martes, 15 de abril de 2025

Salvos por fe


 




            En el pasaje anterior, Pablo había demostrado con mucho cuidado y basándose sobre muchos textos bíblicos cómo Dios llegó a elegir a Israel como su pueblo, según su libre voluntad y su misericordia. Dios había bendecido a este pueblo con muchos privilegios. Pero Pablo también indicó que Israel no había vivido conforme a estas bendiciones de Dios. En el presente pasaje él critica fuertemente la falta de fe con la que Israel había reaccionado a la elección divina. Él desarrolla este tema de la fe, explicando la razón por la cual la falta de fe de Israel es tan grave para este pueblo.

 

            F Ro 9.30-10.21

 

            Pablo empieza este pasaje indicando que Dios había agregado a su pueblo gente de todas las naciones de la tierra (v. 30). Y lo sorprendente es —contrario a lo que uno se podría imaginar— que esto a nadie le costó el ojo para ingresar al pueblo de Dios. Hoy, para llegar a ser parte de la ciudadanía de un país aparte del suyo en que nació es bastante complicado. Pero estas personas no se habían esforzado en absoluto por pertenecer a este pueblo, no habían tenido que cumplir requisitos casi imposibles de lograr, sino Dios los recibió simplemente porque creían en él. Los judíos, en cambio, se habían esforzado toda la vida tratando de cumplir los mandamientos de Dios (v. 31). Es más, se habían impuesto leyes adicionales para asegurar de no fallarle a ninguno. Sin embargo, con todo esto igual ellos habían errado el blanco, porque querían alcanzar su objetivo basados en sus propios logros (v. 32) y no en la fe: “…los israelitas trataron de salvarse haciendo buenas obras, como si eso fuera posible, y no confiando en Dios. Por eso, dieron contra la gran piedra de tropiezo” (9.32 – NBD). En cambio, a Jesús, la verdadera base de la fe cristiana, ellos habían dejado a un lado (v. 33). Por más que él se haya puesto en su camino y ellos tropezaron con él como si fuese una piedra, los judíos lograron esquivarle otra vez. “Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1.11 – NVI). No lo recibieron porque querían llegar a Dios sin él. Jesús más bien los estorbaba en su intento de complacer a Dios. Pero lo que Dios busca es fe, no obras. El que ha aceptado a Jesús por fe podrá producir también las obras correspondientes. Pero no va a poder encontrarle a Dios por las obras, sin la fe. Santiago escribió: “…tú no puedes demostrarme que tienes fe si no haces nada. En cambio, yo te demuestro mi fe con las buenas obras que hago” (Stg 2.18 – PDT). La fe es algo netamente subjetivo, invisible para el ser humano. Las obras expresan y ponen en evidencia la fe que hay en la persona. “…por sus frutos los conocerán” (Mt 7.20 – NVI) dijo Jesús. Como los frutos revelan qué tipo de árbol es, así las obras revelan qué clase de fe tiene la persona, o si tiene fe o no la tiene.

