lunes, 7 de abril de 2025

La elección soberana de Israel

 






            El martes pasado se desató aquí en nuestro estudio bíblico un diálogo sumamente interesante alrededor del pasaje de Ezequiel que estamos estudiando ahora. Y entre eso también acerca de la situación actual de Israel dentro de la historia de Dios para con la humanidad. Siempre se dice que, en el Antiguo Testamento, el pueblo de Dios eran los judíos, y en el Nuevo Testamento, lo es la iglesia. Pero, ¿qué de los judíos? ¿Siguen ellos siendo parte del plan de Dios? ¿O será que Dios ya ha desechado por completo a los judíos? ¿Cuál es la situación de este pueblo? Pablo explica esto muy detalladamente en tres capítulos de su carta a los romanos. El domingo pasado, el hno. Alberto terminó la serie de prédicas acerca del Sermón del Monto. Y luego me gustaría hacer un recorrido por los Salmos. Pero entre medio de esto me gustaría estudiar con ustedes estos tres capítulos de Romanos, porque este asunto tiene que ver con nosotros mucho más de lo que quizás sospechamos. Para entender un poco todo el contexto de la enseñanza de Pablo vamos a leer íntegramente el texto de hoy.

 

            FRo 9.1-29

 

            Pablo ya había hablado bastante extensamente en los capítulos 3 y 4 esta carta acerca de los judíos en tiempos del Nuevo Testamento. Ahora él vuelve a este tema y le dedica tres capítulos exclusivamente a este asunto. Con mucha paciencia y a la luz de numerosos pasajes bíblicos, él explica en este texto las intenciones de Dios con Israel ahora que Jesús haya posibilitado la salvación para toda la humanidad. En este capítulo Pablo describe de qué manera Dios eligió a Israel como su pueblo, y cómo Israel reaccionó a esto.

            Pablo asegura solemnemente decir la verdad (y sólo la verdad y nada más que la verdad – v. 1). Casi se parece a un juramento oficial. Nadie debe poder acusarlo de expresar cualquier idea por puro impulso emocional, sin haberla analizado detenidamente. Después de esta declaración, él les abre su corazón a sus lectores. Él está lleno de dolor y muy preocupado al pensar en su pueblo, los judíos (vv. 2-3). Son su propia carne y sangre. Él se siente tan íntimamente unido a sus hermanos que preferiría ser condenado eternamente por Dios, si es que con esto él pudiera salvar a sus paisanos (v. 3). La palabra que él utiliza aquí es una palabra muy dura, porque pone algo bajo la maldición de Dios y lo condena a la total destrucción. Y él se declara dispuesto a cargar con una situación así, si con esto se salvara su pueblo. Es que nadie ha sido tan bendecido y preferido por Dios como los judíos (vv. 4-5). Pablo menciona aquí varias cosas que Dios le ha dado a su pueblo: su elección como sus hijos; la manifestación de su gloria; el establecimiento de un pacto con ellos; el privilegio de tener toda la ley de Dios; la posibilidad de adorarlo a Dios en sus cultos; promesas especiales de parte de Dios; los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob entre su ascendencia; Jesucristo mismo, el Dios eterno, que era judío según naturaleza humana. Es decir, los judíos tenían frente a todos los demás pueblos todos los privilegios habidos y por haber. Pero ellos consideraron estos privilegios como un derecho con el cual podían creerse algo (comp. Ro 2.17-29); Pablo, en cambio, los veía como una responsabilidad. Los judíos se confiaban en ser descendientes de Abraham y que como tales eran prácticamente dueños de todas las bendiciones y promesas de Dios. Cuando Jesús enseñó que la íntima comunión con él y la obediencia a sus palabras traería completa libertad, los judíos no entendieron de qué él estaba hablando: “Nosotros somos descendientes de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Qué quieres decir con eso de que seremos libres? … ¡Nuestro padre es Abraham” (Jn 8.33, 39)! O sea, con tal de tener el carnet de socio del club Abraham, ya tenían acceso a todos los beneficios que ofrecía el dueño del club – creían ellos.

