martes, 15 de abril de 2025

Salvos por fe


 




            En el pasaje anterior, Pablo había demostrado con mucho cuidado y basándose sobre muchos textos bíblicos cómo Dios llegó a elegir a Israel como su pueblo, según su libre voluntad y su misericordia. Dios había bendecido a este pueblo con muchos privilegios. Pero Pablo también indicó que Israel no había vivido conforme a estas bendiciones de Dios. En el presente pasaje él critica fuertemente la falta de fe con la que Israel había reaccionado a la elección divina. Él desarrolla este tema de la fe, explicando la razón por la cual la falta de fe de Israel es tan grave para este pueblo.

 

            F Ro 9.30-10.21

 

            Pablo empieza este pasaje indicando que Dios había agregado a su pueblo gente de todas las naciones de la tierra (v. 30). Y lo sorprendente es —contrario a lo que uno se podría imaginar— que esto a nadie le costó el ojo para ingresar al pueblo de Dios. Hoy, para llegar a ser parte de la ciudadanía de un país aparte del suyo en que nació es bastante complicado. Pero estas personas no se habían esforzado en absoluto por pertenecer a este pueblo, no habían tenido que cumplir requisitos casi imposibles de lograr, sino Dios los recibió simplemente porque creían en él. Los judíos, en cambio, se habían esforzado toda la vida tratando de cumplir los mandamientos de Dios (v. 31). Es más, se habían impuesto leyes adicionales para asegurar de no fallarle a ninguno. Sin embargo, con todo esto igual ellos habían errado el blanco, porque querían alcanzar su objetivo basados en sus propios logros (v. 32) y no en la fe: “…los israelitas trataron de salvarse haciendo buenas obras, como si eso fuera posible, y no confiando en Dios. Por eso, dieron contra la gran piedra de tropiezo” (9.32 – NBD). En cambio, a Jesús, la verdadera base de la fe cristiana, ellos habían dejado a un lado (v. 33). Por más que él se haya puesto en su camino y ellos tropezaron con él como si fuese una piedra, los judíos lograron esquivarle otra vez. “Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1.11 – NVI). No lo recibieron porque querían llegar a Dios sin él. Jesús más bien los estorbaba en su intento de complacer a Dios. Pero lo que Dios busca es fe, no obras. El que ha aceptado a Jesús por fe podrá producir también las obras correspondientes. Pero no va a poder encontrarle a Dios por las obras, sin la fe. Santiago escribió: “…tú no puedes demostrarme que tienes fe si no haces nada. En cambio, yo te demuestro mi fe con las buenas obras que hago” (Stg 2.18 – PDT). La fe es algo netamente subjetivo, invisible para el ser humano. Las obras expresan y ponen en evidencia la fe que hay en la persona. “…por sus frutos los conocerán” (Mt 7.20 – NVI) dijo Jesús. Como los frutos revelan qué tipo de árbol es, así las obras revelan qué clase de fe tiene la persona, o si tiene fe o no la tiene.

