viernes, 30 de junio de 2017

Tormentas en la familia espiritual





                   Debo confesar que este mensaje de hoy me ha costado enormemente, porque parece que la inspiración trabaja con energía solar, y como hace tanto tiempo no habíamos tenido más sol, no había inspiración. Finalmente le escribí a mi hijo Camilo y le expresé mi aprieto. Le pregunté: “¿Qué crees tú como joven que sería necesario que los jóvenes de Costa Azul sepan?” Y él me dio algunas ideas muy valiosas que me llevaron finalmente a desarrollar lo que quiero compartir hoy con ustedes. Así que, si alguien es bendecido por este mensaje, pueden escribirle a Camilo y agradecerle por su inspiración que me pasó.
                   Rogelio me dijo la vez pasada que este mes estaría de alguna manera bajo el tema general de la familia, viéndolo desde los diferentes puntos de vista. ¿Y cómo se llega a formar parte de una familia? A través del nacimiento, por supuesto.
                   Otra situación: el domingo pasado, Álvaro dijo en su testimonio, que esta iglesia había llegado a ser para él una familia. ¿Y cómo se llega a ser parte de esta familia? Según las costumbres que manejamos en esta iglesia es a través de un acto oficial, sea el bautismo o la transferencia de otras iglesias.
                   Y existe todavía un tercer tipo de familia. Es la familia espiritual, o la familia de Dios. ¿Y cómo se llega a formar parte de la familia de Dios? Aceptando en su vida al Hijo de Dios, Jesús; lo que nosotros conocemos como “conversión”.
                   A este tercer tipo de familia me quiero referir hoy. Recién tuvimos un bautismo en el cual varios de ustedes tuvieron participación activa. Como este es un paso espiritual muy importante, el enemigo empleará toda estrategia para impedir este y otros pasos de fe que ustedes quieran tomar. Por ejemplo, Wilbert mencionó en su testimonio cómo él había llegado a rebelarse contra Dios, diciéndole en la cara que él no existe, cuando su familia pasó por experiencias muy difíciles.
                   En la noche del domingo pasado, el mismo día en que Álvaro fue bautizado, su hermano sufrió un accidente de tránsito que ocasionó su muerte algunas horas después. Fácilmente él —o cualquiera que viva algo así— podría preguntarle a Dios muy enojado: “¿Es así cómo me pagas? Yo esforzándome por serte fiel y vos respondiéndome así. ¿Qué clase de Dios eres? Si es así, yo no quiero saber más de ti.” Y hasta podríamos dudar si el cristianismo es realmente algo digno que seguir. Ante tantas ofertas religiosas en el mundo, ¿por qué yo debería ser justamente cristiano evangélico? ¿No puedo ser también musulmán, mormón o ateo? Su dios por lo menos no me va a tratar así.
                   ¿Y qué le vas a decir a un joven que está en este dilema? ¿Qué respuestas podríamos darle a una persona con esta lucha interna? En mi clamor al Señor por orientación para esta prédica, de repente me trajo a la mente un versículo, y yo pensé: ‘¿Y qué tiene que ver este versículo con el tema con el cual me estaba peleando desde hace rato en mi mente?’ Pero cuando leí el pasaje completo, pude entender algunas cosas que quiero compartir con ustedes hoy. Quizás no responda a todas las preguntas que una persona pueda tener en este tipo de situaciones, porque muchas son más excusas para no creer que preguntas sinceras de una búsqueda de la verdad. Pero, de todos modos, creo que nos puede ayudar bastante.

