Debo confesar que este mensaje de hoy me ha costado enormemente, porque parece que la inspiración trabaja con energía solar, y como hace tanto tiempo no habíamos tenido más sol, no había inspiración. Finalmente le escribí a mi hijo Camilo y le expresé mi aprieto. Le pregunté: “¿Qué crees tú como joven que sería necesario que los jóvenes de Costa Azul sepan?” Y él me dio algunas ideas muy valiosas que me llevaron finalmente a desarrollar lo que quiero compartir hoy con ustedes. Así que, si alguien es bendecido por este mensaje, pueden escribirle a Camilo y agradecerle por su inspiración que me pasó.
Rogelio me dijo la vez pasada que este mes estaría
de alguna manera bajo el tema general de la familia, viéndolo desde los
diferentes puntos de vista. ¿Y cómo se llega a formar parte de una familia? A
través del nacimiento, por supuesto.
Otra situación: el domingo pasado, Álvaro dijo en
su testimonio, que esta iglesia había llegado a ser para él una familia. ¿Y
cómo se llega a ser parte de esta familia? Según las costumbres que manejamos
en esta iglesia es a través de un acto oficial, sea el bautismo o la
transferencia de otras iglesias.
Y existe todavía un tercer tipo de familia. Es la
familia espiritual, o la familia de Dios. ¿Y cómo se llega a formar parte de la
familia de Dios? Aceptando en su vida al Hijo de Dios, Jesús; lo que nosotros
conocemos como “conversión”.
A este tercer tipo de familia me quiero referir
hoy. Recién tuvimos un bautismo en el cual varios de ustedes tuvieron participación
activa. Como este es un paso espiritual muy importante, el enemigo empleará toda
estrategia para impedir este y otros pasos de fe que ustedes quieran tomar. Por
ejemplo, Wilbert mencionó en su testimonio cómo él había llegado a rebelarse
contra Dios, diciéndole en la cara que él no existe, cuando su familia pasó por
experiencias muy difíciles.
En la noche del domingo pasado, el mismo día en que Álvaro fue bautizado, su hermano sufrió un
accidente de tránsito que ocasionó su muerte algunas horas después. Fácilmente él —o cualquiera que viva algo así— podría preguntarle a Dios muy enojado: “¿Es
así cómo me pagas? Yo esforzándome por serte fiel y vos respondiéndome así. ¿Qué clase de Dios eres? Si es
así, yo no quiero saber más de ti.” Y hasta podríamos dudar si el cristianismo
es realmente algo digno que seguir. Ante tantas ofertas religiosas en el mundo,
¿por qué yo debería ser justamente cristiano evangélico? ¿No puedo ser también musulmán, mormón o ateo? Su
dios por lo menos no me va a tratar así.
¿Y qué le vas a decir a un joven que está en
este dilema? ¿Qué respuestas podríamos darle a una persona con esta lucha interna? En mi clamor al Señor
por orientación para esta prédica, de repente me trajo a la mente un versículo,
y yo pensé: ‘¿Y qué tiene que ver este versículo con el tema con el cual
me estaba peleando desde hace rato en mi mente?’ Pero cuando leí el pasaje completo, pude entender algunas
cosas que quiero compartir con ustedes hoy. Quizás no responda a todas las
preguntas que una persona pueda tener en este tipo de situaciones, porque
muchas son más excusas para no creer que preguntas sinceras de una búsqueda de la
verdad. Pero, de todos modos, creo que nos puede ayudar
bastante.