            Esta ceguera espiritual es lo que tanto le cuesta aceptar a Pablo. Nuevamente él expresa su anhelo ferviente de que su pueblo pueda ser salvado (v. 10.1). Él lo describe como un pueblo enceguecido, con “un celo mal entendido” (v. 2 – BPD). Son personas muy fervorosas por Dios, “pero es un fervor mal encauzado” (NTV). Se esfuerzan por agradar a Dios, pero de manera equivocada. Una versión incluso dice “que son fanáticos del servicio de Dios” (BLA). Podríamos compararlos con los seguidores de alguna secta que también se sacrifican hasta lo último, pero por una mentira. Creen tener la verdad, pero a la luz de la Biblia es un tremendo engaño de Satanás lo que ellos profesan. Alguien lo describió una vez en estas palabras: “Son muy sinceros, pero están sinceramente equivocados.” La falta de conocimiento de los israelitas consistió en querer llegar a Dios por vía equivocada. Pablo dice: “…no entienden la forma en que Dios hace justas a las personas con él. Se niegan a aceptar el modo de Dios y, en cambio, se aferran a su propio modo de hacerse justos ante él tratando de cumplir la ley” (v. 3 – NTV). Ya a través del profeta Oseas, siglos antes, Dios había dicho: “Mi pueblo es destruido por falta de conocimiento” (Os 4.6 – LBLA). La Traducción en Lenguaje Actual dice: “Mi pueblo no ha querido reconocerme como su Dios, y por eso se está muriendo” (TLA). En vez de confiar en la obra redentora de Jesús, los judíos querían obtener la justificación por medio del cumplimiento de la ley. Con esto se parecen a tantas otras personas de hoy en día que quieren sumar puntos por llevar una “vida aceptable” para poder presentarse ante Dios. Esta actitud surgió de una mala interpretación de la ley de Moisés. Las instrucciones en el Antiguo Testamento tenían como objetivo mostrar de qué manera el ser humano se debía presentar delante de Dios: de manera santa y limpia. A primera vista, el libro de Levítico puede parecer extremadamente aburrido. Pero cuando uno se sumerge más en el contenido llega a reconocer la absoluta santidad de Dios, y la necesidad del ser humano de ser santo para presentarse ante Dios: “…ustedes deben ser santos como yo soy santo” (Lv 11.45 – PDT). Como él es absolutamente santo, todo el que quiera permanecer delante de él debe ser también así de absolutamente santo. Pero, ahí radica justamente el problema: es imposible ser santo como Dios. El que quisiera ser justificado por medio de la observancia de la ley tendría que cumplir absolutamente toda la ley (v. 5). Los judíos no habían entendido todavía que esto es imposible para el ser humano. Todavía creían como el siervo en la parábola de Jesús, que, con un poco de paciencia de parte del rey, él podría llegar a pagar la suma monstruosa que le debía – algo totalmente imposible. Era por eso que había venido Jesús para hacer precisamente esto. Él mismo declaró no haber venido para anular la ley sino más bien a cumplirla (Mt 5.17). En Cristo, la ley y sus exigencias se cumplieron. La santidad que demandaba la ley pero que no podía producir, la podemos alcanzar al aceptar el perdón de Dios y dejarnos limpiar de toda maldad: “Cristo ya cumplió el propósito por el cual se entregó la ley. Como resultado, a todos los que creen en él se les declara justos a los ojos de Dios” (v. 4 – NTV). Llegamos a Dios a través de Cristo que nos abrió camino en medio de la ley. La ley es ahora para nosotros como un libro cerrado, en cuya tapa dice: “Vencido. Más informaciones con Cristo.”

            El creyente no busca más alcanzar la salvación por el esfuerzo de traer a Cristo del cielo o del reino de los muertos (vv. 6-7). Eso ya lo hizo Dios. En vez de esto, el creyente confía en la Palabra de Dios para la cual el Espíritu Santo le abre el entendimiento y que él ha aceptado por fe (v. 8). Y una vez que esta Palabra de Dios se haya arraigado en nuestra mente y corazón, entonces también la boca habla de esto, “porque la boca habla lo que reboza en el corazón” (Mt 12.34 – Kadosh), dijo Jesús. Y si el corazón está tan lleno de fe en Jesús que la boca proclama la soberanía de Jesús sobre su vida, entonces es una señal de que la persona ha sido salva (v. 9). Pablo siempre había enfatizado que la salvación se obtiene únicamente por medio de la fe y no por esfuerzo propio. Sin embargo, hay algunas cosas que el ser humano sí tiene que hacer: a) tiene que creer de todo corazón, y b) tiene que confesar públicamente su fe. Por medio de la fe somos declarados justos por Dios. Y si formulamos nuestras convicciones en palabras, hemos alcanzado la salvación: “…es por creer en tu corazón que eres declarado justo a los ojos de Dios y es por confesarlo con tu boca que eres salvo” (v. 10 – NTV).

