domingo, 21 de octubre de 2018

El burro hablando de orejas









            Un proverbio de los sioux, tribu de nativos de los Estados Unidos, dice: “Antes de juzgar a una persona, camina tres lunas con sus mocasines.” En relación a este proverbio encontré una reflexión interesante de la bloguera Andrea Turchi, que en algunos pasajes dice lo siguiente: “Creo que este proverbio incluye dos temas importantes a la hora de no juzgar precipitadamente a los demás: el ponerse en los zapatos del otro y el tiempo que hay que dedicarle a eso antes de emitir opinión. … Pero ¿qué pasa cuando conocemos demasiado a la otra persona? ¿Cuando no necesitamos imaginación para “saber” lo que siente, quiere, piensa, planea, va hacer, etc.? ¿Cuando creemos que ya hemos calzado más de una vez sus mocasines? ¿Cuando nos hemos acostumbrado tanto a verla que ya no sentimos la curiosidad ni la necesidad de descubrirla? Ahí es cuando no damos ni medio paso ni entregamos medio minuto para ponernos en su lugar, y juzgamos sin pensar, sin percibir, sin ver.”
(https://apartirdeunafrase.wordpress.com/2010/06/09/antes-de-juzgar-a-una-persona-camina-tres-lunas-con-sus-mocasines-proverbio-sioux/)
            Creo que es una gran verdad lo que esta mujer ha dicho en su artículo. ¿Y qué es lo que la Biblia dice acerca del tema de juzgar a otros? Llegamos ahora al último de los 3 capítulos que conforman el Sermón del Monte que venimos estudiando aquí desde hace algún tiempo. Ahora Jesús enseña lo siguiente…

            FMt 7.1-6

            El texto empieza con una declaración sencillísima, pero tan clara que no hay más nada que agregarle: “No juzguen y no los juzgarán” (v. 1 – NBE). Este versículo no prohíbe un juicio debido en casos necesarios. Es esencial, incluso vital, evaluar personas y situaciones. Por ejemplo, si no procuráramos evaluar, juzgar, leer entre líneas o como quieran llamarlo, cuando una persona extraña se presenta en nuestra casa, muy fácilmente podríamos caer presos de extorsionadores, violadores, ladrones, etc. Jesús mismo lo dijo sólo pocos versículos más adelante: “Cuídense de los falsos profetas, que vienen a ustedes disfrazados de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Ustedes los conocerán por sus frutos” (Mt 7.15-16 – RVC). Detectar los disfraces de los lobos y evaluar los frutos de las personas requiere necesariamente realizar cierto juicio. Tampoco Cristo prohíbe la expresión de opiniones, ni que condenemos lo que está mal hecho. Más bien, él se refiere a “la crítica indebida que no toma en cuenta las debilidades de uno mismo” (DHH). Está prohibido creernos llamados a juzgar y condenar a todo el mundo, como si Dios nos hubiera puesto como jueces de los pecados de los demás. Este versículo no es una condenación de cualquier crítica, sino un llamado a discernir antes de ser negativo; de evaluar antes de tirar en el barro cualquier cosa que diga o haga el prójimo. Como quien entra retrasado a una reunión de planificación, y las primeras palabras que dice es: “No sé qué han decidido, pero me opongo.”