FJn 3.1-21
Encontramos aquí a un sujeto que a toda costa quiere ver a Jesús, pero
no se anima por la presión del grupo, es decir, de sus colegas pastores. ¿Vieron que a veces los pastores
somos cobardes…? Así que, Nicodemo se viste de la oscuridad de la noche y logra llegar
sano y salvo donde Jesús sin que el radar del control pastoral lo detecta. Una vez llegado, ya le
empieza a cepillar a Jesús: “Maestro. Enviado de Dios. Haces cosas extraordinarias que sólo se puede hacer con la
ayuda de Dios” (v. 2). Y si hubiéramos sido Jesús, nos hubiéramos reclinado con profunda satisfacción, absorbiendo
cada palabra: “¡Qué lindo! Continúa. ¿Qué otras cosas tan bonitas puedes decirme?” O si no, lo
hubiéramos cortado en seco: “¡Ya, ya! Ahorrate tus palabras. Andate al
grano de una vez. ¿Qué querés? ¿Para qué viniste a molestarme a esta hora?” Pero Jesús no tuvo ninguna de estas
dos reacciones. Más bien él se iba al grano de lo que él quería: “Tenés que nacer de nuevo, si no, no hay caso.” Nunca sabremos cuál fue
el motivo por el cual Nicodemo fue junto a Jesús: si quería discutir
doctrinas, si tenía una pregunta o simplemente por la curiosidad de querer saber quién era ese
hombre. No llegó a expresar su motivo, porque Jesús con una sola frase le cambió todo el
libreto y lo llevó a lo que a Jesús le interesaba conversar con este teólogo.
Y Nicodemo está ahí: “Eeeh…, ¿perdón?
¿Me perdí de algo? ¿Estábamos hablando de nacimientos?” Pero lo que Jesús le
estaba diciendo es: “Si no estás en condiciones espirituales adecuadas, te vas
a perder todo lo lindo que dices que vine a enseñar. Sólo el que ha nacido de
nuevo puede entender la verdadera profundidad de mis enseñanzas.” ¡Peor todavía! “Jesús, pará
un rato. No logro comprender todavía un detalle. Yo ya soy medio grandecito, y
no creo que mi adorada mamita sobreviviría que yo matungo me meta
de vuelta en su panza para que me dé a luz otra vez. Por favor, no me pidas
eso.” Pero Jesús le tranquiliza que no será necesario sacrificar a su madre, sino
que se trata de un nacimiento espiritual para entrar al reino de un Dios que es
Espíritu. Cada tipo de ser reproduce otro de su misma especie: un ser humano
reproduce a otro ser humano; y un ser espiritual reproduce a otro espíritu.
Esto es algo que supera toda lógica y comprensión humana. Pero Jesús indica que
no es necesario que entendamos exactamente todo el proceso, sino confiar en que sí se está realizando.
Él utiliza el ejemplo del viento (v. 8). El viento es algo invisible, del cual
desconocemos dónde se origina y hasta donde sopla, excepto con la
tecnología moderna que puede detectar y graficar su movimiento, de modo que
podemos “ver” el viento en un mapa especial. Pero con el ojo natural sólo podemos ver los efectos
causados por este poder invisible.
Jesús hace un uso muy intencional de esta palabra,
porque tanto en el griego como en el hebreo, la palabra traducida aquí por
“viento”, significa también “espíritu”. Lo que el Espíritu Santo hace (el nuevo
nacimiento, por ejemplo), también es invisible a los ojos humanos, uno
desconoce su movimiento, pero ve los efectos de este poder divino moviéndose en
una persona. Y cuando notamos esto, nos damos cuenta de la realidad de su existencia. El
que no tiene ojos espirituales como para poder detectar el movimiento del
Espíritu Santo en su propia vida o la de otros, está ciego a su existencia,
como nosotros estamos inhabilitados para ver el viento. Entonces, el que niega
la existencia de Dios, el que duda de Dios, o no puede ver la obra de Dios, o
no la quiere ver, una de las dos
cosas. La obra del Espíritu Santo en la vida de una persona o situación ocurre
como muchos procesos en una computadora: en segundo plano. Uno puede ver de
repente la lucecita del disco duro brillando todo el tiempo y uno sabe que la
computadora está trabajando gravemente, pero uno no tiene idea en qué. Quizás,
