Hoy hay elecciones generales en todo
el país. Hoy elegimos, quién nos gobernará de ahora en adelante. Yo sé que es
muy sorpresivo para la mayoría, ya que no hubo campaña electoral antes. Los
medios poco o nada han podido informar de esto. Es debido a la situación que
atravesamos que se hace urgente elegir ya un gobernante. No se puede postergar
la elección ni se puede hacer campaña previa. Hoy tiene que salir un claro
ganador. Y sólo hay dos candidatos a ser elegidos. Cada uno tiene sus
propuestas y sus maneras de ser. Encontré una breve descripción del perfil de
cada candidato y sus propuestas que les quiero leer ahora. Esta información la
encontré en Gálatas 5.16-26.
F Gl 5.16-26
Aquí se presentan ambos candidatos.
Es imprescindible elegir a uno de los dos como tu gobernante. No existe una
tercera opción. No se puede votar en blanco tampoco. Uno de estos dos te
gobernará por completo. Un candidato es el Espíritu Santo, el otro es la carne
con sus deseos y pasiones desordenadas. Y según lo que Pablo describe aquí,
estos dos candidatos están en total oposición uno al otro (v. 17). Entre ellos
nunca podrán hacer la tan famosa alianza. ¡Es imposible! “El antagonismo es tan irreductible, que les impide hacer lo que
ustedes desearían” (BLPH). Nos gobiernan de tal modo que no tenemos otra
opción que decir: “¡Sí, señor!” a todo lo que nos dicten. Y como les dije, no
se puede votar en blanco, porque eso significaría no decidirse por ninguno de
los dos. Pero ante estos dos candidatos, la imparcialidad o indecisión es
imposible. Sí o sí, uno de los dos te gobernará. Es por eso que Pablo casi se
desespera en su carta a los romanos: “Yo
sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa no existe nada bueno.
Quiero hacer lo que es correcto, pero no puedo. Quiero hacer lo que es bueno,
pero no lo hago. No quiero hacer lo que está mal, pero igual lo hago. … ¡Soy un
pobre desgraciado! ¿Quién me libertará de esta vida dominada por el pecado y la
muerte” (Ro 7.18-19; 24 – NTV)? Ya vemos que es imposible hacer una alianza
entre ambos candidatos, entre el bien y el mal, o de caminar en el medio para
quedar bien con ambos. Muchos cristianos intentan estar con un pie en el reino
del Espíritu, y con el otro en el reino de la carne. Pero no pasa más allá que
ser un mero intento. Al intentar hacerlo, automáticamente la carne, que es
bastante posesiva y dictador, los estira para su lado. Basta con darle aunque
sea el dedo meñique no más para que ya se apodere de toda la persona. Y lo que
aflora de nuestro interior una vez que la carne se apodera de nosotros, no
suena nada bonito: “Es fácil ver lo que
hacen quienes siguen los malos deseos: cometen inmoralidades sexuales, hacen
cosas impuras y viciosas, adoran ídolos y practican la brujería. Mantienen
odios, discordias y celos. Se enojan fácilmente, causan rivalidades, divisiones
y partidismos. Son envidiosos, borrachos, glotones y otras cosas parecidas. Les
advierto a ustedes, como ya antes lo he hecho, que los que así se portan no
tendrán parte en el reino de Dios” (vv. 19-21 – DHH). Como información,
esto ya nos basta y sobra. No entraremos a analizar cada una de estas
manifestaciones, ya que no buscamos reproducirlas en nuestras vidas y, como
dice Pablo, de por sí ya son fáciles de detectar. Además, “…los que son de Cristo Jesús, ya han crucificado la naturaleza del
hombre pecador junto con sus pasiones y malos deseos” (v. 24 – DHH). Así
que, este primer candidato ya está descartado para todo el que se llama hijo de
Dios. Más bien queremos ver qué es lo que nos ofrece el otro candidato. A los
que somos hijos de Dios, él ya nos ha dado nueva vida eterna. “Si ahora vivimos por el Espíritu, dejemos
también que el Espíritu nos guíe” (v. 25 – DHH). ¿Cuál es su propuesta? “…lo que el Espíritu produce [el fruto del
Espíritu – RVC] es amor, alegría,
paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio.
Contra tales cosas no hay ley” (vv. 22-23 – DHH). Esto sí queremos analizar
más a fondo. Empezamos hoy una serie de predicaciones acerca del carácter
cristiano, iniciando con el fruto del Espíritu.
En la naturaleza, todas las plantas
crecen y se desarrollan al tener suficiente lluvia. Lo mismo se espera también
de cada cristiano. En nuestras vidas se desarrolla algo que la Biblia llama “el
fruto del Espíritu”. En el momento de nuestra conversión hemos recibido el
Espíritu Santo. Con él, Dios puso en nosotros la semilla que producirá este
fruto. Si nosotros plantamos un árbol frutal o sembramos verduras, esperamos
poder cosechar de ello. Así Dios espera poder cosechar este fruto de cada uno
de sus hijos.