            Esto no indica dos posibilidades distintas de ser salvos. Más bien es la fe el prerrequisito para la salvación, y la confesión la consecuencia de la misma. Fe y confesión deben ir mano a mano. Son las dos caras de la misma moneda. Sólo uno de ellos hace incompleta la cosa. El que no confiesa su fe públicamente, siempre la guardará como un secreto. De esta manera, su fe puede ser borrada del mapa por el primer viento contrario. Pero si lo pronuncia, no sólo tiene más testigos de su fe, sino que su propio oído también ha escuchado su confesión de fe, y con esto esta convicción se graba más profundo en su mente. Aparte, ¿de qué me sirve mi fe si no la quiero mostrar públicamente? Sería lo mismo que si alguien “enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón” (Mt 5.15 – BPD).

            ¿Qué es entonces lo que debemos creer y confesar? La fe acepta la resurrección de Jesús como un hecho: “…si crees de todo corazón que Dios lo levantó de la muerte” (v. 9b – PDT). El que está convencido de este hecho, reconoce con esto que Jesús es Dios, porque solo Dios puede vencer la muerte y el pecado. La persona acepta entonces la muerte de Jesús para sí de manera personal; acepta a Jesús como su Salvador. Y el que ha hecho esto, puede aceptar a Jesús también como su Señor y confesarlo delante de la gente: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor…” (v. 9a – RVC). Proclamar el señorío de Cristo es más que decir algunas palabras. Hay un poder espiritual tremendo que se mueve en esta confesión. Es por eso que personas poseídas por demonios no logran pronunciar la frase: “Jesús es mi Señor.”.