            Esta ceguera espiritual es lo que tanto le cuesta aceptar a Pablo. Nuevamente él expresa su anhelo ferviente de que su pueblo pueda ser salvado (v. 10.1). Él lo describe como un pueblo enceguecido, con “un celo mal entendido” (v. 2 – BPD). Son personas muy fervorosas por Dios, “pero es un fervor mal encauzado” (NTV). Se esfuerzan por agradar a Dios, pero de manera equivocada. Una versión incluso dice “que son fanáticos del servicio de Dios” (BLA). Podríamos compararlos con los seguidores de alguna secta que también se sacrifican hasta lo último, pero por una mentira. Creen tener la verdad, pero a la luz de la Biblia es un tremendo engaño de Satanás lo que ellos profesan. Alguien lo describió una vez en estas palabras: “Son muy sinceros, pero están sinceramente equivocados.” La falta de conocimiento de los israelitas consistió en querer llegar a Dios por vía equivocada. Pablo dice: “…no entienden la forma en que Dios hace justas a las personas con él. Se niegan a aceptar el modo de Dios y, en cambio, se aferran a su propio modo de hacerse justos ante él tratando de cumplir la ley” (v. 3 – NTV). Ya a través del profeta Oseas, siglos antes, Dios había dicho: “Mi pueblo es destruido por falta de conocimiento” (Os 4.6 – LBLA). La Traducción en Lenguaje Actual dice: “Mi pueblo no ha querido reconocerme como su Dios, y por eso se está muriendo” (TLA). En vez de confiar en la obra redentora de Jesús, los judíos querían obtener la justificación por medio del cumplimiento de la ley. Con esto se parecen a tantas otras personas de hoy en día que quieren sumar puntos por llevar una “vida aceptable” para poder presentarse ante Dios. Esta actitud surgió de una mala interpretación de la ley de Moisés. Las instrucciones en el Antiguo Testamento tenían como objetivo mostrar de qué manera el ser humano se debía presentar delante de Dios: de manera santa y limpia. A primera vista, el libro de Levítico puede parecer extremadamente aburrido. Pero cuando uno se sumerge más en el contenido llega a reconocer la absoluta santidad de Dios, y la necesidad del ser humano de ser santo para presentarse ante Dios: “…ustedes deben ser santos como yo soy santo” (Lv 11.45 – PDT). Como él es absolutamente santo, todo el que quiera permanecer delante de él debe ser también así de absolutamente santo. Pero, ahí radica justamente el problema: es imposible ser santo como Dios. El que quisiera ser justificado por medio de la observancia de la ley tendría que cumplir absolutamente toda la ley (v. 5). Los judíos no habían entendido todavía que esto es imposible para el ser humano. Todavía creían como el siervo en la parábola de Jesús, que, con un poco de paciencia de parte del rey, él podría llegar a pagar la suma monstruosa que le debía – algo totalmente imposible. Era por eso que había venido Jesús para hacer precisamente esto. Él mismo declaró no haber venido para anular la ley sino más bien a cumplirla (Mt 5.17). En Cristo, la ley y sus exigencias se cumplieron. La santidad que demandaba la ley pero que no podía producir, la podemos alcanzar al aceptar el perdón de Dios y dejarnos limpiar de toda maldad: “Cristo ya cumplió el propósito por el cual se entregó la ley. Como resultado, a todos los que creen en él se les declara justos a los ojos de Dios” (v. 4 – NTV). Llegamos a Dios a través de Cristo que nos abrió camino en medio de la ley. La ley es ahora para nosotros como un libro cerrado, en cuya tapa dice: “Vencido. Más informaciones con Cristo.”

            El creyente no busca más alcanzar la salvación por el esfuerzo de traer a Cristo del cielo o del reino de los muertos (vv. 6-7). Eso ya lo hizo Dios. En vez de esto, el creyente confía en la Palabra de Dios para la cual el Espíritu Santo le abre el entendimiento y que él ha aceptado por fe (v. 8). Y una vez que esta Palabra de Dios se haya arraigado en nuestra mente y corazón, entonces también la boca habla de esto, “porque la boca habla lo que reboza en el corazón” (Mt 12.34 – Kadosh), dijo Jesús. Y si el corazón está tan lleno de fe en Jesús que la boca proclama la soberanía de Jesús sobre su vida, entonces es una señal de que la persona ha sido salva (v. 9). Pablo siempre había enfatizado que la salvación se obtiene únicamente por medio de la fe y no por esfuerzo propio. Sin embargo, hay algunas cosas que el ser humano sí tiene que hacer: a) tiene que creer de todo corazón, y b) tiene que confesar públicamente su fe. Por medio de la fe somos declarados justos por Dios. Y si formulamos nuestras convicciones en palabras, hemos alcanzado la salvación: “…es por creer en tu corazón que eres declarado justo a los ojos de Dios y es por confesarlo con tu boca que eres salvo” (v. 10 – NTV).