            Pero esto se volvió ahora un problema. Pablo suele “dialogar” en esta carta con un interlocutor imaginario que cada tanto lo interrumpe con sus contrargumentos, dudas u objeciones. Este interlocutor llega a ser una especie de portavoz de los judíos. Pablo pone en su “boca” los argumentos que expresarían sus lectores, si estuvieran presentes ante él. Y este portavoz podría decir ahora que no entiende por qué, ante esa realidad de los privilegios para los descendientes de Abraham, las condiciones en que está ahora el pueblo no coincide con estos privilegios prometidos. ¿O será que Dios se haya excedido un poco, dando promesas al pueblo que él ahora no podía cumplir? Pero Pablo le asegura que esta no es la situación. Con muchos argumentos y textos del Antiguo Testamento, Pablo empieza paso a paso a demostrar que el ser descendiente de Abraham no es la clave del asunto y no otorga bendiciones automáticamente porque sí. Él repite lo que ya había dicho anteriormente que no todos los judíos son israelitas: “…no todos los descendientes de Israel son verdadero pueblo de Israel. No todos los descendientes de Abraham son verdaderamente sus hijos” (vv. 6-7 – DHH). Ya en el capítulo 2 Pablo había explicado que no se pertenece al pueblo de Dios sólo por señales externos del cuerpo, sino por un cambio de corazón: “El verdadero judío lo es en su interior, y la circuncisión no es la literal sino la espiritual, la del corazón. El que es judío de esta manera es aprobado, no por los hombres, sino por Dios” (Ro 2.29 – RVC). O sea, la falla no está en Dios ni en sus promesas, sino en los judíos que no querían pertenecer al pueblo de Dios espiritual. No se valieron de todas sus ventajas para darle honra a Dios y para ser una luz ante los gentiles. Pablo enfatiza esto con que tampoco todos los descendientes de Abraham son israelitas (v. 7). La promesa de Dios de convertir a los descendientes de Abraham en un pueblo grande era sólo para los descendientes de Isaac, y no para sus otros hijos, con Ismael como el más prominente. Pero nadie podrá acusarle a Dios de injusto, ya que sus promesas él las dio claramente a Isaac, y no a todos los demás hijos eventuales de Abraham (vv. 8-9).

            Esta libre elección de Dios se hace más claro aún en el caso de los hijos de Isaac. Ni siquiera a todos ellos se cuenta como perteneciente al pueblo de Dios. En el caso de los hijos de Abraham, Dios eligió entre el hijo de la esposa de Abraham y el hijo que tuvo Abraham con una sirviente extranjera. En el caso de los hijos de Isaac Dios tuvo que elegir entre los hijos de un hombre y una mujer, que encima todavía eran mellizos (v. 10). Es decir, parentesco más cercano no podía haber entre dos personas. Aun así, sólo uno de ellos fue elegido, en este caso, Jacob (vv. 11-13). Pero Pablo deja en claro que esta elección no fue influida de ningún modo por los seres humanos. Esta decisión la tomó Dios aún antes del nacimiento de Jacob y Esaú, es decir antes de que ellos pudieran mostrar algo por lo cual deberían ser premiados o castigados (v. 11). Con esto Dios pone en evidencia que pertenecer a su pueblo no tiene nada que ver con méritos propios. No se llega a formar parte de este pueblo por haber cumplido satisfactoriamente todos los requisitos de admisión. Ni tampoco por accidente, por casualmente haber nacido en una familia judía. Más bien, ser elegido como miembro del pueblo de Dios depende única y exclusivamente de la voluntad y el plan de Dios, por pura misericordia: “Con esto Dios demostró que él elige a quien él quiere, de acuerdo con su plan. Así que la elección de Dios no depende de lo que hagamos” (vv. 11-12 – TLA).