            “No juzguen.” Es tan fácil de entender – y ahí está el problema justamente. Muchas veces lo más fácil de entender con la cabeza es lo más difícil de vivir de corazón. Ante cualquier cosa que alguien diga o haga, ya salen volando nuestros comentarios acerca de la persona. Por lo menos a mí me pasa esto… Y generalmente son comentarios de evaluación: o de aprobación o —mucho más todavía— de condenación de lo que dijo o hizo la otra persona. Y normalmente nuestro comentario revela nuestra actitud de superioridad sobre esa persona. Es decir, nos consideramos mejores que ella. Parece que todas las prédicas, amonestaciones y enseñanzas que escuchamos acerca del tema, y todo lo lindo que nos proponemos respecto a esto, caen en saco roto. No hacen efecto en absoluto. A los 5 minutos ya otra vez desaprobamos a alguien, si no en palabras, por lo menos en nuestra mente. Pareciera ser un vicio del cual no nos podemos liberar. Y lo peor: ¡ni nos damos cuenta de que lo estamos haciendo! El problema no está tanto en las palabras de reprobación que decimos respecto a otros —aunque estos pueden herir terriblemente—, sino en la actitud crítica que tenemos en el corazón. Es una actitud que no tiene en cuenta sus propios errores, sino que más bien revela mucho orgullo que se cree mejor que los demás. Y es esta actitud que nos impulsa a emitir cualquier opinión respecto a otros, sea en voz alta o en nuestra mente.
            En este versículo vemos que nuestra actitud respecto a otros tiene un efecto recíproco. Nuestro juicio o nuestra evaluación es como un bumerang: vuelve otra vez a nosotros. Le “disparamos” al prójimo, lanzándole un comentario, un juicio, pero como por poderes invisibles, la “bala” de la condena se desvía, se da la vuelta, y vuelve para acertarnos a nosotros mismos. Si no queremos ser lastimados por balas de crítica, desprecio o desaprobación, no las disparemos. ¡Así de sencillo! Jesús dijo: “No juzguen y no los juzgarán”, en otras palabras, si no querés ser criticado, no critiques entonces. Punto. El trato de los demás hacia ti es el reflejo de cómo tú los tratas a ellos. Jesús mismo lo dijo en el versículo siguiente: “…con el juicio con que ustedes juzgan, serán juzgados; y con la medida con que miden, serán medidos” (v. 2 – RVC). O como muy bien lo dice otra versión: “…serán tratados de la misma forma en que traten a los demás. El criterio que usen para juzgar a otros es el criterio con el que se les juzgará a ustedes” (NTV). Esto es también exactamente lo que Jesús enseña con lo que conocemos como la “regla de oro”: “Siempre traten a otros de la forma que a ustedes les gustaría que los traten…” (Mt 7.12 – Kadosh). ¿Quieres ser respetado? Respeta a otros. ¿Quieres ser alabado? Alaba a otros. ¿Quieres que la gente hable bien de ti? Habla tú bien de los demás. ¿Nos damos cuenta cuán íntimamente está ligada nuestra vida a la de los demás? En la versión de Pablo esto suena así: “Todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará” (Gal 6.7 – RVC). En la naturaleza, esto es totalmente lógico, y ni se nos ocurre buscar manzanas en una planta de naranjas. Pero en el trato entre personas, ¿acaso vamos a esperar cosechar amor si sembramos odio? ¿Cosechar respeto si sembramos falta de respeto? ¿Cosechar amabilidad si sembramos rudeza? “…con la medida con que miden, serán medidos” (v. 2). Nadie es una isla. Lo que uno es, lo que uno hace, lo que uno dice afecta de alguna manera a las personas a su alrededor.
            Ahora, ¿quién será el que mide? Este versículo está en forma pasiva (“serán juzgados”, “serán medidos”), pero no se nos dice quién es el agente de “medición”. ¿Quién creen ustedes que nos juzgará de la misma manera como nosotros juzgamos a otros? Con seguridad que las demás personas nos tratarán igual como nosotros los tratamos a ellos. Pero, además, aquí se refiere a Dios, que él nos tratará igual de lo que tratamos a otros. Muchas versiones de la Biblia lo traducen así: “…Dios los juzgará de la misma manera que ustedes juzguen a los demás…” (PDT). La versión Traducción en Lenguaje Actual dice: “Si son muy duros para juzgar a otras personas, Dios será igualmente duro con ustedes. Él los tratará como ustedes traten a los demás.” Una nota explicativa de la versión Dios Habla Hoy indica que la “voz pasiva [es] usada para referirse a la acción de Dios”. Esto es mucho más grave todavía. Nuestro actuar no solamente determina cómo los demás me tratarán, sino también como Dios me tratará. ¿Te gustaría que Dios se comporte contigo de la misma manera como tú te comportas con otros? Claro, su misericordia siempre está presente, y él ve también nuestro esfuerzo por portarnos bien. Además, el Salmista dice que “…él sabe lo débiles que somos; se acuerda de que somos tan sólo polvo” (Sal 103.14 – NTV). Pero para un autoanálisis es muy apropiada esta pregunta: ¿Quisiera yo que Dios se comporte conmigo de la misma manera como yo me comporto con otros? Duro, ¿no?
