Espero que nunca te haya pasado que estás frente a mucha gente que te está mirando entusiastamente. Ante tantos que te están riendo, saludando, aplaudiendo, te sientes el artista más popular del año frente a sus admiradores – hasta que algo te parece sospechoso de tanta fama. Y te das la vuelta y ves a algún personaje realmente famoso o importante que está detrás de ti, esperando que se te disipen los humos, te hagas a un lado y lo dejes pasar. ¡Trágame tierra!, ¿no es cierto? Pero ocurre. De hecho, muchas veces nos ha ocurrido ya —a mí al menos sí—. Me sentí el tipo de la película, sin darme cuenta de que Dios estaba detrás de mí, esperando a que mi orgullo se desinfle un poco para que él pueda entrar en escena y hacer lo que se había propuesto hacer, o para recibir los aplausos que eran para él, no para mí. A causa de mi orgullo, yo estaba inflado como sapo a un tamaño tan exagerado, que la gente no lo podía ver a Dios detrás de mí, porque yo lo tapaba. A veces nosotros mismos y nuestras actitudes equivocadas pueden ser el obstáculo que hace que no veamos la gloria de Dios en nuestras vidas o en las vidas de otros, ni deja que otros la vean. A un personaje del Antiguo Testamento casi le pasó eso. Gracias a Dios que él cambió de parecer a tiempo, antes de perderse toda la fiesta. Encontramos su historia en 2 Reyes 5.
F2 R 5.1-27
Nuestro texto empieza presentando el
currículum del personaje central que nos ocupará en esta mañana. En primer
lugar, nos da su nombre: Naamán (v. 1). Seguidamente nos presenta su cargo: general
del ejército del rey de Siria (PDT). Es decir, no era cualquier persona, sino
mano derecha del mismo rey. La misma Biblia dice esto: “…era muy importante y valioso para su rey…” (PDT). No era
solamente un militar de altos mandos, sino era el favorito del rey. Eso explica
también lo que Naamán más tarde mencionó, que él le tenía que acompañar al rey
a todas partes, incluso en sus ritos religiosos (v. 18). Es decir, Naamán
perteneció al primer círculo del rey de Siria.
El currículum de Naamán presenta
también sus logros, que a la vez explican la razón por qué el rey le tenía
tanta estima: “…por medio de él, que era
un guerrero muy valiente, el Señor había dado la victoria a Siria” (RVC).
Lo que me llama la atención que dice que Dios le dio la victoria. Por más que
sea un militar pagano, era un instrumento en manos de Dios. Pero nos resulta un
poco asombroso al considerar que los sirios fueron durante mucho tiempo los
enemigos más peligrosos de Israel. ¿Será que cuando atacaban a Israel, también
eran guiados por Dios? Bueno, si consideraremos importante este asunto cuando
estemos en el cielo, podremos preguntarle entonces a Dios. Pero sí nos damos
cuenta que Dios se puede valer de cualquiera para que le sirva de instrumento.
Hasta aquí un currículum
espectacular. Pero ahí viene una frase que tira todo lo espectacular por el
piso: “Pero Namán era leproso” (RVC).
¿De qué le sirvieron todos los puntos a favor, teniendo este uno en su contra?
La lepra en aquel entonces era comparable al SIDA de hoy: una condena a muerte.
Toda la gloria como guerrero exitoso quedó atrás. Una vitrina llena de trofeos
era todo lo que quedaba. Pero ahora, y de ahora en adelante, toda su vida se
desarrollaba bajo la sombra de la muerte. Quizás podemos sentir algo de su
desesperación que habrá sentido a causa de la vida desgraciada que le tocó
vivir.
Después de esta presentación del
marco de la historia como tal, en el versículo 2 empieza el verdadero relato.
Habla de que unos sirios “…que salían a
merodear, capturaron a una muchacha israelita y la hicieron criada de la esposa
de Naamán” (v. 2 – NVI). Ahora, pónganse en el lugar de esta niña. No se
nos dice su edad, pero aparentemente era bastante jovencita todavía.