            Esto no indica dos posibilidades distintas de ser salvos. Más bien es la fe el prerrequisito para la salvación, y la confesión la consecuencia de la misma. Fe y confesión deben ir mano a mano. Son las dos caras de la misma moneda. Sólo uno de ellos hace incompleta la cosa. El que no confiesa su fe públicamente, siempre la guardará como un secreto. De esta manera, su fe puede ser borrada del mapa por el primer viento contrario. Pero si lo pronuncia, no sólo tiene más testigos de su fe, sino que su propio oído también ha escuchado su confesión de fe, y con esto esta convicción se graba más profundo en su mente. Aparte, ¿de qué me sirve mi fe si no la quiero mostrar públicamente? Sería lo mismo que si alguien “enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón” (Mt 5.15 – BPD).

            ¿Qué es entonces lo que debemos creer y confesar? La fe acepta la resurrección de Jesús como un hecho: “…si crees de todo corazón que Dios lo levantó de la muerte” (v. 9b – PDT). El que está convencido de este hecho, reconoce con esto que Jesús es Dios, porque solo Dios puede vencer la muerte y el pecado. La persona acepta entonces la muerte de Jesús para sí de manera personal; acepta a Jesús como su Salvador. Y el que ha hecho esto, puede aceptar a Jesús también como su Señor y confesarlo delante de la gente: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor…” (v. 9a – RVC). Proclamar el señorío de Cristo es más que decir algunas palabras. Hay un poder espiritual tremendo que se mueve en esta confesión. Es por eso que personas poseídas por demonios no logran pronunciar la frase: “Jesús es mi Señor.”.