            Y como si no fuera suficiente ya el palo que acabamos de ligar, Jesús agrega otro más: “¿Por qué te pones a mirar la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no te fijas en el tronco que tú tienes en el tuyo” (v. 3 – DHH)? O sea, el burro hablando de orejas… ¡No seas burro!
            Pero lo triste es que nadie se salva de esto. Como dije al principio, es tan fácil comentar despectivamente respecto a otros, y tan fácil no tener en cuenta nuestras propias limitaciones y nuestros errores. “Sí, yo sé que nadie es perfecto, pero…” Pero, ¿qué? No nos atrevemos a decirlo, pero nuestra actitud lo muestra: consideramos que el otro es aún menos perfecto que nosotros. Jesús usa una exageración intencional al comparar la falta del prójimo y la nuestra con una astilla, pajita o basurita en el ojo del prójimo, y un tronco o viga en nuestro propio ojo. Es el mismo principio y la misma exageración intencional que habíamos visto hace poco en la parábola de los dos deudores: que uno que tenía una deuda de millones y millones de dólares no consideró a otro compañero que le debía poquita plata. Sabemos que tener una basurita en el ojo es molestoso, pero mal que mal podemos ver todavía. Pero ya una viga o un tronco nos hace ciegos por completo. Nos hace tan ciegos que ni nos damos cuenta que la ceguera está en nuestro propio ojo; que nuestra vista está totalmente oscurecida por nuestros propios errores y pecados. ¿Y aún así nos atrevemos a criticar los errores de otros? ¡El burro hablando de orejas!
            El evangelista Juan relata un episodio en el cual Jesús aparece en público en una de las fiestas religiosas de los judíos. Sus enseñanzas causaron mucha confusión y opiniones dispares entre la gente. Algunos se burlaban de él, otros lo consideraban un profeta, y unos cuantos se preguntaban si él no sería el Mesías. A los sacerdotes y los fariseos esto ya les empezó a incomodar. Enviaron a los guardias a detener a Jesús, pero estos volvieron totalmente impactados por las palabras que decía Jesús. Ante esto, los sacerdotes se burlaron: “¿También ustedes se han dejado engañar? ¿Quién de los jefes o de los fariseos ha creído en él? Sólo esa maldita gente, que no conoce la ley” (Jn 7.47-49 – BNP). Los sacerdotes y fariseos se creían tan iluminados que estaban convencidos de la falsedad de las enseñanzas de Cristo. Pero no se dieron cuenta que estaban tremendamente equivocados. En relación a esto, Christopher Shaw escribe en su devocionario “Dios en sandalias” lo siguiente: “¡Qué importante resulta para nosotros revestirnos de humildad! ¿Quién de nosotros no está afectado por su humanidad? Aun entre los de mayor sensibilidad por lo espiritual, el margen de error siempre está presente. ¡Tengamos mucho cuidado, entonces! Que la factibilidad en identificar los obvios desaciertos de los fariseos y sacerdotes no nos lleve a creer que esto le da un grado adicional de confiabilidad a nuestras propias posturas. Si todas nuestras afirmaciones no están cubiertas con un gran manto de humildad, entonces también acabaremos sin entender lo que decimos ni las cosas acerca de las cuales hacemos declaraciones categóricas.” Así que, antes de creer que somos Superman espiritual, es mejor quitarnos ese atuendo y vestirnos de la capa de la humildad. Esa nos quedará mucho mejor, y no causará tanto daño a nosotros mismos y a otros.