mientras que uno está trabajando con un programa de texto, en el fondo se
activó el antivirus programado para realizar automáticamente un chequeo de toda
la máquina cada tanto. Y uno se pregunta en qué estará ocupada la computadora,
por qué está tan lenta, hasta que ve el resultado: un aviso de que la máquina
está libre (o no) de virus. Quizás sentimos que nuestra vida está pesada,
lenta, parece que nada más funciona. Sin embargo, en segundo plano, a
escondidas, el Espíritu Santo está trabajando gravemente para purificarnos y
poner todos los virus espirituales de la vida en cuarentena. Pero como no vemos
nada, empezamos a plaguearnos contra Dios y a acusarlo de
estar ausente de nuestra vida, de no importarle todo lo que nos está
sucediendo, de no hacer nada para evitar las desgracias que nos tocan vivir. Si no estoy en condiciones
espirituales para ver al Espíritu Santo moverse en medio de todas las circunstancias
de mi vida, cometo graves injusticias contra Dios, de las cuales algún día,
cuando sean abiertos mis ojos, me voy a arrepentir profundamente. Si no ves nada, tu
expectativa puede crecer aún más, porque sabes que, a escondidas, Dios está
preparando una enorme sorpresa para vos. Pero puede ser que por tu impaciencia
y tu rencor contra Dios ya estás tan malhumorado que hasta su sorpresa te resultará
desagradable e indeseable.
Nicodemo, un maestro de la Biblia en Israel,
parecía tampoco no poder ver la luz. Jesús había venido para dar testimonio de lo que él
había visto de su Padre, pero los líderes religiosos y muchos judíos no lo
recibían. No estaban en condiciones espirituales como para captar y asimilar lo
que Jesús les decía. El único testigo presencial habido y por haber estaba entre ellos, pero
ellos no aceptaban su testimonio (v. 13).
Es que para tener esa sensibilidad
espiritual necesaria para detectar el movimiento de Dios es tenerlo a él mismo
en nuestra vida. Jesús se compara con la serpiente de Moisés que fue alzada en alto en el desierto.
El que había sido mordido por serpientes que Dios había enviado como castigo
por la rebeldía del pueblo podría salvarse si miraba con fe a esta serpiente.
Así, todos los que fueron mordidos por la serpiente del pecado podrían salvarse
al mirar con fe al Cristo crucificado. En esto consiste el nuevo nacimiento que
abre nuestro espíritu a la realidad espiritual a nuestro alrededor y nos
integra al reino de Dios. El nacimiento físico nos introduce a la vida en esta tierra, mientras que
el nacimiento espiritual nos introduce a la vida eterna, a la vida con Dios,
que trasciende nuestra muerte física en esta tierra. Creer o no creer, ésa es
la cuestión. El creer abre la mente a recursos espirituales inagotables. ¿Existe Dios? ¿Es Dios
real? ¿Es verdadero lo que dice la Biblia? Mientras que no hayas experimentado el nuevo nacimiento, mientras que no hayas
creído, todo esto será teoría para ti. Puedes creerlo por un impulso emocional del
momento, pero dudar de ello y desecharlo todo en el próximo instante. Pero el
que lo ha experimentado en carne propia, nunca más dudará de ello. Quizás no lo
pueda explicar racionalmente, pero bien en lo profundo sabe que es verdad.
¿Saben por qué? Por lo que escribe Pablo a los romanos: “El Espíritu de
Dios se une a nuestro espíritu, y nos asegura que somos hijos de Dios” (Ro 8.16 – TLA). “Así Dios les
dará su paz, esa paz que la gente de este mundo no alcanza a comprender, pero
que protege el corazón y el entendimiento de los que ya son de Cristo” (Flp 4.7 – TLA).
Mucha gente tiene un concepto de Dios que está
vigilándonos todo el tiempo para ver si le fallamos alguna vez para darnos una
buena paliza, tipo la canción que quizás algunos han cantado alguna vez: “Cuida
tus ojos, cuida tus ojos lo que ven, pues el Padre celestial te vigila con
afán. Cuida tus ojos, cuida tus ojos lo que ven.” ¡Falso de toda falsedad!