                         FJn 3.1-21

                   Encontramos aquí a un sujeto que a toda costa quiere ver a Jesús, pero no se anima por la presión del grupo, es decir, de sus colegas pastores. ¿Vieron que a veces los pastores somos cobardes…? Así que, Nicodemo se viste de la oscuridad de la noche y logra llegar sano y salvo donde Jesús sin que el radar del control pastoral lo detecta. Una vez llegado, ya le empieza a cepillar a Jesús: “Maestro. Enviado de Dios. Haces cosas extraordinarias que sólo se puede hacer con la ayuda de Dios” (v. 2). Y si hubiéramos sido Jesús, nos hubiéramos reclinado con profunda satisfacción, absorbiendo cada palabra: “¡Qué lindo! Continúa. ¿Qué otras cosas tan bonitas puedes decirme?” O si no, lo hubiéramos cortado en seco: “¡Ya, ya! Ahorrate tus palabras. Andate al grano de una vez. ¿Qué querés? ¿Para qué viniste a molestarme a esta hora?” Pero Jesús no tuvo ninguna de estas dos reacciones. Más bien él se iba al grano de lo que él quería: “Tenés que nacer de nuevo, si no, no hay caso.” Nunca sabremos cuál fue el motivo por el cual Nicodemo fue junto a Jesús: si quería discutir doctrinas, si tenía una pregunta o simplemente por la curiosidad de querer saber quién era ese hombre. No llegó a expresar su motivo, porque Jesús con una sola frase le cambió todo el libreto y lo llevó a lo que a Jesús le interesaba conversar con este teólogo.
                   Y Nicodemo está ahí: “Eeeh…, ¿perdón? ¿Me perdí de algo? ¿Estábamos hablando de nacimientos?” Pero lo que Jesús le estaba diciendo es: “Si no estás en condiciones espirituales adecuadas, te vas a perder todo lo lindo que dices que vine a enseñar. Sólo el que ha nacido de nuevo puede entender la verdadera profundidad de mis enseñanzas.” ¡Peor todavía! “Jesús, pará un rato. No logro comprender todavía un detalle. Yo ya soy medio grandecito, y no creo que mi adorada mamita sobreviviría que yo matungo me meta de vuelta en su panza para que me dé a luz otra vez. Por favor, no me pidas eso.” Pero Jesús le tranquiliza que no será necesario sacrificar a su madre, sino que se trata de un nacimiento espiritual para entrar al reino de un Dios que es Espíritu. Cada tipo de ser reproduce otro de su misma especie: un ser humano reproduce a otro ser humano; y un ser espiritual reproduce a otro espíritu. Esto es algo que supera toda lógica y comprensión humana. Pero Jesús indica que no es necesario que entendamos exactamente todo el proceso, sino confiar en que sí se está realizando. Él utiliza el ejemplo del viento (v. 8). El viento es algo invisible, del cual desconocemos dónde se origina y hasta donde sopla, excepto con la tecnología moderna que puede detectar y graficar su movimiento, de modo que podemos “ver” el viento en un mapa especial. Pero con el ojo natural sólo podemos ver los efectos causados por este poder invisible.