Pablo enumera aquí 9 conceptos. No
son 9 frutos individuales, sino son resultados de un solo Espíritu que obra en
nosotros. Por eso Pablo no habla de “frutos” en plural, sino de “fruto” en
singular. Es un fruto en sus diversas manifestaciones, un resultado de la obra
del Espíritu Santo. Se podría comparar esto con un racimo de uvas. Es un solo
racimo, pero compuesto por 9 uvas diferentes. O también podríamos compararlo
con una naranja, compuesta por varias rodajas. Es una sola naranja, un solo
fruto, pero compuesto por varias partes. Si alguien de ustedes sigue hablando
de “frutos” en plural, no me voy a oponer, porque son variadas manifestaciones.
Pero el uso del singular tiene una aplicación muy especial: si ese un
fruto está compuesto por los 9 ingredientes mencionados en este texto,
y si el Espíritu Santo produce ese un fruto en nosotros, quiere decir
que cada uno de los 9 componentes debe estar presente en nuestra vida. Nadie
puede decir: “Cuando se repartió la paciencia, yo justo estaba de viaje. Por
eso no me tocó nada. La paciencia y so somos como agua y aceite. No nos
llevamos ni por accidente. Pero sí, la alegría…, parece que me la coseché casi
toda para mí.” No, no es así. Si tenés el Espíritu Santo, tendrás con él
también todos los resultados que él produce. Sí, puede ser que no todas las
“uvas” estén igualmente desarrolladas. Hay en un racimo siempre algunas que
están verdes todavía – ¡pero están ahí! El fruto del Espíritu es el carácter de
Cristo en mí. Y si tengo a Cristo en mi vida, su carácter debe hacerse visible
también en mí.
¿Cómo puede crecer este fruto en mí?
Esto puede suceder solamente si me someto y me consagro a Cristo. Jesús lo
ilustró precisamente con la imagen del racimo de uvas, conectado íntimamente a
la planta: “Permanezcan en mí, y yo
permaneceré en ustedes. Así como ninguna rama puede dar fruto por sí misma,
sino que tiene que permanecer en la vid, así tampoco ustedes pueden dar fruto
si no permanecen en mí” (Jn 15.4 – NVI). Jesús se compara aquí con la vid,
con la planta, y a nosotros con la rama. La rama no tiene que esforzarse al
máximo por producir uvas, porque de balde va a ser su esfuerzo. Simplemente
debe permanecer prendida por la vid. Y al producirse esta conexión, la savia
fluye hacia la rama y la alimenta con todos los nutrientes que necesita para
producir el fruto para el cual fue creado. De la misma manera, sin la comunión
con Cristo no hay ninguna fuente de vida para los cristianos. Sin esa comunión
tampoco no habrá ningún fruto. Por nuestro propio esfuerzo podremos inflar unos
globos, disfrazarlos de uvas y decir: “Mirá, yo también tengo paciencia.” Pero
basta no más que pasa cerca algún hermano espinoso, y ¡PUM!, amóntema tu
“paciencia” gua’u.
Este “permanecer” en Cristo no es
nada pasivo. No permanecemos en él por comodidad o pereza. El término “permanecer”
suena a que baste con atar nuestra hamaca espiritual a Cristo, mientras que nos
podemos dar una siestita de 12 horas. No, más bien requiere toda la atención de
nuestra parte. Si descuidamos nuestro patio por un tiempo, muy pronto estará
cubierto de malezas, hormigas y demás bichos. Si descuidamos nuestra comunión
con Dios, también nuestra vida se llenará de malezas que amenazarán a echar a
perder el fruto del Espíritu que debía crecer ahí. Estas malezas son las
malezas de la superficialidad espiritual, indiferencia a las cosas de Dios y el
pecado.
Estos 9 elementos en este texto son
el producto, el fruto del Espíritu Santo,
no nuestro fruto. No lo producimos nosotros, sino el Espíritu Santo en
nosotros. Sin embargo, no estamos ajenos a su producción. Somos colaboradores
de Dios en la producción de este fruto. Dios nos da el perdón de pecados, nos
reconcilia consigo mismo y nos da el Espíritu Santo, sin el cual no podríamos
llevar una vida según sus principios. Si lo buscamos continuamente, desearemos
vivir una vida en santidad. Desearemos que nuestra vida sea como un jardín
recién arreglado y limpiado. Esto significa arrancar de nuestra vida toda
maleza del pecado que aparezca. Este es el campo fértil, preparado para que
pueda crecer en nosotros el fruto del Espíritu Santo en todo su esplendor.
Estos 9 componentes del fruto del
Espíritu pueden ser agrupados en tres partes: los que tienen que ver con
nuestra relación con Dios son el amor, la alegría (el gozo) y la paz. Los que
tienen que ver con nuestra relación con el prójimo son la paciencia, la
amabilidad y la bondad. Asimismo, la fidelidad, humildad y el dominio propio tienen
que ver con mi relación conmigo mismo.
El amor es el primer y quizás más
importante elemento de esta lista. En el amor están incluidos prácticamente
todos los demás. Si tienes verdadero amor, también serás una persona alegre y
estarás en paz. Podrás tenerle paciencia a los demás, ser amable y bondadoso.