¿Hubiera Cristo estado dispuesto a sufrir lo terrible que sufrió en la cruz
sólo para castigarnos? ¿Por qué querría castigarnos él si nosotros mismos ya nos habíamos
encargado de hacerlo? Nuestra condenación eterna como fruto del pecado era castigo más
que suficiente que nosotros nos habíamos impuesto a nosotros mismos. Sí Jesús tenía que hacer
algo, era para salvarnos, no para castigarnos. Él dijo que el que no creía
en él ya había sido condenado (v. 18). Es decir, si no hacemos nada respecto a
nuestra condición delante de Dios, estamos bajo la condenación del pecado que
gobierna nuestra vida. Pero “el que cree en el Hijo no será condenado” (v. 18 – BLPH). Creer o no creer, ésa es
la cuestión. Dios hizo todo lo imposible para salvarnos de ese castigo. ¡Tanto amó Dios
al mundo para que entregara a su único Hijo para que él fuera castigado, y no
nosotros (v. 16)! “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo,
sino para salvarlo por medio de él” (v. 17). ¿Podemos
culparle entonces a Dios del desastre que hay en el mundo o en nuestra propia
vida? Él había hecho todo perfecto. Si el mundo se viene abajo es única y exclusivamente
culpa del ser humano. “Sí, pero no es justo que una persona amada que no ha
hecho nada se nos muera bajo las manos.” No, no es justo. La vida y este mundo
no son justos. Es parte del pecado del ser humano. Pero como para todo lo malo necesitamos un chivo
expiatorio (¡excepto nosotros mismos, claro!), le echamos la culpa a Dios. Pero, ¿sabes qué? Por
más que le culpes a Dios, por más que dudes de él, por más que le digas en la
cara que él no existe, ¡Dios sigue siendo Dios! Tus dudas y acusaciones no le
quitan nada en absoluto a Dios. Es tú decisión si lo reconoces como Dios, como
Soberano, como Señor y Salvador de tu vida o no. Con o sin tu
“aprobación”, Dios sigue siendo el Todopoderoso, Rey de reyes y Señor de señores ante quien toda rodilla se doblará
en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra (Flp 2.10) – ¡también la tuya! Así que, mucho mejor es
que tu vista se abra a la realidad espiritual. Es necesario haber nacido espiritualmente y vivir
en esa novedad de vida. De otro modo todo lo veremos negro, y viviremos sin
esperanza, amargados contra todo y todos. ¿Acaso es la voluntad de Dios que vivas esa vida
miserable? Fíjense lo que dijo Jesús mismo: “…el ladrón … se dedica a
robar, matar y destruir. Yo he venido para que todos ustedes tengan vida, y
para que la vivan plenamente” (Jn 10.10 – TLA). Dios
quiere que disfrutes la vida con él al máximo, en plena libertad y comunión con
él. Fuera de su presencia, sólo hay vacío, tristeza, amargura, tinieblas,
condenación. En tus manos está elegir qué tipo de vida quieres. Probablemente ya hayas
aceptado a Cristo como el Salvador de tu vida, pero te falta creerle, confiar
en él, en las diferentes circunstancias de la vida. Quizás las distracciones
del mundo o la decepción de lo que te tocó vivir nubló tu vista espiritual y no
estás más capacitado para ver la realidad espiritual. Deja que Cristo te limpie
tu vista esta noche. Jesús aconsejó a la iglesia de Laodicea: “…te aconsejo
que de mí compres … colirio para que te lo pongas en los ojos y recobres la
vista” (Ap 3.18 – NVI). Concluyo con las palabras de Moisés: “…Yo te estoy
dando a elegir entre la vida y la muerte, entre la bendición y la maldición.
Elige la vida para que tú y tus descendientes puedan vivir, amando al Señor
tu Dios, obedeciéndolo y estando cerca de él, porque al hacer esto tendrás vida
y permanecerás por mucho tiempo sobre la tierra que el Señor prometió darles…” (Dt 30.19-20 – PDT).