            Esa fe en Cristo nunca nos avergonzará (v. 11). Dios cumple su palabra, y el que se atreve a confiar plenamente en él, será sostenido por Dios. Esto no es exclusivo para alguna cultura. Pablo dice que cualquiera que confíe en Dios, sin importar si es judío o gentil, será salvado: “No hay diferencia entre los judíos y los no judíos; pues el mismo Señor es Señor de todos, y da con abundancia a todos los que lo invocan. Porque esto es lo que dice: los que invoquen el nombre del Señor, alcanzarán la salvación” (vv. 12-13 – DHH). En esto radicaba precisamente la confusión de los judíos y la razón por la que no tenían fe. Ellos creían no necesitar de la fe. Estaban convencidos de tener las entradas al cielo en el bolsillo con tan solo ser judío. Creían tener un acceso directo al cielo que solo ellos conocían, y no tener que hacer cola en la entrada oficial. En todo este capítulo Pablo explica que la única manera de llegar a pertenecer al pueblo de Dios es a través de la fe, y que cualquiera que cree en Dios es admitido en el seno de la familia de Dios, sin importar la raza o nacionalidad. Pero para que una persona pueda invocar el nombre de Dios y ser salvo, tienen que suceder primero algunas cosas. Con el método de las preguntas, Pablo llega a describir finalmente cómo es que una persona pueda creer en Jesús (vv. 14-15). Para empezar, tiene que haber alguien que sea enviado con un mensaje. No se dice quién es el que envía, pero se entiende que es Dios. Alguien que es llamado como pastor, por ejemplo, recibe ese llamado en primer lugar de Dios. La iglesia local puede y debe confirmar ese llamado, pero la tarea, el encargo, viene de parte de Dios. Él es el empleador. Y esto se aplica a cualquier otro cargo o don espiritual que se ejerce dentro de la iglesia. El llamado viene en primer lugar de Dios. Con ese llamado, la persona sale al mundo para predicar. Las personas que escuchan la prédica reciben la información necesaria para comprender su situación de perdición. Al escuchar de que Jesús los quiere salvar de ese caos, ellos pueden depositar su confianza en él, invocarlo y experimentar la salvación. La fe se despertó en ellos al escuchar la proclamación de la Palabra de Dios (v. 17). Y el gozo de haber sido portavoz de esta Palabra que ha despertado la fe en otros es indescriptible. Es más, si quieres tener una sesión de pedicure gratis, andá a evangelizar, porque la Biblia dice: “¡Qué hermoooosos son los pies de los mensajeros que traen buenas noticias” (v. 15 – NTV)! Bueno, la verdad que tus pies más bien se van a llenar de polvo al ir a compartir la buena noticia de la salvación con los demás. Esta cita de Isaías 52.7 no es ninguna publicidad para un salón de pedicura, sino expresa la alegría acerca del mensaje recibido: “¡Cuán hermosa es la llegada de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas” (v. 15b – RVC)! La triste realidad, sin embargo, es, que esa chispa de la fe no se enciende en todos, ya que muchos no le dan la más mínima atención a ese mensaje (v. 16). ¿Por qué es eso así? Pablo hace varias preguntas para encontrar una explicación a este comportamiento. ¿Podría radicar la falta de fe de Israel en que ni siquiera escucharon el mensaje de Dios (v. 18)? La respuesta a esta pregunta es: Por supuesto que lo han escuchado, ya que la voz del predicador sonó por todo el país. Pablo combina Salmo 19.5 con la voz de aquellos que habían proclamado el evangelio. Entonces, Israel no se puede excusar alegando no haber escuchado el mensaje. ¿Pero entonces qué? Si escucharon el mensaje, ¿acaso no lo entendieron (v. 19)? Y otra vez Pablo contesta que ese tampoco es el caso. Como evidencia él cita a Moisés quien indicó que Israel fue provocado por un pueblo gentil. Esto significa que Israel entendió muy bien la intensión de Dios. Pero como pueblo elegido se sintieron tan seguros en su posición, que no les interesó la obediencia a Dios. Creían haberlo ganado todo ya y que no tenían nada que perder, pase lo que pase. Pero cuando de repente se dieron cuenta de que estaban siendo desplazados de su lugar por pueblos gentiles, se llenaron de una gran envidia. En su misericordia, Dios les había dado también a los gentiles la oportunidad de pertenecer a su pueblo, y esto sin que ellos lo habían buscado (v. 20). Ni siquiera conocían a ese Dios, pero cuando él les dio la oportunidad de conocerlo y de pertenecer a su pueblo, ellos aprovecharon esta oferta. Pero los judíos ni aun así estuvieron dispuestos a volverse a Dios completamente, a pesar de que Dios les siga, procurando en amor por su corazón: “Todo el día extendí mis manos hacia un pueblo desobediente y rebelde” (v. 21 – NVI). Israel había escuchado la Palabra de Dios y la entendió también, pero no actuaba de acuerdo a la misma. Aquí vale el refrán: “Nadie es más ciego que el que no quiere ver.” No somos responsables por lo que nunca pudimos saber, pero sí por lo que podríamos y deberíamos haber sabido, pero a lo que no prestamos atención. En ese sentido, la situación de los judíos se explica única y exclusivamente por su falta de fe y su rebeldía. Así se cumple literalmente lo que Jesús dijo en la parábola de los obreros en el viñedo: “…los que ahora son los primeros, serán los últimos; y los que ahora son los últimos, serán los primeros” (Mt 20.16 – TLA). En el capítulo 10 Pablo desarrollará minuciosamente este tema.

            El primer paso de la explicación de Pablo acerca del papel de los judíos en el plan de Dios fue que Dios los había elegido por puro afecto y voluntad suya, sin que Israel haya hecho nada a favor o en contra de tal elección. Era netamente iniciativa de Dios.

            El segundo paso consiste en que la puerta de entrada al pueblo de Dios no es la raza ni condición económica ni conocimiento, ni ningún otro logro humano, sino única y exclusivamente la fe, sin importar quién sea el que desarrolla tal fe. Por eso, tú y yo formamos parte del pueblo de Dios si aceptamos por fe que Jesús es el Hijo de Dios, que vino a este mundo para morir por nuestros pecados y quien resucitó, venciendo así la muerte. Esta confesión es la clave de acceso para ser admitido en el reino de Dios. Por esta razón es esto lo que preguntamos a cada uno antes de sumergirlo en las aguas del bautismo. Y si hay alguien aquí o que escucha esta grabación que no ha tomado ese paso, pon ahora mismo toda tu fe y confianza en lo que Jesús hizo por ti, declárale tu fe en voz alta y pídele que te perdone tus pecados y que te admita en su reino. ¡Y él lo hará! Y luego, comparte con otros este mensaje de salvación.