            ¿Y cómo llama Jesús a los que procuran solucionar los problemas de otros, teniendo semejante tajo en el alma ellos mismos? Él usa la palabra bastante fuerte de “hipócrita” (v. 5), uno que finge algo, que esconde ciertas cosas en él que no quiere que los otros lo vean. Se escucha muy a menudo personas de alrededor del mundo decir: “La iglesia está llena de hipócritas.” Probablemente tienen razón en cierto sentido. Y probablemente el que lo dice es el presidente del club de hipócritas. Todo ser humano procura esconder las sombras en su carácter o su vida. Procura dar una apariencia mejor de lo que él es en realidad. Y como dijimos al inicio, todos caemos en esa tendencia de criticar y juzgar a otros, creyéndonos mejores que los demás. Así que, todos somos hipócritas, también los miembros de una iglesia cristiana – pero, la gran diferencia es que Cristo murió por esa hipocresía; que él sabe que sufrimos bajo los efectos de la humanidad caída y que el bien no está en nosotros; que él nos perdona y nos levanta una y otra vez. En él dejamos de ser hipócritas.
            Jesús da como solución a este dilema deshacerse primero de su tronco, de su propio problema, para así poder ayudar a otros: “…saca primero el tronco de tu propio ojo, y así podrás ver bien para sacar la astilla que tiene tu hermano en el suyo” (v. 5 – DHH). Es más, muchas veces al darnos cuenta de cuán largas son nuestras propias orejas, veremos con mucha vergüenza que la supuesta astilla en el ojo ajeno era nada más que una sombra de nuestro tronco. Es decir, el problema no estaba en la persona que parecía ser mi archienemigo, sino en mí. ¡Y ese despertar es muy crudo! Y nuestro orgullo siempre tratará de empujarnos a no admitirlo. Es demasiada la vergüenza admitir que la otra persona no era tan negra como yo la había pintado, que seguimos echándole la culpa, o por lo menos tratamos de zafar de alguna manera sin tener que admitir que nos equivocamos bien feo. Y así se endurece nuestro corazón más y más. Para resolver esto, se requerirá de una intervención muy dolorosa de parte de Dios.
            Por otro lado, hay que decir que nunca nos vamos a liberar totalmente de nuestros propios errores. Somos, pues, seres humanos débiles y limitados. Si esperamos hasta ser casi perfectos, nunca ayudaremos a otros a sacar sus astillas de su ojo. Lo importante es darnos cuenta de nuestra propia debilidad y someterla una y otra vez bajo la gracia divina. Mientras con mucha humildad seguimos luchando contra nuestras debilidades, podemos ayudar a otros a hacer lo mismo. Un conferencista dijo hace poco: “Nuestras heridas permiten a los otros ver a Dios.” Porque las heridas tratadas son una muestra de la gracia y misericordia de Dios. Las heridas nos recuerdan nuestra propia debilidad y nos hacen humildes. Por eso, mientras luches tú mismo contra el pecado, ayuda a otros a hacer lo mismo.
            El comentarista William Barclay dice al respecto: “Sólo uno que no tuviera ninguna falta tendría derecho a buscarles a los demás las suyas. Nadie tiene derecho de criticar a otro a menos que por lo menos esté preparado a intentar hacer mejor lo que critica. En todos los partidos de fútbol o del deporte que sea están las gradas llenas de críticos violentos que harían un pobre papel si bajaran al terreno de juego. Todas las asociaciones y todas las iglesias están llenas de personas dispuestas a criticar desde sus puestos … de miembros, pero que no están dispuestos a asumir ninguna responsabilidad. El mundo está lleno de personas que reclaman su derecho a criticarlo todo y a mantener su independencia cuando se trata de arrimar el hombro.
            Nadie tiene derecho a criticar a otro si no está dispuesto a ponerse en la misma situación. No hay nadie que sea suficientemente bueno para tener derecho a criticar a otros.