                   Jesús hace un uso muy intencional de esta palabra, porque tanto en el griego como en el hebreo, la palabra traducida aquí por “viento”, significa también “espíritu”. Lo que el Espíritu Santo hace (el nuevo nacimiento, por ejemplo), también es invisible a los ojos humanos, uno desconoce su movimiento, pero ve los efectos de este poder divino moviéndose en una persona. Y cuando notamos esto, nos damos cuenta de la realidad de su existencia. El que no tiene ojos espirituales como para poder detectar el movimiento del Espíritu Santo en su propia vida o la de otros, está ciego a su existencia, como nosotros estamos inhabilitados para ver el viento. Entonces, el que niega la existencia de Dios, el que duda de Dios, o no puede ver la obra de Dios, o no la quiere ver, una de las dos cosas. La obra del Espíritu Santo en la vida de una persona o situación ocurre como muchos procesos en una computadora: en segundo plano. Uno puede ver de repente la lucecita del disco duro brillando todo el tiempo y uno sabe que la computadora está trabajando gravemente, pero uno no tiene idea en qué. Quizás, mientras que uno está trabajando con un programa de texto, en el fondo se activó el antivirus programado para realizar automáticamente un chequeo de toda la máquina cada tanto. Y uno se pregunta en qué estará ocupada la computadora, por qué está tan lenta, hasta que ve el resultado: un aviso de que la máquina está libre (o no) de virus. Quizás sentimos que nuestra vida está pesada, lenta, parece que nada más funciona. Sin embargo, en segundo plano, a escondidas, el Espíritu Santo está trabajando gravemente para purificarnos y poner todos los virus espirituales de la vida en cuarentena. Pero como no vemos nada, empezamos a plaguearnos contra Dios y a acusarlo de estar ausente de nuestra vida, de no importarle todo lo que nos está sucediendo, de no hacer nada para evitar las desgracias que nos tocan vivir. Si no estoy en condiciones espirituales para ver al Espíritu Santo moverse en medio de todas las circunstancias de mi vida, cometo graves injusticias contra Dios, de las cuales algún día, cuando sean abiertos mis ojos, me voy a arrepentir profundamente. Si no ves nada, tu expectativa puede crecer aún más, porque sabes que, a escondidas, Dios está preparando una enorme sorpresa para vos. Pero puede ser que por tu impaciencia y tu rencor contra Dios ya estás tan malhumorado que hasta su sorpresa te resultará desagradable e indeseable.
                   Nicodemo, un maestro de la Biblia en Israel, parecía tampoco no poder ver la luz. Jesús había venido para dar testimonio de lo que él había visto de su Padre, pero los líderes religiosos y muchos judíos no lo recibían. No estaban en condiciones espirituales como para captar y asimilar lo que Jesús les decía. El único testigo presencial habido y por haber estaba entre ellos, pero ellos no aceptaban su testimonio (v. 13).
                   Es que para tener esa sensibilidad espiritual necesaria para detectar el movimiento de Dios es tenerlo a él mismo en nuestra vida. Jesús se compara con la serpiente de Moisés que fue alzada en alto en el desierto. El que había sido mordido por serpientes que Dios había enviado como castigo por la rebeldía del pueblo podría salvarse si miraba con fe a esta serpiente. Así, todos los que fueron mordidos por la serpiente del pecado podrían salvarse al mirar con fe al Cristo crucificado. En esto consiste el nuevo nacimiento que abre nuestro espíritu a la realidad espiritual a nuestro alrededor y nos integra al reino de Dios. El nacimiento físico nos introduce a la vida en esta tierra, mientras que el nacimiento espiritual nos introduce a la vida eterna, a la vida con Dios, que trasciende nuestra muerte física en esta tierra. Creer o no creer, ésa es la cuestión. El creer abre la mente a recursos espirituales inagotables. ¿Existe Dios? ¿Es Dios real? ¿Es verdadero lo que dice la Biblia? Mientras que no hayas experimentado el nuevo nacimiento, mientras que no hayas creído, todo esto será teoría para ti. Puedes creerlo por un impulso emocional del momento, pero dudar de ello y desecharlo todo en el próximo instante. Pero el que lo ha experimentado en carne propia, nunca más dudará de ello. Quizás no lo pueda explicar racionalmente, pero bien en lo profundo sabe que es verdad. ¿Saben por qué? Por lo que escribe Pablo a los romanos: “El Espíritu de Dios se une a nuestro espíritu, y nos asegura que somos hijos de Dios” (Ro 8.16 – TLA). “Así Dios les dará su paz, esa paz que la gente de este mundo no alcanza a comprender, pero que protege el corazón y el entendimiento de los que ya son de Cristo” (Flp 4.7 – TLA).