lunes, 7 de abril de 2025

La elección soberana de Israel

 






            El martes pasado se desató aquí en nuestro estudio bíblico un diálogo sumamente interesante alrededor del pasaje de Ezequiel que estamos estudiando ahora. Y entre eso también acerca de la situación actual de Israel dentro de la historia de Dios para con la humanidad. Siempre se dice que, en el Antiguo Testamento, el pueblo de Dios eran los judíos, y en el Nuevo Testamento, lo es la iglesia. Pero, ¿qué de los judíos? ¿Siguen ellos siendo parte del plan de Dios? ¿O será que Dios ya ha desechado por completo a los judíos? ¿Cuál es la situación de este pueblo? Pablo explica esto muy detalladamente en tres capítulos de su carta a los romanos. El domingo pasado, el hno. Alberto terminó la serie de prédicas acerca del Sermón del Monto. Y luego me gustaría hacer un recorrido por los Salmos. Pero entre medio de esto me gustaría estudiar con ustedes estos tres capítulos de Romanos, porque este asunto tiene que ver con nosotros mucho más de lo que quizás sospechamos. Para entender un poco todo el contexto de la enseñanza de Pablo vamos a leer íntegramente el texto de hoy.

 

            FRo 9.1-29

 

            Pablo ya había hablado bastante extensamente en los capítulos 3 y 4 esta carta acerca de los judíos en tiempos del Nuevo Testamento. Ahora él vuelve a este tema y le dedica tres capítulos exclusivamente a este asunto. Con mucha paciencia y a la luz de numerosos pasajes bíblicos, él explica en este texto las intenciones de Dios con Israel ahora que Jesús haya posibilitado la salvación para toda la humanidad. En este capítulo Pablo describe de qué manera Dios eligió a Israel como su pueblo, y cómo Israel reaccionó a esto.

            Pablo asegura solemnemente decir la verdad (y sólo la verdad y nada más que la verdad – v. 1). Casi se parece a un juramento oficial. Nadie debe poder acusarlo de expresar cualquier idea por puro impulso emocional, sin haberla analizado detenidamente. Después de esta declaración, él les abre su corazón a sus lectores. Él está lleno de dolor y muy preocupado al pensar en su pueblo, los judíos (vv. 2-3). Son su propia carne y sangre. Él se siente tan íntimamente unido a sus hermanos que preferiría ser condenado eternamente por Dios, si es que con esto él pudiera salvar a sus paisanos (v. 3). La palabra que él utiliza aquí es una palabra muy dura, porque pone algo bajo la maldición de Dios y lo condena a la total destrucción. Y él se declara dispuesto a cargar con una situación así, si con esto se salvara su pueblo. Es que nadie ha sido tan bendecido y preferido por Dios como los judíos (vv. 4-5). Pablo menciona aquí varias cosas que Dios le ha dado a su pueblo: su elección como sus hijos; la manifestación de su gloria; el establecimiento de un pacto con ellos; el privilegio de tener toda la ley de Dios; la posibilidad de adorarlo a Dios en sus cultos; promesas especiales de parte de Dios; los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob entre su ascendencia; Jesucristo mismo, el Dios eterno, que era judío según naturaleza humana. Es decir, los judíos tenían frente a todos los demás pueblos todos los privilegios habidos y por haber. Pero ellos consideraron estos privilegios como un derecho con el cual podían creerse algo (comp. Ro 2.17-29); Pablo, en cambio, los veía como una responsabilidad. Los judíos se confiaban en ser descendientes de Abraham y que como tales eran prácticamente dueños de todas las bendiciones y promesas de Dios. Cuando Jesús enseñó que la íntima comunión con él y la obediencia a sus palabras traería completa libertad, los judíos no entendieron de qué él estaba hablando: “Nosotros somos descendientes de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Qué quieres decir con eso de que seremos libres? … ¡Nuestro padre es Abraham” (Jn 8.33, 39)! O sea, con tal de tener el carnet de socio del club Abraham, ya tenían acceso a todos los beneficios que ofrecía el dueño del club – creían ellos.