Secuestrada, lejos de su familia, obligada a trabajar como esclava en la casa
de un militar. No sé ustedes, pero yo tendría todo tipo de pensamientos y
sentimientos no tan nobles que digamos contra mis malhechores: “¡Bien que
Naamán está condenado a muerte a causa de su lepra! Ojalá sufra terriblemente
por su enfermedad. ¡Que le duela!!! Se hizo justicia divina. Es la sentencia
del juez celestial por lo que me ha hecho a mí, siervo del Dios altísimo.
¡Aleluya!” Sin embargo, esta niña mostró verdadera nobleza y amor. Mostró una
madurez espiritual mucho más desarrollada a la mía tan super espiritual. Ella
no miró lo que le habían hecho, sino sintió compasión por su amo, al igual de
lo que leemos reiteradas veces de Jesús mismo. Ella expresó hacia su patrona el
deseo de que el esposo de ella pueda ver al profeta de Dios en su país, que de
seguro lo sanaría de su lepra. Hay muchos detalles que la Biblia no nos relata.
Por ejemplo, me gustaría saber qué hizo que las palabras de una pequeña niña
esclava causen tanto impacto en Naamán como para que tanto él como el rey las
tomen muy en serio. Es más, el rey convierte la situación inmediatamente en un
asunto de interés nacional y le da el carácter oficial de la diplomacia
extranjera. Él no manda a Naamán junto al profeta Eliseo, sino al rey de
Israel, siguiendo el protocolo oficial y de ética para tales casos. Además, lo
carga con 30.000 monedas de plata y 6.000 de oro o, en otras medidas, 340 kilos
de plata y 68 kilos de oro (NBLH), más 10 trajes de los mejores sastres sirios.
Todo esto era acompañado de una misiva oficial: “Sirva la presente para hacerte saber que te mando a mi siervo Naamán
para que lo cures de su lepra” (v. 6 – PDT).
Lastimosamente, el rey de Israel no
supo interpretar las intenciones de los sirios. Más bien decretó alerta roja
para su gabinete y el consejo de guerra: “Todos
pueden ver que él sólo busca un pretexto para iniciar una guerra” (v. 7 –
GNEU, traducción libre). Es que el rey de Israel tenía una perspectiva
equivocada de la situación. Vivió sólo en el plano natural, lo perceptible con
los 5 sentidos. Era incapaz de ver más allá, de ver el lado espiritual. Era
incapaz de elevar su mirada a Dios para presentar el asunto ante la autoridad
máxima del universo. Al parecer, ese rey era Joram, hijo de Ajab y Jezabel, con
quienes el profeta Elías, antecesor de Eliseo, tuvo sus fuertes controversias.
Ya hemos visto aquí cuando Elías desafió a los 400 sacerdotes de Baal, a ver
cuál divinidad respondería con fuego al sacrificio preparado. De Joram se dice
que “…sus hechos fueron malos a los ojos
del Señor” (2 R 3.2 – DHH). Por eso es que el rey no podía apoyarse en la
soberanía de Dios y dejar el caso en sus manos, así como en otra oportunidad lo
había hecho Ezequiel ante las amenazas de Senaquerib, rey de Asiria, lo que
también hemos visto aquí.
Pero lejos de señalarle con el dedo
y juzgarle tenemos que analizarnos a nosotros mismos. ¡Cuántas veces actuamos
de la misma manera! Confiamos en las circunstancias perceptibles con los 5
sentidos en vez de exponer nuestro caso ante Dios y ver qué es lo que él tiene
que decir al respecto. Queremos solucionar nuestros problemas según nuestro
propio parecer en vez de acudir a la sabiduría divina. Quizás no nos rasgamos
los vestidos como era costumbre de los hebreos para expresar su desesperación o
profunda tristeza y agonía. Pero sí nos arrancamos los pelos y criamos úlceras
estomacales. Necesitamos también un hombre (o mujer) de Dios que nos diga: “¿Por qué rompiste tu ropa? Deja que ese
hombre venga a verme, para que se dé cuenta de que hay un profeta de Dios en…”
Costa Azul (o San Marcos – v. 8 – TLA). “¿Por qué te vas a hundir en
circunstancias terrenales? Levanta tu cabeza y date cuenta de una vez por todas
de que existe un Dios que tiene todo bajo control. ¡Despertate, rey! ¡No seas
tan ciego y necio!” La intención de Eliseo no era atraer la atención sobre sí
mismo (“…para que se dé cuente de qué gran profeta yo soy…”), sino sobre Dios
en cuyo servicio él estaba. En realidad, el rey mismo debería haber reaccionado
así. Él debería haber sido el brazo extendido de Dios para resolver el problema
de Naamán. O, en todo caso, debería haberle señalado el camino a la casa de
Eliseo, su ministro de asuntos espirituales. Pero espiritualmente el rey no
estaba en condiciones de eso. Si bien envió a Naamán finalmente a la casa de
Eliseo, era porque el profeta se lo ordenó, no porque el rey lo tenga como
brazo derecho en nombre de Dios.