            Esa fe en Cristo nunca nos avergonzará (v. 11). Dios cumple su palabra, y el que se atreve a confiar plenamente en él, será sostenido por Dios. Esto no es exclusivo para alguna cultura. Pablo dice que cualquiera que confíe en Dios, sin importar si es judío o gentil, será salvado: “No hay diferencia entre los judíos y los no judíos; pues el mismo Señor es Señor de todos, y da con abundancia a todos los que lo invocan. Porque esto es lo que dice: los que invoquen el nombre del Señor, alcanzarán la salvación” (vv. 12-13 – DHH). En esto radicaba precisamente la confusión de los judíos y la razón por la que no tenían fe. Ellos creían no necesitar de la fe. Estaban convencidos de tener las entradas al cielo en el bolsillo con tan solo ser judío. Creían tener un acceso directo al cielo que solo ellos conocían, y no tener que hacer cola en la entrada oficial. En todo este capítulo Pablo explica que la única manera de llegar a pertenecer al pueblo de Dios es a través de la fe, y que cualquiera que cree en Dios es admitido en el seno de la familia de Dios, sin importar la raza o nacionalidad. Pero para que una persona pueda invocar el nombre de Dios y ser salvo, tienen que suceder primero algunas cosas. Con el método de las preguntas, Pablo llega a describir finalmente cómo es que una persona pueda creer en Jesús (vv. 14-15). Para empezar, tiene que haber alguien que sea enviado con un mensaje. No se dice quién es el que envía, pero se entiende que es Dios. Alguien que es llamado como pastor, por ejemplo, recibe ese llamado en primer lugar de Dios. La iglesia local puede y debe confirmar ese llamado, pero la tarea, el encargo, viene de parte de Dios. Él es el empleador. Y esto se aplica a cualquier otro cargo o don espiritual que se ejerce dentro de la iglesia. El llamado viene en primer lugar de Dios. Con ese llamado, la persona sale al mundo para predicar. Las personas que escuchan la prédica reciben la información necesaria para comprender su situación de perdición. Al escuchar de que Jesús los quiere salvar de ese caos, ellos pueden depositar su confianza en él, invocarlo y experimentar la salvación. La fe se despertó en ellos al escuchar la proclamación de la Palabra de Dios (v. 17). Y el gozo de haber sido portavoz de esta Palabra que ha despertado la fe en otros es indescriptible. Es más, si quieres tener una sesión de pedicure gratis, andá a evangelizar, porque la Biblia dice: “¡Qué hermoooosos son los pies de los mensajeros que traen buenas noticias” (v. 15 – NTV)! Bueno, la verdad que tus pies más bien se van a llenar de polvo al ir a compartir la buena noticia de la salvación con los demás. Esta cita de Isaías 52.7 no es ninguna publicidad para un salón de pedicura, sino expresa la alegría acerca del mensaje recibido: “¡Cuán hermosa es la llegada de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas” (v. 15b – RVC)! La triste realidad, sin embargo, es, que esa chispa de la fe no se enciende en todos, ya que muchos no le dan la más mínima atención a ese mensaje (v. 16). ¿Por qué es eso así? Pablo hace varias preguntas para encontrar una explicación a este comportamiento. ¿Podría radicar la falta de fe de Israel en que ni siquiera escucharon el mensaje de Dios (v. 18)? La respuesta a esta pregunta es: Por supuesto que lo han escuchado, ya que la voz del predicador sonó por todo el país. Pablo combina Salmo 19.5 con la voz de aquellos que habían proclamado el evangelio. Entonces, Israel no se puede excusar alegando no haber escuchado el mensaje. ¿Pero entonces qué? Si escucharon el mensaje, ¿acaso no lo entendieron (v. 19)? Y otra vez Pablo contesta que ese tampoco es el caso. Como evidencia él cita a Moisés quien indicó que Israel fue provocado por un pueblo gentil. Esto significa que Israel entendió muy bien la intensión de Dios. Pero como pueblo elegido se sintieron tan seguros en su posición, que no les interesó la obediencia a Dios. Creían haberlo ganado todo ya y que no tenían nada que perder, pase lo que pase. Pero cuando de repente se dieron cuenta de que estaban siendo desplazados de su lugar por pueblos gentiles, se llenaron de una gran envidia. En su misericordia, Dios les había dado también a los gentiles la oportunidad de pertenecer a su pueblo, y esto sin que ellos lo habían buscado (v. 20). Ni siquiera conocían a ese Dios, pero cuando él les dio la oportunidad de conocerlo y de pertenecer a su pueblo, ellos aprovecharon esta oferta. Pero los judíos ni aun así estuvieron dispuestos a volverse a Dios completamente, a pesar de que Dios les siga, procurando en amor por su corazón: “Todo el día extendí mis manos hacia un pueblo desobediente y rebelde” (v. 21 – NVI). Israel había escuchado la Palabra de Dios y la entendió también, pero no actuaba de acuerdo a la misma. Aquí vale el refrán: “Nadie es más ciego que el que no quiere ver.” No somos responsables por lo que nunca pudimos saber, pero sí por lo que podríamos y deberíamos haber sabido, pero a lo que no prestamos atención. En ese sentido, la situación de los judíos se explica única y exclusivamente por su falta de fe y su rebeldía. Así se cumple literalmente lo que Jesús dijo en la parábola de los obreros en el viñedo: “…los que ahora son los primeros, serán los últimos; y los que ahora son los últimos, serán los primeros” (Mt 20.16 – TLA). En el capítulo 10 Pablo desarrollará minuciosamente este tema.

            El primer paso de la explicación de Pablo acerca del papel de los judíos en el plan de Dios fue que Dios los había elegido por puro afecto y voluntad suya, sin que Israel haya hecho nada a favor o en contra de tal elección. Era netamente iniciativa de Dios.

            El segundo paso consiste en que la puerta de entrada al pueblo de Dios no es la raza ni condición económica ni conocimiento, ni ningún otro logro humano, sino única y exclusivamente la fe, sin importar quién sea el que desarrolla tal fe. Por eso, tú y yo formamos parte del pueblo de Dios si aceptamos por fe que Jesús es el Hijo de Dios, que vino a este mundo para morir por nuestros pecados y quien resucitó, venciendo así la muerte. Esta confesión es la clave de acceso para ser admitido en el reino de Dios. Por esta razón es esto lo que preguntamos a cada uno antes de sumergirlo en las aguas del bautismo. Y si hay alguien aquí o que escucha esta grabación que no ha tomado ese paso, pon ahora mismo toda tu fe y confianza en lo que Jesús hizo por ti, declárale tu fe en voz alta y pídele que te perdone tus pecados y que te admita en su reino. ¡Y él lo hará! Y luego, comparte con otros este mensaje de salvación.


No hay comentarios:

Publicar un comentario