Todo iba bien; el día estaba
espléndido – hasta que se le cruzó fulano de tal. Ni siquiera se le cruzó el
camino de manera física y personal, sino en su mente no más. Pero ya fue
suficiente para que su día se arruine, su corazón se retuerza, y los peores
deseos de venganza ocupen casi la totalidad del procesador de su cerebro por
una ofensa grave que ese fulano le había causado muchos años atrás. Ese
recuerdo era como una sombra tenebrosa que lo perseguía a cada paso, sin darle
respiro alguno.
No sé cuántos de ustedes se
identifican parcial o totalmente con este personaje. Espero que hoy puedan
alcanzar la libertad tan anhelada, quizás incluso ya desconocida.
Hace dos domingos atrás
analizamos el Padrenuestro. Esta oración termina con la seria advertencia de
parte de Jesús que el perdón de Dios hacia nosotros depende de nuestra
disposición a perdonar a nuestros semejantes. Esto nos lleva directamente a una
parábola que contó Jesús para ilustrar precisamente este principio. En el
capítulo 18 de Mateo encontramos las instrucciones de cómo procurar restaurar a
un hermano o una hermana que se ha desviado de los caminos del Señor. Esto le
llevó a Pedro a preguntar acerca del perdón hacia los ofensores, si perdonar 7
veces sería suficiente. Jesús le indicó que el perdón no debía tener límites. Y
para ilustrar esto, él contó la parábola de los dos deudores que encontramos a
partir del versículo 23 de Mateo 18. Esta parábola y sus respectivas
interpretaciones y aplicaciones que hace Christopher Shaw en su devocionario
“Dios en sandalias” me ha impactado fuertemente en las últimas semanas, y he
sentido una fuerte carga de compartir sus pensamientos con ustedes. Así que,
esta prédica está basada estrechamente sobre estas meditaciones de Christopher
Shaw.
FMt 18.23-35
El primer versículo de este
pasaje presenta al primero de los dos protagonistas de esta parábola: el rey
que aquí representa a Dios. Este rey quiso un día ajustar cuentas con sus
siervos. Ni bien hecha la convocatoria, le presentaron al segundo protagonista
– un caso especial; un deudor como ningún otro. La forma pasiva (“le llevaron” – v.24 – RVC) indica que
este personaje no se presentó voluntariamente, sino que otros lo arrastraron
ante el rey. Es que cuando Dios nos llama a rendir cuentas de nuestra vida,
puede que no nos dará gusto presentarnos, si somos conscientes de una gran
falta en nuestra vida. Pero no habrá escapatoria.
Ahora, fijémonos en la
cantidad que este siervo le debía al rey. La Biblia dice que le debía 10.000
talentos. Y nosotros decimos: “Ah, bueno, interesante. ¡Que pase el
siguiente…!” ¡No, un momento! Aquí hay algo que, si no lo entendemos, esta
parábola pierde su mayor fuerza. Es que, como se trata de medidas antiguas, no
tenemos ni idea de cuánto es. Pero vamos a sacarnos la ignorancia al tratar de
traducirlo a nuestros términos. Una explicación de la versión Dios Habla Hoy (y
otros comentaristas lo confirman) dice lo siguiente: “Un talento equivalía a
seis mil denarios (o el salario por seis mil días de trabajo). Diez mil
talentos equivaldrían a sesenta millones de denarios” (DHH). Es decir, este
hombre le adeudaba al rey lo que un obrero normal ganaría en más de 164.000
años, si es que trabajara los 365 días del año. Si lo calculamos según el
jornal mínimo vigente ahora en Paraguay, este hombre tenía una deuda de Gs. 4.875.000.000.000,
o US$ 840.000.000. (¿Quién quisiera que le pase su diezmo?) Es decir, era una
deuda gigantesca, inimaginable. Jesús usó esta suma intencionalmente para
mostrar lo gigantesca que es nuestra deuda, nuestro pecado, delante de Dios, el
Rey del universo. Uno se pregunta cómo este hombre pudo acumular semejante
monto de dinero – hasta que entendemos que era funcionario del gobierno, y ahí
se nos pasan las dudas. Es lógico que este siervo no tenía ni remotamente la
posibilidad de cancelar su deuda. Esta es una realidad aterradora para todo ser
humano. Nuestra culpa delante de Dios es tan grande, que no disponemos de los
medios para resolver el caos que ha producido en nuestra vida el hecho de alejarnos
de Dios. Ante este hecho, el rey ordenó vender todo lo que se podía encontrar
de la familia y sus posesiones de este empleado, para que pueda recuperar por
lo menos algo de lo que este hombre había despilfarrado.