Bueno, finalmente, después de
algunos tropiezos en el palacio de los López, Naamán llegó hasta la casa de
Eliseo. Pero grande fue su sorpresa, o mejor dicho, su indignación, que el
profeta ni siquiera se molestaba en salir a saludar a semejante eminencia
militar extranjera que podía hacer en Israel casi lo que quería, sino que se
quedó tirado en el sofá, mandando no más a cualquier persona disponible:
“Decile que estoy ocupado. Ah, y que se sumerja 7 veces en el río Jordán.”
¡Ridículo! Eso sí que fue la gota que colmó el vaso. Naamán salió de ahí
furioso al rojo vivo. Con el papelón del rey, él había guardado todavía la
compostura, mostrándose paciente. Pero ante esta total y absoluta falta de
respeto del profeta, Naamán se alteró. Él se había imaginado que el profeta
realizaría toda una ceremonia digna de un alto funcionario gubernamental que
está de visita oficial en el país, pero ni siquiera dignarse a saludarlo
personalmente, eso ya era el colmo de todos los colmos. Y Naamán se retiró
tremendamente enojado, despotricando contra el profeta, contra el río Jordán y
contra todo.
¿Por qué actuó Eliseo de tal manera?
Quizás él quiso enseñarle a Naamán algo muy importante: que la obra salvadora
de Dios no depende de méritos del que la recibe (Naamán) ni de la persona que
la transmite (Eliseo). El poder de Dios no sería más grande con una ceremonia
impresionante de Eliseo. No se trataba de Eliseo; se trataba de Dios. Y Eliseo
sólo tenía que proclamar la palabra para que Dios haga el resto. La acción de
Dios se pone en ejecución con la humilde obediencia del ser humano, poniendo
toda su fe en la palabra de Dios. ¿Por qué Naamán tuvo se sumergirse siete
veces en el río Jordán? ¿Acaso el río era sagrado o la cantidad de 7 veces
tenía algo mágico? Ni lo uno ni lo otro. Precisamente por no tener nada que ver
el Jordán, y —según el funcionario sirio— no tener nada de atractivo para
zambullirse en él, se requería fe para cumplir la orden de Dios. Si el profeta
le hubiera dicho que se fuera al hospital privado más renombrado del país para
hacerse cierto tratamiento, él no hubiera necesitado fe, porque esta acción
cabría en su lógica humana. Si uno está enfermo, se va al hospital para que lo
curen. Es lógico. Pero Dios muchas veces no se guía por la lógica, sino por su
plan soberano. Sus órdenes muy a menudo suenan ilógicos y hasta absurdos. Pero
las órdenes de Dios no se las analiza, a ver si caben en nuestra lógica o no;
las órdenes de Dios sólo se obedecen, ¡y punto! Y para obedecerlas, se requiere
de fe de que Dios cumplirá lo que dijo que cumpliría.
La cantidad de 7 veces que él debía
sumergirse también es importante. En la Biblia aparece el número 7 en múltiples
ocasiones. Es símbolo de la perfección divina. La cantidad de 7 veces no tiene
nada de mágico en sí, pero indica en primer lugar que el resultado viene de
Dios, y segundo, que lo que él hace será perfecto. La Biblia dice que cuando
Naamán obedeció la orden de Dios, el milagro ocurrió, pero no vaí-vaí no más, sino que “…su piel se volvió tan suave como la de un
bebé” (v. 14 – PDT). ¿Acaso algo que Dios hace puede ser menos que
perfecto? Así que, estos datos acerca del Jordán y de las 7 zambullidas son muy
importantes, pero no por ellos mismos, sino por lo que simbolizan.