            Esta decisión libre expresa la soberanía de Dios. Él está por encima de todo y lo sabe todo. Y basado sobre esa omnisciencia él desarrolla un plan especial para cada ser humano. Esto no tiene nada que ver con terquedad o injusticia (v. 14), sino con su gracia y misericordia (vv. 15-16). La pregunta no es por qué Dios rechazó a Ismael y a Esaú, sino por qué eligió a Isaac y Jacob. Rechazar a alguien presupone la idea de que todos deberían estar en la presencia de Dios, pero que él, por capricho, rechaza a algunos. Pero la verdad es todo lo contrario. Por naturaleza nadie podría estar en su presencia. Todo ser humano merece el juicio y el castigo. Si Dios entonces no castiga a alguien como lo hubiera merecido, sino más bien lo perdona inmerecidamente, entonces es su decisión libre y misericordiosa: “…la elección no depende del deseo ni del esfuerzo humano sino de la misericordia de Dios” (v. 16 – NVI).

            Pablo toma ahora como ejemplo al faraón (v. 17). Él se creía mucho con su poder, de modo que desafió incluso al Dios de Israel. Él no se dio cuenta que Dios le había dado ese poder como medio para un fin. Dios quería mostrarle a todo el mundo y de una vez por todas que ni siquiera el gobernante más poderoso del mundo podía permanecer contra él. Y la victoria sobre el faraón fue tan dramático que su nombre sigue siendo sinónimo de derrota hasta hoy en día. Por eso repite Pablo que Dios tiene la elección absolutamente libre de tratar a las personas como él lo ha previsto (v. 18). Quizás nos cueste entender que Dios pueda endurecer el corazón de alguien a propósito. Pero esto siempre se basa sobre la decisión propia de esa persona. El faraón endureció una y otra vez su propio corazón, oponiéndose a la voluntad de Dios. Recién a partir de la sexta plaga leemos que fue Dios quien endureció su corazón (Éx 9.12), siguiendo la decisión que ya había tomado el faraón respecto a Dios. Este proceder de Dios fue su juicio del pecado del hombre y su respuesta a la rebelión consciente contra Dios.

            No podemos decir entonces que estamos indefensos y expuestos al destino de las decisiones divinas. No podemos desligarnos de nuestra propia responsabilidad y acusarle a Dios por su dureza de corazón, como si nadie pudiera resistir su voluntad (v. 19): “Si él ha decidido que yo soy terco, ¿qué puedo hacer contra eso? Me tengo que sujetar a lo que él ha predeterminado.” Bueno, yo por lo menos no lo he experimentado a Dios como buscando con todos los medios alejarme de él. Más bien él procura una y otra vez por mí, dándome toques de su presencia que buscan ablandar mi corazón y hacerme regresar a él. Pablo le contesta a su interlocutor que había argumentado de esa manera: “¡Despacio! ¿Acaso te atreverás a cuestionar el proceder de Dios? ¡Cuidadito con lo que dices!” (v. 20). Pablo usa como apoyo la imagen de un recipiente de barro que jamás exigirá cuentas al alfarero por la forma que le está dando. Es la decisión absolutamente libre del alfarero qué es lo que quiere hacer de su pedazo de barro: “Cuando un alfarero hace vasijas de barro, ¿no tiene derecho a usar del mismo trozo de barro para hacer una vasija de adorno y otra para arrojar basura” (v. 21 – NTV)? Este era precisamente el mensaje que Dios le quería dar al profeta Jeremías cuando lo mandó a la casa del alfarero: “¿Acaso no puedo hacer yo con ustedes, israelitas, lo mismo que este alfarero hace con el barro? Ustedes son en mis manos como el barro en las manos del alfarero” (Jer 18.6). Entonces, en vez de acusar a Dios de injusto y exigirle cuentas de su actuar, deberíamos agradecerle más bien por su gracia y haber hecho algo útil del pedazo de barro que éramos. Y también es su gracia haber tolerado por tanto tiempo los “objetos malogrados”, incluso “…soportó con mucha paciencia a los que eran objeto de su castigo y estaban destinados a la destrucción” (v. 22 – NVI). Él procuró por ellos y trató de motivarlos a que vuelvan a él, a pesar de su rebelión hacia él. ¡Eso es gracia! Y así es únicamente gracia y misericordia si él quiere mostrar su gloria en las otras personas (“los vasos de misericordia” – v. 23 – RVC). Él mismo los preparó para este fin. De los demás, “los vasos de ira” (v. 22 – RVC) no dice quién los preparó, sino solamente “que estaban preparados para destrucción” (RVC). Estas personas se prepararon a sí mismos por medio de su permanencia terca y obstinada en el pecado. Entre los “vasos” que Dios preparó como sus herederos, se encuentran personas de cualquier procedencia, sean judíos o no: “…no le importó que fuéramos judíos o no lo fuéramos” (v. 24 – TLA). Para hacer creíble esto también para los judíos, Pablo cita a textos de las Sagradas Escrituras. Ya el profeta Oseas había anunciado que Dios contaría como parte de su pueblo a aquellos, que hasta entonces nunca lo habían sido (vv. 25-26). Que los judíos no pertenezcan automáticamente a este nuevo pueblo de Dios sólo por ser judíos ya lo había anunciado Isaías: “El pueblo de Israel es tan numeroso como los granos de arena de la playa, pero sólo unos pocos de ellos se salvarán” (v. 27 – PDT). Más bien es por gracia y misericordia de Dios que por lo menos algunos judíos pertenezcan a este nuevo pueblo de Dios (v. 29). Así nadie puede creerse algo. En el pueblo de Dios no hay categorías. Nadie es mejor que el otro ni merece un mejor lugar que los demás. Todos por igual son frutos de la misericordia de Dios. Esto nos debe ayudar a permanecer humildes y no parar de agradecer y alabar a Dios por su misericordia.