Ante esta condena, el siervo
cae de rodillas ante el rey. Y nos parece lo más correcto y loable de su parte
– hasta que nos fijamos en qué es lo que está diciendo. Él no pide por
clemencia, no pide por perdón, no se declara culpable o cualquier cosa que
podamos quizás esperar. Lo que él pide es paciencia hasta que él haya pagado
todo. Es decir, este empleado era tan sinvergüenza y caradura que se atrevió a
decirle al rey: “¿Sabes qué? Esta deuda es un poroto para mí. No necesito de tu
clemencia ni de tu ayuda. Es sólo cuestión de tiempo para que yo arregle mi
situación.” Aun estando en una situación absolutamente perdida, el hombre
seguía creyendo que él mismo podría salir por sus propios medios del enredo en
que estaba metido. Él estaba tan enfocado en sí mismo y en sus propias
posibilidades, que creía no necesitar la gracia. ¿Cuánto tiempo necesitaría
como empleado para devolver 840 millones de dólares?
Pero cuánto se parece este
siervo a nosotros. Semejante deuda que tenemos ante Dios a causa de nuestros
pecados, tan grande que se nos acaban los ceros para escribirla en número; tan
grande que ni siquiera la podemos dimensionar porque es demasiado como para
poder verla de una vez. Y aún así le decimos a Dios: “No necesito tu gracia. No
necesito tu perdón. ¿Qué te hace creer que no puedo resolver esto por mí
mismo?” “Hay una increíble tenacidad del ser humano que, muchas veces, prefiere
hundirse antes que quebrarse y pedir ayuda. ¡Así de terca es nuestra
personalidad, así de implacables las demandas de nuestro orgullo, de no dar el
brazo a torcer” (Shaw)! ¿Entendemos lo sinvergüenza que somos al rechazar el
perdón de Dios? No hay palabras para describirla.
¿Y qué hizo el rey ante esta
actitud del siervo? A pesar de que no le rogó por su perdón, el rey vio lo
imposible que era para este hombre devolver todo el dinero robado. Y esa
imposibilidad de redimirse a sí mismo movió al rey a compasión y a perdonarle
la deuda. “El rey no encontró en el siervo la motivación necesaria para
perdonar su deuda, sino en la realidad de su propio corazón bondadoso y lleno
de misericordia” (Shaw). Esta realidad le permitió mirar al siervo con una
óptica enteramente diferente y decirle: “Ok, no hay problema. Estás libre y no
me debes nada.” ¿Cómo? ¿Así no más? ¿Sin reprensión? ¿Sin un plan de
devolución? ¿Sin estirarle fuerte la oreja? ¿Tan barato? Y bueno, ¿de qué otra
forma ha actuado Dios con nosotros? ¿Acaso nos reprendió, nos castigó o nos
hizo pagar un porcentaje mínimo de nuestra deuda? Muchas veces tenemos
problemas de aceptar tal gracia, que para nosotros es gratis, pero a Dios le
costó todo: la vida de su Hijo. Nos cuesta aceptar el indulto de parte de
nuestro Rey celestial. Siempre queremos agregarle nuestro propio esfuerzo para
el perdón. Es como si sacáramos la billetera, queriendo pagar el regalo de vida
eterna. Pero una deuda, o uno la paga o uno es perdonado. Y como nuestra deuda
delante de Dios era tan gigantesca, no había ni remotamente esperanza alguna de
que algún día la pudiéramos pagar. Así que, Dios nos la perdonó a nosotros,
pero hizo pagar a otro por nosotros. Y si nos sentimos inmerecedores de tal
gracia, no la queremos aceptar. ¿Pero quién merece ser perdonado? ¡Nadie jamás!
La Biblia dice: “Todos se han ido por mal
camino; todos por igual se han pervertido. ¡No hay quien haga lo bueno! ¡No hay
ni siquiera uno” (Ro 3.12 – DHH), ni siquiera Billy Graham! Así que, todos
por igual necesitamos la gracia de Dios, sin excepción alguna.