            Tenemos de sobra que hacer para poner en orden cada uno su propia vida sin ponernos a ordenar criticonamente las de los demás. Haríamos bien en concentrarnos en nuestros propios defectos, y dejarle a Dios los de los demás.” (Barclay) ¡Muy cierto!
            No obstante, a veces es un acto de amor sincero señalar a otros algún error del que no se dan cuenta. Pero debemos ser conscientes que no todos recibirán con agrado nuestro intento de ayudarles. Jesús deja al final una advertencia: “No les den lo que es santo a los perros, pues se irán contra ustedes y los morderán. No les tiren tampoco perlas finas a los cerdos, pues lo único que ellos harán es pisotearlas” (v. 6 – PDT). Es decir, algunos usarán nuestras buenas intenciones en nuestra contra para burlarse y dañarnos. O no valorarán lo que uno intenta hacer por ellos. Jesús dice entonces que no debemos desperdiciar lo sagrado que Dios nos ha dado (como el mensaje de salvación, por ejemplo) en personas que decididamente no responden a ello. Ahora, esto no es tan sencillo como suena. No es para rendirse después del segundo o tercer intento. Tampoco pueden mirarle a la gente y decir: “Ah, a este no le voy a hablar del Evangelio, porque para mí que tiene cara de cerdo.” Si bien esta situación implica ejercer un cierto tipo de juicio o evaluación del estado espiritual de la persona, debe ser hecho con la ayuda del Espíritu Santo. Tanto los perros como los cerdos eran animales impuros para los judíos. Lo que Jesús quería indicar era que se debía evitar invitar a paganos completamente indiferentes a unirse a prácticas de la religión hebrea. Una aplicación a nuestros días quizás sería evitar hacerlos miembros de la iglesia. Es pérdida de tiempo tratar de enseñar conceptos santos a personas que no quieren escuchar y que despreciarán lo que digamos. No debemos dejar de predicar la Palabra de Dios a los que no creen, pero debemos ser sabios y discernir qué enseñar y a quién.
            Echar las perlas a los cerdos es lo contrario a lo que vimos recién. En los primeros versículos, Jesús condena la crítica excesiva, aquí el advierte ante la ausencia total de evaluación, que no tiene en cuenta el estado espiritual de las personas. Esto llevaría a un desperdicio de tiempo y esfuerzo en alguien que ha decidido no responder a ello. Esto no sólo es contraproducente, sino puede llegar hasta ser peligroso.
            El burro hablando de orejas. ¡No seas burro! Confiésele a Dios tu actitud crítica. Procura caminar en los mocasines del otro. Averigua por qué dijo o hizo lo que dijo o hizo. Eso implica dedicar tiempo y esfuerzo a esta tarea. NO implica comentar a otros lo que escuchaste o viste de fulano o mengano. NO implica publicar cualquier crítica en Facebook, tampoco contra los gobernantes. Somos llamados a orar por los gobernantes, no a pintarlos de negro en las redes sociales. Porque lo único que sabes de su trabajo es normalmente lo que publica la prensa, y la prensa ¡jamás! se va a poner en los zapatos de ellos para ver por qué actuaron de tal o cual modo. Así que, tengamos cuidado de no cometer graves errores. No estoy defendiendo a las autoridades políticas. Ellos tendrán que responder ante Dios por lo que han hecho. Estoy diciendo no más que tú y yo no tenemos la posibilidad de ponernos sus mocasines para entender el motivo de su actuar. El chisme aleja de ti sus mocasines y hace crecer tus orejas de burro. El orgullo que produce en ti esa actitud crítica, sólo puede ser vencido mediante el constante autoexamen, la confesión y la búsqueda de perdón, para que así pueda ser reemplazado por el amor genuino de Dios. Y ese amor te impulsará a buscar con esmero los mocasines de tu prójimo. Oremos junto con el salmista: Oh Dios, examíname, reconoce mi corazón; ponme a prueba, reconoce mis pensamientos; mira si voy por el camino del mal, y guíame por el camino eterno (Sal 139.23-24). Amén.