó que la ley seguía vigente.
            Como primer ejemplo, Jesús cita uno de los 10 Mandamiento: “No matarás.” Para los fariseos, la interpretación de esto sería: “No hagas que otra persona pierda todos los signos vitales.” Pero para Jesús, esta era no más ya la última consecuencia de un asesinato interno que empieza mucho antes. Es decir, es mucho más fácil asesinar a alguien de lo que pensaste – incluso sin darte cuenta. Y por eso es tan grave.
            Les pregunto: ¿alguna vez se han enojado con alguien? Entonces eres un asesino. Jesús dijo que “…cualquiera que se enoje con su hermano, será condenado” (v. 22 – DHH). Por supuesto, Jesús no está hablando de un disgusto que pueda haber en cualquier momento entre dos personas. No se asusten. Él está hablando de un enojo fuerte, una ira, que busca venganza. La palabra griega se refiere al enojo que se deja cultivar y crecer y que la persona no está dispuesta a dejar por nada. ¡Y esa ira sí que puede convertirle a uno en asesino! El enojo será tratado en el consejo o juicio local. Jesús prohíbe este tipo de enojo persistente que siempre busca la venganza, “porque el hombre enojado no hace los que es Justo ante Dios” (Stg 1.20 – DHH). El que quiere obedecer a Dios, debe desterrar todo tipo de sentimientos de ira de su corazón.
            Pero también el bullying recibe un estate quieto por parte de Jesús: “Si llamas a alguien idiota, corres peligro de que te lleven ante el tribunal. Y, si maldices a alguien, corres peligro de caer en los fuegos del infierno” (v. 22 – NTV). La palabra “idiota” o “necio” que se usa en este lugar, contiene todo el desprecio que se podía expresar hacia una persona. En realidad, la palabra “necio” es una palabra demasiado suave todavía. El diccionario griego-castellano traduce la palabra griega así: “estúpido, imbécil” y con el comentario de que se trata de un término fuertemente despectivo. El pecado del desprecio se condena en todo caso. Este pecado requiere de un juzgado más serio todavía: la corte suprema de la nación judía.
            Y peor todavía es maldecirle a una persona. Es llevar su desprecio a su máxima expresión y lanzar contra la persona todo tipo de demonios – porque esto es lo que hace el maldecir a alguien. La Biblia nos muestra claramente que nuestras palabras tienen un poder insospechado. Maldecir entonces a una persona es sinónimo de matar no solamente su cuerpo, sino enviarla directamente al infierno. Jesús dice que el que tal cosa hace, es merecedor de ser echado él mismo al infierno. ¿Nos damos cuenta de que sí es serio este asunto? Dios no nos ha llamado a maldecir a otro ser humano que ha sido creado según la imagen de Dios, al igual que nosotros mismos. Más bien debemos bendecirle, mostrarle amor. Y si por ahí nos damos cuenta que nuestra relación con el prójimo está opacada por algún disgusto de él/ella contra ti, entonces no importa qué es lo que estés haciendo. Lo único que importa en ese momento es resolver esta situación. Tu relación con tu prójimo es más importante que tu adoración, porque no puedes adorar a Dios de corazón sincero y libre si sabes que hay alguien que te quisiera ver en la China. Y no en Rusia, porque podrías aprovechar tu estadía para mirar el mundial. ¡En China!
            Pero también Pablo escribió: “Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos” (Ro 12.18 – NVI). Hay enojos que no podemos evitar. Si disciplinamos a los hijos, es muy posible que se enojen con nosotros. No por eso vamos a ir y decirles: “Perdoname por haberte disciplinado. La próxima vez no lo voy a hacer más.” Como tampoco podemos evitar que otros se enojen con nosotros por no seguirles su juego sucio, y varias situaciones diferentes. Pero si ha habido algún problema en la relación interpersonal, estamos en la obligación de resolverlo lo antes posible. A Dios le importa más nuestra relación con los demás que nuestra ofrenda.
            Algunos casos son relativamente sencillos de solucionar. Con buscar a la persona, tocar el tema y pedirle perdón se restaura otra vez el daño hecho. Pero hay otros casos que son mucho más complicados de resolver, amenazando de llegar a estratos judiciales. Jesús anima a hacer cualquier cosa para poder ponerse de acuerdo antes de llegar a medidas extremas. Por ejemplo, desde hace varios años se promueve bastante en Paraguay la mediación. Muy comprometido con esto está también la Universidad Evangélica del Paraguay. Es un método excelente para buscar justamente esta conciliación con el adversario de la que Jesús habla en los versículos 25 y 26: “Trata de llegar a un acuerdo con tu adversario mientras van todavía de camino al juicio. ¿O prefieres que te entregue al juez, y el juez a los guardias, que te encerrarán en la cárcel? En verdad te digo: no saldrás de allí hasta que hayas pagado hasta el último centavo” (BLA).
            Con “No matarás”, lo que Dios en realidad quería decir no era simplemente no quitarle a nadie los signos vitales, sino mucho más no hacer nada que mate la relación con tu prójimo. Eso es mucho más sutil que ponerle un revólver en la cabeza de alguien, pero puede tener un efecto mucho más dañino inclusive que matarlo físicamente.
            Los mandamientos de Dios son para ser obedecidos. Pero Dios no quiere una obediencia fría, legalista, “porque ni modo…”, sino una observancia movida por el amor a Dios y al prójimo. ¿Qué sensación despiertan en ti los mandamientos de Dios? ¿Qué piensas o qué sientes al escuchar esa palabra? Son expresiones del amor de Dios a su creación, porque donde no hay reglas, gobierna el caos. No son una carga, como sí lo fueron las leyes inventadas por los fariseos. De ellos dijo Jesús: “Ellos cargan a la gente con reglas estrictas y difíciles de cumplir. Los obligan a cumplirlas, pero ellos ni siquiera quieren mover un dedo para obedecerlas” (Mt 23.4 – PDT). En cambio, de sí mismo dijo él: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar. Acepten el yugo que les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde; así encontrarán descanso. Porque el yugo que les pongo y la carga que les doy a llevar son ligeros” (Mt 11.28-30 – DHH).
            ¿Qué prefieres, la carga pesada del legalismo humano o la carga ligera de la ley divina? Es ligera porque Dios mismo pone su hombro para llevarla. Lo único que tienes que sacrificar es tu orgullo y egoísmo, nada más. Suena sencillo, pero ahí está el problema mayor. Preferimos inventarnos nuestras propias reglas. Y la principal de todas, casi la única, dice: “No te dejarás imponer ninguna regla.” Y ya somos esclavos de nuestro propio legalismo humano. La ley de Dios liberta, protege, eleva y te pone en condiciones de servirle a Dios en amor, y a encontrarte con tu prójimo en amor. Cuanto más le buscas a Dios, más lo conocerás y más lo amarás. Y ese amor será el único motor válido para obedecer sus mandamientos.


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