            Pero esto se volvió ahora un problema. Pablo suele “dialogar” en esta carta con un interlocutor imaginario que cada tanto lo interrumpe con sus contrargumentos, dudas u objeciones. Este interlocutor llega a ser una especie de portavoz de los judíos. Pablo pone en su “boca” los argumentos que expresarían sus lectores, si estuvieran presentes ante él. Y este portavoz podría decir ahora que no entiende por qué, ante esa realidad de los privilegios para los descendientes de Abraham, las condiciones en que está ahora el pueblo no coincide con estos privilegios prometidos. ¿O será que Dios se haya excedido un poco, dando promesas al pueblo que él ahora no podía cumplir? Pero Pablo le asegura que esta no es la situación. Con muchos argumentos y textos del Antiguo Testamento, Pablo empieza paso a paso a demostrar que el ser descendiente de Abraham no es la clave del asunto y no otorga bendiciones automáticamente porque sí. Él repite lo que ya había dicho anteriormente que no todos los judíos son israelitas: “…no todos los descendientes de Israel son verdadero pueblo de Israel. No todos los descendientes de Abraham son verdaderamente sus hijos” (vv. 6-7 – DHH). Ya en el capítulo 2 Pablo había explicado que no se pertenece al pueblo de Dios sólo por señales externos del cuerpo, sino por un cambio de corazón: “El verdadero judío lo es en su interior, y la circuncisión no es la literal sino la espiritual, la del corazón. El que es judío de esta manera es aprobado, no por los hombres, sino por Dios” (Ro 2.29 – RVC). O sea, la falla no está en Dios ni en sus promesas, sino en los judíos que no querían pertenecer al pueblo de Dios espiritual. No se valieron de todas sus ventajas para darle honra a Dios y para ser una luz ante los gentiles. Pablo enfatiza esto con que tampoco todos los descendientes de Abraham son israelitas (v. 7). La promesa de Dios de convertir a los descendientes de Abraham en un pueblo grande era sólo para los descendientes de Isaac, y no para sus otros hijos, con Ismael como el más prominente. Pero nadie podrá acusarle a Dios de injusto, ya que sus promesas él las dio claramente a Isaac, y no a todos los demás hijos eventuales de Abraham (vv. 8-9).

            Esta libre elección de Dios se hace más claro aún en el caso de los hijos de Isaac. Ni siquiera a todos ellos se cuenta como perteneciente al pueblo de Dios. En el caso de los hijos de Abraham, Dios eligió entre el hijo de la esposa de Abraham y el hijo que tuvo Abraham con una sirviente extranjera. En el caso de los hijos de Isaac Dios tuvo que elegir entre los hijos de un hombre y una mujer, que encima todavía eran mellizos (v. 10). Es decir, parentesco más cercano no podía haber entre dos personas. Aun así, sólo uno de ellos fue elegido, en este caso, Jacob (vv. 11-13). Pero Pablo deja en claro que esta elección no fue influida de ningún modo por los seres humanos. Esta decisión la tomó Dios aún antes del nacimiento de Jacob y Esaú, es decir antes de que ellos pudieran mostrar algo por lo cual deberían ser premiados o castigados (v. 11). Con esto Dios pone en evidencia que pertenecer a su pueblo no tiene nada que ver con méritos propios. No se llega a formar parte de este pueblo por haber cumplido satisfactoriamente todos los requisitos de admisión. Ni tampoco por accidente, por casualmente haber nacido en una familia judía. Más bien, ser elegido como miembro del pueblo de Dios depende única y exclusivamente de la voluntad y el plan de Dios, por pura misericordia: “Con esto Dios demostró que él elige a quien él quiere, de acuerdo con su plan. Así que la elección de Dios no depende de lo que hagamos” (vv. 11-12 – TLA).