Serás fiel, humilde y tendrás dominio propio. Es por esto que algunos
consideran que el fruto que produce el Espíritu Santo es el amor, y que todos
los demás 8 elementos mencionados aquí sean diferentes expresiones no más de
este amor. Muy bien podría ser de esta manera.
El amor se refiere a que Dios quiere
reproducir su amor en nosotros. Es un amor que se entrega a los demás, sin
importar si los demás responden a este amor o no. ¿Fácil? ¡De ninguna manera!
Todo el mundo habla de amor. Quizás sea la palabra más utilizada en las
canciones. Pero mayormente, los que la usan, no tienen la menor idea de qué
están hablando.
Tener este amor que se entrega por
los demás es imposible sin tener el amor de Dios. Es su amor el que debemos
irradiar hacia los demás. Él es la fuente de ese amor que produce el Espíritu
Santo en nosotros. Cuanto más experimentamos el amor de Dios, más podremos amar
a los demás. La manera cómo tratamos a los demás muestra cuánto hemos experimentado
el amor de Dios.
Muchas veces confundimos amor con
sentimientos. Creemos que cuantas más mariposas revolotean en el estómago, más
amor tenemos. ¡Nada más lejos de la verdad! El amor no tiene nada que ver con
sentimientos, por lo menos no en primer lugar. Si decimos que no podemos amar a
fulano o mengano, generalmente queremos indicar que no sentimos nada. Y aun si
entendemos que es una decisión, igual puede costar mucho, especialmente cuando
hay heridas o rencores de por medio. Con tu propio amor tampoco nunca vas a
poder amar a nadie, peor a una persona que te ha hecho algún daño. Pero puedes
pedirle a Cristo a que él la ame a través de ti: “Señor, no soporto a fulano o
mengano. Si fuera por mí, le desearía cualquier cosa que ni quiero mencionar.
Pero tú me ordenaste a amar a los demás como tú me has amado. Pero mi interior
está demasiado atormentado por los recuerdos dolorosos que me unen a esa
persona. ¿Podrías amarla tú en mí lugar? ¿Podrías amarla a través de mí? Y sana
también mi interior y mis heridas con tu amor y tu perdón.” Si dices esto con
sinceridad, cosas sorprendentes verás suceder.
Quizás el texto más descriptivo de
las expresiones del amor encontramos en 1 Corintios 13. El otro día, en la
reunión de matrimonios, hicimos una dinámica muy interesante. Escribimos el
texto en un papel, pero cada vez que aparecía la palabra “amor”, la
reemplazamos por el nombre del cónyuge. Parecía a veces increíble y hasta casi
una burla, escuchar estas expresiones con su propio nombre, sabiendo que uno
tiene sus graves luchas con muchas de las declaraciones de este texto. Pero lo
tomamos como una declaración de fe, de que algún día seríamos así. Para darles
una idea, aquí los primeros versículos personalizados: “Eliane es paciente y
bondadosa; no es envidiosa ni jactanciosa, no se envanece; Eliane no hace nada
impropio; no es egoísta ni se irrita; no es rencorosa; Eliane no se alegra de
la injusticia, sino que se une a la alegría de la verdad. Eliane todo lo sufre,
todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (según 1 Co 13.4-7 – RVC). ¿Se
parece esto a una descripción de tu persona? Este es el objetivo de Dios para
contigo. Dale la oportunidad de hacer esto en tu vida. Dale el permiso de hacer
en ti lo que tenga que hacer, con tal que se note con el tiempo el resultado de
su presencia en ti. Abona tu tierra diariamente con la comunión con Dios a
través de la oración y la Palabra de Dios, y combate las malezas mediante la
confesión y el pedido de perdón. Así se optimizarán las condiciones para que el
Espíritu Santo pueda hacer surgir su fruto en tu vida.
En las elecciones de hoy, tenés que
elegir quién gobernará tu vida, si tu carne egoísta y caída o el Espíritu Santo
de Dios. ¿Quién te dictará las pautas según las cuales vas a vivir? Tú eliges.
Y todo el país, todo el mundo tiene que elegir. El que no toma conscientemente
la decisión de poner al Espíritu Santo como el gobernador de su vida, está
automáticamente bajo el gobierno de su propia carne. Y ese gobernador es muy
tirano. Más que gobernador es dictador inmisericorde. La decisión está en tus
manos, pero yo te insto a que deposites hoy tu voto a favor del Espíritu Santo,
para que sea la presencia de Dios misma la que gobierne tu vida. Podríamos
tener hoy aquí dos urnas, una para la carne y otra para el Espíritu Santo, y
hacerles pasar para depositar simbólicamente su voto a favor de uno u otro.
Pero no traería mucho, porque probablemente nadie se animaría a depositar
públicamente su voto a favor de la carne. Aparte, las elecciones son secretas.
Pero al salir de este lugar se notará en ti quién te gobierna. Haz que se vea a
Cristo en su vida diaria, en tu manera de relacionarte con tu familia, con tus
compañeros de trabajo o de estudio, y en tu comportamiento en el tráfico. Deja
que el carácter de Cristo se vea en ti. Elije al Espíritu Santo como tu
gobernador. ¡Amén!