            Como en la iglesia en Roma había creyentes tanto de gentiles como judíos, Pablo vio la necesidad de explicar con sumo cuidado dónde está ubicado cada uno dentro de la historia de salvación de Dios. Su primer punto es explicar en qué consiste el pueblo de Dios, quién forma parte del mismo y cómo se llega a entrar a ese pueblo. Contrario a lo que los judíos habían creído durante alrededor de dos mil años, los verdaderos miembros del pueblo de Dios son sólo aquellos que ponen su confianza en Jesús. Es decir, nadie hereda la membresía de este pueblo, porque “…nadie es hijo de Dios solamente por pertenecer a cierta raza” (v. 8 – DHH). Al excluir la raza de entre las condiciones para ser parte de la familia de Dios, esa pertenencia queda de golpe abierta a todas las naciones. Esto fue en realidad siempre el propósito de Dios. Israel debía ser el prototipo o el modelo de ese pueblo de Dios, para que los otros pueblos también pudieran formar parte de esta familia. Ya en el mismo instante en que Dios llamó a Abraham quien de esa manera llegó a ser el padre del pueblo hebreo, Dios le dijo: “¡Por medio de ti, yo bendeciré a todos los pueblos del mundo” (Gn 12.3 – NBV)! Pero Israel se creyó exclusivo receptor de los favores divinos y no cumplió con ese plan de Dios. Pero, a través de Cristo se abrió nuevamente la puerta de acceso a la familia de Dios. Pablo muestra aquí con absoluta destreza como maestro que el acceso a este pueblo depende de la elección de Dios, por un lado, y de la respuesta del ser humano a esa elección, por otro lado, como lo muestra claramente el ejemplo del faraón quién decidió no hacerle caso a Dios y, más bien, endurecer su corazón. Y algo parecido fue también la respuesta de Israel, como Pablo explicará en el siguiente pasaje que estudiaremos el próximo domingo, Dios mediante. Esto abrió la posibilidad de que nosotros los gentiles también lleguemos a disfrutar del privilegio de ser incluidos en el pueblo de Dios.

            El llamado de Dios es para todos. La pelota está ahora en tu cancha: ¿cómo responderás a ese llamado? ¿Lo aceptarás o lo rechazarás? Quizás ya los has aceptado hace tiempo atrás. Entonces vive conforme a tu llamado y tu respuesta afirmativa. Si para los judíos no era automático pertenecer al pueblo de Dios y disfrutar de este privilegio, tampoco lo será para nosotros.

 


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