Pero inicialmente el orgullo no le
permitió todavía a Naamán cumplir la orden de Dios. Se enojó y se sintió herido
porque el profeta no le había dado los honores propios de una persona de su
rango. Es que el orgullo siempre nos pone a nosotros mismos en un pedestal
demasiado alto, muy por encima de los demás, de modo que nadie nos puede decir
nada, o nadie más tiene la razón; y a veces incluso por encima de Dios, que ni
él no nos puede decir nada. Nos creemos ser la ley para todos, según la cual el
resto del mundo tiene que regirse. Por eso la Biblia dice que “el orgullo acaba en fracaso; la honra
comienza con la humildad” (Pr 18.12 – TLA). Y también dice: “Dios se opone a los orgullosos, pero brinda
su ayuda a los humildes” (Stg 4.6 – TLA). Así que, si quieres el fracaso y
la oposición de Dios, el orgullo lo logra por ti. Si quieres honra y la ayuda
de Dios, humíllate ante él. A Naamán le costó aprender esto, pero tenía
consejeros muy sabios: “Señor, si el
profeta le hubiera dicho que hiciera algo muy difícil lo habría hecho, ¿no es
cierto? Con más razón ahora que sólo le dijo: ‘Lávate y quedarás puro y limpio’”
(v. 13 – PDT). Esto lo calmó lo suficiente como para hacer lo que el profeta le
había indicado. De todos modos, no tenía nada que perder. Se bajó al río y
empezó a sumergirse una tras otra vez. Pero el milagro no se produjo hasta no
completar la orden tal y como el profeta de Dios se le había indicado. Obedecer
a medias es como no obedecer. La fe nos lleva a perseverar hasta que el
propósito de Dios se haya cumplido. El que se desanima después de la sexta
zambullida y abandona el barco, no verá el milagro realizarse. Está a punto de
una gran experiencia con Dios, pero le falla la fe de que algo va a pasar,
porque ya se sumergió 6 veces y nada. ¿Qué diferencia podría hacer una vez más,
si 6 veces en total no habían dado nada? La cosa no está en esa séptima vez,
sino en la confianza en la palabra de Dios y la obediencia a sus mandatos. ¡Y
efectivamente, a la séptima vez la gloria de Dios se manifestó y realizó el
gran milagro! Las grandes hazañas en el reino de Dios no la realizan los
entusiastas que se emocionan por cualquier cosa, pero también las abandonan tan
rápido como se emocionaron. Las hazañas en nombre de Dios las realizan los
perseverantes, que soportan todo el peso de la espera, de la incertidumbre, de
las circunstancias adversas, y se aferran a las promesas de Dios y siguen
luchando con la mirada no en las circunstancias, sino en el Señor todopoderoso.
Esta gran experiencia con Dios lo
llevó a Naamán volver a Eliseo. Él había sido tocado por Dios, y eso había
cambiado no solamente su cuerpo, sino también su alma. Ya quedó atrás el enojo
inicial, y su orgullo quedó reemplazado por la humildad y una devoción sincera
a Dios. Su confesión: “¡Ahora estoy
convencido de que en toda la tierra no hay Dios, sino solo en Israel!” (v.
15 – DHH) no eran meras palabras, sino expresión de una profunda convicción que
se había apoderado de su corazón. De tanta gratitud que sintió por su sanidad,
que él quería inundar al profeta de los tesoros que él había traído de su
patria. Nosotros hubiéramos dicho: “¡Aleluya! Dios sabía luego qué me faltaba.
Con razón dice la Biblia que ‘…las
riquezas del pecador serán la herencia de la gente honrada’ (Pr 13.22 –
TLA). Sea bienvenido todo lo que el Señor me quiera dar. El domingo voy a
llevarle también el diezmo a la iglesia.” Pero Eliseo no pensó de esta manera.
Él sabía que este no era el momento de hacer negocios mundanos, porque era
momento de manifestaciones grandiosas de Dios. La sanidad de Naamán no se había
dado por acción de Elías, sino de Dios, y él como su profeta no quería desviar
la atención en lo más mínimo de este Dios maravilloso que había hecho tal
milagro en la vida de un pagano.