Volviendo a nuestro siervo,
él, al escuchar estas palabras de misericordia, se da la vuelta y piensa: ‘¿Y
qué le hace pensar a este viejo que yo no pueda pagar mi deuda? ¡Qué malvado es
ese rey, porque sólo lo hizo para aparecer en primera plana de todos los
diarios como el rey benevolente y clemente! ¡Lo odio!’ “A decir verdad, nada
nos produce tanto disgusto como el hecho de que nos perdonen por una falta que
no reconocemos como tal. El perdón de Dios solamente produce gratitud en el
corazón de aquellos que primeramente llegaron a la conclusión de que estaban
completamente perdidos” (Shaw), los que son “pobres en espíritu”, como habíamos
visto en ese estudio del Sermón del Monte. Se ve que este no fue el caso de
este siervo. Salió de ese salón con tanta rabia que se tuvo que descargar
contra el primero que encontró. Y el primero que se le cruzó tuvo la mala
suerte de deberle a él una suma ínfima. La Biblia dice que le debió 100
denarios, el salario por 100 días (unos 4 meses) de trabajo de un jornalero –
según nuestro sistema de hoy en día un poquito más de Gs 8.000.000. ¿Qué son 8
millones en comparación a casi 5 billones? “Un comentarista señala que esta
deuda era seiscientas mil veces menor a la deuda que el rey había perdonado a
este siervo. Sin duda Cristo deseaba mostrar, de esta manera, la diferencia
entre las ofensas que podemos sufrir nosotros y las ofensas que perpetuamos
contra el Padre. Aun en el caso de las injusticias más groseras hacia nuestra
persona, jamás podrán ser comparadas con la profundidad del mal que hemos
ocasionado al Señor con nuestra inclinación al pecado” (Shaw). Pero este hombre
estaba ciego de furia por la bondad del rey que se volvió hasta violento y
empezó a estrangular a su consiervo, exigiendo el pago inmediato de su deuda.
Ante esto, el consiervo hizo exactamente lo mismo que él había hecho minutos
antes nada más: cayó de rodillas y usó las mismas palabras de él: “Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré
todo” (v. 29 – RVC). Pero mientras él mismo había considerado estas
palabras válidas en su propia boca, no pensó igual respecto a su compañero de
trabajo. Más bien, lo echó a la cárcel para que le pagara todo. La Biblia dice
que él “no quiso” perdonar. Es decir, el perdón es resultado de nuestra
decisión, de nuestra voluntad, no de las circunstancias ni mucho menos de los
sentimientos. El que no perdona, es porque decidió no hacerlo. ¡Y el que
perdona lo hace porque decidió hacerlo, nada más!
Esta acción despreciable de
parte del primer siervo no quedó desapercibida para los demás empleados que
habían acudido a la convocatoria de arreglar cuentas. Y se pusieron muy tristes
al verlo. Les dolió que este hombre actuara de tal manera después de haber
recibido semejante indulto de parte del rey. Por ser testigos, se vieron en la
obligación de comunicar este suceso al rey. “Entonces
el rey lo mandó llamar, y le dijo: ‘¡Malvado! Yo te perdoné toda aquella deuda
porque me lo rogaste. ¿No deberías haber tenido compasión de tu compañero así
como yo tuve compasión de ti?’ Y tanto se enojó el señor, que lo puso en manos
de los verdugos hasta que pagara toda la deuda” (vv. 32-34 – DHH/NTV/BLA).
Esta fue una condena a cadena perpetua. Si no había podido pagar la deuda
estando en libertad, ¿cómo la pagaría ahora estando preso?
La diferencia entre nuestra
deuda delante de Dios, y de la que cualquier otro ser humano pudiera tener
contra nosotros, por más grande que esta sea, es abismal, incomparable. Dios
nos eximió de todo pago de nuestra deuda. Pero nosotros nos consideramos muchas
veces como más grandes y justos que Dios como para retener el perdón a otros.
“¡Pero no sabés lo que me hizo fulano! ¡Es imperdonable!” ¿Y tú pecado contra
Dios acaso era menos como para que él sí te pudo perdonar? “La base del perdón
nunca puede ser el mérito del que lo recibe, sino la bondad del que lo otorga.
A su vez, los que son bondadosos con los demás pueden serlo porque primeramente
han disfrutado de las infinitas bondades de un Dios que es generoso en extremo
con los que no lo merecemos” (Shaw).
“El hecho es que podemos
estar muy dolidos, pero igual practicar el perdón, como claramente lo ilustra
Cristo en la cruz. Él no nos perdonó porque en ese momento se sentía lleno de
amor hacia nosotros, sino por un compromiso que había asumido con el Padre”
(Shaw). Como ya dijimos, el perdón es una decisión. “Aun cuando el dolor sigue
siendo intenso, debemos volver una y otra vez a esta decisión, hasta que los
sentimientos lentamente se acomoden a la realidad espiritual que hemos escogido
con nuestra voluntad” (Shaw).