            Esta decisión libre expresa la soberanía de Dios. Él está por encima de todo y lo sabe todo. Y basado sobre esa omnisciencia él desarrolla un plan especial para cada ser humano. Esto no tiene nada que ver con terquedad o injusticia (v. 14), sino con su gracia y misericordia (vv. 15-16). La pregunta no es por qué Dios rechazó a Ismael y a Esaú, sino por qué eligió a Isaac y Jacob. Rechazar a alguien presupone la idea de que todos deberían estar en la presencia de Dios, pero que él, por capricho, rechaza a algunos. Pero la verdad es todo lo contrario. Por naturaleza nadie podría estar en su presencia. Todo ser humano merece el juicio y el castigo. Si Dios entonces no castiga a alguien como lo hubiera merecido, sino más bien lo perdona inmerecidamente, entonces es su decisión libre y misericordiosa: “…la elección no depende del deseo ni del esfuerzo humano sino de la misericordia de Dios” (v. 16 – NVI).

            Pablo toma ahora como ejemplo al faraón (v. 17). Él se creía mucho con su poder, de modo que desafió incluso al Dios de Israel. Él no se dio cuenta que Dios le había dado ese poder como medio para un fin. Dios quería mostrarle a todo el mundo y de una vez por todas que ni siquiera el gobernante más poderoso del mundo podía permanecer contra él. Y la victoria sobre el faraón fue tan dramático que su nombre sigue siendo sinónimo de derrota hasta hoy en día. Por eso repite Pablo que Dios tiene la elección absolutamente libre de tratar a las personas como él lo ha previsto (v. 18). Quizás nos cueste entender que Dios pueda endurecer el corazón de alguien a propósito. Pero esto siempre se basa sobre la decisión propia de esa persona. El faraón endureció una y otra vez su propio corazón, oponiéndose a la voluntad de Dios. Recién a partir de la sexta plaga leemos que fue Dios quien endureció su corazón (Éx 9.12), siguiendo la decisión que ya había tomado el faraón respecto a Dios. Este proceder de Dios fue su juicio del pecado del hombre y su respuesta a la rebelión consciente contra Dios.

            No podemos decir entonces que estamos indefensos y expuestos al destino de las decisiones divinas. No podemos desligarnos de nuestra propia responsabilidad y acusarle a Dios por su dureza de corazón, como si nadie pudiera resistir su voluntad (v. 19): “Si él ha decidido que yo soy terco, ¿qué puedo hacer contra eso? Me tengo que sujetar a lo que él ha predeterminado.” Bueno, yo por lo menos no lo he experimentado a Dios como buscando con todos los medios alejarme de él. Más bien él procura una y otra vez por mí, dándome toques de su presencia que buscan ablandar mi corazón y hacerme regresar a él. Pablo le contesta a su interlocutor que había argumentado de esa manera: “¡Despacio! ¿Acaso te atreverás a cuestionar el proceder de Dios? ¡Cuidadito con lo que dices!” (v. 20). Pablo usa como apoyo la imagen de un recipiente de barro que jamás exigirá cuentas al alfarero por la forma que le está dando. Es la decisión absolutamente libre del alfarero qué es lo que quiere hacer de su pedazo de barro: “Cuando un alfarero hace vasijas de barro, ¿no tiene derecho a usar del mismo trozo de barro para hacer una vasija de adorno y otra para arrojar basura” (v. 21 – NTV)? Este era precisamente el mensaje que Dios le quería dar al profeta Jeremías cuando lo mandó a la casa del alfarero: “¿Acaso no puedo hacer yo con ustedes, israelitas, lo mismo que este alfarero hace con el barro? Ustedes son en mis manos como el barro en las manos del alfarero” (Jer 18.6). Entonces, en vez de acusar a Dios de injusto y exigirle cuentas de su actuar, deberíamos agradecerle más bien por su gracia y haber hecho algo útil del pedazo de barro que éramos. Y también es su gracia haber tolerado por tanto tiempo los “objetos malogrados”, incluso “…soportó con mucha paciencia a los que eran objeto de su castigo y estaban destinados a la destrucción” (v. 22 – NVI). Él procuró por ellos y trató de motivarlos a que vuelvan a él, a pesar de su rebelión hacia él. ¡Eso es gracia! Y así es únicamente gracia y misericordia si él quiere mostrar su gloria en las otras personas (“los vasos de misericordia” – v. 23 – RVC). Él mismo los preparó para este fin. De los demás, “los vasos de ira” (v. 22 – RVC) no dice quién los preparó, sino solamente “que estaban preparados para destrucción” (RVC). Estas personas se prepararon a sí mismos por medio de su permanencia terca y obstinada en el pecado. Entre los “vasos” que Dios preparó como sus herederos, se encuentran personas de cualquier procedencia, sean judíos o no: “…no le importó que fuéramos judíos o no lo fuéramos” (v. 24 – TLA). Para hacer creíble esto también para los judíos, Pablo cita a textos de las Sagradas Escrituras. Ya el profeta Oseas había anunciado que Dios contaría como parte de su pueblo a aquellos, que hasta entonces nunca lo habían sido (vv. 25-26). Que los judíos no pertenezcan automáticamente a este nuevo pueblo de Dios sólo por ser judíos ya lo había anunciado Isaías: “El pueblo de Israel es tan numeroso como los granos de arena de la playa, pero sólo unos pocos de ellos se salvarán” (v. 27 – PDT). Más bien es por gracia y misericordia de Dios que por lo menos algunos judíos pertenezcan a este nuevo pueblo de Dios (v. 29). Así nadie puede creerse algo. En el pueblo de Dios no hay categorías. Nadie es mejor que el otro ni merece un mejor lugar que los demás. Todos por igual son frutos de la misericordia de Dios. Esto nos debe ayudar a permanecer humildes y no parar de agradecer y alabar a Dios por su misericordia.