                   Mucha gente tiene un concepto de Dios que está vigilándonos todo el tiempo para ver si le fallamos alguna vez para darnos una buena paliza, tipo la canción que quizás algunos han cantado alguna vez: “Cuida tus ojos, cuida tus ojos lo que ven, pues el Padre celestial te vigila con afán. Cuida tus ojos, cuida tus ojos lo que ven.” ¡Falso de toda falsedad! ¿Hubiera Cristo estado dispuesto a sufrir lo terrible que sufrió en la cruz sólo para castigarnos? ¿Por qué querría castigarnos él si nosotros mismos ya nos habíamos encargado de hacerlo? Nuestra condenación eterna como fruto del pecado era castigo más que suficiente que nosotros nos habíamos impuesto a nosotros mismos. Sí Jesús tenía que hacer algo, era para salvarnos, no para castigarnos. Él dijo que el que no creía en él ya había sido condenado (v. 18). Es decir, si no hacemos nada respecto a nuestra condición delante de Dios, estamos bajo la condenación del pecado que gobierna nuestra vida. Pero “el que cree en el Hijo no será condenado” (v. 18 – BLPH). Creer o no creer, ésa es la cuestión. Dios hizo todo lo imposible para salvarnos de ese castigo. ¡Tanto amó Dios al mundo para que entregara a su único Hijo para que él fuera castigado, y no nosotros (v. 16)! “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él” (v. 17). ¿Podemos culparle entonces a Dios del desastre que hay en el mundo o en nuestra propia vida? Él había hecho todo perfecto. Si el mundo se viene abajo es única y exclusivamente culpa del ser humano. “Sí, pero no es justo que una persona amada que no ha hecho nada se nos muera bajo las manos.” No, no es justo. La vida y este mundo no son justos. Es parte del pecado del ser humano. Pero como para todo lo malo necesitamos un chivo expiatorio (¡excepto nosotros mismos, claro!), le echamos la culpa a Dios. Pero, ¿sabes qué? Por más que le culpes a Dios, por más que dudes de él, por más que le digas en la cara que él no existe, ¡Dios sigue siendo Dios! Tus dudas y acusaciones no le quitan nada en absoluto a Dios. Es tú decisión si lo reconoces como Dios, como Soberano, como Señor y Salvador de tu vida o no. Con o sin tu “aprobación”, Dios sigue siendo el Todopoderoso, Rey de reyes y Señor de señores ante quien toda rodilla se doblará en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra (Flp 2.10) – ¡también la tuya! Así que, mucho mejor es que tu vista se abra a la realidad espiritual. Es necesario haber nacido espiritualmente y vivir en esa novedad de vida. De otro modo todo lo veremos negro, y viviremos sin esperanza, amargados contra todo y todos. ¿Acaso es la voluntad de Dios que vivas esa vida miserable? Fíjense lo que dijo Jesús mismo: “…el ladrón se dedica a robar, matar y destruir. Yo he venido para que todos ustedes tengan vida, y para que la vivan plenamente” (Jn 10.10 – TLA). Dios quiere que disfrutes la vida con él al máximo, en plena libertad y comunión con él. Fuera de su presencia, sólo hay vacío, tristeza, amargura, tinieblas, condenación. En tus manos está elegir qué tipo de vida quieres. Probablemente ya hayas aceptado a Cristo como el Salvador de tu vida, pero te falta creerle, confiar en él, en las diferentes circunstancias de la vida. Quizás las distracciones del mundo o la decepción de lo que te tocó vivir nubló tu vista espiritual y no estás más capacitado para ver la realidad espiritual. Deja que Cristo te limpie tu vista esta noche. Jesús aconsejó a la iglesia de Laodicea: “…te aconsejo que de mí compres colirio para que te lo pongas en los ojos y recobres la vista” (Ap 3.18 – NVI). Concluyo con las palabras de Moisés: “…Yo te estoy dando a elegir entre la vida y la muerte, entre la bendición y la maldición. Elige la vida para que tú y tus descendientes puedan vivir, amando al Señor tu Dios, obedeciéndolo y estando cerca de él, porque al hacer esto tendrás vida y permanecerás por mucho tiempo sobre la tierra que el Señor prometió darles…” (Dt 30.19-20 – PDT).

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