¿Qué ganas con no
perdonar? Te diré lo que ganas: ganas un espíritu atado, ganas nerviosismo,
ganas amargura, ganas lejanía de Dios, ganas problemas, y hasta puedes ganar
“problemas físicos como úlceras, dolores crónicos y aun cáncer” (Shaw). Y te
acostumbras a una vida turbia, sin verdadera satisfacción y alegría, que todos
tus días sean oscuros y detestables, y crees que así es la vida, que todos la
sienten así. Ya ni te acuerdas de la libertad y el gozo que experimentaste
antes. Y si la situación se vuelve crónica, ganas tal atadura que tú mismo no
lo puedes desatar más. Es por eso que Pablo advierte que, si dejamos que el sol
se ponga sobre nuestro enojo, podemos darle lugar al diablo (Ef 4.27). “Quizás
ninguna otra actitud resulte tan propicia para la obra del enemigo como el
resentimiento que produce no haber liberado a quien nos ha dañado. Abre
nuestros corazones a una serie de pensamientos malvados que estorban
enormemente la obra de Dios en nosotros” (Shaw). Hebreos lo llama una “raíz de
amargura” que no permite alcanzar la gracia de Dios (He 12.15). En tal caso,
sólo la liberación por medio del poder ilimitado de Dios puede romper esos
lazos que aprietan y ahogan tu alma.
Por eso es tan extremadamente
dramático el último versículo de nuestro texto del día: “Eso [lo que el rey hizo con el siervo malvado] es lo que les hará mi Padre celestial a
ustedes si se niegan a perdonar de corazón a sus hermanos” (v. 35 – NTV).
¡Tremendo! ¡Terrible! Gracias a Dios que él es un Dios de segundas, terceras,
cuartas y cuantas oportunidades sean necesarias como para que no recibamos la
condena a cadena no solo perpetua sino eterna. El que de corazón sincero se
presenta ante él, pidiendo perdón por la dureza de su corazón que ha retenido
el perdón por tanto tiempo contra otro ser humano, recibirá nueva gracia para
ser liberado él mismo y poder así liberar también a los que le hicieron daño.
“Cualquier persona que es capaz de declarar: ‘te perdono en el nombre de
Jesús’, puede disfrutar de los beneficios de la reconciliación y la sanidad que
operan como resultado de esta decisión. La calidad de vida para aquellos que
están dispuestos a perdonar, es mucho más intensa y plena que para los que
quedan atrapados en el mundo miserable y amargo de los que viven con los
asuntos no resueltos del pasado. Es innecesario recorrer un camino de tanta
angustia y sufrimiento cuando el gozo y la paz pueden ser nuestros en el mismo
instante de perdonar” (Shaw).
Imagínense que los dos
siervos se hubieran encontrado, estando el primero todavía en la sala de
reuniones del rey. ¿Creen que él habría actuado con su consiervo como lo hizo
ahora estando fuera de la presencia del rey? ¡Con toda seguridad que no! La
presencia del rey habría hecho la diferencia. “En este detalle encontramos uno
de los principios más importantes sobre el perdón. El perdón es algo que no
resulta natural a los hombres, pues nuestra tendencia es hacia el rencor y la
venganza. Es por esto que, cuando estamos bajo el control de nuestra naturaleza
caída, perdonar se torna tan complicado. Para avanzar, hace falta una
experiencia sobrenatural que nos permita vencer la resistencia que mostramos a
actuar con misericordia hacia los demás. La presencia del rey provee
precisamente esa experiencia. Pues será imposible mirarle a los ojos sin que él
nos recuerde la enorme generosidad que ha mostrado hacia la gigantesca deuda
que teníamos con él. Por esto, el paso a dar cuando resulta difícil perdonar es
el de entrar en su presencia para que refresque nuestra memoria de cuál es la
verdadera dimensión de aquella ofensa que en este momento nos parece tan
increíble. Poder ver, con nuestros ojos espirituales, las marcas de la cruz en
su cuerpo servirán para recordarnos que nuestro reclamo ya no parece tan
importante como al principio habíamos creído. Para quienes deseen avanzar hacia
el perdón, es necesario que quiten los ojos de la ofensa que han sufrido y las
fijen en el rostro de un Dios que es lento para la ira y extiende su
misericordia aun hacia los malvados” (Shaw).
¿Sientes tú que eres como
este siervo? ¿Estás estrangulando en tus pensamientos a otras personas por lo
que te han hecho, según tu parecer? Hoy es el día en que puedes ser
verdaderamente libre. Dios te quiere perdonar tu falta de perdón hacia otros y
hacerte libre. Tu rencor e indisposición a perdonar es una ofensa directa
contra Dios, pero hoy él te quiere perdonar esto y, en consecuencia, darte la
fuerza para perdonar a tus ofensores, sin importar cuán lejano o reciente se
haya producido esta ofensa. ¿Te cuesta tomar este paso? Entonces ven acá al
frente para que la iglesia pueda orar por ti y darte el apoyo que necesitas
para dejar que el Señor rompa ese lazo de rencor que está asfixiando tu alma.
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