            Como en la iglesia en Roma había creyentes tanto de gentiles como judíos, Pablo vio la necesidad de explicar con sumo cuidado dónde está ubicado cada uno dentro de la historia de salvación de Dios. Su primer punto es explicar en qué consiste el pueblo de Dios, quién forma parte del mismo y cómo se llega a entrar a ese pueblo. Contrario a lo que los judíos habían creído durante alrededor de dos mil años, los verdaderos miembros del pueblo de Dios son sólo aquellos que ponen su confianza en Jesús. Es decir, nadie hereda la membresía de este pueblo, porque “…nadie es hijo de Dios solamente por pertenecer a cierta raza” (v. 8 – DHH). Al excluir la raza de entre las condiciones para ser parte de la familia de Dios, esa pertenencia queda de golpe abierta a todas las naciones. Esto fue en realidad siempre el propósito de Dios. Israel debía ser el prototipo o el modelo de ese pueblo de Dios, para que los otros pueblos también pudieran formar parte de esta familia. Ya en el mismo instante en que Dios llamó a Abraham quien de esa manera llegó a ser el padre del pueblo hebreo, Dios le dijo: “¡Por medio de ti, yo bendeciré a todos los pueblos del mundo” (Gn 12.3 – NBV)! Pero Israel se creyó exclusivo receptor de los favores divinos y no cumplió con ese plan de Dios. Pero, a través de Cristo se abrió nuevamente la puerta de acceso a la familia de Dios. Pablo muestra aquí con absoluta destreza como maestro que el acceso a este pueblo depende de la elección de Dios, por un lado, y de la respuesta del ser humano a esa elección, por otro lado, como lo muestra claramente el ejemplo del faraón quién decidió no hacerle caso a Dios y, más bien, endurecer su corazón. Y algo parecido fue también la respuesta de Israel, como Pablo explicará en el siguiente pasaje que estudiaremos el próximo domingo, Dios mediante. Esto abrió la posibilidad de que nosotros los gentiles también lleguemos a disfrutar del privilegio de ser incluidos en el pueblo de Dios.

            El llamado de Dios es para todos. La pelota está ahora en tu cancha: ¿cómo responderás a ese llamado? ¿Lo aceptarás o lo rechazarás? Quizás ya los has aceptado hace tiempo atrás. Entonces vive conforme a tu llamado y tu respuesta afirmativa. Si para los judíos no era automático pertenecer al pueblo de Dios y disfrutar de este privilegio, tampoco lo será para nosotros.