Después Naamán tenía dos pedidos
más, que a mi modo de ver muestran la sinceridad de su devoción a Dios y su
convicción espiritual a la que llegó. Por un lado, el pidió poder llevar algo
de la tierra de Israel a su país (v. 17). Una nota en la Biblia de Estudios
“Dios Habla Hoy” lo explica: “La tierra pura de Israel iba a utilizarse para
erigir un altar donde ofrecer los sacrificios, ya que el suelo extranjero,
contaminado por los ídolos, era considerado impuro.” Por más que se encontraría
en un país totalmente idólatra, en que el Dios de Israel no tenía cabida, este
hombre quería adorar al que él había reconocido como el único y verdadero Dios.
La segunda petición tenía que ver
con esto precisamente. Él pidió por adelantado por el perdón de Dios si por
orden superior tenga que acompañar al rey de su país para que este adore a su
dios Rimón, y por ende tenga que inclinarse también ante esa estatua. Para él
estaba claro que esto sería solamente una postura de su cuerpo, pero no de su
corazón. Eliseo lo tranquilizó que no se preocupe en cuanto a esto. Con esto el
funcionario gubernamental sirio se retiró totalmente conforme, para emprender
el viaje de regreso a su país. La historia termina con la triste experiencia de
Giezi, quien no supo interpretar los tiempos de Dios y se dejó llevar por la
codicia para obtener ganancias personales por medio del engaño y la mentira.
Todo lo que Dios hace tiene como fin
glorificarlo a él. Él actuará, independientemente de lo que el ser humano pueda
decir o hacer. Pero nuestra actitud hacia el obrar de Dios determinará en gran
parte cuánta bendición nosotros mismos obtendremos de la obra de Dios. Tenemos
el ejemplo del rey de Israel. Para él, la obra de Dios pasó totalmente de
largo. Él estaba ciego e insensible al obrar de Dios. Tenemos el ejemplo de
Eliseo. Él estaba en íntima comunión con Dios y al servicio de él. Pero no por
ser instrumento de Dios, él se creía algo, ya que era Dios el que obraba, no
él. Él como profeta era simplemente el canal por medio del cual fluía el poder
de Dios. Es un gran ejemplo para mí, porque muchas veces cuando “brillo”, creo
que yo
estoy brillando, y no me doy cuenta que no es el canal el que brilla, sino la
gloria de Dios que fluye a través de este canal. Eliseo estaba bien tranquilo
en cuanto a esto. No tenía que luchar afanosamente por cosechar algo del brillo
de Dios.
Y tenemos el ejemplo de Naamán, cuyo
orgullo casi le costó una tremenda experiencia transformadora con Dios, casi le
costó su salud, casi le costó la vida, literalmente. Su orgullo era el
obstáculo que impedía el fluir del poder de Dios hacia su persona.
Ayer estábamos hablando con el
pastor Roberto acerca de nuestro rol en la obra de Dios. Y él dijo: “A veces,
lo más que podemos colaborar en la obra de Dios es hacernos a un lado para
despejar la vía por el cual el poder de Dios quiere fluir.” Y como broma
añadió: “No sé si se puede considerar también un don espiritual el no
obstaculizar la obra de Dios en la vida de otros.” Bueno, creo que no es un don
espiritual, pero sí un fruto del Espíritu, y se llama “humildad”. Pablo la
menciona en su lista de nueve características que el Espíritu Santo produce en
nosotros. La humildad es lo contrario al orgullo. El orgullo siempre quiere
ponernos a nosotros en el centro de la pista, y no nos damos cuenta que Dios
está detrás de nosotros, esperando a que le demos lugar para que él pueda pasar
y hacer lo que tenga que hacer.
Sea que eres un instrumento de Dios
o que eres el receptor de su milagro, verás la gloria de Dios, y él será
exaltado. El orgullo y la indiferencia cierran la puerta a las maravillas del
Señor. Te insto a que siempre tengas tu espíritu enfocado en el Señor para no
perderte nada de lo que él quiere hacer en y a través de ti y tampoco ser un
obstáculo a su paso victorioso en tu propia vida y la de los demás a tu
alrededor.